LA TRANSFORMACIÓN DE LAS CONCEPCIONES SOBRE EL PROCESO DE DESARROLLO EN LAS POLÍTICAS PÚBLICAS MEXICANAS

LA TRANSFORMACI?N DE LAS CONCEPCIONES SOBRE EL PROCESO DE DESARROLLO EN LAS POL?TICAS P?BLICAS MEXICANAS

Isaac Enríquez Pérez

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4.- Las políticas deflacionarias y la economía mundial como la nueva racionalidad (1982-2003).

Tanto en los Estados Unidos como en Inglaterra, a principios de la década de los ochenta se generaliza bajo el enfoque monetarista el ejercicio de las políticas deflacionarias para hacer frente a la recesión inflacionaria experimentada por el capitalismo desde los primeros años de la década de los setenta; mientras que en la Unión Soviética se reformó el sistema de planificación centralizada mediante la Perestroika. En América Latina y especialmente en México, la recesión inflacionaria del capitalismo desarrollado y la quiebra de los Tratados de Bretton Woods, se expresaron a través de la crisis de la deuda. Este acontecimiento representó un radical punto de inflexión en las concepciones sobre el desarrollo y en la planeación de dicho proceso.

En opinión de varios autores (Girón, 1991 y 1995; Correa, 1992 y 1998; Sánchez-Robles Rute, 1991; Green, 1998; Estay Reino, 1996; Schatan, 1998; Osorio Paz, 1997), los orígenes de la crisis de la deuda en México se explican por la convergencia de dos factores principales: 1) la generación de un excedente de liquidez en los mercados financieros internacionales causado por la recesión inflacionaria que impidió a las economías desarrolladas ejercer una mayor demanda de dinero y de crédito, por la combinación del incremento de la oferta monetaria en los Estados Unidos y del sistema de tipos de cambio flexibles, así como por la abundancia de petrodólares –a raíz del “boom petrolero” de 1973 y de 1979– en la banca privada internacional y su urgente reutilización como instrumentos de crédito; y, 2) las decisiones y acciones gubernamentales que asumieron al endeudamiento externo como palanca del crecimiento económico y como mecanismo para paliar, a través del gasto público deficitario, los siguientes desequilibrios de la economía: la contracción de la inversión privada, las presiones inflacionarias, el aumento del desempleo, los límites en la expansión del mercado interno, el estancamiento de los ingresos fiscales, la sobrevaluación del peso, el subsidio y el proteccionismo industrial, el fuerte incremento de la participación de la inversión pública en la formación bruta de capital, y el déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos.

Estos mismos autores opinan que en un principio, la abundancia de créditos permitió acceder con facilidad a ellos, y más aún, los cuantiosos recursos petroleros descubiertos en la década de los setenta le otorgaron credibilidad y solvencia a México. La contratación de los créditos con la banca privada internacional se realizó en condiciones favorables pues las tasas de interés hasta antes de 1980 eventualmente tendieron a ser bajas e incluso negativas, además de que ante la constante rivalidad interbancaria los acreedores otorgaron préstamos con notable flexibilidad y negligencia. Sin embargo, hacia 1981 se presenta el encarecimiento de créditos y la contracción de la liquidez internacional; aunado a ello, las tasas de interés tendieron a elevarse debido a las políticas deflacionarias adoptadas por el gobierno de los Estados Unidos; esto es, como el abatimiento de la inflación en este país implicó el recorte de la oferta monetaria a través de aumentos constantes de la tasa de interés interna, ello tuvo repercusiones internacionales: el servicio de la deuda de los países subdesarrollados se vio sometido a exigencias que desbordaron la capacidad de pago de sus gobiernos debido a que muchos de los créditos fueron contratados a corto plazo y en su mayoría para pagar vencimientos.

