“Yo, pobre de mí soy una mujer que se aburre. Vivo en el hastío mientras  las horas van limando los días y los días van royendo los años. Nunca hubiera  pensado que este vacío pudiera ser tan fatigoso. Paso tantas horas sin quehacer  ni ocupación, los minutos se me hacen eternos inventando con que llenar mi  tiempo. Me sé de memoria mi mundo tan estrecho, ya no me emocionan sus ruidos y  a ciegas encuentro sus rincones. Me da pánico pensar que llegará mañana y la  otra semana, el siguiente mes y dentro de cinco años todo seguirá igual. 
  ¿Habrá salida a esta aridez, a este ahogo, a esta asfixia?  ¿Se puede desear algo que no se sabe que es,  añorar felicidad que quien sabe si exista, sentir nostalgia por lo desconocido?
  Ama de casa, esa soy yo, ama y señora de mi hogar. Paso el día yendo de  un cuarto a otro, aquí tiendo la cama, allá le doy vuelta a la sopa, ahora paso  un trapo húmedo y después acomodo, una vez más los adornos. Esa soy yo la reina  de la casa, la mujer libre para elegir si gasto mi tiempo en ordenar o en  limpiar, si gasto mi dinero en jitomates o en pan, si gasto mi esfuerzo en  mercado o en el salón.
  Temprano suena el despertador y mientras mis súbditos abren llaves de  agua, revuelven cajones, gritan prisas y cierran puertas, yo parto la fruta,  frío los huevos, tuesto el pan y preparo el café. Y aunque esto sucede todos  los días de mi vida, aun me sorprende la velocidad con la que ocurre y luego el  silencio profundo en que quedamos sumidas las dos, la casa y yo.
  Mías son todas las horas del mundo, desde las siete y media de la mañana  hasta las siete y media de la noche. Es mi tiempo el que lleno con fatigas y  obligaciones, con mis responsabilidades. En ese lapso todo debe de quedar  listo, limpio y recogido, preparado y cocinado. Ya puse la lavadora, ya preparé  la salsa, el pan de nuez crece en el horno, las verduras bien lavadas y  desinfectadas esperan en el refrigerador, ya hice cola para pagar la luz y otra  para cobrar un cheque en el banco, ya recogí el traje de la tintorería y la  plancha de la compostura, ya conseguí un plomero y un cerrajero, ya hice esto,  ya hice todo lo que tenía que hacer, esta soy yo y esta es mi vida día a día  desde hace veinte años.
  Mío también todo el silencio del mundo que apenas interrumpe el sonido  de la aspiradora, del timbre, del cartero. Mío es todo el espacio del mundo de  este hogar al que en cualquier momento alguno de sus habitantes puede llegar.
  Yo, la mujer perfecta. En esta casa nunca falta pasta de dientes y nunca  sobra polvo, jamás hay desorden y siempre hay postres. Yo la mujer perfecta, la  que hace el guisado perfecto, que prepara todo tipo de sopas.
  Esta soy yo y esta es mi vida, día a día desde hace casi veinte años.  ¿Deprimirse de qué?, No lo sé. ¿Y por qué ahora? Tampoco lo sé. ¿Es que mi vida  no tiene chiste? Hay veces en que me baja una tristeza, que no puedo parar, yo  misma me pregunto qué me pasa, pero no lo sé, no sé porqué me siento así. En  las mañanas me levanto y me veo en el espejo del baño y pienso que va a empezar  otro día igual, lo mismo otra vez y así por todos los meses y los años que me  queden de vida, yo dando vueltas por la casa, recogiendo, limpiando, cocinando.  Y sola, encerrada y aburrida.
  Soy muy cuidadosa, mi casa es un espejo de limpia, hasta las ollas  parecen siempre nuevas. Llevo orden en los cajones y armarios, también en los  papeles, las chequeras, los estados de cuenta de la tarjeta de crédito, las  boletas de mis hijos y sus certificados escolares, las recetas médicas, las  radiografías y los análisis de laboratorio guardo, por si se ofrecen. Los pagos  los hago en el día exacto, jamás me retraso, si algo se descompone, voy mil  veces hasta que consigo que venga el plomero o el electricista. Bueno que puedo  decir, y de repente se me quema una olla, se me quema la comida, se me  desordena la vida.
