Contribuciones a las Ciencias Sociales
Mayo 2009

 

LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA DE LA COMUNA EN NORTEAMÉRICA. ACERCA DE ALEXIS DE TOCQUEVILLE Y SU VIAJE
 

Enzo Ricardo Completa (*)
enzocompleta@fcp.uncu.edu.ar 
 




“Es en la comuna donde reside la fuerza de los pueblos libres. Las instituciones comunales son a la libertad lo que las escuelas primarias vienen a ser a la ciencia; la ponen al alcance del pueblo; le hacen paladear su uso pacífico y lo habitúan a servirse de ella”.

Alexis de Tocqueville.

Alexis de Tocqueville nació en el año 1805 en el castillo de Verneuil, cerca de París, en el seno de una familia noble que contaba entre sus antepasados a hombres tan ilustres como al marqués de Malesherbes (su bisabuelo materno, quien fue guillotinado por los jacobinos durante el período del terror por haber defendido a Luis XVI) Chateaubriand (célebre escritor, embajador en Suiza de Napoleón Bonaparte y Ministro de Asuntos Exteriores de Luis XVIII) y Hervé, su padre, quien fue alcalde de Verneuil durante el Imperio, prefecto bajo el reinado de Carlos X y esposo de Louis Le Peletier de Rosanbo, hija de un presidente de Cámara del Parlamento de París.

De origen aristocrático, el joven Tocqueville creció en un ambiente culto y refinado, en donde el legitimismo, la nostalgia por los tiempos pasados y el resentimiento hacia aquellos revolucionarios que habían perseguido a sus familiares era moneda corriente. Lúcido y apasionado, dotado de una precoz inteligencia, rápidamente concluyó su carrera de abogacía en la prestigiosa Facultad de Derecho de París y, con tan sólo veintidós años, fue nombrado juez-auditor en el Tribunal de Versalles. Todo hacía suponer que el joven Tocqueville seguiría los pasos de su padre, manteniéndose fiel a la casa de los borbones. La revolución burguesa de 1830, sin embargo, marcaría un punto de inflexión en su vida.
 



Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Completa, E.R.: La organización política de la comuna en Norteamérica. Acerca de Alexis de Tocqueville y su viaje, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, mayo 2009, www.eumed.net/rev/cccss/04/erc.htm



El nuevo monarca, Felipe de Orleáns, se identificaba con los ideales de la revolución de 1789. Más aún, había pertenecido al Club de los Jacobinos y era hijo de Felipe Igualdad, el primo de Luis XVI que votó a favor de su ejecución. Como consecuencia de la revolución, los parientes de Tocqueville que se desempeñaban en el Estado presentaron su renuncia indeclinable. El joven magistrado, en cambio, juró fidelidad al nuevo régimen con desdén, lo cual lo colocó en una situación sumamente incómoda, tanto en lo político como en lo familiar.

Fue entonces cuando decidió realizar un viaje hacia los Estados Unidos de América junto a su amigo y compañero de trabajo Gustave de Beaumont. El motivo oficial del viaje –según manifestaron a sus superiores en el Ministerio del Interior- era el estudio del sistema penitenciario norteamericano implementado por el presidente Andrew Jackson, el cual se juzgaba ecuánime a los ojos de la aristocracia francesa. Sus verdaderos propósitos, sin embargo, eran muy diferentes. Para Alexis de Tocqueville resultaba indispensable observar el funcionamiento de la democracia, la cual avanzaba a pasos agigantados modificando leyes, costumbres y sentimientos.