Por su parte, como es sabido, México acentuó su dependencia respecto al endeudamiento externo puesto que para cumplir con el servicio de la deuda tuvo que continuar contratado créditos; además, hacia finales de 1981 el desplome de los precios internacionales del petróleo se tradujo en la pérdida de divisas provenientes de las exportaciones del energético, y como respuesta a ello el gobierno mexicano recurrió a un mayor endeudamiento externo pero ahora en condiciones adversas marcadas por la escasez de los créditos, las altas tasas de interés y los plazos cortos a que se otorgaban (para mayores detalles véase Green, 1998). El aumento de la deuda y lo gravoso de su servicio condujo a que el gobierno careciera de capacidad de pago, situación esta que obligó a declarar y a negociar una moratoria parcial en agosto de 1982. Ello por supuesto implicó para el gobierno que llegaba al poder en diciembre de ese año asumir compromisos y condicionamientos en materia de política económica, así como someterse a intensas presiones que desembocaron en la reestructuración de la economía mexicana, y a la adopción de nuevas concepciones sobre el proceso de desarrollo que representaron una ruptura radical con la ideología del nacionalismo revolucionario y con el paradigma keynesiano/estructuralista.

En esta etapa también en los países latinoamericanos se registró la aplicación de nuevas estrategias de desarrollo que abandonaban el fomento del proceso industrializador y modificaban sus sistemas políticos que eran asediados por el autoritarismo militar. Paralelamente a ello, se acentuaron la relevancia e influencia de los planteamientos de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) respecto al diseño y ejercicio de las políticas públicas; predominando las estrategias referidas a la redefinición y retracción de las funciones del aparato de Estado en la construcción de mercados y en la promoción del bienestar social, así como a la intensa inserción de la economía nacional en la dinámica de la economía global, tal como se expuso en el capítulo II.

En general, como respuesta a la crisis de la deuda y al agotamiento del patrón de acumulación taylorista/fordista/keynesiano los gobiernos latinoamericanos, en gran medida bajo la presión de los acreedores privados internacionales y de entidades como el FMI, adoptan las medidas de política económica esbozadas en el Consenso de Washington. Por ello señalamos que las políticas públicas mexicanas adquieren una nueva naturaleza en el contexto de la expansión e integración global del capitalismo.

Los siguientes enunciados son los indicadores de las estrategias y acciones de gobierno específicas observados en las políticas públicas de los últimos cuatro sexenios presidenciales –Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988, Plan Nacional de Desarrollo 1989-1994, Plan Nacional de Desarrollo 1995-2000, y Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006– que evidencian una transformación profunda en las concepciones sobre el proceso de desarrollo y una redefinición de las funciones del sector público:

Cuadro 15. Estrategias que expresan la complejización de las concepciones sobre el

desarrollo en las políticas públicas desde 1982

Política económica general:

*Asumir a la economía mundial y los sistemas internacionales de producción integrada como la nueva racionalidad (1988-2003).

*La procuración de la estabilidad macroeconómica a través de la disciplina fiscal, del equilibrio de la balanza de pagos y del abatimiento de la inflación (1982-2003).

*El cumplimiento de las obligaciones relacionadas con el servicio de la deuda (1982-2003).

*La reconstrucción de las reservas internacionales (1982-2003).

*La desincorporación y privatización de empresas públicas (1982-2003).

*La apertura de la economía nacional –especialmente en ámbitos como comercio internacional y los mercados bancario y financiero– a través de la firma y el ingreso de México a tratados y a acuerdos comerciales, y de la remoción de barreras proteccionistas y la redefinición de aranceles (1986-2003).

Política industrial:

*El fomento de la industrialización orientada a la exportación de manufacturas maquiladas (1988-2003).

Política de fomento de la inversión privada:

*La gestión de la inversión privada –en especial de la inversión extranjera directa– (1988-2003).

*La promoción de la participación del empresariado privado en la construcción y modernización de la infraestructura a través de la figura de la concesión (1988-2003).

*La construcción de obra pública con financiamiento privado (1988-2003).

