DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

La obsesión “exportadora” de Pizarro

Porque, insistimos, en Lima residía la mayor parte de los conquistadores desde que Pizarro tuvo la malhadada idea –coherente con sus intereses– de “fundar” la capital del Perú en la costa, en Lima, y no en los Andes, como equivalentemente había hecho Hernán Cortés. Y, a pesar de ello, de Cortés no hay un solo monumento en México. En Lima, en cambio, el monumento a Pizarro está en la Plaza de Armas de Lima, entre el Palacio de Gobierno y el Municipio Metropolitano.

A todos los vientos se ha dicho que la capital de la Colonia se instaló finalmente en el gris y húmedo valle de Lima, después de un remedo de intento en el bellísimo y seco valle interandino de Jauja. De haberse instalado en éste, el símil de nuestra historia con la de México habría sido aún mayor del que se dio, con significativas ventajas para los pueblos del Perú.

¿Qué diferencias importantes hay entre las génesis de las conquistas de México y del Perú? Como se sabe, el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, organizó la exploración de las costas del Golfo de México. Al mando de Hernán Cortés, envió a ese efecto 11 naves con 550 soldados.

Dice la historiografía tradicional que cuando Cortés llegó al puerto de Veracruz se “enteró” de la existencia de un rico pueblo a casi 300 kilómetros tierra adentro y decidió conquistarlo. Obviamente la apreciación historiográfica es clamorosamente falsa. Porque cuando se decide la conquista de México las huestes de España tenían ya un cuarto de siglo trajinando incesantes por el Caribe y el golfo de México.

La captura de cientos de caciques, comerciantes y pescadores nativos –como en las costas del Perú ocurriría décadas más tarde con “Felipillo” y “Martinillo”– debió convencerlos de que, hasta antes de su llegada al Nuevo Mundo, eran precisamente los pueblos de Meso América –y de México en particular –, quienes hegemonizaban en las aguas por las que ahora ellos surcaban a sus anchas.

Por lo demás, si en el Caribe se tenía buenas referencias de la existencia de la remota riqueza andina, ¿cuánto más no se sabría de la existencia de la de Centroamérica? Pues bien, tras desembarcar en Veracruz, Cortés se rebeló contra la autoridad de Velázquez, hizo cómplices de la rebelión a sus compañeros, quemó sus naves –menos una, como dijimos antes–, y se internó a conquistar a los aztecas de la meseta central de México, derrotar a Moctezuma y apoderarse de la riqueza de la inmensa urbe de Tenochtitlán.

Rotundamente nos negamos a aceptar que la tan renombrada “quema de sus naves” fuera un acto irresponsablemente aventurero. No, todo estaba fríamente calculado.

Tenía 34 años. Llevaba 15 años combatiendo y navegando en el Caribe. Había participado en la conquista de Cuba. Era ya un soldado eximio y un estratega consumado.

Quince años había experimentado cuán desproporcionadamente grandes eran las fuerzas y equipos militares españoles en comparación con las de los pueblos que había enfrentado.

Y tras largos meses de preparación del asalto al territorio mexicano –en los que las tareas de inteligencia debieron ocuparle buena parte del tiempo– estaba muy al tanto de que los pueblos que encontraría no estaban mejor equipados para la guerra que aquellos a los que con increíble facilidad habían conquistado.

Los comerciantes–informantes nativos le habían proporcionado asimismo datos precisos y valiosos sobre el terreno que pisaría.

Así como sobre la profunda animadversión que tenían contra los aztecas los pueblos sojuzgados por éstos. Mal podría extrañar que incluso la decisiva alianza con los tlaxcaltecas y otros pueblos de México fuera perfilada antes de partir al continente. ¿Cómo si no fuera por todo ello entender que bastaran pocos meses para que sucumbiera el más grande imperio de América? Años después Cortés pagaría cara su rebeldía.

Carlos V logró relevarlo de todos sus privilegios. Así, en 1535, se le vería actuando, como parte de una armada de 42 galeones y de 54 000 marineros y soldados, luchando para destruir los focos de piratería que, desde el norte del África, asolaban al imperio de Carlos V en el Mediterráneo.

