Revista: CCCSS Contribuciones a las Ciencias Sociales
ISSN: 1988-7833


PRINCIPIOS DE LA ÉTICA JUDICIAL

Autores e infomación del artículo

Benjamin Marcheco Acuña*

Universidad de Guayaquil, Ecuador

E-mail: benjamarcheco@gmail.com


RESUMEN
Lo principios de la ética judicial, sistematizados o no en códigos normativos, cumplen indudablemente una función legitimadora de la actividad jurisdiccional, en tanto determinan los parámetros de conducta destinados a garantizar el adecuado ejercicio de los poderes del juez, de manera que resulten compatibles con el modelo de una sociedad democrática. En el siguiente trabajo, se desarrollan los contenidos teóricos y normativos de los principios generales de la ática judicial, tomando como referente el Código Modelo Iberoamericano.
Palabras clave: ética judicial, independencia judicial, imparcialidad, integridad, equidad, deontología.
ABSTRACT
The principles of judicial ethics, systematized or not in normative codes, fulfill undoubtedly a legitimizing function of jurisdictional activity, as long as they determine the parameters of conduct aimed to ensure the correct exercise of the judge authority, to make them compatible with a democratic society. In this paper, we develop the theoretical and normative contents of the general principles of judicial ethics, taking as reference the Ibero-American Model Code.
Keywords: judicial ethics, judicial independence, impartiality, integrity, equity, deontology.


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Benjamín Marcheco Acuña (2020): “Principios de la ética judicial”, Revista Contribuciones a las Ciencias Sociales, (enero 2020). En línea:
https://www.eumed.net/rev/cccss/2020/01/principios-etica-judicial.html
http://hdl.handle.net/20.500.11763/cccss2001principios-etica-judicial

INTRODUCCIÓN
La ética judicial incluye los deberes jurídicos que se refieren a las conductas más significativas para la vida social, pero pretende que su cumplimiento responda a una aceptación de estos por su valor intrínseco para el ejercicio profesional; además, completa esos deberes con otros que pueden parecer menos perentorios, pero que contribuyen a definir la excelencia judicial. De lo cual se sigue que la ética judicial supone rechazar tanto los estándares de conducta propios de un «mal» juez, como los de un juez simplemente «mediocre» que se conforma con el mínimo jurídicamente exigido (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, 2006, pág. 2).
Los principios de la ética judicial, en palabras de García Amado (2017, pág. 133), adquieren verdadero sentido y valor en tanto reglas que
refuercen las condiciones para que la institución judicial funcione como debe a tenor de las garantías que el propio orden constitucional le quiere asegurar y de conformidad con los presupuestos que hacen al ciudadano creer con fundamento que los que de sus pleitos deciden aplican derecho y no su personal capricho o interés, y sirven a valores institucionales como la independencia y la imparcialidad.
Su contenido – agrega- ha de estructurarse en torno a reglas sobre estas dos cuestiones principales: las condiciones de ejercicio de la función judicial (independencia e imparcialidad del juez y los requisitos adicionales para el adecuado desempeño de su función y para la confianza social en la función , en consonancia con el modelo constitucional de juez) y las condiciones de justificación del uso de la discrecionalidad, allí donde quepa y sea, además, inevitable el uso de discrecionalidad por el juez (motivación, equidad) (pág. 138)
La exigencia del comportamiento ético del juez es consustancial a la importancia de su función en la sociedad, como autoridad dotada un poder relevante.
Precisamente, la base de los distintos principios éticos sirve de apoyo a la legitimidad del juez, entendida como la confianza de la sociedad en sus jueces. Esta confianza en los jueces resulta esencial para los mismos sistemas democráticos, pues como señala J. Raz, no es tanto el consentimiento como la confianza lo que constituye el fundamento (…) de la justificación de cualquier autoridad política y que, por extensión, podríamos aplicar esta nota de confianza como el fundamento de la legitimidad democrática del poder del juez (Ordoñez Solis, 2014).
En palabras de Elisabeth Kreth -con cita de García Amado (2017, pág. 138)-
la confianza de la opinión pública en la Justicia es presupuesto para la aceptación de las decisiones judiciales y para que exista y se mantenga la paz jurídica… el ejercicio del poder judicial recibe su legitimación de la confianza que las ciudadanas y los ciudadanos ponen en la justicia, en el poder judicial. Los tribunales están bajo la presión de una fuerte expectativa, a menudo constituyen la última barrera que a las ciudadanas y ciudadanos protege frente a la arbitrariedad estatal y el abuso de poder privado. Si surgen dudas sobre la independencia, imparcialidad e integridad de la actividad judicial, habrá amenaza de daño para el Estado de Derecho.
Con un simple vistazo a cualquiera de los códigos de conducta judicial,1 se puede verificar que todos ellos incorporan los valores clásicos de la ética: independencia, imparcialidad, equidad integridad, honestidad, etc., que constituyen, al mismo tiempo, atributos básicos de la actividad jurisdiccional. El presenta trabajo se propone, precisamente, sistematizar aquellos principios que se erigen como la expresión de una adecuada función judicial tal como es concebida en casi todas las culturas y sistemas jurídicos; y que cumplen una función radicalmente positiva en la ordenación del ejercicio de una de las altas funciones del Estado, en tanto que sirven de base para establecer cuál es el modelo de juez a que aspiran las sociedades democráticas.
