En la sociedad novohispana hubo un discurso oficial sobre como deberían  ser las relaciones sentimentales, difundido por la Iglesia Católica,  como el único, el verdadero y universal.
  Este discurso expresaba un mandato, una imposición cultural, por medio  del establecimiento de un sistema de controles eclesiásticos; posición que  coincidía con la política del poder español, en cuanto a la sujeción y control  de los pueblos.  Este no era sólo el  discurso oficial de la Iglesia,  sino también el discurso ideológico de la Corona Española  con el cual apoyaba su proyecto imperial.
  Este discurso establecía las normas, las reglas del nuevo orden  sentimental, indicando con toda precisión: cómo, cuándo, porqué, con quién, se  podía tener relaciones sentimentales en la Nueva España.  No se toleraba modificación alguna, ya que  cualquier variación a la norma, se calificaba de “perversa”, de “pecado”, de  conducta “desviada”, “mala”.
  La aparición de un discurso oficial sobre las relaciones sentimentales,  fue uno de los fenómenos de imposición cultural, ligados al proceso de  conquista y colonización.
  El Imperio español, como nos da cuenta el historiador Sergio Ortega  Noriega: “no sólo abarcaba territorios tan extensos como dispersos, en los que  jamás se ponía el sol, sino que estaba poblado de súbditos de gran diversidad  cultural, desde el flamenco hasta el fueguino, del tirolés al chichimeca, del  “chino” filipino al napolitano, entre tantos otros”. Todos ellos debían  ajustarse a los modelos, normas, patrones y reglas impuestas por el nuevo orden  sentimental; todos los súbditos debían sujetarse a este orden, no importando  cualquiera que hubiera sido su antecedente de cultura sentimental. 
  La expansión del Imperio español, se caracterizó por la creencia de la Corona y de la Iglesia Católica,  de que las tierras, así como también los cuerpos y las almas desconocidas por  ellos, les pertenecían por derecho divino; argumento por el cual se sentían con  el poder de dictar como deberían comportarse sentimentalmente, estas almas y  estos cuerpos. 
  Esta lógica de pensamiento la aplicaban también a sus propios  coterráneos, ya que la nobleza del Reino de Castilla, junto con el alto  clero  de la Iglesia Católica,  que representaban el 1% de la población, se había apropiado del 95% de la  tierra castellana, dejando a los campesinos, pequeños propietarios rurales,  mercaderes, artesanos, bajo clero y algunos funcionarios, que eran el 99% de la  población con sólo el 5% de la tierra,   por lo que también quedaban sujetos a la dominación no sólo económica,  sino también de cuerpo y alma, por medio del estricto orden sentimental  impuesto por el discurso oficial del poder;   el cual se apoyaba en el Santo Oficio de la Inquisición,  cuya función consistía en prevenir y reprimir  las desviaciones respecto a la normatividad oficial, así como vigilar el  cumplimiento estricto de los mandatos y castigar a quien no lo hiciere.  Este Discurso oficial, con sus normas y  reglamentaciones fue trasladado de España al resto de los territorios conquistados.
1.1. Los Poderes: grupos dominantes y sus  instituciones. 
  
El discurso oficial sobre las relaciones sentimentales, con sus reglas y normatividades, no tenía como objetivo satisfacer las necesidades sentimentales, ni los deseos de las personas, si no que las relaciones sentimentales debían estar en concordancia a los intereses políticos, económicos y culturales de los poderes dominantes; el objetivo era imponer un control, en vez de procurar la felicidad y el bienestar de las personas.
  Después  de que la Corona y el alto clero de la Iglesia Católica  fortalecieron su control físico y político sobre las nuevas colonias, iniciaron  el control de los cuerpos y de las almas, así como de sus relaciones  sentimentales, control que se prolongaría durante los trescientos años que duró  la dominación española.
  La supervisión  y control de los  cuerpos y de las almas, obedecía a intereses económicos y demográficos de la Corona, ya que era  necesario poblar las  nuevas tierras,  máxime cuando el descenso demográfico había mermado la mano de obra.
