Contribuciones a las Ciencias Sociales
Mayo 2011

ORIGEN Y DESARROLLO DEL PROBLEMA NACIONAL CUBANO ENTRE 1868 Y 1901



Javier Figueroa Ledón (CV)
javier@cmhw.icrt.cu




El nacimiento del Estado-Nación cubano, al menos en teoría, coincide con el inicio de la Guerra de los Diez Años, y de manera específica con la celebración de la Asamblea Constituyente de Guáimaro. El historiador Sergio Aguirre ratifica ese planteamiento cuando afirma que “la nación cubana surge en la década 1868-1878”, mientras que otros investigadores, entre los que destaca Eduardo Torres-Cuevas, manifiestan que “lo que nace en la Asamblea Constituyente de Guáimaro en 1869 es el proyecto de Estado Nacional”. En cualquier caso, la problemática en torno al mismo encuentra sus orígenes concretos en este período.



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Figueroa Ledón, J.: Origen y desarrollo del problema nacional cubano entre 1868 y 1901, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, mayo 2011, www.eumed.net/rev/cccss/12/

Desde los inicios de la lucha, la instauración de una estructura jurídica, política y administrativa propia mediante la cual se ejerciera el poder y la soberanía, aún en beligerancia, constituyó una de las aspiraciones primeras de las principales figuras del mambisado. De esa forma se creó la República de Cuba en Armas, y la idea de la independencia comenzó a materializarse (también) jurídicamente.

El modelo de Estado-Nación que inspiró a los revolucionarios de la gesta del ´68 respondía a los intereses de la burguesía nativa de las regiones centro-oriental de la Isla (donde el sistema económico impuesto por las autoridades coloniales resultaba un verdadero fracaso), y estuvo en concordancia con el patrón de nación adoptado por los Estados Unidos. Siendo el liberalismo la corriente predominante a escala universal, los cubanos de avanzada (un sinnúmero de ellos en el campo insurrecto) tuvieron de referente fundamental al “liberalismo conservador norteamericano por considerarse (…) más consecuente con las esencias del liberalismo”.

En efecto, la mayoría de los miembros de la burguesía criolla consideraban a los Estados Unidos como el máximo representante del “progreso” (económico, político y social), y deseaban que Cuba alcanzara un status similar, lo cual, bajo el dominio de España, resultaba imposible. De esa manera, la separación de la metrópoli española, ya fuera mediante la independencia o por la vía de la anexión, constituyó la máxima aspiración de la mayoría en la clase pudiente nativa.

Mientras tanto, los reformistas, más contraídos a la idea de separarse totalmente de la metrópoli y ver a la Isla bajo su propia suerte (o la de los Estados Unidos), solicitaban a la Corona, ya sin mucha esperanza, la instauración de un régimen autonómico, intentando transformar el recio control que mantenía Madrid sobre la Mayor de las Antillas. El propio José Antonio Saco, partidario confeso de las reformas y antianexionista por excelencia, afirmaba su deseo de que “Cuba no sólo fuese rica, ilustrada, y moral y poderosa, sino que fuese Cuba cubana y no anglo-americana”.

Sin embargo, el camino hacia la consolidación nacional, que hallaba ahora su colofón en las Guerras de independencia, se auxilió, desde comienzos de la centuria decimonónica, de instrumentos proporcionados por el reformismo y el anexionismo. De esa manera, el establecimiento de la Nación Cubana, bajo los cánones del Estado-Nación Moderno, recibió aportes de las diferentes corrientes ideológicas predominantes en el período. En esencia, “gústenos o no, el sentimiento de nuestra nacionalidad viajó hacia su consolidación en los dos primeros tercios del siglo XIX apoyado en todo lo que se opusiera a la dominación ibérica en alguna medida”.

Pero la evolución del pensamiento de los criollos de las clases medias y altas respecto a la conformación de una nación, antes de las grandes gestas iniciadas en 1868, transitó por un camino independiente al de sus pares del resto de las colonias hispanas del Nuevo Mundo: Mientras en esos territorios ardía el fuego de la revolución libertaria, en la mayor de las Antillas se aletargaba este proceso, al tiempo que se cuajaban mejor sus resortes. Justo cuando Francisco de Arango y Parreño manifestaba que Cuba era su patria, pero identificaba a España como su nación, Félix Varela definía su pertenencia absoluta a esta última bajo un patriotismo considerado como amor a la tierra donde se había nacido y como sentimiento de responsabilidad por el destino de todos los cubanos, y criticando a los terratenientes que solo defendían los intereses económicos particulares.