La primera parte de La democracia en América, publicada en el año 1835, fue elaborada por Tocqueville con posterioridad a este viaje. En dicha obra analizó la vida política de los Estados Unidos de América a la luz de la influencia ejercida por el principio democrático de la igualdad de condiciones. La segunda parte, mucho más abstracta y universal que ilustrativa respecto de la vida dentro de la sociedad norteamericana, acabó publicándose en 1840. Ambos ejemplares, especialmente el primero, le granjearon un considerable prestigio académico a su autor. En este sentido, llegado el año 1838 fue elegido miembro de la Académie des Sciences Morales et Politiques y, tres años más tarde, de la Académie Francaise. En 1839, por su parte, ocupó una banca en la cámara de diputados representando al distrito de Valognes, cargo en el que permaneció hasta 1848 luego de ser reelecto en varias oportunidades. Defensor a ultranza del principio de soberanía público, ese mismo año pronunció su discurso más famoso como legislador, en el cual atacó al régimen burgués de Guizot por su corrupción e insensibilidad social vaticinando la llegada inminente de una revuelta popular. Desgraciadamente, nadie le hizo caso hasta que fue demasiado tarde. Un mes después estallaba la revolución y se proclamaba la Segunda República.

El caos inicial en el que quedó sumido el gobierno provisional francés angustió sensiblemente a Tocqueville, quien había pronosticado los problemas que aquejaban a su nación. La pronta asunción de Luis Napoleón Bonaparte lo preocupó más todavía. Electo legislador por el distrito de La Mancha, desde su banca se manifestó contrario a la política imperialista y centralizadora del nuevo monarca. Durante los primeros años de su régimen, sin embargo, aceptó desempeñarse como Ministro de Asuntos Exteriores de la corte, cargo en el que permaneció muy pocos meses debido a su franca oposición al golpe de Estado de 1851.

Tras ser encarcelado durante un breve período de tiempo, Tocqueville fue inhabilitado para ocupar todo tipo de cargos públicos. Sin otra alternativa que el exilio, dedicó los últimos años de su vida a escribir. Su última gran obra, El Antiguo Régimen y la Revolución, fue iniciada durante una de sus primeras crisis tuberculosas que lo llevarían a la tumba en Cannes, el 16 de abril de 1859. A contramano de sus conjeturas, la Francia que dejaba no parecía encaminarse hacia la democracia, el autogobierno y la igualdad de condiciones. El ciclo de revoluciones que se reproducía en su país de manera ininterrumpida desde hacía más de setenta años no había hecho más que ungir a monarquías e imperios.

El presente ensayo pretende contribuir al conocimiento del sistema comunal norteamericano. Un tema ciertamente refrescante para la ciencia política y la administración pública en tanto disciplinas que tienen a cargo la difícil tarea de reducir la creciente complejidad social, acercando a representantes y representados.

Estado social de los norteamericanos.

El 11 de mayo de 1831 arribaban a la isla de Manhattan, Nueva York, Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont. Permanecerían en América nueve meses aproximadamente, período durante el cual recorrieron diversas ciudades fabriles del norte hasta llegar a Québec, y también del sur, como Tennessee, Alabama, Georgia y Nueva Orleáns. Por una serie de contratiempos no atravesaron el río Mississippi, aunque se percataron de la lenta marcha del pueblo norteamericano hacia el Océano Pacífico.

Durante su travesía por la Unión ambos viajeros observaron el funcionamiento de la democracia, admirándose a cada paso de la poderosa influencia que ejercía el principio de igualdad de condiciones sobre las leyes y costumbres que regulaban la vida de los angloamericanos. Así, según cuenta Tocqueville en uno de los capítulos iniciales de La Democracia en América, “a pesar de encontrarse en vigencia la ley de representación no fue nunca aplicada en las comunas”. Los asuntos locales se resolvían diariamente en la plaza pública, al mejor estilo ateniense.

Este gusto natural de los estadounidenses por el autogobierno, sumado a las impensadas consecuencias que trajo la aplicación de la ley de sucesiones, desempeñaron para el escritor francés un papel determinante en la construcción del estado social profundamente igualitario que ostentaban los norteamericanos a comienzos del siglo XIX. En este sentido, la obligación impuesta a las familias de repartir por igual los bienes del padre entre todos sus hijos derivó en una verdadera revolución de la propiedad: a partir de su promulgación las tierras no dejaron de achicarse con el paso de las generaciones puesto que por ley se prohibía su íntegro traspaso al hijo mayor de la familia. Una vez muerto el padre, sus heredades debían fraccionarse en tantas partes como descendientes hubiera.