Política para las reformas institucionales:

*La redefinición y adecuación de la regulación económica (1988-2003).

*La reforma de las instituciones para brindarle viabilidad al proceso económico, destacando ámbitos como: el adelgazamiento y la eficiencia de la administración pública, la procuración de justicia, el mejoramiento del entorno legal y normativo –flexibilización de los mercados laborales y el establecimiento de condiciones propicias para la inversión privada–, combate a la corrupción, y el respeto a los derechos de propiedad (1988-2003).

Política social:

*Incentivar la redistribución de la riqueza a través de la adopción de acciones focalizadas y selectivas con relación a la asignación de subsidios y a la inversión del gasto social (1988-2003).

*Generar capacidades a través de una mayor cobertura educativa y en sanidad con el fin de que los individuos logren bastarse a sí mismos (1994-2003).

*La adopción de políticas sociales que privilegian la formación de capital social y la atención focalizada de la pobreza extrema mediante la transferencia de recursos monetarios a los grupos marginados (1997-2003).

*La apertura a la participación ciudadana, la promoción a la corresponsabilidad entre el gobierno y la sociedad, y el estímulo a la presencia de organizaciones no gubernamentales en el fomento del bienestar social (1988-2003).

Política interior:

*Emprender la democratización del sistema político mexicano (1988-2003).

Innovaciones en materia de planeación:

*La consideración de las implicaciones ambientales, culturales y de género en la planeación del proceso de desarrollo (1988-2003).

Así, desde hace dos décadas –aunque con mayor intensidad a partir de 1988–, las estrategias y las acciones de gobierno observadas en los documentos oficiales analizados se orientan a generar las condiciones para la integración actualizada de la economía nacional a los mercados internacionales bajo la premisa de que sólo ello garantizará un crecimiento económico sostenido. Según el carácter de las políticas públicas de las últimas dos décadas, la reestructuración radical de la economía y del sector público mexicanos, necesarios para dicha integración, se emprendería mediante una estrategia de estabilización que procure la disciplina monetaria y en el manejo del gasto público, el abatimiento de la inflación, el restablecimiento de niveles adecuados de reservas internacionales, la redefinición y adecuación de la regulación económica, la apertura comercial, la renegociación de la deuda externa y la reorientación del presupuesto para satisfacer las necesidades del servicio de la misma, la desincorporación y privatización de empresas públicas, y en un sentido más amplio, la apuesta por redefinir las funciones del aparato de Estado como agente económico en ámbitos como la orientación, la regulación y la promoción del crecimiento de la economía y del bienestar social.

Desde la adopción del Programa Nacional de Solidaridad en 1988, las políticas sociales adoptadas por el gobierno mexicano representan una nueva forma histórica de redistribución de la riqueza. De la tutela estatal sobre los derechos de los sectores populares mayoritarios y de los subsidios al consumo se transitó a una redistribución de la riqueza que privilegia la atención a la pobreza extrema mediante la provisión focalizada y selectiva de la asistencia social. Esto es, la forma histórica que adquiere la redistribución de la riqueza como función del sector público consiste en estimular la formación de capacidades en los grupos sociales marginados mediante la transferencia de recursos monetarios y el acceso a los servicios de salud y educación con el objetivo de que los individuos sean autosuficientes y asuman la corresponsabilidad en materia de bienestar social.