Boris Santana señala en sus escritos sobre el Estado-Nación que “el concepto de Patria, antes que el de Nación, se reafirmará sucesivamente a lo largo de la historia nacional como el concepto central del pensamiento político y social cubano en su línea emancipadora”. Esta idea explica por qué José Antonio Saco defendió en esta etapa la idea de que Cuba no constituía una nación, ni parte de ella, entendiéndola solo como una colonia esclava sometida por la fuerza. Bajo estos postulados se incluye la existencia de los elementos definidores de la nación, a pesar de que Cuba no pueda considerarse un Estado.

La marginación del negro y de las clases desposeídas por parte de la clase dominante dificultaba la construcción de la nación y su respectiva autoconciencia. Sin embargo, el ideal independentista se gestó entre los grupos ilustrados y con determinado poder económico (terratenientes nativos en su mayoría), quienes consideraban al sistema colonial español un obstáculo en la realización de sus aspiraciones como clase. El agravamiento de estas contradicciones (colonia-metrópoli) durante la década del sesenta del siglo XIX dejó listo el camino para la insurrección armada que determinó la nación.

En opinión del investigador Oscar Zanetti, para el independentismo, “la creación del Estado nacional constituía la clave de todo progreso. Al proclamar la independencia, los iniciadores de la revolución de 1868 estaban convencidos de que solo la separación de España posibilitaría a los cubanos el disfrute de los derechos ciudadanos, liberaría la economía de las trabas del fisco colonial y, sobre todo, daría fin a la horrenda institución de la esclavitud”.

La incorporación del negro, libre o esclavo, a la construcción del Estado-Nación cubano (Estado-Nación pensado por las clases rectoras de la Revolución) resultó una exigencia más que necesaria, pues el sistema esclavista en esos momentos era incompatible con los intereses de la burguesía. Asimismo, la lucha por la independencia requería de la participación de todas las fuerzas sociales al margen de España, sin importar el origen o el color de la piel.

Aún así, con el inicio de la Guerra Grande, el negro esclavo aparece en medio de un conflicto por el establecimiento de una nación que considera extraña, pero que promete la emancipación de los hombres. De esa manera, para lograr el fin de la explotación a la que era sometido, el esclavo apuesta por el proyecto independentista. Según Enrique López Mesa, entonces, “¿qué nación podía surgir? En la base, una gran masa de esclavos africanos no integrada a la nacionalidad. En la cúspide, una burguesía a medias. Era necesario que desapareciera esa anomalía para que pudiera surgir la nación plena”.

A pesar de esa y otras limitaciones, la nación comenzó a tomar forma a partir del alzamiento del 10 de octubre de 1868. Carlos Manuel de Céspedes dejó libres a sus esclavos y de esa manera buscó el apoyo de los países que marchaban a la vanguardia por la senda del “Progreso”. El Manifiesto de la Junta Revolucionaria revelaba que con el triunfo de los insurrectos se instauraría una nación donde existirían plenos derechos y libertades de reunión, palabra, prensa y propiedad para todos. Además, se mantendrían relaciones de libre comercio con otros países, y los cubanos podrían elegir a sus gobernantes.

La Asamblea de Guáimaro constituyó un paso firme hacia esas aspiraciones. Con el establecimiento de la República de Cuba en Armas y la redacción de una Constitución, se presentaba un proyecto de nación, estructurado y posible. El reconocimiento de la beligerancia de los revolucionarios por parte de la comunidad internacional y el apoyo material y espiritual de gobiernos vecinos fueron algunos de los objetivos que persiguieron las máximas autoridades mambisas en un primer momento.

