Ante el doloroso acontecimiento histórico, el mundo jurídico occidental replanteó la necesidad de acudir a los principios plasmados en las Constituciones y la búsqueda efectiva de la aplicación o ponderación de los derechos ahí consagrados, inclusive en materia internacional surgió el concepto de Derechos Humanos que, dicho sea de paso, su protección por órgano constitucional jurisdiccional a través del amparo, se ha incorporado a nuestra legislación, apenas en este año dos mil diez.
En ese camino evolutivo, surgió en las últimas décadas un modelo de constitucionalismo llamado Garantismo; su principal ponente es el Italiano Luigi Ferrajoli. En términos masomenos generales, se propone que la Ley Fundamental sea un cuerpo normativo enteramente aplicable en forma directa; de tal forma que los derechos humanos ahí contenidos se encuentren plenamente garantizados por los Tribunales Constitucionales, de lo contrario, se demeritará la construcción del Estado democrático (en este momento dejamos atrás la falacia de la decisión mayoritaria como único concepto de democracia).
Destaca, además, la obligación jurídica de inaplicar normas que carezcan de validez o se opongan a principios; se trata de una aplicación de la norma valorativa, a partir de los principios que la rigen.
Así, podemos concluir que Europa y, en otra medida Estados Unidos, fueron los artífices de un nuevo Estado de Derecho: El Estado de Derecho Constitucional, en el que el Juez juega un papel de suma importancia en la inviolabilidad de los principios y derechos plasmados en la Ley Fundamental.
El historial narrado, de primera mano nos lleva a una concepción masomenos clara de la función del juez constitucional en la actualidad, pareciera que en su devenir histórico encuentra su justificación e importancia; sin embargo, aun queda una asignatura pendiente: su confrontación en el modelo democrático, frente a la communis opinio y frente a la del legislador en una república representativa.
A fin de comprender a plenitud el tema, es importante dejar atrás el concepto de democracia, en el sentido de la decisión de la mayoría o bajo el aforismo “una persona, un voto”. No pretendo incorporar a la polémica un concepto tan enmarañado (para un estudio profundo del tema, léase “El poder judicial y la democracia” de Michel Troper, traducido del original en francés por Rolando Tamayo y Salmorán. Revista Isonomía 18. 2003), ni siquiera pretendo una confrontación; por el contrario, la intención es exponer por qué el juez se erige como una institución democrática.
Se insiste, en la actualidad la democracia no puede reducirse a la concepción referida; es cierto que en un Estado democrático, existe la posibilidad de que la mayoría tome decisiones; sin embargo, dos razones se encuentran para limitarla: a) La racionalidad misma. Sería absurdo que todas las decisiones fueran tomadas por mayoría; en el curso de la historia moderna, no ha existido sistema alguno que permita que las controversias sean resueltas así; y b) la naturaleza misma del hombre. Platón, Aristóteles, Hobbes, Locke y Kant han sido masomenos coincidentes en la creación misma del Estado como ficción normativa necesaria para asegurar la convivencia.
Al respecto, las limitaciones a algunas conductas y decisiones se erigen como lo que Garzón (2003) ha denominado “coto vedado” (p. 32), que se refiere concretamente a derechos e intereses primarios de las personas, que no pueden ser afectados por un poder mayoritario, si no queremos caer abatidos ante la enfermedad republicana de Tocqueville.
La limitación democrática de la mayoría, es fácilmente entendible con lo plasmado por el propio Garzón (2011) en una referencia a Robert A. Dahl, quien en dos artículos denominados “Dilemmas of pluralist democracy. Autonomy vs. Control” y “How democratic is the american constitution?”, (p. 129) asentó:
Ciertos derechos deberían lógicamente ser considerados como inalienables para la existencia del propio proceso democrático.
Ninguna mayoría está moralmente autorizada a lesionar derechos, libertades y oportunidades que son esenciales para la existencia y funcionamiento de la democracia misma…. es una contradicción lógica justificar una acción por una mayoría que viola esos mismos principios y procesos. Decir que una mayoría puede destruir la democracia, no significa que la mayoría esté autorizada para hacerlo.
Tenemos pues que en la democracia representativa, el poder mayoritario encuentra limitaciones que, de dejarse pasar libremente, implicarían paradójicamente una afectación a la democracia misma; en lo que interesa, la propia Constitución podría constituir una de esas restricciones, de tal manera que ese “freno” a la decisión de las mayorías, se encuentra en el listado de derechos fundamentales.