Si bien los enfoques y los temas a los que hacen referencia las políticas públicas de los últimos tiempos hacen más complejos, se diversifican y se adquieren nuevas connotaciones para la comprensión y atención –al menos en los documentos consultados– de fenómenos como los desequilibrios medioambientales, las problemáticas de género, la reordenación del territorio y del sistema de ciudades, el fortalecimiento de los municipios, el combate a la pobreza, y la democratización y apertura del sistema político mexicano; lo que se presenta es una inconexión y subordinación de dichos procesos a las políticas deflacionarias que privilegian las estrategias de estabilización, privatización, redefinición de la regulación económica y apertura de la economía nacional. En el mejor de los casos, merecen una referencia tangencial o son asumidas con carácter complementario. Ello a pesar de que las nuevas concepciones sobre el proceso de desarrollo plasmadas en las políticas públicas enfatizan las interconexiones entre las distintos ámbitos de dicho proceso, esto es, se le otorga relevancia en el papel a las complementariedades que se puedan suscitar entre el crecimiento económico con estabilidad de precios, la democratización del sistema político, la preservación del medio ambiente y el acceso a satisfactores básicos para el bienestar social.

Las nuevas concepciones sobre el proceso de desarrollo expresadas en las políticas públicas aplicadas desde 1982 en México representan una reestructuración de las funciones esenciales del aparato de Estado que se traduce en el fortalecimiento del empresariado privado –sobre todo del extranjero– y en la emergencia de nuevos actores y agentes socioeconómicos –los medios masivos de difusión, las organizaciones no gubernamentales, las organizaciones criminales, entre otros– que se reparten el poder fáctico detentado en el pasado por el presidencialismo autoritario y por el partido predominante.

Las variadas concepciones sobre el proceso de desarrollo expresadas en las políticas públicas, sobre las que se discutió en la introducción general de esta investigación, se crean para responder a las necesidades de estructuración de las condiciones que promuevan y faciliten los procesos de acumulación y valorización del capital, en especial de aquel ligado a la inversión extranjera y a los mercados financieros. Las políticas públicas mexicanas pretenden también generar la legitimidad del régimen político mediante un discurso que apela a la democratización y al mejoramiento de las condiciones de vida de la población. En ellas también se señala que para su diseño y ejercicio resulta relevante la participación de diversos actores y agentes sociales; tal es el caso de las organizaciones no gubernamentales en materia de política social, y más en concreto desde el año 2001, se considera importante el estímulo de comunidades gestoras de su propio desarrollo en aras de fortalecer su cohesión y capital sociales y en el entendido de que el aparato de Estado no genera desarrollo sino que sólo lo promueve y lo orienta.

En las políticas públicas de los últimos años se asigna un papel relevante al mercado en tanto se sostiene que puede llegar a ser un mecanismo adecuado en la asignación óptima de recursos, en el incremento de la producción y del empleo, en la corrección –casi automática– de los desequilibrios económicos, en la canalización de la inversión productiva, y en la detonación del crecimiento económico y del bienestar social. Los actores y agentes económicos privados, dentro de esta concepción, adquieren un papel fundamental en la estructuración de los mercados al argumentarse que las intervenciones estatales en el proceso económico pueden generar distorsiones.

Esta redefinición de las funciones estatales en el proceso económico y en el proceso de desarrollo que es expresada en las políticas públicas mexicanas, si bien no implican una desaparición absoluta suponen una intervención selectiva y débil de sus instituciones y actores que trastocan las funciones de agente económico, rector, planificador y promotor activo del desarrollo que desempeñaron abiertamente hasta inicios de la década de los ochenta. ¿Cómo insertar a México en la dinámica de la expansión e integración global del capitalismo? ¿cómo legitimar dicha inserción? ¿cómo construir un mercado que se articule de manera adecuada a la economía mundial? ¿cómo generar una relativa estabilidad social que facilite la integración de la economía nacional con la internacional?, son todas ellas interrogantes que se perfilan, explícita o implícitamente, en el diseño, redacción y ejercicio de las políticas públicas mexicanas de las últimas dos décadas.