  Desde los primeros años de la colonización, se les exigió a los  españoles casados llevar con ellos a sus esposas, o contraer nupcias de  inmediato, de lo contrario perdería sus encomiendas. En ese tiempo había una  escasez de mujeres españolas, las que pronto empezarían a llegar.
  La Corona  prohibió las relaciones sentimentales interraciales, especialmente entre la República de indios y la República de españoles,  los cuales no se debían mezclar. Las únicas relaciones y uniones sentimentales  interraciales que se permitieron fueron las de las mujeres de la nobleza  indígena, que se casaron con españoles. 
  El matrimonio era un mecanismo social, cultural y económico, mediante el  cual se unen intereses familiares, objetivos de grupo, clase o raza;  más que afinidades, gustos o sentimientos  individuales, más que una relación con un significado personal, es el  establecimiento de vínculos que crean intereses entre familias, como la  extensión del patrimonio, así como la legitimación de la herencia.
  En la medida que el matrimonio tenía relevantes consecuencias  económicas, culturales y hasta sociopolíticas, representaba una estructura muy  importante de vigilar, por medio de las principales instituciones de control  político, social y sentimental, como era la Iglesia, la burocracia eclesiástica y la  burocracia real.
  La Corona se  interesaba básicamente en los aspectos legales, relacionados con la institución  matrimonial, con objeto de asegurar la herencia y la división de bienes.  En cambio el control eclesiástico era más  amplio, pues se inmiscuía no sólo en los bienes de las almas, sino también en  la vida íntima de los individuos, vigilando el estricto cumplimiento del orden  sentimental, para beneficio de ambas instituciones.
  Para los historiadores, como señala Patricia Seed:  “la relación entre Iglesia y Corona, en  España y sus colonias, ha sido descrita a menudo como la de dos socios iguales  y mutuamente dependientes, simbolizados por dos espadas.  Los funcionarios del gobierno español se  referían a dos cabezas: la eclesiástica y la secular, o a las dos  jurisdicciones: la espiritual y la temporal, el gobierno depende de ambas, es  decir de la Iglesia  y de la Corona”.
  Esta dependencia mutua dio lugar a una compleja relación política y  económica.  Los funcionarios reales por  ejemplo, recolectaban diezmos para la Iglesia, pero preservaban una porción de los  fondos para la Corona.  A su vez la Corona obtenía ingresos de  una variedad de fuentes eclesiásticas, pero ésta pagaba los salarios de varios  curas locales. 
  La Iglesia se  convirtió en   gran prestamista, la riqueza eclesiástica  representaba una importante fuente de crédito que la Corona utilizó al  enfrentarse a gastos extraordinarios.   Pero por otro lado políticamente la Corona controlaba las designaciones a puestos en  la jerarquía eclesiástica en el Nuevo Mundo, un sistema conocido como patronato  real.  El rey preservaba el poder para  designar a los obispos en el Nuevo Mundo,   mientras que el virrey en la Nueva España podía elegir a los eclesiásticos por  debajo del rango de obispos.
  El gobierno virreinal como nos cuenta Sara Sefchovich, estaba formado  por una serie de funcionarios: gobernadores, secretarios, alcaldes, regidores,  corregidores, jueces, visitadores y oidores, que conformaban una enorme  burocracia ineficiente, corrupta y siempre escasa de recursos, que dirigía y  administraba las provincias, los ayuntamientos y los cabildos.  “Quienes fueron enviados a gobernar las  colonias venían para hacerse ricos, para acumular el oro y la plata que tanto  les gustaba y para asegurar que se enviaran a Su Majestad el rey de  España”.  Con la misma fuerza  y poder, estaba la autoridad eclesiástica  organizada también en una rígida jerarquía encabezada por los obispos, quienes  dictaban la ortodoxia no sólo en materia de acciones, sino hasta de  pensamientos (y sentimientos), vigilando su estricta observancia y  cumplimiento, ayudados por el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, gran  censor  y castigador.  El trabajo de ambos se cumplía con apoyo de  un aparato militar.