Como no podía ser de otra manera, Tocqueville refleja en su obra la ira que provocó la sanción de esta ley en ciertos sectores aristocráticos tanto de la sociedad europea como norteamericana, quienes acusaron a la democracia de “favorecer los intereses de una mayoría pobre en detrimento de los ricos”. Ahora bien, lejos de apoyar a aquellos críticos de la democracia que en el gobierno de los muchos veían la destrucción inevitable de todos los derechos de propiedad, Tocqueville se limitó a demostrarles su error pintándoles un vivo retrato de la vida diaria norteamericana (1). Prueba de ello es el prefacio a su obra más famosa, en donde el joven autor se preocupó por señalar que en el país democrático más avanzado del mundo los derechos de la propiedad gozaban de mayores garantías que en ninguna otra parte.

Ahora bien, no todo en Tocqueville son halagos y alegres invitaciones a Europa a adoptar el sistema democrático. Como bien señala Hayden White, su estrategia al escribir La Democracia en América no era otra que la de inyectar en el mundo estático de la Francia orleanista un doble antídoto: contra el miedo a la democracia y contra la devoción irreflexiva por ella. Según este autor, Tocqueville se proponía “calmar los temores de los reaccionarios mostrando la medida en que la democracia era endémica en la historia europea, y al mismo tiempo moderar el entusiasmo de los radicales revelando las fallas de la democracia pura que se había desarrollado en el Nuevo Mundo”.(2)

Estas fallas de la democracia, a su entender, se desprendían del mal uso (o abuso) que se había hecho en Norteamérica del principio de igualdad de condiciones, el mismo principio que otorgaba un sinnúmero de placeres diarios a sus habitantes pero que a su vez los hacía pasibles de padecer ciertos males como la centralización administrativa, el individualismo y la tiranía de la mayoría. De ahí que, llegado el momento de declarar la Independencia de la corona británica en el mes de julio de 1776, los representantes del Congreso Continental no hayan dudado en dejar por escrito las siguientes verdades evidentes, auténticos resguardos institucionales contra las asimetrías que podrían derivarse de la democracia en el futuro:

“Que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.(3)

Resulta importante subrayar que quienes redactaron este documento (John Adams, Benjamín Franklin, R. Sherman, R. Livingston y Thomas Jefferson) se encontraban en un todo de acuerdo con los principios que motivaron la Declaración de Derechos de Virginia, aprobada con anterioridad a la Declaración de la Independencia. Este documento, inspirado en el pensamiento de John Locke, comenzaba de la siguiente manera:

“Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto, a saber: el goce de la vida y la libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad y de buscar y obtener la felicidad y la seguridad”.(4)

Ambos documentos revelan el origen de las ideas en boga al momento en que Tocqueville y Gustave de Beaumont hicieron pie en el Nuevo Mundo. Indudablemente los ingleses Sydney y Locke habían dejado sentir su influencia en la sociedad norteamericana. Su liberalismo político, en este sentido, fue la causa que originó que en América “se confundieran las clases, se abatieran las barreras levantadas entre los hombres, se dividiera el dominio, se compartiera el poder, se esparcieran las luces y se igualaran las inteligencias” (5). He ahí, para Tocqueville, la verdadera causa por la que en América del Norte la aristocracia no había echado raíces. Al menos no todavía...