A las políticas públicas promovidas y aplicadas en México durante los últimos cuatro sexenios presidenciales es posible categorizarlas como políticas deflacionarias. Con esta categoría nos referimos a estrategias de política económica estrechamente vinculadas al resto de los instrumentos de decisión y de acción del sector público –políticas sociales, políticas sectoriales, etc.– cuya vocación consiste en contener la inflación y en promover la estabilidad macroeconómica aun a costa y en detrimento del crecimiento económico y de un mayor empleo. Son estrategias que han derivado en un estancamiento de la economía, en un desmantelamiento del aparato productivo nacional al procurar la orientación hacia el mercado internacional como condición necesaria, y en una conversión de la inversión productiva en especulativa (sobre los efectos negativos de las políticas deflacionarias véase Cárdenas, 1996:capítulos IV y V; Calva, 1999 y 2000; Guillén Romo, 2000).

La planeación del proceso de desarrollo que se evidencia en dichas políticas públicas se realiza desde un enfoque fundamentalmente sectorial, obviando y en muchos casos no incorporando las consideraciones y dimensiones territoriales, espaciales o regionales del desarrollo. Son esfuerzos que también se limitan a una visión temporal de corto y mediano plazos acorde con los relevos sexenales y con la ausencia de un proyecto de nación que identifique y articule a la mayoría de la población. Más aun, las variadas dimensiones de la política económica y de la política social se encuentran desarticuladas, fungiendo muchas veces la segunda como un mecanismo compensador de los efectos y desequilibrios sociales negativos derivados de la programación y aplicación dogmáticas de la primera.

Si partimos de la tesis de que en el ámbito mundial se promueve desde los organismos internacionales una estandarización y armonización de las políticas públicas, entonces resulta necesario comprender la relevancia de la coordinación interestatal de las estrategias de desarrollo. Las políticas deflacionarias ejercidas desde la década de los setenta en diversos países tuvieron la finalidad de responder a la crisis estructural primeramente padecida en las naciones capitalistas altamente industrializadas y en lo inmediato exportada a la periferia. Es decir, las políticas para la apertura, la privatización y la estabilidad de precios adoptadas en América Latina, en el marco de la coordinación y estandarización mundial de estrategias, fungieron como generadoras de escenarios que posibilitaran sortear la crisis estructural, exportar los déficit de los países centrales a los periféricos, minimizar los riesgos y la incertidumbre, y fortalecer el posicionamiento de las redes empresariales globales piloteadas por los inversionistas transnacionales.

Como se expuso ampliamente en el capítulo II, el sistema de organismos internacionales y la correlación de fuerzas que se presenta entre ellos, colocan en el debate mundial ciertas preocupaciones, teorías y estrategias de acción relacionadas con gran multitud de temas y fenómenos que llegan a desestabilizar o tensar la dinámica de las relaciones internacionales y la provisión de bienes públicos globales. La gravitación que estos posicionamientos y estrategias ejercen sobre las políticas públicas adquiere diversas aristas y connotaciones dependiendo de la influencia que tenga cierto organismo internacional en los órganos y funcionarios de gobierno nacionales y en su agenda pública. Esta influencia se hace viable dada la recepción que los funcionarios gubernamentales realizan respecto a esas teorías, propuestas y estrategias que los organismos internacionales colocan en el debate, o bien, respecto al seguimiento y cumplimiento que fomentan en relación a los regímenes internacionales que firman los países y a los cuales pertenecen. Además, los organismos internacionales promueven mundialmente una armonización o estandarización de las políticas públicas para permitir una interacción más eficaz entre las naciones y para facilitar una participación más activa en la integración y expansión global del capitalismo. En suma, los organismos y regímenes internacionales son importantes instrumentos para influir en la construcción de la institucionalidad global.