Los encargados de “pensar” y “materializar” la República de Cuba en Armas pertenecían a los grupos acomodados de la aristocracia criolla, quienes en Guáimaro concretaron un proyecto de nación que respondía a los intereses propios de su clase, si bien mostraban notables diferencias de criterio. Aún así, la Constitución de Guáimaro impuso un orden elemental a la lucha armada en el plano organizativo, si bien se evidenciaron las contradicciones sobre la centralización del poder. Se consideró, en el Artículo 24, que todos los habitantes de la República eran enteramente libres.

El espíritu democrático, influenciado por los modelos europeos y estadounidense, primó durante las sesiones de la Asamblea, y prueba de ello fue la instauración de una Cámara de Representantes con una elevada capacidad de decisión, pese a los problemas que ello entrañó en tiempos de guerra. De esa forma, surge un proyecto de Estado-Nación apegado a los cánones de la Nación Moderna, establecidos por las revoluciones norteamericana y francesa.

Durante los tres años siguientes a la promulgación de la Constitución de Guáimaro, los asambleístas insurrectos sentaron las bases de una legislación cubana, opuesta por completo a la española. En ese entonces se establecieron leyes relacionadas con el matrimonio civil, la instrucción pública, el comercio libre, los cargos públicos y la organización militar y administrativa, entre otras. En esencia, “el interés por establecer adecuadamente el estado nacional con leyes autóctonas fue, sin discusión, un enorme mérito histórico de la Cámara de Representantes”.

A pesar de esto, tanto la falta de experiencia y unidad real como los errores en torno al poder ejecutivo, entre otros elementos, hicieron que el Ejército Libertador, como fuerza armada de la nueva nación, experimentara siempre dificultades en su estructuración, lo que incidió negativamente en el desarrollo de determinadas acciones militares y en el surgimiento de posturas que atentaron, a la larga, contra el proceso revolucionario. La firma del Zanjón constituyó una triste pausa en largo camino por alcanzar la independencia y consolidar el Estado-Nación. No obstante, “los cubanos, equipados con su tradición heroica, fueron nación en lo adelante, aunque tuviesen que admitir temporalmente la desaparición de la estructura jurídica, republicana, creada en la Asamblea de Guáimaro”.

El rechazo a la campaña pacificadora de Martínez Campos por parte de Antonio Maceo en Baraguá y la redacción de una Constitución a raíz de esos acontecimientos, evidencian que la doctrina revolucionaria permanecía viva y que el proyecto de nación aún respiraba. En los seis artículos de esta nueva Constitución se dejó claro que la única opción posible para los insurrectos era la independencia, y se estableció un gobierno provisional compuesto por cuatro personas. De esa forma se mantuvo, por escaso tiempo, el cuerpo jurídico de la República de Cuba en Armas.

Entre los años 1868 y 1878, la mayoría de los grupos sociales que componían las filas mambisas alcanzaron un nivel de compenetración increíble. Si en un principio la clase dirigente del proceso revolucionario estaba formada, fundamentalmente, por terratenientes y hacendados, al final de la contienda los representantes de la gesta procedían de los distintos estratos de la población. Luego, la Guerra Grande significó el primer paso en la conquista de la soberanía, y “sentó las bases para la formación del pueblo nación cubano”.

Como plantea Carlos Chaín, el conflicto fundió los disímiles componentes de la nacionalidad, expresándose luego la nación como un proceso de maduración en la formación nacional, y a la vez como un proceso de integración. La paz alcanzada por España no garantizaba un regreso al estado anterior a 1868, pues el pueblo cubano “había madurado en una conciencia de sí que le permitió aspirar a un futuro para sí”. Todo ello, unido a los cambios y transformaciones objetivamente operados a nivel económico y social, hacía predecible la reanudación de las hostilidades contra el dominio español. Obviamente, los independentistas contaban con líderes capaces, experiencia guerrera y un antecedente republicano inspirador; pero necesitaban de una reorganización de las fuerzas revolucionarias y la creación de una agrupación política que respondiera a los intereses de todas las clases sociales interesadas en la separación de la metrópoli.