De acuerdo al joven Alexis, los primeros peregrinos en llegar al continente americano se constituyeron como una sociedad política de iguales dependiente de la corona británica, por cierto, aunque marcadamente autónoma en lo que concernía al gobierno de sus propios intereses. “De hecho -sostiene Helena Béjar- la monarquía bien podía ser la ley del Estado, pero era la república lo que latía en el municipio”(6). Mucho tuvo que ver en esto el punto de partida afortunado de sus sociedades. En este sentido, a diferencia de lo que ocurrió con la mayoría de las naciones europeas, la nación estadounidense tuvo la suerte de surgir y hacerse fuerte sin la presencia de Estados vecinos que se mostraran hostiles. En consonancia con lo anterior, para Raymond Aron “la sociedad norteamericana [en sus orígenes] tuvo la excepcional ventaja de poseer el mínimo de obligaciones diplomáticas, y de correr el mínimo de riesgos militares. Al mismo tiempo –agrega- esta sociedad fue creada por hombres que, dotados del equipo técnico completo de una civilización desarrollada, se establecieron en un espacio amplísimo. Esta situación sin igual en Europa es una de las explicaciones de la ausencia de aristocracia y de la primacía asignada a la actividad industrial”.(7)

Como puede advertirse, para Alexis de Tocqueville Estados Unidos de América fue creado bajo circunstancias ideales. A la ausencia inicial de la metrópoli inglesa y de cualquier otra nación que pusiera en peligro las fronteras, los colonos añadieron la ventaja de fundar sus sociedades sobre la base del principio de igualdad de condiciones, esto es, en absoluta contraposición al legado monárquico inglés.

La noción de soberanía popular, traída a las colonias por los famosos Padres Peregrinos, forma parte de este mismo punto de partida venturoso que permitió a los angloamericanos llegar a la democracia sin sufrir revoluciones democráticas, y nacer iguales sin la necesidad de llegar a serlo (8). Dicha noción, según Tocqueville, se encontraba más presente y activa en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX que en ninguna otra nación del mundo. Más no siempre esto fue así: mientras las colonias se mantuvieron leales a la metrópoli inglesa, el principio de la soberanía popular debió ocultarse largamente en las asambleas provinciales y comunales. Fue recién luego de la Declaración de la Independencia que el mismo salió a la luz y se apoderó del gobierno norteamericano en todos sus niveles.

Porqué las comunas, porqué Nueva Inglaterra.

Promediando la época en la que Tocqueville visitó los Estados Unidos, tres centros de poder concentraban la vida política de los angloamericanos: el Estado, el condado y la comuna. Entre ellos, el último era el que encerraba la mayor parte del poder administrativo por encontrarse más próximo a las necesidades de la sociedad local. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurría en la comuna de Francia, en donde el alcalde era el único funcionario administrativo visible, en las comunas norteamericanas el poder administrativo se encontraba dividido en numerosas manos, de ahí que no se advirtiera fácilmente su presencia aunque sí sus innumerables efectos.

Esta dispersión del poder administrativo que se daba en las comunas norteamericanas contrasta sensiblemente con el régimen monárquico de Europa, en donde la dimensión gubernamental era hegemónica o no era. A contramano de lo que ocurrió en países como Francia e Inglaterra, en los Estados Unidos la comuna se creó antes que el condado, el condado antes que el Estado y el Estado antes que la Unión. Y si bien para algunos aristócratas del viejo continente esto podía resultar novedoso e incluso artificial, para Tocqueville era de lo más natural. Escuchémoslo referirse a respecto:

“La comuna es la única asociación que se encuentra de tal modo en la naturaleza, que dondequiera que hay hombres reunidos, se forma por sí misma... La sociedad comunal existe en todos los pueblos, cualesquiera que sean sus usos y sus leyes; el hombre es quien forma los reinos y crea las repúblicas; la comuna parece salir directamente de las manos de Dios”.(9)

Ahora bien, que las comunas hayan surgido de manera libre en Norteamérica no implica necesariamente que en las mismas floreciera la libertad comunal. A decir verdad, en su mayoría se encontraban sensiblemente expuestas a las intromisiones del poder central. Su independencia político-financiera, en este sentido, dependía de la capacidad que tuvieran para cristalizar en las ideas y costumbres populares, o lo que es más difícil aún, en las leyes del Estado y la Unión. Este requerimiento, tan arduo de cumplir que en Europa ni siquiera se había logrado una sola vez en la historia, era más que frecuente en América del Norte. En dicho lugar las comunas no sólo eran antiguas y fuertes a través de las costumbres sino también a través de las leyes, destacándose entre todas ellas la comuna de Nueva Inglaterra en donde los principios organizativos que regulaban la vida local habían experimentado un desarrollo más considerable que en cualquier otra parte.

