BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

ECONOMÍA Y TERRITORIO EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE. DESIGUALDADES Y POLÍTICAS

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C. Disparidades económicas territoriales y política pública

La política de desarrollo regional tiene una larga trayectoria en América Latina y el Caribe. Neira (1972) identifica el final de los años cuarenta como el momento a partir del cual los países de América Latina y el Caribe comienzan a crear instituciones regionales, dependientes de los gobiernos centrales pero con diversos grados de autonomía, para iniciar procesos de desarrollo sustentados en inversiones públicas nacionales. A fines de la década de 1960, Stöhr (1972) identificó la existencia de más de 60 programas de desarrollo intrarregional (dirigidos a una región en particular) e interregional (orientados al sistema nacional de regiones).

Durante esta etapa, primó el enfoque intrarregional de la política, con la adopción de medidas como la facilitación del acceso a los recursos naturales necesarios para el funcionamiento de la economía en general, la intervención ante catástrofes naturales, la respuesta a manifestaciones de descontento político y social y el establecimiento de una presencia soberana en lugares y zonas estratégicas. Paradójicamente, “políticas nacionales (interregionales) explícitas para áreas deprimidas no existen en América Latina, contrastando con lo sucedido en la mayoría de los países desarrollados de Europa y Norte América y a pesar de que, en estos últimos, los desequilibrios interregionales son menores” (Stöhr, 1969, págs. 72 y 73). En general, siempre fueron medidas promovidas desde los gobiernos nacionales con el propósito de garantizar sus intereses, sin tener por finalidad última el desarrollo de la región. “En esas condiciones, el desarrollo regional (entendido como un proceso amplio que implica la modernización de las estructuras espaciales, económicas, sociales y políticas de la región) llega a ser considerado como un subproducto deseable, pero no como una finalidad de la acción del centro” (Boisier, 1981, pág. 23).

“En sus aspectos formales, la planificación regional en América Latina probablemente alcanzó su apogeo en el decenio que va desde 1965 a 1975” (Boisier, 1981, pág. 22). Durante los años sesenta aparece la política interregional, entendida como el enfoque nacional de la planificación regional. Este proceso se dio en el contexto de la consolidación de los sistemas nacionales de planificación del desarrollo, el cuestionamiento creciente del crecimiento económico como único objetivo del desarrollo y el surgimiento de un interés por la redistribución de la riqueza, la creciente profesionalización de la planificación regional y la aparición de programas continentales como la Alianza para el Progreso. “En este contexto, la definición y ejecución de políticas para el desarrollo de las diferentes regiones estuvieron muy frecuentemente asociadas a propuestas de implantación de polos de crecimiento y de centros de desarrollo; en lo esencial, se suponía que los diversos efectos derivados de un polo de crecimiento en expansión se habrían de irradiar sobre un área geográfica determinada” (De Mattos, 1986, pág. 19). También se idearon programas específicamente orientados al campo que, en cierta forma, vinieron a suplir la falta de intervención en áreas deprimidas, identificada por Stöhr para el período anterior. Un ejemplo de esta clase de programas fue el Desarrollo Rural Integrado. “Este tipo de estrategia ha estado en general orientada a enfrentar las condiciones de retraso y pobreza que caracterizan a las áreas rurales del Tercer Mundo. (…) En su concepción más amplia y progresiva, una estrategia DRI constituye una propuesta y una modalidad de planificación regional que tiene su fundamento en una definición del concepto de región como ‘cruce de funciones’ (Weitz, 1971) por una parte entre los distintos niveles de planificación (desde el nacional al local) y, por otra parte, entre las distintas disciplinas o sectores de la planificación” (De Mattos, 1986, pág. 22).

Aunque a comienzos de la década de 1970 muchos países contaban con estrategias de regionalización nacional para el desarrollo integral, buena parte de ellas no logró superar el estadio de ejercicio de planificación físico-espacial (De Mattos, 1986, págs. 18 y 19). Con ingenuidad, varias naciones supusieron que bastaba con el interés del poder ejecutivo para que los procesos fueran viables, no hubo capacidad de convencimiento, no se investigaron los supuestos básicos del planteo original de los polos de crecimiento, faltó una integración formal y de contenido entre los planes regionales y globales y, en algunos casos, las regiones resultantes se volvieron artefactos que no se correspondían con las fuerzas sociales reales y los lazos de lealtad preexistentes (Boisier, 1981, págs. 31-38).

En los albores de los años ochenta se presagiaba con optimismo el advenimiento de una nueva etapa al que se interpusieron el desencadenamiento de la crisis de la deuda externa, el estancamiento económico generalizado y las políticas de ajuste y de restricción fiscal. En este contexto de transición emergieron dos corrientes alternativas (De Mattos, 1986, págs. 28 y 29): una contestataria, que negaba que en el ámbito de una economía capitalista fuera posible pensar en la ejecución integral de estrategias que condujeran a un verdadero desarrollo regional (Coraggio, 1981), y otra regional-participativa, que proponía aumentar la capacidad de negociación de las regiones, incrementar la participación social y descentralizar el sistema de toma de decisiones, además de poner énfasis en la valoración de los recursos propios y en el protagonismo de los actores locales.


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