1. PRINCIPIO DE INDEPENDENCIA JUDICIAL
La independencia del juez es un concepto básico y definitorio del Estado de Derecho. Esta puede ser entendida desde dos perspectivas: una externa o estructural, que se garantiza mediante la separación orgánica de los tribunales de cualquier otra estructura del poder del Estado, y una interna o estrictamente ética, que exige del juez la determinación de sus decisiones únicamente sobre la base del Derecho, sin dejarse influir real o aparentemente por factores ajenos al ordenamiento jurídico, ni siquiera por los que provengan de la propia organización judicial. (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, pág. arts. 2 y 3)
Ambas perspectivas están estrechamente ligadas mediante una relación de interdependencia2 y obedecen a un mismo fundamento: las garantías de libertad e igualdad de los ciudadanos, valores esencialísimos de la democracia. 3
La jurisdicción en el Estado democrático de Derecho cumple una función esencial de garante, por un lado, de los derechos fundamentales, empezando por la vida y la libertad, que no pueden sacrificarse ante voluntades de mayoría o interés general y por el otro, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, que es la garantía máxima contra el arbitrio y las violaciones de la voluntad de la mayoría (Ferrajoli, 2005, pág. 96)
Esas dos fuentes de legitimación de la jurisdicción –según Ferrajoli (2005, pág. 100)- añaden otros dos fundamentos al principio de independencia del poder judicial frente a los poderes de mayoría. Precisamente porque los derechos fundamentales, son derechos contra la mayoría, también el poder judicial encargado de su tutela debe ser un poder virtualmente «contra la mayoría». No se puede condenar o absolver a un ciudadano porque ello responde a los intereses o a la voluntad de la mayoría. Ninguna mayoría, por aplastante que sea, puede hacer legítima la condena de un inocente o la absolución de un culpable. Por otro lado, el papel de control sobre las ilegalidades del poder no solo no es garantizado, sino que es obstaculizado por cualquier relación de dependencia directa o indirecta de los magistrados respecto de otros poderes. Las investigaciones sobre corrupción de exponentes del poder público y económico serían inimaginables si los magistrados no fueran totalmente independientes.
Como deber deontológico del juez, la independencia exige una actuación enmarcada únicamente en parámetros jurídicos, manteniéndose ajeno a todo tipo de influencia ajena al Derecho mismo. Significa no subordinación, sumisión u obediencia a órdenes, imposiciones o presiones que puedan provenir de cualquier ámbito, sea de un poder público o privado, externo o interno al orden judicial. Significa entonces que el principio de independencia judicial demanda que los jueces sean independientes también unos de otros. Aunque a veces un juez puede considerar útil intercambiar opiniones con otros, las decisiones que adopte deberán ser de su responsabilidad individual, incluso en los casos en que forme parte de algún tribunal colegiado.
En orden a garantizar ese principio de independencia y evitar la politización de la justicia, tanto códigos deontológicos como disposiciones normativas prohíben a los jueces tomar parte en actividades de naturaleza política. El aspecto polémico está, precisamente, en el alcance de dicha prohibición.
El Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial (art. 4), considera incompatible con la independencia del juez la participación de éste de cualquier manera en actividad política partidaria. El de cualquier manera puede entenderse en referencia a cualquiera de las formas de participación política, incluyendo la simple militancia en un partido político, durante el desempeño de funciones judiciales. Pero esta cuestión no es para nada pacífica. Por ejemplo, los Principios Básicos relativos a la Independencia de la Judicatura, de las Naciones Unidas (1985), declaran que «al igual que los demás ciudadanos, los miembros de la judicatura gozarán de las libertades de expresión, creencias, asociación y reunión, con la salvedad de que, en el ejercicio de esos derechos, los jueces se conducirán en todo momento de manera que preserve la dignidad de sus funciones y la imparcialidad e independencia de la judicatura (art. 8)», lo que evidencia a priori que dichos principios no consideran incompatibles el ejercicio de la magistratura con la militancia política.
El ordenamiento ecuatoriano fija la prohibición de vinculación política de los jueces en el ejercicio funciones de dirección en los partidos y movimientos políticos y a participar como candidatos en procesos de elección popular o realizar actividades de proselitismo (arts. 74 constitucional in fine y 16 in fine COFJ); con lo cual no le estaría vetada, en principio, la militancia partidista ni el resto de las obligaciones que la misma implica, como pagar las cuotas de afiliación, participar en reuniones, elegir a sus órganos directivos, compartir los fines del partido y contribuir a su consecución.
En el derecho comparado, el Model Code of Judicial Conduct(American Bar Assosiation, 2010)(Canon 4, rule 4.1), de los Estados Unidos también permite la membresía partidista de los jueces o candidatos a jueces, sin embargo sí les prohíbe realizar cualquier contribución a las organizaciones políticas, además de asumir funciones de dirección o tomar parte en mítines o campañas de esta naturaleza.
En Alemania el art. 18.2 de la Ley del Tribunal Constitucional Federal de 1951, establece en relación con sus Magistrados que no se incurre en parcialidad por razón de la afiliación a un partido político. En Italia, la Ley de 11 de marzo de 1953 no prohíbe a los miembros de la Corte Constitucional, durante su mandato, la afiliación política pero sí la realización de actividades relacionadas con asociaciones o partidos políticos. 4 En Francia, el art. 2 del Decreto núm. 59-1292 de 13 de noviembre de 1959, relativo a las obligaciones de los miembros del Consejo Constitucional, establece únicamente la prohibición de ocupar puestos de responsabilidad o de dirección en el seno de un partido o agrupación política. Igualmente en Portugal, la Ley 28/1982, de 15 de noviembre, de organización, funcionamiento y proceso del Tribunal Constitucional, impide el ejercicio de funciones en los órganos de los partidos, asociaciones políticas o fundaciones conexas (art. 28.1), pero no la afiliación a partidos o asociaciones políticas (art. 29.2); si bien esta afiliación queda suspendida ex lege durante el desempeño del cargo de Magistrado (art. 28.2)5 Este fue el criterio implícito de las Constituciones europeas inauguradoras de la jurisdicción constitucional concentrada.
En el derecho español, por disposición constitucional (art. 159. 4), es incompatible con la condición de magistrado del Tribunal Constitucional el ejercicio de funciones de dirección dentro del partido o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos, mas no la simple afiliación, la que sí le está prohibida a los jueces ordinarios (art. 127 constitucional).
En Guatemala, las Normas Éticas del Organismo Judicial (2001), estatuye que el juez deberá evitar vinculación directa con centros de poder político partidario (art. 22), mientras el Código de Ética del Poder Judicial del Perú, (2004) recoge la prohibición de membresía política partidaria (art. 6. I).
En El Salvador la Corte Suprema (Sentencia No. 77 2013 AC, 2013) declaró la inconstitucionalidad del Decreto Legislativo de nombramiento de su Presidente, por entender que su militancia política constituía un riesgo al principio de independencia jurisdiccional.
En fallo de la Corte Suprema argentina (2013) que declara la inconstitucionalidad de varios artículos de la Ley de reforma del Consejo de la Magistratura, se lee que: «la ley contraría la imparcialidad del juez frente a las partes del proceso y a la ciudadanía toda, pues le exige identificarse con un partido político mientras cumple la función de administrar justicia. Desaparece así la idea de neutralidad judicial frente a los poderes políticos y fácticos».