Así, según afirma Tocqueville en la primera parte de La Democracia en América, a medida que se bajaba hacia el sur de Nueva Inglaterra la vida comunal se volvía menos activa y despierta. En el Estado de Nueva York, por ejemplo, las comunas tenían menos magistrados. En Pensilvania, por su parte, las asambleas comunales eran poco frecuentes, la influencia de la población sobre los asuntos locales menos directa, y el poder de los magistrados con relación a sus electores comparativamente más grande que en el norte.

La causa de este fenómeno tan particular debía buscarse, a su sensato entender, en el escaso nivel de cultura que ostentaban los habitantes del sur en comparación con sus pares del norte (10). En este sentido, tras recorrer las comunas de Nueva Inglaterra y conversar con sus habitantes el joven magistrado pudo comprobar que los mismos habían pertenecido a estratos sociales medios y acomodados de la madre patria. Hombres de moral y buenas costumbres, en general habían gozado de una excelente educación en su país de origen. Su partida, de esta forma, no se debió a la necesidad o al deseo de acrecentar riquezas. A diferencia de los colonos que se afincaron en el sur –en su mayoría buscadores de oro, gente sin recursos y sin disciplina- las motivaciones que los llevaron a cruzar el Océano Atlántico fueron estrictamente intelectuales: “al exponerse a los rigores inevitables del exilio –dirá Tocqueville-querían hacer triunfar una idea”.(11)

¿Pero qué idea? No la aristocracia, ciertamente. Como advertimos con anterioridad, su germen dañino no fue nunca introducido en esta parte de la Unión. Los primeros colonos que se asentaron en Nueva Inglaterra eran hombres libres y fuertes cuyos intereses giraban en torno de la búsqueda del orden y la tranquilidad social. De religión puritana, comulgaban con una ética política que propendía a la eliminación del absolutismo monárquico y al establecimiento de asambleas populares representativas. De ahí que optaran por fundar una institución gubernativa que se amoldara a sus verdaderos ideales y valores. La idea que prevaleció fue el espíritu independiente de los colonos, su tendencia a administrarse por sí solos.

En el apartado siguiente nos adentraremos en el examen de la comuna de Nueva Inglaterra, unidad de análisis central de Alexis de Tocqueville en su estudio sobre el funcionamiento de la democracia en la sociedad norteamericana.

Organización comunal de Nueva Inglaterra.

El condado norteamericano, de acuerdo a las apreciaciones de Tocqueville, se asemejaba bastante al distrito de Francia en cuanto a su tamaño y ordenación política. Creado con fines exclusivamente administrativos, su existencia política era poco menos que nula ya que se encontraba supeditada a un pequeño numero de casos previstos de antemano por las autoridades estatales, entre ellos: la administración de justicia (cada condado tenía una Corte), la ejecución de los fallos (por parte del sheriff) y la administración de la cárcel.

En relación a las comunas, su extensión territorial ocupaba el término medio entre el cantón suizo y la commune de Francia. Compuestas de no más de tres mil habitantes cada una, eran lo suficientemente pequeñas como para que sus electores pudieran reunirse periódicamente en la plaza pública de su ciudad a deliberar sobre diversas cuestiones de interés general.