  1.2. El Discurso Oficial
  El Discurso Oficial de la Iglesia Católica sobre el nuevo orden  sentimental, surgió a partir de amplias discusiones que se dieron sobre este  tema y muchos otros, en el Concilio de Trento, aproximadamente entre 1545 y  1563.  Los Concilios eran reuniones de la  alta jerarquía católica, de obispos y teólogos, donde se discutían cuestiones  de doctrina y disciplinas eclesiásticas. 
  Entre los muy delicados  temas a  discutir en este Concilio, ya sea sobre el Viejo Mundo o el Nuevo Mundo, era si  a la mujer se le podía adjudicar alma, ya que dentro de las creencias  católicas, se le consideraba como un objeto  que formaba parte de la naturaleza, un ser instintivo, irracional y no  espiritual y por tanto sin alma.  La otra  polémica versaba sobre si los indígenas recién descubiertos tenían o no alma, y  si se les podía otorgar calidad humana. Es en medio de este ambiente donde se  decidieron las reglas y normas del orden sentimental, tanto para el Viejo Mundo  católico como para el Nuevo Mundo recién conquistado. 
   Normas que tenían el carácter de  dogmas incuestionables, condenando bajo pena de excomunión a los teólogos que  negaran o dudaran de la infalibilidad de la autoridad y competencia de los  resolutivos del Concilio.  La autoridad  ejerció un rígido control sobre los teólogos que tuvieron una opinión distinta,  ya que hubo teólogos que debatieron en las universidades, cuestionando la  legitimidad de la conquista, así como la injusticia que para los indígenas  representaban las encomiendas. Enjuiciaron el proceder de los militares y  encomenderos, en defensa de los indígenas sojuzgados, poniendo en tela de  juicio la legitimidad del dominio español.   Además examinaron y analizaron las ordenanzas impuestas sobre el  matrimonio, la familia y los comportamientos sexuales. 
  Como señala Sergio Ortega, el control que se ejerció sobre el discurso  teológico afectó el quehacer de los teólogos   y de las universidades de la época, que giraban en torno a la facultad  de Teología, cuyas enseñanzas ejercían determinada influencia sobre el derecho,  la filosofía y otras áreas del conocimiento humano.  Las autoridades reales y eclesiásticas se  adjudicaban el derecho a vigilar la ortodoxia de la teología, función que  ejercían a través del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.  Para el caso del Imperio  Español, dicho tribunal dependía de la jurisdicción real, por lo que de hecho  funcionó bajo las directivas del Papa y del rey.  Los obispos también ejercían el control del  discurso teológico en sus respectivas diócesis, principalmente a través de la  censura previa a los libros por publicarse.
  Otro medio de control fue la vigilancia de los mismos teólogos quienes  se constituyeron en los  más puntillosos  censores de la obra y de las opiniones de sus colegas.  La desviación respecto a la norma de la  ortodoxia era el pecado de herejía, para el Imperio español un delito religioso  y civil, penado con la hoguera en caso de reincidencia.  Lo que significó la supresión, por parte de  las autoridades, de la manifestación de un pensamiento autónomo y crítico, así  como de una reflexión analítica sobre la normatividad,  y reglamentación  del orden sentimental impuesto, tanto en el  Concilio de Trento, como en las discusiones llevadas a cabo en los sínodos  regionales y pastorales.
  Dentro de las diferentes corrientes teológicas, en el Concilio de Trento sobresalía  la obra de Santo Tomas, escrita aproximadamente doscientos años atrás, en el  siglo XIII.  Esta obra tuvo como objetivo  principal la síntesis y sistematización del discurso católico conocido en su  tiempo.  Sergio Ortega  destaca que el autor elabora una obra  ecléctica, una síntesis de las diferentes fuentes del pensamiento católico,  dándole diverso valor según lo establece el magisterio de la Iglesia.  En primer lugar la Biblia y los documentos  dogmáticos de los Concilios ecuménicos, luego los padres y doctores de la Iglesia.  Recurrió también a  pensadores no cristianos, como Aristóteles.   Usó como fuentes las enseñanzas de los Papas, el Derecho Canónico, los  textos litúrgicos y las obras de los teólogos coetáneos, así como de otros  pensadores latinos, judíos y musulmanes.