  Y todo fue a causa de un libro, cuando voy al súper, paso frente a una  librería que está sobre la avenida, pero nunca me detengo, siempre llevo prisa  y además no soy de las que compran libros. Pero el otro día estaban acomodando  el aparador y me llamó la atención una portada en que se veía una mujer  cubierta con velos, a la que  le asomaban  unos enormes ojos, muy hermosos y muy tristes. No sé porque me quedé mirando  como encantada. ¡Me dolía la expresión de ese rostro a pesar que era sólo un  dibujo! Es una novela sobre los árabes, me dijo una voz de hombre, está llena  de magia y poesía, ¿no le gustaría leerla? Me reí. Para empezar no tengo tiempo  de leer le dije, estoy muy ocupada y, además a mí qué me importan los árabes.  Pero él insistió, tal vez porque en mi cara vio que yo mentía, que lo único que  no tenía era con qué llenar el tiempo.          Lléveselo  me dijo, seguro encontrará un momento, si no le gusta me lo trae y le devuelvo  su dinero.
  Llegué a mi casa, puse el pollo con las verduras y en lo que se cocían,  empecé a leer muy despacio, porque no tengo costumbre, pero desde el principio  me atrapó y me sentí transportado a otro mundo, en pleno desierto, hasta con  arena en la lengua. Y así estuve, leyendo durante mucho rato y cada tanto me  detenía para imaginar cómo sería yo viviendo en ese lugar y en esos tiempos.
  “Vivíamos en Taif, La Única, la amurallada, la fresca, la adornada con  hermosas palmeras. Era el nuestro un oasis de verdor en medio del desierto, un  lugar de montaña en la inmensa planicie, un lugar de viento entre el duro  calor. Mi madre tenía un hermoso rostro de enormes ojos tristes y cantaba con  voz dulce los versos de los poetas. Decían que había muchos, para todas las  ocasiones y para todos los estados de ánimo. Se sabía uno de amor y otros que  contaban las gestas famosas o que relataban la belleza de algún lugar. Yo los  escuché desde siempre, cuando era muy pequeña, mientras ella me alimentaba de  sus pechos, y con esa leche recibí una nostalgia que se me incrustó en la piel  y en la lengua y me ha acompañado toda la vida. 
  Un día mientras peinaba mis largos cabellos, mi madre me dijo... (y así  continuó la interesante historia).
  No me reconozco a mí misma, paso el día limpiando y ordenando y parece  que lo hago casi con gusto. Lleno la casa de flores y dulces y preparo comidas  árabes muy extrañas pero muy sabrosas, que carne molida con trigo y  hierbabuena, que pepinos con jocoque, higos en miel y cosas así, mi actitud es  distinta mientras al tiempo que recuerdo las dulces palabras de los poetas: “mi  lucero de la madrugada, mi estrella del desierto, mi perfume de jazmín”.
  El otro día pasé por la librería y el dueño estaba parado en la puerta.  ¿Cómo está? Me dijo, hace rato que no la veía, espero que le haya gustado lo  que le recomendé. Muchísimo le dije, estoy agradecida con usted, pasé unos  momentos maravillosos leyendo y luego hasta aprendí a preparar platillos  árabes. Eso le dio risa, y luego me preguntó si no quería algo más. Pero no  tengo tiempo, le contesté con la misma tontería de siempre, estoy segura que no  se lo cree, en la cara se me nota el aburrimiento. Aunque sea despacio, me  contestó, no hay ninguna prisa, pero debería seguir leyendo. Y sin decir más  fue y me sacó unas novelas, son rusas, del siglo pasado. Yo no llevaba dinero  pero me aseguró que no importaba, abrió un cuaderno, apuntó mis datos y me hizo  firmar a crédito. 
  Salí de allí alterada, me daba emoción nada más de imaginarme otra vez  leyendo, sintiendo como esa primera vez, imaginándome a mí misma en otra vida.  Me apuré a hacer mis compras y a dejarlo todo porque ya me moría de ganas de  empezar. 