El fracaso de la Guerra Chiquita y de los continuos levantamientos posteriores mostró que no estaban creadas las condiciones para derrotar a España de una vez y por todas. El Problema Nacional se manifestaba, pues, en la latencia de esta idea y en los esfuerzos y dificultades para hacerla realidad. Los descalabros sufridos evidenciaban que “el movimiento político estaba urgido de una reformulación de sus fundamentos sociales y la adopción de nuevos moldes organizativos. El encargado de renovar el proyecto de la independencia sería José Martí”, quien, como primer paso de toda su obra, debía entender, mucho mejor que otros, las complejidades de dicha problemática. Desde tal principio, durante el último quinquenio de los años '80 y el primero de los '90 del siglo XIX, el Apóstol desarrolló una campaña para movilizar a los diversos sectores de la sociedad cubana, diseminada en el exilio, con el propósito de sentar las bases para una guerra definitiva contra el sistema colonial español. De esa manera, preparó la búsqueda de una República democrática en Cuba.

El Partido Revolucionario Cubano (PRC), creado el 10 de abril de 1892, significó un paso decisivo en la estructuración de la lucha por la emancipación. Su programa planteaba el propósito de establecer una república garante de los derechos elementales para todos los ciudadanos, sin ataduras de ninguna clase con otras. La propia agrupación política poseía una estructura que se encontraba en consonancia con los principios republicanos de gobierno, siendo “la organización republicana de partido (…) la garantía que hace viable la organización republicana nacional”. Así, el proyecto de Estado-Nación cubano quedaba asido a la visión martiana de República.

En el Manifiesto de Montecristi, Martí y Máximo Gómez expusieron el programa de la Revolución, y, de cierta manera, los principios que regirían la futura república. El documento planteaba, entre otras ideas, que la guerra no sería cuna del desorden y la tiranía una vez derrotada España. La continuación del proceso independentista a través de la lucha armada había comenzado el 24 de febrero de 1895 en la Isla, dando desde el principio al conflicto bélico un carácter nacional, implicando a todas las regiones y sectores sociales.

La celebración de la Asamblea de Jimaguayú, en septiembre de 1895, se enfrentó nuevamente al Problema Nacional, proporcionando a las fuerzas insurrectas una estructura político-jurídica prevista por Martí, superior a la de la gesta fundadora, bajo una Constitución que establecía el equilibrio necesario en el gobierno y la composición ordenada del ejército. Estas medidas significaron un avance respecto a la anterior contienda, sobre todo porque la mayoría de los participantes en el cónclave procedían de las capas medias ilustradas del mambisado. El documento final respondía a los intereses de los miembros de esa clase, por lo que “la estructura de poder consolidó la hegemonía política del sector que sólo veía en la realización de la independencia y en la creación de la república el proyecto democrático burgués que, en última instancia, mantendría, después del triunfo, el status quo social”.

Durante los dos primeros años de la guerra, se agudizaron las contradicciones clasistas en el seno del movimiento insurrecto, y creció el abismo existente entre la dirección civil y militar de la Revolución. A ello se sumó la muerte en combate de líderes de prestigio y un constante escarceo de los representantes cubanos en el exterior con las autoridades estadounidenses, cuyo gobierno, ante el avance victorioso de las tropas mambisas y utilizando como pretexto los desmanes de la Reconcentración, presionó a Madrid para que concediese la autonomía a la Isla. Esta posición puso en riesgo la realización plena del proyecto de Estado-Nación cubano.

En ese contexto, y en cumplimiento de lo estipulado en Jimaguayú, se convocó a la siguiente Asamblea de Representantes en la comunidad de La Yaya, en septiembre de 1897, para modificar en lo necesario la Constitución y proceder a la elección de un nuevo Consejo de Gobierno. Durante las sesiones, los asambleístas dejaron claro que la única solución al conflicto armado en Cuba era la independencia total y sin concesiones. La nueva Constitución resultó otro paso a favor en el largo camino hacia la consolidación de un Estado-Nación, ante todo por enunciar el mantenimiento de la estructura republicana y promulgar leyes que garantizaban las libertades democráticas y ciudadanas, las cuales servirían de antecedente legítimo a futuros códigos legales.

Sin embargo, para esa fecha, entre los insurrectos predominaban dos tendencias de pensamiento contrapuestas: una martiana y popular, y otra liberal. La primera “luchaba por la creación de una república de justicia social y de plena realización propia, y la segunda, si bien estaba contra la permanencia de Cuba bajo el poder colonial español, se inclinaba al mantenimiento de la estructura social y, en algunos casos, contemplaba la dependencia con respecto a EE.UU. como garantía para el sustento de esta”.