Soberanas en todo lo que se refería a ellas, las comunas norteamericanas funcionaban como verdaderas naciones independientes dentro del territorio de la Unión: confeccionaban su propio presupuesto, recaudaban múltiples impuestos (incluso aquellos que por ley no les pertenecían), elegían a sus propios gobernantes y no se sometían a las disposiciones del Estado o de la Unión salvo que mediara un interés que el magistrado dio en llamar social, esto es, compartido con los habitantes de otras localidades. Por ejemplo: llegado el caso que el gobierno del Estado solicitara una determinada suma de dinero a un grupo de comunas para solventar la realización de una obra pública que beneficiaría al condado, ninguna de ellas podía rehusarse a otorgarlo.

Así, si el Estado quiere abrir una carretera, la comuna no es dueña de cerrarle su territorio. Si quiere hacer un reglamento de policía, la comuna debe ejecutarlo. Si desea organizar la instrucción sobre un plan uniforme en toda la extensión del país, la comuna está obligada a crear las escuelas pedidas por la ley. (12)

Esta obligación, al decir de Tocqueville, es ciertamente poderosa. Más con su imposición el gobierno del Estado no hace otra cosa que decretar un principio general. Para todo lo que sea ejecución de los mandatos la comuna recupera el ejercicio pleno de su autonomía. Así, si el Estado ordena a una comuna la construcción de una escuela, será la comuna y no el Estado quien se encargue de construirla, pagarla y dirigirla.

Con estos ejemplos de la vida diaria comunal, Tocqueville quiere hacer notar al lector francés hasta que punto era diferente su sociedad respecto de la sociedad estadounidense. En la primera, el recaudador del Estado recolectaba los impuestos comunales, en Norteamérica el recaudador de la comuna es quien recogía los impuestos del Estado. En Francia cuando alguien quería influir en la marcha del Estado obraba por medio de representantes, en las comunas de Nueva Inglaterra, por ejemplo, la ley de representación no se encontraba admitida. Como consecuencia, sus comunas se gobernaban sin consejos deliberativos municipales, cámaras o institución que se le parezca.

¿Y cómo se tomaban las decisiones locales, entonces? Muy simple, una vez que el cuerpo electoral de la comuna (entiéndase los propietarios) nombraba a sus magistrados, se encargaba de dirigirlos y controlarlos hasta en los aspectos más mínimos. De esta forma, cada comuna contaba con un gran número de funciones públicas a cargo de unos pocos individuos elegidos anualmente llamados select-men. Estos funcionarios –sobre los cuales recaía la mayor parte del poder administrativo de la comuna- se encontraban obligados a cumplir con ciertos deberes emanados de la autoridad estatal (por ejemplo, formar las listas electorales en su comuna) así como también, a ejecutar los mandatos derivados de la voluntad popular comunal.

Si alguno de ellos deseaba realizar una obra o acción que no les había sido expresamente encomendada por el cuerpo electoral, el select-men debía convocar a la totalidad de los electores de la comuna quienes, reunidos en asamblea (town-meeting), debían escuchar sus argumentos y resolver al respecto. En caso de prosperar la iniciativa, la asamblea debía votar el impuesto que fuera necesario y confiar su ejecución al susodicho funcionario. Finalmente, si diez o más electores confeccionaban un proyecto nuevo podían convocar a una asamblea extraordinaria de propietarios en cuyo caso el select-men no podía negarse a presidirla y, eventualmente, a tomar los recaudos necesarios para llevar a la práctica el proyecto presentado.

Para ello contaba con la ayuda de un enorme número de magistrados distribuidos en diecinueve grandes funciones, entre ellos: un oficial constable (jefe de la policía, vigilante de los lugares públicos y del cumplimiento material de las leyes), un oficial escribano (responsable de registrar todas las deliberaciones y de llevar nota de las actas del registro civil), un cajero (guardián de los fondos comunales), un vigilante de los pobres (a cargo de la ejecución de la legislación relativa a los indigentes), diversos comisarios (como el de escuelas, encargado de dirigir la instrucción pública, y el de parroquias, administrador de los gastos asignados al culto), asesores y colectores (encargados de establecer los impuestos y de recaudarlos, respectivamente) e inspectores (de diversas clases, encargados algunos de dirigir los esfuerzos en caso de incendios, inundaciones o sequías, otros de velar por las cosechas, por los bosques, por el mantenimiento de las vías públicas, por los pesos y las medidas, etc.)