  La  mañana siguiente ya no veía a  qué horas empezar, me urgía que se fueran. Cuando oí cerrar la puerta, que  siempre es un momento en que me viene una enorme tristeza porque me quedo  completamente sola en casa, por primera vez sentía al revés, un alivio. Corrí,  desenvolví el libro y me puse a leer. ¡Qué barbaridad, que historias! Como  amaban la naturaleza, como se entregaban a la música y a la poesía que le  agitaban tan profundamente el alma.
  “Nuestra finca se encontraba a tres días de camino de la vieja ciudad de  Kiev, la primera capital del imperio. Estaba regada por el poderoso Dnieper,  gracias a cuyas aguas y a la generosidad de la tierra negra, se extendían hasta  el infinito, altos y dorados, el trigo, la avena, el centeno y la cebada, pues  estas llanuras veían crecer los mejores y más abundantes granos. Y más allá,  donde terminan los sembradíos, oscuros bosques tupidos de abedules, álamos y  tilos con sus troncos blanquísimos y de olmos y avellanos con sus troncos muy  negros. Pero lo que a mí más me gustaba eran los huertos umbrosos y húmedos en  los que cantaban ruiseñores y se levantaban altos los manzanos y melocotoneros,  con las ortigas enredadas a sus troncos y las telarañas a sus ramas.
  Yo nací en el mes de abril, el de la primavera, cuando las aguas del  Dnieper bajan a su nivel y las cigüeñas vuelven a sus nidos. Es un mes hermoso,  de día brilla un sol tímido y de noche brilla la escarcha que aún no se  derrite. Mi nyanya rusa, que me cantaba y me relataba hermosos cuentos llenos  de hadas y enanos, decía que por haber nacido en esta fecha estaba yo destinada  a ser...” (y así continuó la historia).
  Estaba yo tan entretenida que ni me di cuenta de cómo se pasó el tiempo,  y de repente vi la hora y empecé a correr de un lado a otro recogiendo y  preparando los alimentos.
  He llenado la casa con muchas plantas, las cuido mucho, a las que están  junto al comedor les he llamado “mi jardín de invierno”, como recuerdo de  Rusia, Aprendí a cocinar como lo hacen en tan remotos lugares: para empezar un  salmoncito con alcaparras, con lo caro que es, todo de importación, luego una  sopa de betabel o de fresas, si, sopa de fresas, siguen las carnes, así en  plural porque en la misma comida hay pollo, pescado y cerdo, unas piernas  bañadas, en salsas de sabores extraños y acompañadas de papas y col, y todo con  vino, que un blanco bien frío para el principio, que un rojo para la carne, que  un rosado para el pollo, que una cremita para el final. Durante la cena me  parece como si estuviera escuchando la música que se tocaba allá en Kiev, donde  nació la protagonista de la novela.
  Después de la comida, empecé a salir a caminar, algo que no hacía antes  y es que ahora hasta las tardes las veo hermosas, me gusta este mes cuando ya  no hace frío pero todavía no hace calor. Lentamente sin prisa y muy convencida  pasé por otro libro a la librería, emocionada pensando a qué mundo me llevaría,  con qué mundo me encontraría.
  Y así viajé a un lugar de belleza salvaje y sobrecogedora, que está  situada a varios días de navegación del Ecuador y aunque está en pleno trópico  tiene un paisaje de grises campos de lava, rocas y desiertos de cactus aunque  la luz del sol es generosa e intensa, hay pingüinos y leones marinos, como si  fuera una zona de hielos. Y todo porque hasta ella llegan corrientes de agua  fría que chocan con los tibios mares de la región.
  “En este extraño lugar hay tortugas, pelícanos, albatros, iguanas y  montones de pájaros de plumaje multicolor, con una diversidad de picos. Hay  playas y también colinas cubiertas de vegetación en cuya cima descansan grises  nubarrones de niebla. Este es el sitio de los contrastes: desiertos y bosques,  jungla y playa, humedad y resequedad, fauna de frío y fauna de calor, de  montaña y de mar que habitan juntos y lo más increíble, que a pesar de ser tan  distintos no chocan entre ellos y miran a los extraños sin el menor temor ni  agresividad.