  El pensamiento teológico de Santo Tomás de Aquino, sobre la normatividad  de las relaciones sentimentales, el matrimonio, la familia y los  comportamientos sexuales, se adecuó y se manipuló de acuerdo a las necesidades  ideológicas del discurso oficial  de la Iglesia y la Corona. Este discurso  fue trasladado de Europa a la   Nueva España en el siglo XVI, los poderes reales y  eclesiásticos lo proclamaban como el único discurso universal,  que debía aplicarse a todas las personas de  todos los tiempos y de todas las culturas.   Las normas del nuevo orden sentimental debían obedecerse y eran intolerantes  con cualquier modificación, que calificaban de perversa y desviada.
  2. La educación  institucional: dogmas, normas, reglas 
  Las instituciones religiosas impusieron una educación  dogmática, estrecha, incuestionable y  autoritaria, a la sociedad novohispana, limitando y reduciendo las formas y los  modos de relacionarse sentimentalmente.
  A las personas que les tocó nacer en esa época colonial, se les enseñaba  que al llegar a cierta edad conveniente, tenían que “tomar estado”, optando por  cualquiera de las dos formas de relaciones sentimentales institucionalizadas:  “el estado matrimonial” o “el estado de perfección”.
  2.1. El “estado matrimonial”
  La estructura del “estado matrimonial”, debía ser de la siguiente forma:  “La cabeza del grupo es el varón, a quien están sometidos la mujer y los hijos  con sujeción civil y no servil.  Esto  significa que al varón compete la protección y gobierno del grupo, que tiene  potestad para dar órdenes, pero no de manera arbitraria sino para el bien de la  mujer e hijos.  En el ejercicio de esta  función puede el varón hacerse obedecer, aún en contra de la voluntad de la  mujer. La sujeción de la mujer al varón se justifica por el orden de la  creación, ya que Dios creó a la mujer para el varón  no viceversa.   Esta sujeción es también en pena del pecado original y por la debilidad  del sexo femenino. 
   Hombre y mujer son iguales en lo  esencial de la personalidad humana, pero el sexo masculino tiene preeminencia  por sus cualidades intelectuales y físicas.   De aquí que la mujer esté sujeta al varón en lo que atañe a la vida  doméstica y civil;  su misma naturaleza  impele a señalar distintas tareas, al varón se reservan las tareas de gobierno,  las intelectuales y el ejercicio del culto religioso.
  Los hijos estarán sujetos a la autoridad paterna y deben obedecer a  ambos progenitores en lo que atañe a la disciplina doméstica.  La dependencia termina cuando los hijos  contraen matrimonio, cuando ingresan al estado religioso o cuando alcanzan la  mayoría de edad a los 25 años.  Para las  mujeres no se prevé circunstancia alguna en que dejen de estar sometidas al  varón.
  La cópula carnal entre esposos es una obligación a cumplir es una  “deuda” o “débito” conyugal, ambos tienen la obligación de pagarse el débito en  todo tiempo y lugar, salvo la debida honestidad;  no sería lícito pagar en público el débito  conyugal.  Por esta misma razón no pueden  los cónyuges  hacer voto de continencia  sino de común acuerdo.
  Como el débito conyugal es una medicina contra la “concupiscencia”  (deseo inmoderado de los goces sensuales) de  la mujer, el marido debe dárselo aunque ella no lo pida.  En cambio la mujer solo tiene obligación de  pagar el débito cuando su marido se lo demande.
  El estado matrimonial se caracterizaba por el sacrificio y la renuncia a  la satisfacción personal.
