¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

Reacomodos estratégicos

La política, y en particular la política internacional, tiene de todo, menos de estática. Ciertamente, como las circunstancias cambian –también más allá de la voluntad de los hombres, que incluso muchas veces aparecen o se muestran como sus “protagonistas”–, la actuación política también cambia, adecuándose a las nuevas circunstancias. Se producen entonces esos reacomodos tácticos y estratégicos que siempre han sido el asombro de los “no protagonistas”, es decir, de los alelados hombres que veían pasar la historia bajo su balcón.

Así, en esos reacomodos tácticos y estratégicos, y retrotrayéndonos al Gráfico Nº 15, el pueblo “C” que aparece como neutral, pasa –por condiciones “x” o “z”– a constituirse –dada su ubicación geográfica– en “enemigo” de “A” y de “B”. Éstos, antaño “enemigos”, se ven obligados a convertirse en “aliados” –tácticos; aliados sólo y en tanto se prolongue la “amenaza” común–. La historia de las conquistas romanas –según claramente lo deja entrever Julio César–, y la historia de Europa en general, son riquísimas en estos reacomodos que a los ojos del hombre de la calle parecen desvergonzados. ¿Quién no recuerda las inacabables correrías de los cancilleres que –sin y con sotana– pugnaban para concretar con sus enemigos declarados, alianzas que les permitieran sortear con éxito las amenazas virtuales o concretas de un “ex–aliado”? Y rememorando una vez más los sucesos de la Segunda Gran Guerra, ¿no resultaba sorprendente que Europa y Estados Unidos, enemigos declarados de la Rusia Socialista, se aliaran con ella para enfrentar al nazismo, el enemigo común?

Pero hay todavía virajes más sorpresivos por lo “sutiles” que son. Ayer nomás, ¿no fue “sorprendente” que Estados Unidos, aliado con Argentina a través del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca –TIAR–, terminara convertido en enemigo suyo en la Guerra de las Malvinas contra Ingleterra? Si embarcarse a la guerra fue un incalificable error de apreciación estratégica del comando militar argentino; la actuación norteamericana fue, en lenguaje riguroso y castizo, una “traición” a los postulados del TIAR.

¿Cómo se explican estas idas y venidas de la política internacional? ¿Tienen explicación estos aparentes contrasentidos? ¿Son producto de la irracionalidad de los gobernantes, como más de una vez con superficialidad se ha sugerido? ¿Es que, como también se cree, la gente “tiene derecho a cambiar y por consiguiente cambiar de opinión”, tratando ahora como enemigos a los que ayer trató como amigos?

Hay una razón, una y suficiente, para explicar esos grotescos vaivenes: los intereses, es decir, las conveniencias que tiene en juego cada uno de los protagonistas. Egoísmo –egoísmo pragmático y explicable–, simple y llanamente eso: si hoy a “O” le conviene ser amigo de “M”, será su amigo. Pero si mañana le conviene ser su enemigo, será su enemigo, sin falsos pudores (aunque muchas veces –con buenos pretextos– se disimula bien el interés egoísta, la verdadera razón del endiablado giro o, si se prefiere, de la “traición”).

Pero para el ejemplo anteriormente expuesto, hay pues un aspecto de los intereses sobre el que hay que poner énfasis. En la Guerra de Las Malvinas, Estados Unidos tuvo frente a sí a Inglaterra, aliada suya dentro del TIAR, y a Inglaterra, aliada suya dentro de la OTAN. Una opción era sin duda permanecer al margen del conflicto. Y bien pudo hacerlo porque las fuerzas militares británicas invariablemente superarían a las argentinas. Mas dentro del conjunto de sus intereses, los de Estados Unidos respecto de Argentina eran –son– intereses secundarios en relación con los intereses fundamentales que lo unen con Inglaterra. Éstos pues tenían necesariamente que prevalecer. Pero no sólo ello, sino que, de cara al mundo, había necesidad de actuar para dar una clara e inequívoca señal a cualquier país que pretendiera reivindicar razones como las que esgrimió Argentina.

Pero ni el hecho de que, burda y descaradamente se haya hecho prevalecer los intereses, ni los más espectaculares y vergonzosos reacomodos estratégicos, ni las más lúcidas e inteligentes alianzas estratégicas, han podido impedir que las guerras minaran siempre el poder de los pueblos hegemónicos, contribuyendo así a crear las condiciones para la declinación de una ola y el surgimiento de la siguiente. A ese respecto, sin embargo, la historiografía tradicional, penosamente, ha cargado todas sus tintas en los aspectos épicos y novelescos de las confrontaciones, dejando prácticamente de lado los asuntos más importantes: las transcendentes consecuencias sociales, económicas, políticas y materiales de las guerras, incluyendo por cierto las que afectan a quienes formalmente las ganan.

Desde fines de marzo del 2003, por ejemplo, la humanidad ha asistido atónita a la unilateral agresión militar de Estados Unidos e Inglaterra contra Irak. Militarmente, la guerra sin duda habrán de ganarla el imperio hegemónico y su principal aliado. Será, no obstante, un triunfo pírrico. Porque las consecuencias que Estados Unidos, principalmente, pero también Inglaterra, tendrán que soportar posteriormente son previsiblemente inmensas.

Veamos sólo algunas de las más importantes: a) el descrédito de la potencia habrá llegado a niveles inimaginables, todos sus actos y políticas serán objeto de abierta suspicacia y desconfianza; b) el pueblo español, opuesto a la guerra, difícilmente perdonará que su gobierno, colocándose como vergonzoso furgón de cola de la potencia hegemónica, lo haya colocado en posición tan ridícula y, en represalia, adoptará una política anti–norteamericana más abierta y militante que antes; c) los pueblos y gobiernos de Francia y Alemania, difícilmente superarán el desaire de haber sido abiertamente tratados como sujetos de segunda clase; d) China y Rusia agudizarán sus precauciones militares y de todo orden; e) parte importante del pueblo estadounidense (30 % no es poca cosa y menos incluyendo allí a gravitantes líderes de opinión en diversos círculos), asumirá una cada vez más militante política anti–belicista y anti–imperialista; f) la industria militar estadounidense, por el contrario, grandemente oxigenada en su economía, quedará drogada de éxito y exigirá mantener la política belicista; g) el mundo islámico difícilmente perdonará, ni en décadas enteras, la brutal agresión, de su seno surgirán innumerables y cruentas formas de represalia; h) la Comunidad Europea en su conjunto (con grave conflicto de intereses para Inglaterra), pronto habrá de reparar –como también ocurrirá con Japón– que sus intereses se distancian cada vez más de los de Estados Unidos, y arreciará pues un clima conflictivamente creciente, y, para terminar, aunque en un listado que no puede considerarse completo; i) los pueblos del “patrio trasero” de Estados Unidos exigirán cada vez más a sus gobiernos tomar mayor distancia y adquirir mayor independencia política y económica respecto de la desprestigiada e incómoda potencia hegemónica.

En síntesis, cada vez más alislado, cada vez con menos simpatías, cada vez con enemigos más decididos, sin eliminar ninguna de las amenazas que dieron origen a la guerra, el poder hegemónico norteamericano ingresa sin vuelta a una vorágine de enfrentamientos en la que ganará muchas batallas, pero, como los generales y emperadores romanos, terminará por perder la guerra.
 

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