el pescador y su mujer
BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

CUENTOS ECONÓMICOS

David Anisi

 

 

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EL PESCADOR Y SU MUJER

Volvía nuestro amigo a su aldea contento tras haber hecho un buen negocio. Todos sus vecinos le habían confiado su ganado para que lo vendiera en el lejano mercado. Salió de su casa hacía ya bastantes días, llegó al mercado y consiguió, quizá por su inteligencia, o quizá más bien por la escasez, un buen precio por el ganado. Tentó bajo sus ropas la bolsa que contenía cien piezas de plata, y miró precavido alrededor mientras no podía contener su alegría.

A la salida de la villa encontró montada una tienda extraña y, desde su punto de vista, suntuosa. No se trataba de un tenderucho de feria, sino de algo en verdad sorprendente por su elegancia. A la puerta un caballero, con ropas impecables, charlaba con los viandantes y les invitaba a entrar. Sobre esa misma puerta, en un arco, se podía leer: "LA CANICA".

Nuestro personaje se paró un momento junto a la entrada, cosa que aprovechó el caballero de la puerta para decirle:

- Señor, me atrevo respetuosamente a invitarlo a participar en nuestra próxima reunión de "LA CANICA", que tendrá lugar dentro de pocos minutos. Pase, por favor, y vaya conociendo a los otros.

Nunca habían hablado a nuestro amigo con tanta deferencia. Le encantaba la elegancia del lugar y que aquel caballero le hubiera tratado de "señor". Y como en principio nada tenía que perder y sentía gran curiosidad, traspasó la puerta y entró en la hermosa tienda.

Se encontró con una amplia sala en la que se habían dispuesto una serie de sillas en círculo rodeando un pequeño espacio. Las alfombras eran de calidad y la iluminación espléndida, había una temperatura muy agradable y se sintió muy a gusto.

Había bastante gente, y muy pronto el caballero de la puerta la cerró, se situó en el centro de aquellos círculos de sillas y se dirigió a ellos:

- Caballeros - les dijo - ocupen las sillas y escuchen lo que tengo que decirles.

Todos obedecieron y se quedaron expectantes y cómodos, entre otras cosa porque habían sido tratados de "caballeros".

- Tengo que explicarles - continuó el elegante personaje - varias cosas. Denominamos a estas reuniones "LA CANICA" porque como pronto podrán comprobar todo empieza y sigue con una simple canica similar a aquellas con las que juegan nuestros niños. Pero nosotros no jugaremos con ella, nosotros crearemos riqueza usándola.

Los asistentes se miraron unos a otros halagados por las palabras que oían, curiosos sobre lo que podría ser, y temerosos de que todo aquello, como tantas cosas, no fuera más que un sacacuartos.

Como si hubiese leído los pensamientos de los asistentes, el maestro de ceremonias continuó:

- Por supuesto que habrá dinero en juego, como en todo proceso útil a la sociedad en la que vivimos. Pero yo sólo obtendré el diez por ciento de lo que ustedes ganen. Y eso significa que sólo si ganan me veré beneficiado y que cuanto más ganen ustedes más ganaré yo. ¿Están de acuerdo con estas primeras reglas?

Una actividad en la que por participar habría que pagar un pequeño porcentaje de lo que pudieras ganar, sólo en el caso de que lo hicieras, era, en principio, atractiva. Y todos, junto con nuestro amigo, asintieron con la cabeza.

- Pues bien - continuó desde el centro de la sala el director del espectáculo -He aquí una canica de vidrio - y sacándola de un bolsillo la mostró a todos -, una canica de vidrio bonita aunque vulgar. Pero esta pequeña bola de cristal os hará inmensamente ricos. Se trata sólo de que los que estáis aquí os comprometáis a comprarla siempre que esté en venta. Nada más.

El público, y entre ellos nuestro amigo, no terminaba de entender cómo podían enriquecerse con aquella especie de juego que les proponían. Pero siguieron escuchando con atención.

- Vamos entonces a comenzar, y para que veáis que yo sólo ganaré el porcentaje que os he dicho, vendo esta bolita a un precio simbólico de un centavo. ¿Quién la quiere?

Se alzaron muchas manos y alguien se hizo con ella. La vendió enseguida por el doble y el nuevo propietario no tardó en colocarla por diez centavos.

Comenzaron a entender de lo que se trataba: todos estaban dispuestos a comprarla puesto que todos estaban dispuestos a comprarla de nuevo. Pronto alcanzó el precio de una pieza de plata, y luego de dos, de tres, de cinco, de quince...

Cuando llegó a costar veinte piezas de plata nuestro amigo decidió participar en el juego y la compró por esa cantidad. Al momento siguiente la vendió por cuarenta. En un instante había ganado veinte piezas de plata. Todos los que participaban estaban ganando. Muchos de ellos salieron corriendo hacia sus casas, desenterraron sus tesoros y volvieron con ellos para seguir comprando y vendiendo con ganancia. La canica se vendía por ochenta piezas de plata cuando nuestro amigo la compró de nuevo. Y la vendió casi inmediatamente por el doble de lo que había pagado hacía un sólo momento.

El juego era maravilloso - pensó nuestro personaje - había entrado en la tienda con una bolsa que contenía cien piezas de plata y ahora tenía doscientas.

Así que cuando la canica llegó a valer doscientas la volvió a comprar.

La ofreció a la venta por cuatrocientas, pero como nadie poseía esa cantidad de dinero no hubo compradores. Nuestro amigo fue reduciendo su precio pero nadie se animaba. Y así trató de venderla por lo mismo que él había pagado, es decir, doscientas, pero tampoco a ese precio consiguió desprenderse de ella. Trató de recuperar, al menos, el dinero con el que había entrado y la ofreció por cien. Pero estaba claro que nadie quería arriesgarse. Desesperado llegó a ofrecerla por una sola pieza de plata.

- Desengáñate - dijo alguno de los presentes - todos sabemos que esa canica no vale una pieza de plata.

Y nadie la compró.

Fueron saliendo poco a poco de la tienda. Entre todos habían ganado cien piezas de plata, con lo que el organizador obtuvo diez. Y nuestro buen hombre se encontró sin bolsa y con una canica de vidrio.

Salió de la tienda y se encaminó triste hacia su aldea pensando qué explicación podría dar a sus convecinos. Miró hacia atrás y vio el gran letrero donde se leía: "LA CANICA".

- Mejor sería - dijo para sus adentros - que se llamase "LA BOLSA", puesto que sin ella me quedé.

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