La enseñanza y el aprendizaje de la  libertad, como señala Paul Fayerabend solo puede hacerse claro por medio de las  mismas acciones que suponen libertad, entre ellas, una fundamental: el cuerpo  liberado, con bienestar y comodidad.
        La libertad, gran valor ético y estético,  no ha sido respetada en sus diferentes aspectos a lo largo de la historia de la  humanidad; como en el siglo XVII y   principios del XVIII, en que las niñas y niños eran tratados con extremo  rigor impidiendo su libertad corporal, al reducir con crueldad su movilidad  física. Aproximadamente durante los primeros cuatro meses de vida se les  envolvía con vendas, quedando inmovilizados por completo, como lo narra el  historiador inglés Lawrence Stone.
  “Como un bulto de ropa vieja, a la más pequeña molestia que surja, al  pequeño lo cuelgan de un clavo, mientras la nodriza atiende, sin prisa sus  asuntos, el infortunado permanece crucificado. Todas las criaturas que hemos  encontrado en estas situaciones tenían la cara púrpura, el pecho estaba tan  violentamente comprimido que no permitía que circulara la sangre. Se creía que  el niño estaba tranquilo, pero al estar tan comprimido no tenía fuerza  suficiente para llorar”.
        Una vez que crecían los niños quedaban  libres, no así las niñas a las que se encerraba en corpiños y corsés reforzados  con acero y ballena para asegurarse que sus cuerpos se moldearan de acuerdo con  la moda  de la época. Vestidas en ropa de  adulta en miniatura, se esperaba que se ajustaran a las formas y portes  femeninos ideales y en especial que se mantuvieran en una postura recta y  caminaran con lentitud y gracia. Los aparatos que utilizaban para estos fines a  menudo las frustraban, provocando por el contrario la deformación o el  desplazamiento de los órganos y algunas veces hasta la muerte.
        Cuando en 1665 murió Elizabeth de doce  años, el doctor le dijo a su padre que el corpiño de hierro fue su tortura y  había impedido que sus pulmones crecieran; el cirujano examinó el cuerpo y  encontró que el hueso del pecho le presionaba, que dos de sus costillas estaban  rotas y que la presión del corpiño sobre los órganos vitales habían ocasionado  la dificultad para respirar y su muerte.
        William Law contaba la historia de una  madre que vestía a sus            hijas  tan apretado como fuera  posible,  a las que  privaba de sus comidas y a las que  constantemente le daba purgas y enemas para que conservaran una complexión  pálida, como era la moda. Como resultado, no solo eran  “criaturas, pálidas, enfermizas, débiles que  se evaporan a través de la falta de ánimo, sino que la hija mayor murió a la  edad de veinte años. En la autopsia se encontró que sus costillas habían  crecido en su hígado y que sus otras entrañas estaban muy dañadas al estar  comprimidas por el sostén, que la madre había ordenado que se le apretara tanto,  que a menudo había lágrimas en sus ojos cuando la vestían.”
        El que se cultivara la debilidad femenina  tenía el mismo significado simbólico que el estrujar los pies de las jóvenes  chinas. Las familias de la clase alta creían que se perjudicaría seriamente la  oportunidad de sus hijas en el mercado matrimonial a menos que tuvieran el cuerpo  y figura correctos, la complexión débil y tuvieran aire de languidez y que  estuvieran preparadas para desmayarse a la más pequeña provocación.
        A fines del siglo XVII se asociaba con el  sexo femenino la frágil salud provocada en estos cuerpos limitados a dietas  frugales. En general se estaba de acuerdo con que el ideal era una cara pálida  y una lánguida y débil figura, ya que el “aire de robustez y fuerza es muy  perjudicial para la belleza”. El doctor Gregory aconsejaba: “que una mujer  prudente goce de buena salud en un silencio agradecido, pero nunca se jacte de  poseerla”.
        Las muchachas competían entre si en un  mercado abierto en el que los atributos físicos y personales ocupaban un grado  parecido al papel que antes representaba el tamaño de la dote. Ahora se pensaba  que una espalda recta era tan importante como una sustancial  dote en efectivo, en la lucha por atrapar al  esposo más pudiente.
        Una víctima de estas creencias fue Mary  Butt, hija de un pastor, quien creció muy rápido y a sus trece años tenía una  tendencia a encorvarse. En esa época se pensaba que era absolutamente esencial  crear los atributos físicos necesarios para que las jóvenes pudieran atrapar  marido, por lo que Mary, como cuenta en su diario, fue sometida a una gran tortura:  “Era entonces la moda de que las niñas usaran collares de acero alrededor del  cuello, con un respaldo amarrado alrededor de los hombros, por lo que fui  sometida a uno de ellos, de los seis a los trece años. Me lo ponían en la  mañana y rara vez lo quitaban sino hasta muy tarde, en las noches y por lo  general hacia mis lecciones de pie, en cepos con este duro collar, alrededor de  mi cuello”.