Algún sector doctrinal considera la prohibición de militancia política de los jueces un tanto cínica (o al menos arcaica) en la medida en que en la sociedad contemporánea existen otras muchas estructuras asociativas con mayores posibilidades de perturbar la independencia del juez que la mera pertenencia a partidos políticos o sindicatos y porque supone además la idea de un juez aislado de su entorno social y político (Aguiar de Luque, 2007, pág. 30).
En sentido contrario, en opinión que suscribimos del ex magistrado Luis Ortega Álvarez (2013), desde la perspectiva de los mandatos de independencia e imparcialidad es muy razonable pensar que una composición de dicho un tribunal con miembros de distintos partidos políticos, cada uno de ellos recibiendo instrucciones de sus respectivos partidos y actuando públicamente como miembros a activos de los mismos, en ejercicio de sus derechos y en cumplimiento de sus obligaciones como afiliados, quiebra esta posición debida de independencia e imparcialidad.
En suma y coincidiendo con el exmagistrado, la plena independencia con que un juez debe ejercer su función jurisdiccional no sería, a nuestro entender compatible con el mantenimiento, mientras ejerce dicha función, de un estatuto paralelo de afiliado a un partido político, debido al cuadro de derechos y obligaciones que le liga a dicho partido.
En el comentario a los principios de Bangalore, la Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (2013, pág. 57), opina que:
Cualquier actividad y asociación de carácter político partidista debe terminar cuando un juez asume las funciones jurisdiccionales. La actividad política partidista o las afirmaciones del juez emitidas fuera de los tribunales con respecto a asuntos relativos a una controversia pública de carácter partidista pueden minar su imparcialidad y generar confusión pública acerca de la naturaleza de la relación entre la judicatura y los poderes ejecutivo y legislativo del Estado. Por definición, las actividades y declaraciones partidistas llevan a un juez a elegir públicamente un bando del debate sobre otro. […] el juez debe preocuparse de evitar, en la medida de lo posible, la participación en polémicas de actualidad que razonablemente puedan verse como políticamente partidistas. El juez presta servicios a todos, independientemente de los puntos de vista políticos o sociales de cada cual. Por ello el juez debe esforzarse por conservar la fe y la confianza de todos, en la medida en que sea razonablemente posible.
2. PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD
El deber de imparcialidad, junto con el de independencia, constituye un atributo básico del ideal de juez dentro del Estado de Derecho. 6 Aun cuando se trata de valores diferentes, la independencia y la imparcialidad se condicionan y refuerzan mutuamente. La independencia es la condición previa necesaria para la imparcialidad y constituye un prerrequisito para alcanzarla. Un juez puede ser independiente sin ser imparcial (sobre una base caso por caso), pero un juez que no es independiente no puede, por definición, ser imparcial (sobre una base institucional) (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 51)
Si la independencia trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al Derecho provenientes del sistema social, la imparcialidad trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al Derecho provenientes del proceso. De este modo, la imparcialidad podría definirse como la independencia frente a las partes y el objeto del proceso (Aguiló, 1997, pág. 77).
El juez imparcial es aquel que persigue con objetividad y con fundamento en la prueba la verdad de los hechos, manteniendo a lo largo de todo el proceso una equivalente distancia con las partes y con sus abogados, y evita todo tipo de comportamiento que pueda reflejar favoritismo, predisposición o prejuicio. (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, 2006, pág. art.10)
La exigencia de imparcialidad tiene su fundamento en el derecho a la igualdad, por lo que supone, ante todo, el respeto de la dignidad del justiciable, dispensándole un trato adecuado y evitando manifestaciones discriminatorias, e igualmente implica la superación de cualquier prejuicio que pueda incidir desfavorablemente en la valoración por el juez de los hechos o en la interpretación y aplicación del Derecho. Debe, asimismo, existir como cuestión de hecho y como cuestión de percepción razonable. Cualquier percepción razonable de parcialidad desde el punto de vista de un observador razonable – que puede provenir del comportamiento del juez tanto en el estrado como fuera de los tribunales, socava necesariamente la confianza en el sistema de justicia.
La apariencia de imparcialidad, además de la propia imparcialidad en sí misma, es una cuestión de suma relevancia al momento de evaluar la conducta de los jueces, pues, como ha reiterado el Tribunal de Estrasburgo «lo que está en juego es la confianza que los tribunales de una sociedad democrática han de merecer a quienes acuden a ellos…, por tanto, cualquier juez de quien legítimamente se pueda temer la falta de imparcialidad debe ser recusado (Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Hauschildt vs Dinamarca, 1989)».
En consonancia con lo antes dicho, para mantener la apariencia de imparcialidad el juez debe evitar cualquier comportamiento que pueda indicar algún tipo de predisposición, prejuicio, inclinación, preferencia, favoritismo hacia una de las partes o a un resultado determinado; como p. ej; reuniones o contactos privados con cualquiera de las partes fuera de los marcos del proceso, reprimendas o sanciones injustificadas a los abogados, observaciones inapropiadas sobre los litigantes o testigos o cualquier expresión verbal o corporal que deje traslucir desprecio, irritabilidad, intolerancia, etc.
Algunos supuestos en los que, en dependencia de las circunstancias, pudiera surgir una suposición razonable de predisposición serían:
a) Si existe amistad o animosidad personal entre el juez y algunas personas del público participantes en el juicio;
b) Si el juez tiene una relación íntima con cualquier miembro del público participante en el juicio, especialmente si la credibilidad de esa persona puede ser importante para el resultado del juicio;
c) Si en un caso en que el juez deba evaluar la credibilidad de una persona, haya rechazado la prueba rendida por esa persona en un juicio anterior en términos tan categóricos que surjan dudas sobre la capacidad del juez de considerar la prueba rendida por esa persona con mente abierta en una nueva ocasión;
d) Si el juez ha expresado opiniones, especialmente durante las audiencias, sobre cualquier cuestión que esté en debate en términos tan fuertes y desequilibrados que puedan surgir dudas razonables sobre su capacidad de juzgar el asunto con una mente judicial objetiva (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 67).