  2.2. El  “estado de perfección”.
  El estado de perfección podía ser el clerical o el religioso.  El estado clerical implica el voto de  continencia perpetua desde que el individuo recibe las órdenes mayores, por el  que renuncia a ejercer cualquier acto sexual y al  matrimonio. El estado clerical no conlleva  necesariamente a la ruptura con la familia, pues puede el clérigo vivir en  compañía de sus parientes.
  El estado religioso se caracteriza por el triple voto: de continencia,  obediencia y pobreza, que además de la renuncia al matrimonio obligan a la vida  en común en dependencia y obediencia a un superior;  así pues el religioso renuncia también a la  vida en familia.  Entre los religiosos  puede haber varones que han recibido las órdenes sagradas o simples religiosos  entre los cuales se admite también a las mujeres.
  
  2.3. A perpetuidad. 
  Ambos estados el matrimonial y el de perfección, eran como las tumbas de  un panteón: a perpetuidad.  El tomar  estado ya sea matrimonial o de perfección eran actos públicos ante testigos  autorizados, en que por medio de un contrato se registraba un acta por escrito  en los libros correspondientes, quedando como testimonio perpetuo e  irrevocable, que sólo se extinguía por la muerte de algunos de los cónyuges,  así también el voto de castidad era irrevocable y la continencia perpetua.
  La   Iglesia Católica defendía la  perpetuidad del estado matrimonial, aunque  los motivos para tomar estado hubieran sido por obligación, ya sea por interés  económico de los padres o debido a las circunstancias como era “cubrir el  honor” de la familia. Los sentimientos de las personas no importaban aunque  quisieran separarse, se les obligaba a una permanencia forzosa.
  2.4. La  unión libre: “una perversión y desviación”.
  La unión libre y cohabitación de un hombre y de una mujer sin haber  “tomado estado matrimonial” era lo más condenable para las instituciones reales  y religiosas.
  El vivir juntos sin estar casados se consideraba una perversión, en el  sentido de la palabra latina “per verteré”, que significa revolver, trastocar  el orden sentimental impuesto, por lo que cualquier intento de modificarlo, se  consideraba una desviación, una práctica perversa, porque difería del modelo  sentimental institucional, ordenado por la Iglesia.
  La unión libre era un “delito de concubinato” que se trató  de reprimir con mayor insistencia, pues se  dictaron catorce disposiciones para castigarlo.   Para la Iglesia,  la unión libre era un comportamiento que se opone a la ley natural, por lo  tanto nunca puede ser lícito y es considerado un grave pecado.  Pero para los historiadores, la máxima  condena por parte de las autoridades, con respecto a la unión libre, más bien  tenía un trasfondo que obedecía a intereses políticos, económicos y  culturales.  La unión libre equivalía a  negar la utilidad de la   Iglesia en las relaciones sentimentales, ya que con la “unión  libre”, quedaba demostrada la innecesaria intervención eclesiástica sobre los  cuerpos y las almas de la sociedad. Es por tanto de esperarse que este fuera un  delito especialmente perseguido y reprimido, específicamente porque significaba  la pérdida del control de las alianzas políticas y económicas que se derivaban  del matrimonio, junto con la regulación de bienes patrimoniales, herencias,  etc.
  Así por ejemplo le sucedió a Josefa Antonia Saldaña y a José de la Peña que había nacido en  Coyoacán en el año de 1682, quienes decidieron irse a vivir juntos sin  estar  casados, motivo por el cual fueron  acusados de “concubinato” como se les denominaba a las uniones libres.  Por lo que decidieron huir a otro lugar, así  que el Tribunal Eclesiástico, emprendió la captura de los fugitivos, para  obligarlos a legalizar su unión y con ello dejar de “vivir en pecado”.  Los infractores sentimentales viajaron a la  ciudad de México, refugiándose en la casa de “una mujer llamada Petrona, donde  estuvieron como quince días hasta que los prendieron, a él lo pusieron en la Cárcel Eclesiástica  y a ella en las Recogidas”.  