El hecho destacable, sin embargo, es que Cortés se rebeló contra la Corona de España.

Aunque inverosímil –porque las fuerzas del Imperio Español finalmente lo habrían aplastado –, de haber sido irreversible su rebelión buena parte de la riqueza de México habría quedado, fundamentalmente, en México.

Por la mente de Pizarro, y a diferencia de Cortés, no pasó nunca la idea de independizarse de la metrópoli imperial. Su hermano Gonzalo Pizarro, en cambio, sí hubo de intentarlo más tarde. El fracaso de la intentona separatista en el Perú, con la derrota militar en Jaquijahuana, lleva al historiador peruano Pablo Macera a decir: “un Perú independiente en el siglo XVI hubiese tenido en sus manos, a través de Potosí, una riqueza comparable y hasta superior a la de todo el petróleo árabe actual”, pero en beneficio de Perú–Bolivia, como nos quiere decir Macera.

Francisco Pizarro fue siempre un fiel servidor de los intereses imperiales de España.

Siempre –aunque no falto de mezquindades–, tuvo en mente pagar a sus socios de Panamá y llevar a España las riquezas que correspondían a sus majestades, los reyes de España.

Tenía pues en mente organizar el espacio económico conquistado en armonía con esos objetivos. Su residencia, entonces, tenía que estar al lado del mar: para controlar directamente y de cerca las riquezas que se exportarían.

Cuando Pizarro fundó Lima, tenía ya más de tres años recorriendo el Perú. Había ingresado por el extremo norte de la costa (en abril de 1532). Llegó a Cajamarca (en los Andes septentrionales del Perú) en noviembre del mismo año. Estando allí envió a Hernando de Soto hasta Pachacámac (Costa central, Lima, 1533).

Éste, a su retorno a Cajamarca, proporcionó al conquistador información precisa del valle costeño donde había estado. Camino al Cusco (octubre de 1533) pasó por Jauja, a más de 3 000 msnm. La increíble belleza de la laguna de Paca lo subyugó y tomó la decisión, romántica y de ribetes estéticos, de seleccionar ese paraje como capital de sus conquistas.

Después fue al Cusco (Andes del sur, 1533). Estando allí envió un destacamento, al mando de Diego de Agüero, para reconocer el Altiplano lacustre (Andes surorientales).

En abril de 1534 estuvo nuevamente en Jauja. Pudo allí nuevamente constatar que su clima era muy seco, muy lluvioso en la temporada de verano, caliente en el día y muy frío en las noches, caliente al sol y frío a la sombra. Y a fines de 1534 descendió nuevamente a la costa, llegando él por primera vez a Lima en los primeros días de enero de 1535.

Pizarro, pues, había recorrido casi íntegramente el Perú cuando conoció el desabrido valle de Lima, del que algo conocía por la referencias que le proporcionó de Soto. Para ese instante, sin embargo, ya lejos de Jauja, esa pequeña ciudad mostraba “su cara negativa: estaba lejos del mar –como acertadamente refiere el historiador Del Busto–. La ubicación de Jauja, por consiguiente, y fundamentalmente, no era coherente con los objetivos de Pizarro.

La razón de mayor peso, entonces, no es que Jauja estuviera lejos de la costa, porque la ciudad de México también lo estaba, y aún más lejos. Si el de Pizarro hubiera sido el criterio unánime de los conquistadores, Cortés habría fundado la capital de sus conquistas también en la Costa, en Veracruz, por ejemplo.

Pero no.

La razón más importante no era la ubicación geográfica sino los objetivos del conquistador.

Cortés quería independizarse de España: se fue entonces al interior del continente.

Pizarro en cambio quería exportar las riquezas a España: eligió entonces un punto de la costa peruana.

La racionalidad profunda de uno y otro conquistador fue impecable. La capital del Perú no se eligió en mérito a los fríos o resfríos del conquistador. Sino a cuán útil era una u otra ubicación en relación con sus propósitos.

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