Como puede apreciarse, las comunas de Nueva Inglaterra gozaban de una excelente salud cívica. Sus instituciones estaban repletas de hombres dispuestos a relegar su vida privada para ocuparse de lo público. Para ellos, la antigua costumbre inglesa del autogobierno (self-government) era sagrada. Gracias a la misma lograron independizarse de la corona británica, crearon sus instituciones y establecieron sus sociedades.

Afortunadamente para nosotros, esta costumbre no quedó relegada en el interior de las comunas de Nueva Inglaterra sino que se propagó con ligereza hacia los Estados vecinos. Promediando la época en la que Alexis de Tocqueville visitó los Estados Unidos, ejercía su influencia sobre toda la Confederación.

Consideraciones finales:

Alexis de Tocqueville no escribió su libro sobre la democracia en América por una simple curiosidad investigativa, sino más bien, porque avizoraba su pronta llegada a Europa. Conocedor de la historia, sabía que la misma avanzaba desde la centralización monárquica hacia la igualdad, desde la sociedad estamental hacia la nivelación de los status. Ningún acontecimiento o proceso histórico ocurrido en el viejo continente a lo largo de las últimas centurias había hecho prever lo contrario al joven escritor. Escuchémoslo referirse al respecto:

Las cruzadas y las guerras de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de las comunas introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta ofrece iguales recursos a su inteligencia; el correo lleva la luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para encontrar el camino del cielo… (13)

De acuerdo a Tocqueville, todos estos grandes descubrimientos técnicos y acontecimientos políticos de la historia reciente europea evidencian la existencia de una tendencia irrefrenable hacia la democratización y la nivelación de las clases, una suerte de derrotero político común para las monarquías occidentales que, de acuerdo a sus previsiones, se difundiría rápidamente por el mundo tal cual ocurrió con los Estados de América del Norte.

Con este horizonte a la vista, deseoso de compartir con sus compatriotas las valiosísimas experiencias que había recogido en su estadía en el Nuevo Mundo, se dispuso a escribir lo que a la postre sería su obra más afamada, La Democracia en América, un estudio sistemático y empírico sobre la sociedad moderna norteamericana a la luz de las transformaciones que había provocado la democracia sobre la cultura, costumbres y valores de los angloamericanos.

Desde un comienzo centró su mirada en la comuna, germen de la libertad que ostentaban los antiguos colonos ingleses y sus descendientes americanos. Según Tocqueville, en los Estados Unidos se había instaurado un nuevo tipo de federalismo cimentado en una profusa descentralización de sus Estados en condados y comunas. Como consecuencia, rara vez se necesitaba la presencia de un funcionario nacional o estatal en el ámbito municipal. Las decisiones que concernían a la comuna se tomaban en la comuna, sin excepción. Si en ella había paz y prosperidad material era gracias a la descentralización administrativa de la que tanto se asombraban los visitantes de Francia, una nación de ciudadanos libres (tanto en el sentido antiguo como moderno del término, según Benjamín Constant) que había logrado derribar al Antiguo Régimen pero que al cabo de unos años había vuelto a ser gobernada desde el centro, mediante estatutos y reglamentos que poco y nada contemplaban la diversidad de sus distritos