La imparcialidad también se intenta garantizar a través de dos instituciones procesales: la excusa y a la recusación. El Código General de Procesos ecuatoriano (COGEP, 2015, art. 22) regula una amplia cantidad de supuestos de excusa o recusación:
1. Ser parte en el proceso;
2. Ser cónyuge o conviviente en unión de hecho de una de las partes o su defensora o defensor;
3. Ser pariente hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad de alguna de las partes, de su representante legal, mandatario, procurador, defensor o de la o del juzgador de quien proviene la resolución que conoce por alguno de los medios de impugnación;
4. Haber conocido o fallado en otra instancia y en el mismo proceso la cuestión que se ventila u otra conexa con ella;
5. Retardar de manera injustificada el despacho de los asuntos sometidos a su competencia. Si se trata de la resolución, se estará a lo dispuesto en el Código Orgánico de la Función Judicial;
6. Haber sido representante legal, mandatario, procurador, defensor, apoderado de alguna de las partes en el proceso actualmente sometida a su conocimiento o haber intervenido en ella como mediador;
7. Haber manifestado opinión o consejo que sea demostrable, sobre el proceso que llega a su conocimiento;
8. Tener o haber tenido ella, él, su cónyuge, conviviente o alguno de sus parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad proceso con alguna de las partes. Cuando el proceso haya sido promovido por alguna de las partes, deberá haberlo sido antes de la instancia en que se intenta la recusación;
9. Haber recibido de alguna de las partes derechos, contribuciones, bienes, valores o servicios;
10. Tener con alguna de las partes o sus defensores alguna obligación pendiente;
11. Tener con alguna de las partes o sus defensores amistad íntima o enemistad manifiesta;
12. Tener interés personal en el proceso por tratarse de sus negocios o de su cónyuge o conviviente, o de sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad.
La función de ambas instituciones es no sólo proteger el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el Derecho, sino también la de salvaguardar la credibilidad de las decisiones y las razones jurídicas. Lo que en realidad reconoce el juez que se abstiene es que si no lo hiciera sus decisiones podrían ser vistas como motivadas por razones distintas a las suministradas por el Derecho. Podrían interpretarse a partir de razones tan motivacionales como el parentesco o el interés en el proceso y nada hay más distorsionador para el funcionamiento del Estado de Derecho que el hecho de que las decisiones judiciales se interpreten como motivadas por razones extrañas al Derecho y las argumentaciones que tratan de justificarlas como puras racionalizaciones (Aguiló, 1997, págs. 78-79).
3. DEBER DE MOTIVAR LAS DECISIONES
Motivar supone expresar, de manera ordenada y clara, razones jurídicamente válidas aptas para justificar una decisión (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, pág. art. 19). Es, en otras palabras, el discurso justificativo de la decisión que en el ámbito judicial supone la exposición de los fundamentos lógico- jurídicos que conducen al juez a la conclusión que aplica a un determinado conflicto. Como principio constitucional el deber de motivación se inserta en el cuadro de garantías para la protección de los derechos de los ciudadanos frente al poder, formando parte del llamado «núcleo duro» de los derechos fundamentales y, particularmente en lo que respecta a las garantías jurisdiccionales, del derecho a la tutela judicial efectiva.
Según el Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial (art. 18) «la obligación de motivar las decisiones se orienta a asegurar la legitimidad del juez, el buen funcionamiento de un sistema de impugnaciones procesales, el adecuado control del poder del que los jueces son titulares y, en último término, la justicia de las resoluciones judiciales».
La motivación de las resoluciones judiciales cumple así tres funciones básicas: por una parte, es un factor de racionalización y legitimación del poder -específicamente del poder jurisdiccional- en tanto asegura que la decisión judicial sea producto de la aplicación racional del Derecho y no consecuencia de la arbitrariedad; por otra parte, como técnica procesal, facilita un adecuado ejercicio del derecho a la defensa de las partes en el proceso en tanto les brinda las herramientas para articular los recursos o acciones procesales y posibilita el control por las instancias superiores, y por último, de cara a la ciudadanía, permite también el control público de la actuación de los órganos judiciales por parte de la sociedad en nombre de la cual actúan.
Como factor de racionalización, la exigencia de motivación es un elemento básico de distinción de las actuaciones legítimas del poder púbico, toda vez que lo que justifica legítimamente el ejercicio del poder son las razones (de fondo) que se dan en favor de las decisiones que se adoptan en nombre de la colectividad, pero, obviamente, cuando éstas no existen o no se ofrecen, la decisión en cuestión no tendría entonces (o al menos deja serias dudas de que no tuviese) otro soporte que la mera voluntad o capricho de quien la adopta y eso es, precisamente, la esencia misma de la arbitrariedad, incompatible con el ejercicio de cualquier función pública en un Estado democrático.
Como apunta Manuel Atienza:
el Estado democrático de Derecho, en cuanto idea regulativa, significa el sometimiento del Estado, del poder, a la razón, y no de la razón al poder. El Derecho es precisamente el instrumento –o uno de los instrumentos de racionalización del poder. Esa idea tiene como necesaria consecuencia que las decisiones de los órganos públicos no se justifican simplemente en razón de la autoridad que las dicta; además se precisa que el órgano en cuestión aporte razones intersubjetivamente válidas, a la luz de los criterios generales de la racionalidad práctica y de los criterios positivizados en el ordenamiento jurídico… (Atienza, 1995, pág. 13)
En esa misma línea, la Constitución ecuatoriana (art. 76, l) consagra explícitamente el deber de motivación no ya como fundamento de legitimidad de la actuación pública, sino incluso como requisito de validez formal de dicha actuación y su ausencia como presupuesto de responsabilidad personal:
las resoluciones de los poderes públicos deberán ser motivadas. No habrá motivación si en la resolución no se enuncian las normas o principios jurídicos en que se funda y no se explica la pertinencia de su aplicación a los antecedentes de hecho. Los actos administrativos, resoluciones o fallos que no se encuentren debidamente motivados se consideraran nulos. Las servidoras o servidores responsables serán sancionados.