Ahora, bien, ese catálogo sería únicamente una declaración de buenas intenciones, como ya se ha dicho en este trabajo; por ende, es necesario un órgano que se encargue de hacerlos efectivos, evitando que sean vulnerados o, en su caso, de que sean restaurados; así, los jueces como “guardianes de la ley fundamental” se erigen como piedra fundamental en la construcción del Estado democrático.
Por otra parte, vale la pena destacar que la influencia del “coto vedado” se extiende a los propios tribunales constitucionales. En efecto, la actividad judicial encuentra su limitación en las cuestiones políticas. En pocas palabras, la actuación judicial debe deslindarse en su totalidad del ámbito político, que se caracteriza por la negociación y el compromiso; en ese sentido, el freno democrático del juez constitucional, es precisamente la abstención de ingresar en ese espacio.
Ante este dilema, sobre todo con el papel tan relevante que ha asumido la Suprema Corte en decisiones que afectan a la nación en general suele, eventualmente, acrecentarse la brecha entre el Poder Judicial con los otros ámbitos, legislativo y judicial. Éstos tienen un mayor acceso a los medios de comunicación y, en ocasiones, la propia naturaleza de la política, en cierto grado retórica –usada en sentido peyorativo-, tergiversa la información o acude a hechos incompletos –verdades a medias- para atacar las decisiones de aquélla; es en este momento en que el Máximo Tribunal debe limitar su actuación y cuidarse de no traspasar la frontera del “coto vedado”; aprender que si su función escapa al terreno político, con mayor razón en ese espacio de ataques y descalificaciones.
Sin incorporar al trabajo la discusión sobre la naturaleza y el concepto del Derecho (con mayúscula), basta recordar lo dicho al inicio: Es un proceso dialéctico; cualquier postura asumida será siempre una tesis que puede –y debe- ser sometida a escrutinio para su natural discusión y, en su caso, evolución.
Así, la filosofía Kelseniana enmarcada en el positivismo, en nuestro país fue tergiversada –como una especie de dialéctica disfuncional- en la segunda mitad del siglo XX, hacia un mal entendido culto a la ley (que podría considerarse como una especie de positivismo ideológico) que nos llevó al extremo de convertir nuestras Facultades de Jurisprudencia en meros institutos en los que se impartía la “Licenciatura en leyes”, dejando de lado cualquier tipo de valoración. Se estudiaron las leyes y, para entenderlas, se acudía a su letra o a la exposición de motivos (interpretación gramatical y teológica), lo que se traduce otra vez en una supremacía de la intención legislativa.
En ese contexto, es decir, a inicios de la segunda mitad del siglo XX, el Poder Judicial de la Federación, concretamente, la Suprema Corte, estaba constituido por veintidós Ministros elegidos políticamente; aquélla época fue, si bien no puede catalogarse como negra en la Justicia Constitucional, pues existieron destacados Ministros, lo cierto es que, de alguna manera, puede matizarse en un color grisáceo. Imperaba la función legislativa que se encontraba maniatada por un impresionante Presidencialismo; era un poder unipersonal, desequilibrado (parece que, toda proporción guardada, nos remontaramos a la postura de Carl Schmitt).
Ya desde el año de 1987 se plantearon reformas relacionadas con la ampliación de las facultades de los Tribunales Colegiados de Circuito y cierta independencia administrativa al Alto Tribunal, pero fue hasta 1994 en que se aprobaron reformas constitucionales que dieron a la Suprema Corte el banderazo inicial de la carrera hacia una verdadera institución independiente y como contrapeso a los otros órganos de gobierno. Comenzó el andar hacia el fortalecimiento de la función, de tal forma que la división del poder tuvo algún significado que se aleja del contenido retórico que suele llevar.
La reforma se puede sintetizar en tres cuestiones, a saber: a) Se dotó a la Suprema Corte de nuevas atribuciones encaminadas a erigirla como un verdadero Tribunal Constitucional; b) La situación de los Ministros, modificándose los requisitos de designación, el número que integraría el Máximo Tribunal (se redujo de 22 a 11 Ministros) entre otras cuestiones; y c) la creación del Consejo de la Judicatura Federal que aliviaría a la Corte de cargas administrativas y se erigiría como un órgano autónomo de control y administración de los Juzgadores Constitucionales.
Así se inició el empedrado camino de los Tribunales Constitucionales en México, el cual juega ya un papel de suma importancia en la construcción del modelo democrático. En efecto, asumió un enorme papel en casos paradigmáticos que calaron hondo en la sociedad; me remito a algunos ejemplos:
Decisiones controvertidas tal vez, en muchos sentidos, pero en términos masomenos generales, respetadas y acatadas.
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