  Aquí es mi patria, un paraíso y un laboratorio para alguien que como yo  se dedica en cuerpo y alma, de día y de noche al trabajo de conocer la  naturaleza.
  Mi isla es una de las muchas que compone al archipiélago que algunos  llaman Las Encantadas, otros las Galápagos y otras Colón. Hasta el día de hoy,  después de tantos años de vivir aquí, me sigue fascinando y sorprendiendo la  naturaleza de este lugar, cuando el cielo se tiñe de rojo al atardecer y cuando  antes del amanecer el silencio se hace aún más profundo. Veo a los albatros que  pasan el día planeando sobre el mar, subiendo y bajando rítmicamente con el  viento, dedicados a pescar su alimento.
  Durante horas pude observar sin cansarme, los enormes acantilados y el  color del mar en algunas bahías. Me gusta mirar a las lagartijas que pasan  corriendo. Me interesa el pinzón que se posa sobre el cacto, los cormoranes que  hacen sus nidos de algas y guano desecado, las mariposas de alas blancas  moteadas de rojo, los bancos de peces de colores vivísimos, los caracoles  escondidos, los delfines brincadores, las plantas, las muchas variedades de  conchas
  Cada una de esos animales significa siglos en la historia de la  naturaleza y tiene un importante valor para ella, lo mismo que las plantas, que  se relacionan con ellos en un muy bien organizado ciclo de vida.
  Leí mucho buscando en los libros no sólo datos sobre esta flora y fauna  tan extrañas y desconocidas, sino sobre todo, indicios de teorías que me  ayudaran a encontrar respuestas, porque mi trabajo estaba guiado por una  pregunta que me obsesionaba: saber cuál es el origen de la vida, de las especies,  desde que llegué a esta isla me dediqué a investigar para solucionar el enigma.
  Un día echó anclas en una de las pequeñas bahías naturales un barco  inglés enviado por el Almirantazgo de Su Majestad Británica con el fin de hacer  levantamientos cartográficos. Inmediatamente nos dirigimos a darle la  bienvenida, lo que más me llamó la atención es descubrir que a bordo y como  parte de la tripulación venía un joven naturalista. Fue así como conocí a  Charles Darwin.
  Era un hombre alto y delgado, que hablaba en voz baja, señal de buena  crianza y que vestía con ropa y botas muy gastadas que no por eso ocultaban su  fina calidad. Tenía una hermosa sonrisa que le abría las puertas y los  corazones.
  Esa misma noche el gobernador organizó una cena para los visitantes… (y  así continúa la historia).
  Creo que me he vuelto la mejor cliente, paso largo rato platicando con  mi amigo el dueño de la librería; me recomendó un libro sobre cómo se produce  el grano, cómo se trabaja la tierra,  en  los Kibutz en Israel.
  …”Una de las historias que le gustaba relatar a la abuela, era la del  abuelo Menajem que entendía los humores y exigencias de la tierra y supo  enseñar a los del kibutz, de modo que cuando Keren Kayamet nos dio 35 dunamas  más, se pusieron a sembrar en serio, guiados por él. Creo que desde entonces  data la cara de felicidad de mi abuela, esa sonrisa alegre y esos ojos dulces  de quien ve que poco a poco se iban cumpliendo sus sueños. Le gustaba mucho  hablar de eso: de las necesidades básicas del ser humano, que son alimento,  vivienda y vestido, no hay duda de que la alimentación es la más importante,  nos decía. Y los cereales constituyen el alimento fundamental, pues le dan al  organismo el combustible que es la energía que necesita para vivir. Y por  supuesto no sólo al organismo humano sino también al de los animales, que a su  vez nos dan sus productos como carne, leche y huevos que son la fuente de  proteínas. Por eso no existe nada que pueda reemplazar a los cereales. A  sabiendas de esto, Menajen y yo insistimos en abandonar los viñedos, de los  cuales había más que suficiente en Eretz y en sembrar granos. Empezamos  sembrando trigo porque el clima y el suelo de aquí son excelentes para este  cereal. El trigo necesita agua pero no tanta como el arroz y necesita calor  pero no tanto como maíz. Es una planta poco exigente, para crecer le basta con  que esté frío y para madurar le basta con un poco de sol. Además tiene mucho  valor alimenticio en relación con su volumen y peso, no se deteriora fácilmente  y no se es complicado de almacenar. Por eso lo elegimos como nuestro primer  cultivo.