Con lo que se concluye que el deber de motivación de las decisiones judiciales y la propia validez jurídica de éstas no se alcanzan mediante la invocación genérica por parte de los jueces de las facultades que ostenta para dictar la resolución, sino que resulta indispensable que éste exponga concretamente las circunstancias fácticas y jurídicas que justifican su elección, explicando en cada caso en qué y porqué resultan de aplicación los preceptos jurídicos que invoca y en qué y porqué pueden o no serlo los invocados por las partes, y que realmente exista una correspondencia entre éstos y las situaciones de hecho que sirven de causa a la resolución; así como que dicha situación de hecho sea el resultado de las pruebas practicadas en el proceso, las que tendrá que valorar de forma individual y en su conjunto, con rigor analítico, exponiendo además las razones del porqué y en qué medida les concede o no valor para sustentar los fundamentos fácticos de su decisión.
En su dimensión intraprocesal, el deber de motivación responde al correlativo derecho de las partes a obtener una resolución fundada en derecho sobre el contenido de su pretensión. A través de ella, el juez intenta convencer a las partes acerca de la corrección de la decisión. Las partes tienen derecho a conocer cuáles son los argumentos que respaldan el fallo del juez, por qué y en qué medida sus argumentos o pruebas fueron o no tomados en cuenta y si lo decidido se ajusta a las reglas previstas por el ordenamiento. Especial significación adquiere respecto a la parte perdedora, a quien debe explicársele por medio de razones por qué se ha llegado a una decisión que afecta negativamente sus intereses (Alexy, 2007, pág. 299).
La motivación permite asimismo el ejercicio adecuado del derecho a la defensa, a través del derecho a la impugnación. Una resolución inmotivada le imposibilitará a la parte recurrir en términos razonables, ya que si desconoce las razones por la cual no fueron acogidas sus pretensiones no estará en condiciones reales de cuestionar y refutar la decisión desfavorable. Sencillamente puede no combatir la injusticia de la decisión, porque no puede decir que la decisión sea injusta desde el momento que no conoce la motivación (Lacoviello, 2013, pág. 359).
Respecto del órgano superior, la motivación posibilita la confrontación del fallo con el contenido de la impugnación, permitiendo entonces una nueva mirada al conflicto sobre la base de una decisión previa que habrá de ser confirmada, corregida o revocada, asegurando así la efectividad de la doble instancia de manera que con ello se alcancen mayores grados de justicia.
Por último, como hemos dicho, la motivación constituye un medio de control de la función pública por parte de la ciudadanía. Se trata de
un discurso que, dirigido a la colectividad, asume con naturalidad y relieve justificativo y apela a un enjuiciamiento difuso [por cuanto] el poder público aspira a legitimarse frente a la colectividad, cuya obediencia no puede ser obtenida sólo con la coerción directa, sino que debe fundarse, al menos parcialmente, en la creencia colectiva de la legitimidad del mandato (Fernando, 1993, pág. 33)
El Estado democrático, por definición se asienta sobre la base de la soberanía popular, de la cual han de dimanar todos los poderes del Estado, incluido el judicial. En ese sentido, cualquier delegado del poder tendrá necesariamente que rendir cuentas de su actuación ante la ciudadanía, titular del poder soberano. Es entonces la motivación, el mecanismo idóneo por el que los jueces han rendir cuentas a esa sociedad en nombre de la cual actúa. En otras palabras, es el instrumento dispuesto por el Derecho para el control democrático de un poder cuya titularidad recae en el pueblo.
4. PRINCIPIO DE EQUIDAD
Un tratamiento justo y equitativo se ha considerado a lo largo del tiempo un atributo esencial de la justicia. La equidad de acuerdo con la ley no es solo fundamental para la justicia, sino un rasgo de la actividad jurisdiccional fuertemente relacionado con la imparcialidad judicial (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 112).
La equidad,a más de un deber ético,es un principio procesal cuya función consiste en la moderación por parte del juez del rigor de la letra de la ley, atendiendo más a su sentido teleológico que literal, para decidir con buen sentido de la razón y criterio de justicia. La equidad supone que el juez, sin transgredir el Derecho vigente, toma en cuenta las peculiaridades del caso y lo resuelve basándose en criterios coherentes con los valores del ordenamiento y que puedan extenderse a todos los casos sustancialmente semejantes (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, 2006, pág. art. 37). Se le ha denominado como «justicia del caso concreto», en tanto es un criterio para la legítima concreción del Derecho a las particularidades del caso y al cual se recurre para modular, complementar o incluso suplir la ley y en el cual se sustentan las facultades discrecionales del juez.
La justicia, como fin último de la función judicial, no se alcanza siempre y en todo caso con la aplicación irrestricta del tenor literal de la ley. Es preciso, además tener siempre presente la ratio de la propia norma y los fines que se ha perseguido con su dictado, toda vez que la admisión de soluciones notoriamente injustas resulta incompatible con los fundamentos mismos de la actividad legislativa y la propia jurisdiccional. La aplicación de las normas jurídicas debe siempre estar presidida por una interpretación que atienda no sólo a su sentido gramatical, sino a sus propios fines y a la coherencia que deben guardar con el conjunto del ordenamiento en el que se integran. Cuando la literalidad de un precepto pueda conducir a unos resultados concretos que resulten ostensiblemente contrarios a los fundamentos que informan el ordenamiento o produzcan consecuencias concretas notoriamente injustas o disvaliosas, es deber imperativo del juez acudir a la equidad como criterio de corrección.
La función de concretar ese ideal de justicia que en términos abstractos persigue la ley es la función primordial del juez; pero la propia abstracción y generalidad de los preceptos legales provoca que, en su aplicación a determinados casos concretos se desvirtúen los propios fines que ella persigue, o los principios axiológicos que informan a todo el sistema jurídico. Por tanto, mal se compadece con la alta misión de hacer justicia, el asumir el juez un papel de «legalista» automático que aplica de manera inflexible la literalidad de los preceptos legales, prescindiendo de los principios que en ella subyacen y los elementos presentes en cada caso en cuestión. Tal forma de actuación constituye una corrupción de la propia justicia.
El intelectual cubano José Martí, muy elocuentemente afirmaba:
Es verdad que los jueces tienen el deber de apegarse a la Ley, pero no apegarse servilmente porque entonces no serían jueces sino siervos. No se les sienta en ese puesto para maniatar su inteligencia, sino para que obre justa, pero libre. Tienen el deber de oír el precepto legal, pero también tienen el poder de interpretarlo (Martí, 1882, pág. 24).