      Aproximadamente durante el mismo periodo  Lucy Aikin sufrió la misma experiencia: “Había respaldos, collares de acero,  cepos para los pies y una espantosa clase de columpio para el cuello en que se  nos suspendía cada mañana, mientras que una de nuestras maestras abrochaban  nuestro corsé; artefactos todos ideados e imaginados para mejorar la figura y  el porte. Se pensaba que no había nada más vulgar y torpe que el encorvarse.  “Levante la cabeza, señorita”, era el grito constantemente. Me sorprende que  cualquiera de nosotros conservara su salud”.
        No solo se imponían corsés y aparatos a  las muchachas para que estuvieran a la moda, sino que además del ideal de  belleza femenina que era la delgadez extrema y   la complexión pálida, se les exhortaba a tener lentos y lánguidos  movimientos, todo esto se inculcaba en forma deliberada en los internados más  costosos.
        Cuando la querida hija de Arthur Young  enfermó, su padre responsabilizó a la  directora del internado por el inadecuado régimen de alimentación, a la  carencia de aire fresco, a la prohibición de correr o de realizar movimientos  rápidos, lo que además era imposible con los corsés,  por lo que protestó enérgicamente condenando  esas costumbres como “un atentado a la libertad”.
        John Locke  protestó   también en forma vigorosa contra el encierro de los jóvenes cuerpos en  apretados corsés reforzados con metal y hueso de ballena.
  Posteriormente a mediados del siglo XVIII, se hizo una severa crítica a  las diferentes prácticas tradicionales de educación y crianza, que  representaban “un atentado a la libertad”. El  escritor británico Richardson, en su novela Pamela, atacó directamente estas  prácticas, mientras que en Francia, Rousseau en Emile y Buffón en  su Historia Naturelle de L´Home, difundieron  una fuerte crítica que se prolongo durante todo el siglo. “Solo se puede pensar  que este abuso que se lleva en Inglaterra a un punto inconcebible, causará al  final la degeneración de la raza. No es grato ver a una joven encerrada en un  corsé, partida en dos como una avispa”.
        Entre otras de las crueles costumbres que  estaban siendo cuestionadas por los filósofos, intelectuales y médicos en  Inglaterra y América, era la de envolver al niño como momia, práctica que data  desde los tiempos de la   Roma Antigua. Se objetaba con firmeza el que los niños  permanecieran fuertemente atados y se tenía dudas al respecto a que estuvieran  envueltos en pañales. “Apenas ha dejado el niño vientre de su madre y comienza  a mover y estirar sus miembros, cuando se le priva de esta libertad.  Se le enreda en bandas de pañales, se le  acuesta con su cabeza fija, las piernas extendidas y los brazos a los lados y  se le envuelve en ropa y vendas de todo tipo, para que no se pueda mover”.
        El doctor Buchan denunció esta práctica  con términos que no dejaban la menor duda: “al pobre niño, tan pronto llega al  mundo, se le aplican tantas envolturas en su cuerpo, como si se hubiera  fracturado todos los huesos al nacer. Es necesario dejar a un lado la práctica  de enrollar a los niños con tantas vendas”. Observación que también apoyaba  Jonas Hanway en 1762.
        Para fines del siglo el consejo común era  dejar a los niños pequeños que ejercitaran y utilizaran sus piernas desde  temprana edad. No es muy clara la rapidez con que se siguió en Inglaterra este  nuevo consejo. En 1767, Mme. de Maintenon expresó su aprobación al hábito  inglés de quitar las vendas después de tres meses. Al parecer se admite  generalmente que la práctica ya estaba pasando durante el tercer cuarto de  siglo. En 1762, Rousseau señaló que en Inglaterra ya era “casi obsoleta” y en  1785 The Lady´s Magazine pensaba que la mayor parte de sus lectoras ni siquiera  sabían como hacerlo.
        Al parecer Inglaterra se puso a la  vanguardia del resto del continente al abandonar una práctica que había sido  común por milenios, gracias a la gran influencia de algunos trabajos muy  populares sobre el cuidado del niño, por el doctor William Cadogan, publicado  en 1748 (diez ediciones en los siguientes 25 años) y el doctor William Buchan,  publicado en 1769 (veinte ediciones en los siguientes cincuenta años) y el de  William Law, cuyo manual sobre crianza de niños llegó a diez ediciones entre  1729 y 1772. Todos estos textos tenían la intención de liberar a los pequeños.
        En 1784, Von Archenholz se sorprendía al  encontrar que en  Inglaterra “no se  envuelve en pañales a los niños, se les cubre con ropa ligera, lo que les da  libertad de movimiento”. Y un año después, un doctor ingles admitía que la  bárbara costumbre de envolver al niño como momia viviente casi  había desaparecido. Por fin a los pequeños se  les dejo respirar y  moverse con dulce  libertad.
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![]() 1647 - Investigaciones socioambientales, educativas y humanísticas para el medio rural Por: Miguel Ángel Sámano Rentería y Ramón Rivera Espinosa. (Coordinadores)  Este  libro  es  producto del  trabajo desarrollado por un grupo interdisciplinario de investigadores integrantes del Instituto de Investigaciones Socioambientales, Educativas y Humanísticas para el Medio Rural (IISEHMER).  Libro gratis  | 
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