2.5. El control de los cuerpos: comportamientos sexuales legítimos por razones de modo, tiempo, lugar o frecuencia.
  El discurso oficial, afirmaba que es misión de la Iglesia impedir todo coito  ilegítimo y por tanto separar aquellas personas entre las cuales no puede ser  válido; esto debe procederse por vía del juicio y corresponde a la Iglesia llevarla a cabo.
  El coito sólo es honesto entre casados y sólo si este es apto para la  generación.  En cambio se consideraba  pecado mortal las relaciones sexuales entre dos personas solteras, a lo que se  le denominaba “fornicación simple”.
   Fray Alonso de la Vera Cruz en su tratado  de teología en 1556 escribió sobre el coito ilegítimo, afirmando que éste podía  revestir cierta malicia por “razones de modo, tiempo, lugar o frecuencia”.  El modo natural de copular era aquel en que  la mujer yacía de espaldas y el varón estaba encima;  toda desviación de esta postura era  pecaminosa, sin una razón que la justificara.   Señaló que los indios acostumbraban diversos “modos innaturales y  libidinosos”, como el estar los cónyuges de pie, sentados, en posición  lateral,  “al modo de los brutos”,  o estando la mujer encima del varón.  Sin embargo, Fray Alonso aconsejaba a los  confesores que no fueran rigurosos con   los indios, ya que por su propia experiencia no podían saber que las  posturas deshonestas eran contrarias a la naturaleza; pero les advirtió de las  precauciones a tomar, porque los indios eran afectos a la simulación.
  También se consideraba pecado, realizar el coito durante los tiempos  sagrados, pues disminuía la capacidad para atender las cosas espirituales;  también era pecado en tiempos de preñez o de  menstruación.
  La excesiva frecuencia de la cópula era pecado venial, pero el coito  realizado de manera lujuriosa (con placer sensual) debe ser rechazado como  pecado mortal, así como el consentimiento en la delectación (deleite) venérea  (sexual)  constituye en sí un pecado  grave, lo mismo que los besos y las caricias libidinosas (sensuales).  Ya que la lujuria (afición a los placeres)  incrementa el apego a la vida terrena y el desprecio a la futura vida  celestial.  Por lo que también hay que  moderar los impulsos hacia los placeres de la comida y de la bebida.
  Un acto de lujuria constituye sacrilegio si en el acto venéreo participa  una persona consagrada, por voto de continencia y castidad.
  El pecado de lujuria contra la  naturaleza consiste en emitir el semen de modo que no pueda ser utilizado para  la procreación,  este acto viola el orden  natural que el coito tiene en la especie humana.  Esto puede acontecer de varias maneras: si se  emite el semen sin cópula (masturbación) se tiene el pecado de “inmundicia”  (impureza), de “molicie” (regalo, deleite, comodidad, ocio). Respecto al  derrame de semen durante el sueño, (polución nocturna),  no es pecado en sí mismo, pero puede serlo si  el individuo aceptó voluntariamente actos libidinosos (sensuales) durante la  vigilia; en cualquier caso impide recibir con decencia el sacramento de la  eucaristía.
  El coito entre personas del mismo sexo constituye el pecado de “sodomía”  (homosexualidad), que merece la excomunión.
  Si no se guarda el orden natural del coito, ya sea por no realizarlo por  el órgano destinado a la generación o por otros “monstruosos modos”  de copular, se incurren en un pecado que no  recibe nombre específico, ya que si la ley canónica  no lo menciona es porque tal vicio ni  siquiera debe nombrarse entre católicos.
  El pecado se agranda cuando en el mismo acto se conjugan diversas  especies de lujuria, desviaciones o perversiones, por lo que los hijos  productos de este acto no se les puede ofrecer legitimación, aunque los padres  pueden proveer a éstos de todo lo necesario para la vida,  están excluidos de toda participación en  actos y oficios que exigen honestidad, así como de la herencia paterna.
  Casarse con una mujer que no es virgen se consideraba una actitud  desviada como si fuera un acto de “bigamia”.
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