Y en términos similares se pronunciaba el eminente jurista Eduardo Couture:
El juez no puede ser un signo matemático, porque es un hombre; el juez puede ser la boca que pronuncia las palabras de la ley, porque la ley no tiene posibilidad material de pronunciar todas las palabras del derecho; la ley procede sobre la base de ciertas simplificaciones esquemáticas y la vida presenta diariamente problemas que no han podido entrar en la imaginación del legislador […] Pero si el juez como hombre, cede ante sus debilidades, el derecho cederá en su última y definitiva revelación […] De la dignidad del juez dependerá la dignidad del derecho. El derecho valdrá en un país y en un momento histórico determinado, lo que valgan los jueces como hombres. El día en que sea posible decidir los casos judiciales… mediante un ojo eléctrico que registre físicamente el triunfo o la derrota, la concepción constitutiva del proceso carecerá de sentido y la sentencia será una pura declaración… Pero, mientras no pueda lograrse esa máquina de hacer sentencias, el sentido profundo y entrañable del derecho, no puede ser desatendido ni desobedecido y las sentencias valdrán lo que valgan los hombres que las dicten (Couture, 1949, págs. 69-77).
5. PRINCIPIO DE DILIGENCIA
La exigencia del deber de diligencia está dirigida a evitar las consecuencias que para la justicia comporta una decisión tardía. Una justicia demorada no es buena justicia, antes bien se asimila a la injusticia. Por tanto, en cualquier procedimiento judicial es muy relevante el tiempo. Es importante hacer las cosas bien, pero hay que hacerlas en el momento oportuno, de lo contrario se corre el riesgo de que se frustre la posibilidad de hacer justicia y se produzcan además perjuicios irreversibles.
El deber de diligencia requiere del juez procurar que los actos procesales se realicen con rigurosa puntualidad y que las decisiones se adopten en plazos razonables. Su capacidad para cumplir con estas obligaciones dependerá en cualquier caso, por un lado, de que se le doten de los poderes necesarios para evitar, corregir o sancionar el abuso procesal de las partes al interponer acciones o recursos notoriamente impertinentes que tiendan únicamente a dilatar o retrasar el curso del proceso,7 o de poderes discrecionales encaminados a lograr la celeridad procesal ­– sobre todo en aquellos procesos en que por el riesgo de que se produzcan daños irreparables se requieren medidas urgentes- y, por el otro, de la adecuada distribución de la carga de trabajo, la suficiencia de los recursos materiales y humanos, de la asistencia técnica y el tiempo para la investigación, estudio, deliberación, redacción y otras obligaciones judiciales.
Los jueces son conscientes de que el buen funcionamiento del tribunal depende también de la adopción de criterios de gestión organizativa y procesal, con vistas a la simplificación de los procedimientos formales, la planificación, la monitorización y la valoración del servicio y a la utilización de las nuevas tecnologías de información y de informatización. (Compromiso Ético de los Jueces Portugueses, 2009, pág. art. 6.3)
El juez debe interesarse por la gestión íntegra de la unidad judicial a su cargo, reclamando los medios que sean necesarios para su correcto funcionamiento, así como motivar a los funcionarios supervisar la ejecución de sus actividades. Asimismo, debe tener presente que su deber primordial el ejercicio de la función judicial y a ella debe dedicarse «con toda la energía y dedicación que le es posible y exigible», por lo tanto debe evitar asumir compromisos o dedicarse regularmente y durante tiempo prolongado a actividades extrajudiciales que disminuyan su capacidad de cumplir adecuadamente sus funciones jurisdiccionales.
Existe una estrecha relación entre el deber de diligencia y el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva y a un debido proceso sin dilaciones indebidas (arts. 75 y 77 constitucional) que habrá de garantizarse mediante una razonable dimensión temporal del procedimiento necesario para resolver y ejecutar lo resuelto.
Toda persona tiene derecho a que cualquier proceso judicial en el que se involucre, se desenvuelva por los cauces y en los términos previstos por el legislador, sin que tengan que verse afectados por retrasos injustificados, pues ello va en detrimento al mismo tiempo derecho al acceso a una real y efectiva administración de justicia, toda vez que la solución tardía de los conflictos equivale a una falta de tutela judicial efectiva.
Por propio mandato constitucional (art. 172, segundo y tercer párrafos):
«Las servidoras y servidores judiciales, que incluyen a juezas y jueces, y los otros operadores de justicia, aplicarán el principio de la debida diligencia en los procesos de administración de justicia.
Las juezas y jueces serán responsables por el perjuicio que se cause a las partes por retardo, negligencia, denegación de justicia o quebrantamiento de la ley».
De lo cual puede desprenderse el inequívoco propósito del constituyente de prevenir y sancionar la indeseable y nefasta conducta en los jueces de incumplir los términos procesales, acarreando con ello a los ciudadanos toda suerte de perjuicios a sus derechos y la consiguiente generación de desconfianza y deslegitimación del sistema judicial, con mucho más intensidad en aquellos casos en que el afectado es sujeto de especial protección por parte del Estado, sea por su edad, su discapacidad o por cualquier otra situación de especial vulnerabilidad.
En virtud de lo antes dicho, resulta indispensable que el juez asegure la efectividad de la justicia mediante la asunción del compromiso ético de resolver en forma diligente y oportuna los conflictos a él sometidos dentro de los plazos que define el legislador. Cualquier justificación para el incumplimiento de los plazos deberá fundarse únicamente en la situación probada y objetivamente insuperable que le haya impedido adoptar oportuidnte la decisión y, en estos casos, resulta perentorio dar prioridad a la tramitación del asunto que alcanzó a decidirse en tiempo, sin que quepa admitirse, de ninguna manera, el aplazamiento sine die de la resolución.
6. Cortesía y respeto
De acuerdo con el Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial (arts. 48 al 52)los deberes de cortesía tienen su fundamento en la moral y su cumplimiento contribuye a un mejor funcionamiento de la administración de justicia. La cortesía es la forma de exteriorizar el respeto y consideración que los jueces deben a sus colegas, a los otros miembros de la oficina judicial, a los abogados, a los testigos, a los justiciables y, en general, a todos cuantos se relacionan con la administración de justicia. El juez debe brindar las explicaciones y aclaraciones que le sean pedidas, en la medida en que sean procedentes y oportunas y no supongan la vulneración de alguna norma jurídica. Asimismo En el ámbito de su tribunal, el juez debe relacionarse con los funcionarios, auxiliares y empleados sin incurrir -o aparentar hacerlo- en favoritismo o cualquier tipo de conducta arbitraria.