A fines de 1897, el mantenimiento de las fuerzas militares españolas en la Isla era insostenible. El escaso presupuesto para sostener la guerra, las continuas amenazas de Estados Unidos, la resistencia de los mambises y la desmoralización de los efectivos peninsulares, unido a las presiones de grupos influyentes dentro de la propia Metrópoli, obligaron al gobierno español a conceder la autonomía a Cuba y Puerto Rico. Pero el fracaso del experimento autonomista fue rápido, significando el fin de la dominación española en la Isla.

Con la consecución de la independencia, se lograría la realización plena (condicionada, claro está, por solo una parte de los elementos socioclasistas imbricados) del proyecto de Estado-Nación cubano. Luego, la intervención armada de Estados Unidos en la Guerra de Cuba obstaculizó la instauración del Estado-Nación genuino y contribuyó al auge del sentimiento anexionista entre los sectores más conservadores de la burguesía nacional. A pesar del planteamiento recogido en la Resolución Conjunta (abril de 1898) de que el Imperio no tenía “deseo ni intención de ejercer soberanía, jurisdicción o dominio sobre dicha Isla, excepto para su pacificación” y que, una vez conseguida esta, dejarían “el gobierno y dominio de la Isla a su pueblo”, los revolucionarios cubanos mantenían sus reservas respecto a la conveniencia de la entrada estadounidense.

Ese documento presentaba a los Estados Unidos ante la comunidad internacional como defensor de la independencia de Cuba, pero, contradictoriamente, no reconocía la existencia de las instituciones representativas del pueblo cubano. Según Ramón de Armas, la intervención fue la “última etapa en la realización de una agresión prolongada, destinada a frustrar la potencialidad nacionalista de la revolución cubana”. En efecto, los temores de Martí, Maceo y otros independentistas acerca de las peligrosas intenciones de Estados Unidos en relación con Cuba se hicieron realidad tras la firma del Tratado de París.

Desde este momento la potencia norteamericana, en franca manifestación imperialista, ocupó todas las posesiones territoriales de España. Las autoridades cubanas fueron excluidas de las negociaciones y, de esa forma, se desconocieron a escala global las instituciones revolucionarias forjadas en la manigua. Entretanto, el proyecto de un Estado nacional cubano quedaba pospuesto y a merced de los Estados Unidos, generando matices inéditos al Problema Nacional en Cuba.

El inicio de la ocupación militar norteamericana, el 1° de enero de 1899, resultó el punto de partida de un plan estadounidense que tenía como propósito fundamental la descubanización. Ese proyecto incluyó, entre otros puntos, la desarticulación de las instituciones representativas del pueblo cubano (Ejército Libertador y Asamblea del Cerro), pues el PRC se había disuelto en diciembre del año anterior. Así se eliminaban las estructuras republicanas autóctonas fundadas durante la guerra de independencia y quedaba libre el camino para imponer otras a semejanzas del modelo yanqui.

La salvación del proyecto cubano de nación, en ese entonces, vino de la mano de una resistencia tenaz a las imposiciones foráneas, y sobre todo a las de Washington. En opinión del investigador Pablo A. Riaño, “la Nación comienza a ser representada, enfáticamente, a través de la inclusión de los patriotas y el rechazo a lo extranjero”. Por ello, durante el período de Ocupación Militar, se preservó el proyecto de nación mediante la reafirmación de una identidad propia, aunque las autoridades estadounidenses establecieron siempre los mecanismos indispensables para que una posible República cubana fuera siempre una dependencia de Estados Unidos.

Según Eduardo Torres-Cuevas, “Cuba accede a la independencia ficticia a través de la ocupación norteamericana y, junto a la imposición económica de Estados Unidos, está su presencia cultural. Pero más a fondo, lo grave del problema estriba en que acontece cuando el proceso de delimitación y conformación de lo cubano empezaba a cristalizar”. Esto tiene un mayor impacto si se observa que la Ocupación resultó un período oscuro y extremadamente peligroso en el proceso de formación nacional, pues se vivía con la incertidumbre de una República posible o una intervención perpetua.