   Hasta el día de hoy mi cuerpo  tiembla al recordar el momento en que salieron los primeros brotes de nuestro  trigo, luego cuando se elevaron los tallos rectos y por fin salieron las  espigas con sus hermosos granos, era un prodigio. Fui siguiendo paso a paso su  crecimiento, me quedaba horas sentada junto a las plantas viendo cuando se  extendían las hojas, cuando salían los nudos, cuando empezaba la floración.  Sentía gran impaciencia por ver madurar los granos, vigilaba que no les atacara  ningún bicho o que no les salieran hongos, lesiones o manchas que son señal de  enfermedad. Me ocupaba en desmalezar y quitar toda la hierba que naciera junto  a ellas y que pudiera robarles su sol, sus nutrientes o su agua. Estaba  pendiente de los roedores, de los pájaros, hasta del cielo esperando que no  hiciera demasiado calor o demasiado frío para que no se echaran a perder. Los  compañeros se sorprendían porque en lugar de ir a dormir a casa, Menajen y yo  nos quedábamos en el campo a acompañar al trigo;  entre las amadas plantas y sobre la madre  tierra que tan noble se portó con nosotros… (Y así continuó la historia). 
  Ya acondicioné un espacio con una mesa junto a la ventana, adornada con  macetas, con un pequeño librero, donde me pongo a estudiar, a reflexionar a  escribir sobre todo lo que he  leído,  pero sobre todo de cómo he cambiado. Sentí   una gran transformación, aprendí a leer y mi soledad encontró compañía,  el silencio se pobló de voces y el vacío se llenó de fantasías.
  En los libros encontré lo que necesitaba, ahora es mío el mundo y hasta  una porción de la eternidad. Poseo dragones y dioses y lunas. He podido vivir  de todo, he podio andar y desandar el tiempo al derecho y al revés, subir y  bajar por los paisajes y las islas, conocer a los humanos con sus secretos, sus  palabras, sus miedos.
  Fui filósofa, me hice preguntas y supe por dónde buscar las respuestas.  Me dejé arrebatar por la música que perturbó mi alma. Pude trabajar la tierra  nutricia y sacar de ella los sagrados alimentos y supe también lo que es vivir  en la naturaleza virgen, dejándose acariciar por el viento y quemar por el sol.  He vivido el encierro, separada del mundo y también supe lo que es recorrerlo  al antojo sin echar raíces.
  He vivido en donde he querido; en la India y en Rusia, en Nueva York, a la orilla del  mar y en pleno desierto, en las calles de las ciudades y entre las espigas de  los campos, he vivido cuando he querido en los siglos anteriores y los años de  éste que corre.
  He probado manjares de extrañas especias, frutas y dulces de  inexplicable sabor. He sentido sobre mi piel aceites, perfumes y telas que ni  sabía que existían; aprendí palabras en idiomas que no podía pronunciar. He  recorrido el país donde florece el naranjo y el país de las montañas azules, he  estado donde la nieve cae sobre la   Sierra y allí donde el cielo es más claro. He dormido al pie  de un abedul blanco y junto al mar verde y transparente. He caminado por  pueblos muy viejos y he esperado en los cafés apenas iluminados. Construí  casas, puentes, moví piedras.
  Muchas han sido mis noches de insomnio, mis noches desnudas, mis tardes  con las manos vacías. Pero me salvé del naufragio, sentí arder el fuego, cambié  mi destino de hastío por el de la locura, mi vida tibia por la del exceso, la  del extravío, el misterio, la magia, la ilusión el infinito. 
  He recorrido los caminos y buscado las profundidades. He tenido días de  tempestad, días de calma y otros en los que todo vertiginosamente cambió...” 
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