Consciente de que su terreno no es el de las verdades absolutas, el juez debe mostrar una actitud tolerante y respetuosa hacia las críticas dirigidas a sus decisiones y comportamientos y nunca confundir la autoridad de su investidura con la soberbia o la altanería. La autoridad judicial se preserva con muestras de ecuanimidad, firmeza y sabiduría, no dejándose llevar por la pasión o la ira, aun cuando a ello puedan conllevar ciertos excesos de las partes en la defensa de sus respectivas posiciones.
Desde esa perspectiva, constituye un grave incumplimiento de los deberes éticos, el que el juez contamine sus resoluciones, y particularmente las sentencias, con reproches en términos ofensivos hacia los justiciables o sus representantes; contestando los argumentos esgrimidos las partes en forma excesivamente dura, pecando de exceso de adjetivos o rebatiendo las tesis de los abogados de manera despectiva o «humillante» hacia su competencia profesional; o contestando cualquier agravio personal u otra cuestión ajena a lo debatido en el proceso.
Si bien, dependiendo de las costumbres locales, el juez puede hacer presente adecuadamente el agravio que un delito grave ha infligido a la comunidad, sus observaciones deben siempre moderarse con cuidado, autocontrol y cortesía. Condenar a un acusado que ha sido declarado culpable de un crimen es una responsabilidad muy seria que entraña la realización de un acto jurídico en nombre de la comunidad. No es la ocasión para que el juez airee sus emociones personales. Al hacerlo tiende a rebajar las calidades esenciales de las funciones jurisdiccionales (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 114).
Los excesos verbales o los términos impropios en las sentencias o demás resoluciones judiciales deberán ser advertidos corregidos en las mismas decisiones que resuelvan los eventuales recursos – más allá de los procedimientos disciplinarios o sancionadores -, habida cuenta que estas no solo habrán de tener una función reparadora de las posibles vulneraciones de la ley en que han incurrido los jueces de la instancia inferior, sino también de las faltas a los propios deberes éticos (aún en el supuesto de tratarse de una sentencia jurídicamente correcta); en el entendido de que siempre y en todo caso habrá de hacerse prevalecer el respeto que el juez debe guardar hacia los justiciables y hacia los propios abogados que sustancialmente colaboran con administración de justicia.
7. PRINCIPIO DE INTEGRIDAD
La integridad, en tanto principio universal de la deontología profesional, adquiere especial relevancia para la profesión del juez, en tanto autoridad pública que juzga y decide sobre aspectos tan fundamentales como la vida, la libertad o los derechos de las personas. En efecto, la sociedad debe poder ver en el juez una persona en la que poder confiar, por ser digna de toda credibilidad. Su especial posición institucional comporta, sin duda, exigencias de decoro externo, para que, no sólo sea digno de crédito, sino que también lo «parezca». De este modo, su conducta privada no debe hacerle perder aquello que la sociedad espera de él (credibilidad y confianza) (Aparisi, 2011, pág. 198)
La percepción que tenga la comunidad sobre la conducta del juez dependerá de los estándares de la misma; para lo que es necesario tener en cuenta la forma en que determinado comportamiento es percibido por un observador razonable, informado y con sentido de la justicia. Si tal percepción pudiera perjudicar el respeto de la comunidad hacia el juez o hacia la función judicial en su conjunto, deberá evitarse entonces incurrir en esos comportamientos. Es decir, el juez debe respetar los valores predominantes de la comunidad donde desempeña su actividad, absteniéndose de intervenir en actividades que puedan menoscabar el prestigio de su investidura, considerando siempre la percepción que de ello puedan tener los observadores razonables.
La confianza en la función judicial se basa no solo en la competencia y diligencia de los jueces, sino fundamentalmente en su integridad y rectitud moral. Por tanto, además de ser un buen juez, se necesita ser un buen ciudadano. Desde la perspectiva del público, un juez no solo ha prometido servir los ideales de justicia y de verdad en que se afirman el imperio de la ley y los fundamentos de la democracia, sino también encarnarlos. Por lo tanto, las cualidades, la conducta y la imagen personal que proyecta un juez afectan al sistema judicial en su conjunto y en consecuencia a la confianza que el público deposita en dicho sistema (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 77). El juez debe ser consciente de que el ejercicio de la función jurisdiccional supone exigencias que no rigen para el resto de los ciudadanos (Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, 2006, pág. art. 55). La sociedad demanda de ellos un comportamiento que esté por encima de lo que se exige a sus conciudadanos, con estándares mucho más altos. Es decir, el público espera una conducta virtualmente irreprochable de sus jueces.
Por ello, un juez debe mantener estándares elevados en su vida privada así como en su vida pública. La razón de esta exigencia se basa en la amplia gama de experiencias y conductas humanas respecto de las cuales un juez puede tener que pronunciar sentencia. Si el juez condena públicamente lo que practica en privado se le tendrá por hipócrita. Ello conduce inevitablemente a la pérdida de confianza pública en el juez, lo que puede extenderse a la judicatura en forma más general (Comentario relativo a los Princiios de Bangalore sobre la Conducta Judicial, 2013, pág. 74).
En los comentarios a los principios de Bangalore sobre la ética judicial, respecto del valor de la integridad se expone que, en el momento de evaluar determinadas conductas del juez y cuanto pueden afectar su integridad según los estándares comunitarios, se ha sugerido que la pregunta adecuada no es si un acto es moral o inmoral de acuerdo con determinadas creencias religiosas o éticas, o si es aceptable o inaceptable conforme a los estándares de la comunidad (lo que puede conducir a la imposición arbitraria y caprichosa de una moral estrecha), sino cómo se refleja el acto en los componentes centrales de la capacidad del juez para realizar el trabajo para el que ha sido facultado (equidad, independencia y respeto por el público) y en la percepción pública de su aptitud para cumplir su trabajo. En consecuencia, se han sugerido seis factores que deben considerarse al emitir un juicio sobre esta materia:
a) el carácter público o privado del acto y concretamente si contradice una ley que se aplica realmente;
b) la medida en que la conducta está protegida como un derecho individual;
c) el grado de discreción y prudencia ejercido por el juez;
d) si la conducta era específicamente peligrosa para quienes participaban más directamente u ofensiva en términos razonables para otros;
e) el grado de respeto o falta de respeto hacia el público o determinados miembros del público demostrado en esa conducta;
f) el grado en que la conducta es indicativa de una predisposición, prejuicio o influencia inadecuada.