En esas condiciones, los cubanos manifestaron de diversas maneras su apego al proyecto original de Estado-Nación y el rechazo a cualquier modelo importado. Así, los representantes de las capas populares cuestionaban, cada vez con mayor dureza y mediante artículos de prensa, décimas, canciones, etc., la estancia norteamericana en la Isla, y abogaban por un rápido establecimiento de la República.

La convocatoria a elecciones municipales en 1900 para una Asamblea Constituyente, reavivó entre los cubanos la idea de que el establecimiento del Estado-Nación soñado era viable. Pero, para ejercer el sufragio, resultaba indispensable tener 21 años o más, saber leer y escribir, poseer 250 pesos o más en propiedades, y/o haber servido con las armas a la Revolución. Asimismo, los ciudadanos españoles residentes en Cuba estaban autorizados a votar. Se marginaba así a amplios sectores de participar en la elaboración de las leyes que regirían la futura República, expendiendo el camino expedito a los enemigos históricos (y solapados) de la Independencia.

Al efecto, la Constitución de 1901 tuvo un marcado carácter clasista, pues los encargados de su redacción procedían o representaban los intereses de la burguesía entendida con el poder estadounidense, o, cuanto menos, no estaban dispuestos a renegar radicalmente de su implicación en los asuntos referentes a un Problema Nacional del que ahora formaban parte a escala primaria. Aún así, pese a las presiones norteamericanas, la Carta Magna fue resultado del no siempre coherente movimiento independentista, y en algunos de sus artículos se observó una influencia del liberalismo propio más avanzado (el establecimiento de una república, la separación de la Iglesia y el Estado, los derechos y deberes del ciudadano, la división de poderes del Estado, la enseñanza pública, gratuita y laica; etc.).

Pero la Constitución de 1901, además de dotar de un cuerpo jurídico-político a la nueva República, debía precisar qué tipo de relaciones mantendría Cuba con los Estados Unidos. La definición de ese nexo era requisito indispensable para la realización del proyecto nacional, determinando o no la soberanía del Estado naciente. La Enmienda Platt, como apéndice constitucional, sería el mecanismo que cercenaría las aspiraciones de los cubanos de instaurar un Estado-Nación pleno. El derecho de Estados Unidos de intervención (Art. 3), la apropiación de la Isla de Pinos (Art. 6), el arrendamiento de bases navales y carboneras con fines militares (Art. 7), entre otros artículos (ocho en total), legitimaron el status neocolonial de la República, que nacería como Estado oficialmente reconocido por la comunidad internacional, bajo el auspicio yanqui, el 20 de mayo de 1902.

La oposición al apéndice constitucional impuesto por Washington alcanzó tintes dramáticos, desde una cerrada votación durante el proceso de aprobación final, hasta algunas manifestaciones de rechazo a través de opiniones particulares bien conocidas, como las de Sanguily, Cisneros o Juan Gualberto Gómez. El propio gobernador estadounidense, Leonard Wood, reconoció que, mediante la Enmienda, Cuba quedaba con poca o ninguna independencia, mientras el presidente norteamericano Theodore Roosevelt expresaba, en su mensaje anual al Congreso, que por dicho apéndice Estados Unidos establecía la base definitiva por la que en lo sucesivo Cuba debería que mantener “relaciones políticas mucho más estrechas que con ninguna otra nación”, incorporándose al “sistema político internacional” norteamericano.

Las primeras elecciones presidenciales mostraron cómo serían los comicios republicanos, caracterizados por el fraude, la violencia, las imposiciones, los chantajes, la marginación absoluta de las capas populares, etc. La “victoria” de Tomás Estrada Palma constituyó la coronación de las acciones norteamericanas por imponer en Cuba una colonia de nuevo tipo. De esa forma, el 20 de mayo de 1902, nacía una República a medias, totalmente deformada en principios y estructura bajo una soberanía ficticia, con un gobierno sin manos y complaciente de los Estados Unidos, incapaz de dar respuesta a un Problema Nacional cuya magnitud ahora pasaba por la mediatización de otro Estado-Nacional, que sería nada menos que el gendarme imperialista mundial durante todo el siglo XX.

 


Editor:
Juan Carlos M. Coll (CV)
ISSN: 1988-7833
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