Durante las últimas dos décadas, uno de los organismos internacionales que más influye en la manera de planear el proceso de desarrollo en México –y si bien no de manera exclusiva ni absoluta– es el FMI, sobre todo en materia de política económica. Dicha influencia no significa una imposición vertical por parte de este organismo respecto al funcionariado gubernamental encargado de la planeación económica; más bien, entre el funcionariado internacional y el nacional se comparte un conjunto de códigos de comunicación –teorías, conceptos, posicionamientos políticos, formación profesional, etc.– que convergen en la armonización y estandarización de determinado discurso que se expresa en el papel y en la intervención del aparato de Estado en el proceso económico a través del establecimiento de cierta agenda hegemónica. En este sentido, podemos argumentar que entre ambos niveles de funcionarios y entre los consultores que los asisten tiende a constituirse una comunidad epistémica que procesa y manipula información y conocimiento orientados a la toma de decisiones en el marco de dicha agenda hegemónica que privilegia determinados temas, concepciones y estrategias relativos al proceso de desarrollo.

El FMI desde la década de los setenta promovió con mayor determinación las estrategias de corte deflacionario inspiradas en la perspectiva teórica del monetarismo. Debido a que cabe la posibilidad de que los déficit no desaparezcan en países como los latinoamericanos entonces se instrumentan medidas internas para ajustarlos. Dichas medidas comprenden políticas fiscales y monetarias contraccionistas que procuren equilibrios entre la demanda y la oferta agregada. Como lo señala René Villarreal (1986:capítulo VII y VIII), desde la década de los setenta e inicios de la década de los ochenta, en América Latina los desequilibrios macroeconómicos marchaban a la par de las distorsiones en la estructura de precios relativos, por tanto, las estrategias a instrumentar apuntaron a la promoción y fortalecimiento de las exportaciones, de tal forma que resultaba necesario ajustar el tipo de cambio, las tasas de interés y los precios mediante la eliminación de los controles que distorsionaban el comercio. Se argumentó también que la expansión del crédito de manera excesiva y que terminó por gestar crecientes déficit fiscales se encontró en el origen del desequilibrio de la balanza de pagos. De esta forma, el FMI sugirió restringir el crédito en tanto mecanismo de ajuste, desregular el comercio internacional y reducir y acotar las funciones del sector público como agente económico.

Estrategias como la contracción de la demanda agregada a través de la reducción del gasto público; la desregulación –asegurando que el mercado irradia señales que impulsan el crecimiento de la demanda y que el sector público suele ser un agente que genera distorsiones– en ámbitos como las tasas de interés, los mercados cambiarios y los mercados de precios internos mediante la eliminación de subsidios y precios de garantía, y el control de los salarios manteniéndolos por debajo de los ofrecidos en países con los que se sostienen relaciones comerciales; y, la apertura comercial tras la remoción del aparato proteccionista, acompañadas –en caso de exacerbación de los desequilibrios macroeconómicos– de sus expresiones cuantitativas como los límites a la contratación de deuda pública en el exterior, a la emisión monetaria y al déficit fiscal, se han convertido en elementos esenciales de las propuestas del FMI para contrarrestar el déficit externo de los países, así como de sus concepciones sobre la manera de incidir en el proceso de desarrollo (para mayores detalles véase Lisboa Bacha y Rodríguez; Villarreal, 1986:capítulos VIII y XIII).

En México, entre 1982 y 1983 se aplicaron políticas de ajuste para reducir el déficit fiscal a 8.5% del PIB, lo cual significó el restablecimiento de los niveles adecuados de reservas internacionales, el cumplimiento del servicio de la deuda, la disminución de las importaciones y el aumento de las exportaciones no petroleras a costa de la profundización de la recesión económica –como parte de la contracción monetaria, fiscal y salarial– y del aumento de la inflación más allá de lo estimado (véase Cárdenas, 1996:capítulo IV; Lisboa Bacha, 1996).

Como lo señalamos en el capítulo II, el FMI promueve misiones que en sí mismas son contradictorias: por un lado, su mandato original señala que entre sus responsabilidades se encuentra la promoción de la estabilidad de la economía mundial y la procuración de liquidez para que los países expuestos a una posible recesión emprendan políticas expansionistas; y por otro, su práctica evidencia una promoción abierta de los intereses de las elites financieras mediante la apertura acelerada de los mercados de capitales y financieros. Reconociendo esto último, un primer vínculo se encuentra en la procedencia de sus principales funcionarios: algunos de ellos interactúan estrechamente con los principales bancos privados internacionales e incluso han ocupado cargos en sus comités ejecutivos (Stiglitz, 2002:261).