Se ha sostenido que la utilización de esos y otros factores similares ayudaría a establecer un equilibrio entre las expectativas del público y los derechos del juez.

8. SECRETO PROFESIONAL
El deber de secreto profesional de los jueces es tiene como fundamento, en definitiva, los mismos que el secreto profesional de manera general. Salvaguardar los derechos a la intimidad y al honor de las partes y de sus allegados frente en relación con las informaciones obtenidas por el juez en el desempeño de sus funciones. Así, se le exige al juez guardar absoluta reserva sobre las causas o procesos que tramita y en relación a los hechos o datos conocidos en el ejercicio de su función o con ocasión de ésta y velar porque así lo hagan los funcionarios, auxiliares o empleados de la oficina judicial.
Pero el deber de reserva del juez tiene otro alcance, en tanto se exige a aquellos que actúan en órganos colegiados garantizar el secreto de las deliberaciones del tribunal, salvo las excepciones previstas en la legislación, referidas éstas a la publicidad de los cotos particulares.
La exigencia del deber de reserva será más rigurosa en aquellos países cuyo sistema de decisión judicial se considera «hermético»,8 dada la imposibilidad de publicación de votos disidentes y menos severa en otros en que sí lo permiten. En estos últimos, aun cuando al juez se le permite emitir un voto disidente respecto de la mayoría, en su escrito deberá limitarse a exponer sus argumentos y puntos de vista y el sentido en que considere debió tomarse la decisión, pero el deber de secreto se mantiene, en tanto no debe divulgar los pormenores del debate acontecido en el interior del tribunal.
Ningún sentido tiene el deber de secreto en países como México, donde las deliberaciones de su Corte Suprema tienen carácter público.

CONCLUSIÓN
Los compromisos morales de un profesional del Derecho y particularmente de los impartidores de justicia con el ejercicio de su profesión en particular y con la sociedad a la que sirve en general, ha de pasar por el respeto irrestricto de los principios deontológicos destinados a orientar la conducta, el «deber ser» del profesional. se tengan en cuenta aquellas cualidades o hábitos de conducta que caracterizan a la excelencia profesional y que van más allá del mero cumplimiento de las normas jurídicas.
Los principios sobre la ética judicial abordados en este trabajo constituyen no sólo una lista referencial de disposiciones normativas a las que debe ajustarse los jueces en el ejercicio de su profesión, sino, sobre todo un conjunto de normas de conducta que han de caracterizar la excelencia profesional del juez y que va más allá del mero acatamiento de las disposiciones jurídicas. En ese sentido, constituyen también un instrumento con un valor potencial para quienes impulsan en nuestras sociedades contemporáneas, el establecimiento de sólidos cimientos para una función judicial de integridad incuestionable.

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*Doctor en Ciencias Jurídicas, Master en Derecho Constitucional y Administrativo, Master en Especialización e Investigación en Derecho, Licenciado en Derecho. Profesor de la Facultad de Jurisprudencia. Universidad de Guayaquil, Ecuador.
1 Una amplia compilación de los Códigos de Ética judiciales, tanto nacionales como regionales y de alcance universal se recoge en  (Roos & Woischnik, 2005).
2 En efecto, no puede existir independencia judicial si los órganos encargados de impartir justicia se encuentran sometidos al fuero de otros órganos estatales con la atribución de revisar y decidir sobre el contenido de las sentencias, y al mismo tiempo, de nada serviría garantizar formalmente una separación de la función jurisdiccional del resto de los poderes del Estado, si los jueces fuesen constantemente influenciados en sus decisiones por aquellos.
3 El propio Montesquieu (1906, págs. 228- 229) en su formulación de la clásica teoría de la tripartición de poderes en 1748 aseguraba: «la libertad política del ciudadano es aquella tranquilidad de ánimo que procede de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para gozar de esta libertad, es preciso que sea tal el gobierno, que un ciudadano no pueda temer a otro. (...) Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el tirano promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. No hay tampoco libertad si el poder judicial no está separado del legislativo y el ejecutivo. Si está unido al legislativo, el poder de decidir de la vida y la libertad de los ciudadanos será arbitrario, porque el juez será al mismo tiempo legislador: si está unido al poder ejecutivo, el juez tendrá en su mano la fuerza de un opresor». También Alexander Hamilton sostuvo que «no hay libertad, si el poder de la justicia no está separado de los poderes legislativo y ejecutivo» (El Federalista, No. 78).
4 Los artículos 7 y 8 del Código de Ética para Jueces y Fiscales italiano de 1994, les prohíben a jueces y procuradores formar parte de asociaciones que exijan juramentos solemnes de lealtad o vincularse con centros de poder políticos o económicos que puedan influir en el ejercicio de sus funciones o deteriorar su imagen pública.
5 El «Compromiso Ético de los Jueces Portugueses» (2009) en el comentario 4 al art. 3, se contempla que «El juez rechaza la afiliación a partidos políticos y la participación en cualquier actividad de carácter político-partidario, pública o privada…».
6 No por gusto son estos principios los que encabezan la casi totalidad de los códigos deontológicos judiciales y la necesidad de su garantía son es el tema recurrentes de congresos y convenciones relativos a la actividad judicial, y el principal contenido de los instrumentos nacidos de las mismas: Así, el Estatuto Universal del Juez, adoptado por la Unión Internacional de Magistrados (1999), el Estatuto del Juez Iberoamericano, aprobado en la Cumbre Iberoamericana de Presidentes de Cortes Supremas y Tribunales Supremos de Justicia, Canarias, 2001.
7 Constitución de la República del Ecuador. art. 174: «La mala fe procesal, el litigio malicioso o temerario, la generación de obstáculos o dilación procesal, serán sancionados de acuerdo con la ley»; Código Orgánico de la Función Judicial, arts. 335. 9 y ss. Prohíben y sancionan a los abogados que incurran procedimientos de mala fe para retardar indebidamente el progreso de la litis.
8 Francia, Italia y Holanda o el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea son ejemplos de sistemas herméticos.


Publicado: 16/01/2020

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