He ahí el eje del análisis sociológico de Tocqueville sobre la sociedad francesa. A su entender, las revoluciones que se acercaban en Europa serían aquellas que señalen el paso desde las antiguas monarquías a los gobiernos democráticos. O en otros términos, de acuerdo a Raymond Aron, las próximas revoluciones sobrevendrían como consecuencia de “la resistencia de las instituciones políticas del pasado al movimiento democrático” (14). Según este autor, así como la Francia del Antiguo Régimen era simultáneamente entre todas las sociedades europeas la sociedad en la cual la libertad política era menor, en donde la sociedad se encontraba más cristalizada en instituciones tradicionales que se correspondían cada vez menos con la realidad, era también la sociedad más democrática, aquella en la cual la tendencia a la uniformidad de las condiciones y a la igualdad social de las personas y los grupos era más acentuada.(15)

Y esto es importante, justamente, porque para Tocqueville las revoluciones acontecen cuando la situación de una nación mejora, no cuando recrudece. De ahí que alertara a sus compatriotas al respecto, después de todo la democracia se encontraba a sus puertas y todavía no se había tomado ningún resguardo institucional al respecto.

Sólo inmersos en este contexto histórico-político de Europa, en general, y de Francia, en particular, es que puede entenderse las motivaciones que dieron origen a La Democracia en América. Desde este enfoque, considero, es que releerse a la obra de Tocqueville y en especial a sus consideraciones sobre la organización política de la comuna en Norteamérica.

Bibliografía:

- Aron, Raymond (1996) Las etapas del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Fausto.

- Béjar, Helena (2000) El corazón de la república. Avatares de la virtud política. Buenos Aires: Paidós.

- Jardín, André (1985) Historia del liberalismo político. De la crisis del absolutismo a la Constitución de 1875. México: Fondo de Cultura Económica.

- Manent, Pierre (1990) Historia del pensamiento liberal. Buenos Aires: Emecé editores.

- Nisbet, Robert (1990) La formación del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Amorrortu editores.

- Rodríguez Varela, Alberto (1995) Historia de las Ideas Políticas. Buenos Aires: A-Z editora.

- Strauss, Leo y Joseph Cropsey (1993) Historia de la filosofía política. México: Fondo de Cultura Económica.

- Tocqueville, Alexis de. (1996) La democracia en América. México: Fondo de Cultura Económica.

- Villaverde, María José (2005) La democracia en América: bicentenario de Tocqueville. Disponible en www.newpolitic.com/layouts/home (página visitada el día 28-12-2005)

- White, Hayden. (2002) Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica.

NOTAS

* Lic. en Ciencia Política y Administración Pública (UNCuyo), Diplomado Superior de Posgrado en Ciencias Sociales con mención en Ciencia Política (FLACSO), Maestrando en Ciencia Política y Sociología (FLACSO). Doctorando en Ciencia Política (UNR). Becario Doctoral de CONICET. Dirección electrónica: enzocompleta@fcp.uncu.edu.ar

1. Ver Strauss, Leo y Joseph Cropsey (1993) Historia de la filosofía política. México: Fondo de Cultura Económica. Pág. 725.

2. White, Hayden. (2002) Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica. Pág. 206-207.

3. Citado por Rodríguez Varela, Alberto (1995) Historia de las Ideas Políticas. Buenos Aires: A-Z editora. Pág. 260.

4. Ibídem. Pág. 262

5. Tocqueville, Alexis de. (1996) La democracia en América. México: Fondo de Cultura Económica. Pág. 35.

6. Béjar, Helena (2000) El corazón de la república. Avatares de la virtud política. Buenos Aires: Paidós. Pág. 121.

7. Aron, Raymond (1996) Las etapas del pensamiento sociológico. Buenos Aires: Fausto. Pág. 266

8. Tocqueville, Alexis de. Ob. Cit.

9. Ibídem. Pág. 77-78.

10. Tocqueville, Alexis de. Ob. Cit. Pág. 93.

11. Ibídem. Pág. 57.

12. Ibídem. Pág. 82

13. Tocqueville, Alexis de. Ob. cit. Pág. 33.

14. Aron, Raymond. Ob. cit. Pág. 284.

15. Ibídem. Pág. 283-284.

 


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