Podemos argumentar también que aun sin este vínculo, los altos funcionarios del organismo comparten firme y estrechamente la concepción de que el crecimiento económico y el interés general de los países pueden ser promovidos por la apertura comercial y de los mercados financieros al margen de ser contrastado ello empíricamente y más allá de aceptar cualquier otro argumento teórico alternativo; en este sentido, podemos hablar de una creencia, confianza y compenetración en torno a ciertos códigos de comunicación –la relevancia de las estrategias de apertura de las economías nacionales– y de la constitución de una comunidad epistémica a partir de dichas concepciones entre las elites financieras globales, el funcionariado del FMI y el funcionariado de los ministerios de hacienda y de los bancos centrales.

En este contexto y reconociendo la ausencia de transparencia y de democracia en la toma de decisiones y en su operatividad, el FMI promueve las mismas estrategias y posibles soluciones sin atender las causas específicas de las crisis y sin contar con referencias empíricas sólidas del país en cuestión (el mismo Stiglitz ofrece sugerentes relatos al respecto). Sin el afán de subestimar la dimensión de las causas internas como la corrupción, los malos manejos de la política económica y el convencimiento del funcionariado nacional respecto a los supuestos beneficios de la apertura de las economías, las estrategias del FMI caracterizadas por enfatizar el abatimiento de la inflación, el combate al déficit comercial y la reconstrucción de las reservas internacionales necesarias para pagar a los acreedores contribuyen –como en el caso de México– a la generación o a la profundización de la recesión –tras las quiebra de las empresas nacionales perjudicadas por las altas tasas de interés en sus créditos–, de la inflación, del desmantelamiento del aparato productivo nacional, de la recurrencia del desequilibrio externo, del desempleo y de la concentración del ingreso. Las esferas de acción de organismos y regímenes internaciones como el FMI y la OMC –los procesos financieros y comerciales respectivamente– tienden a subordinar o a relegar otros temas importantes y delicados como la pobreza o la contaminación del medio ambiente; además, no existe un reconocimiento sobre las imperfecciones y limitaciones del mercado, sino que más bien son atribuidas a la intervención del sector público en las economías. Únicamente, como lo observamos en el capítulo II, la agenda social y ambiental del desarrollo es promovida con éxito por organismos internacionales como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Banco Mundial convergiendo en lo fundamental con los criterios de austeridad y de restricción de las acciones estatales estipulados en las políticas deflacionarias.

De igual manera, con la intensificación de los procesos de globalización, las políticas públicas nacionales se exponen a los límites y condicionamientos que imprimen las políticas y acciones gubernamentales de otros países. La autonomía de las políticas públicas tiende a erosionarse con la proliferación de las relaciones estratégicas entre el mercado, el sector público y los actores socioeconómicos. Como la globalización tiene que ver con la interacción entre presencia y ausencia, o con acciones sociales que se gestan aun sin que los actores estén presentes físicamente en el espacio o territorio donde se manifiestan, una relación estratégica se produce con las decisiones que adopta un agente o que ocurra en determinado mercado y que, como resultado de ello, ejercen efectos y consecuencias en otras latitudes y sociedades.

A grandes rasgos –como será detallado a continuación–, en las políticas públicas generales adoptadas en México durante las últimas décadas se observa una diversificación y complejización de las concepciones sobre el desarrollo –en tanto éste ya no es sinónimo de crecimiento económico–, pero también una estrecha interconexión subordinada de la agenda social y ambiental a las directrices impuestas por las políticas deflacionarias y por la economía mundial como la nueva racionalidad de las acciones gubernamentales (véase diagrama 1 en la pág. 28).