¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

El mundo de Hoy

Cuatro quintas partes de la humanidad viven sumidas en la pobreza. Son los hombres del Sur. Cinco mil millones de los seres humanos que habitan hoy el planeta, están condenados a nacer, vivir y morir en la escasez y en la precariedad, cuando no en la hambruna, la enfermedad, en medio de cruentas e inexplicables guerras, y en la miseria más desgarradora.

Pero, además, están también condenados a ver, a través de las imágenes del cine y la televisión, que otros, los hombres del Norte, viven en “otro mundo”, el mundo del bienestar, es decir, el mundo del confort, con salud, educación, grandes y espectaculares carreteras, modernos vehículos de transporte que les permiten cómodos viajes de descanso, y prácticamente exentos de preocupaciones que les resultan ya tan triviales, como la alimentación de cada día, el vestido de mañana, y un techo sólido y seguro que los guarezca.

El mundo material que hoy conocen los hombres del Sur es, casi, el mismo que conocieron sus abuelos, y, en muchos casos, incluso el mismo que conocieron sus antecesores de hace cinco siglos. Más aún, muchos de los hombres del Sur, en realidad la inmensa mayoría, están además condenados a saber que el mundo de sus hijos, pero también el mundo de sus nietos, será idéntico al propio. Con el mismo paisaje de fondo, ayer se fotografiaron los abuelos, hoy los hijos y mañana lo harán los nietos. Han sido condenados, en el Sur, a habitar enormes espacios de la Tierra en los que el tiempo no está asociado con el progreso. Nacen, crecen y mueren, pero el mundo que los rodea es siempre el mismo. Cambian los personajes, pero no cambia el conjunto de la fotografía. Si de algún cambio pueden hablar, será para decir que cada día hay menos agua disponible, cada día los bosques son más pobres y lejanos, y cada día las arenas del desierto están más próximas a sus vidas.

Pero, además, están también condenados a saber, a través de las imágenes del cine y la televisión, que los otros, los hombres del Norte, viven en un mundo donde todo cambia todos los días. Allá, en el Norte, cada día trae más progreso, cada año ofrece más confort, cada siglo muestra un mundo distinto y mejor al anterior. En el Norte, los abuelos casi no pueden reconocer el paisaje en el que se están fotografiando sus nietos.

Los apóstoles que, como Bartolomé de las Casas (1474 – 1566), o Albert Schweitzer (1875–1965) salieron del Norte para entregar lo mejor de sus vidas en el Sur, caerían absortos ante las imágenes que les ofrecen hoy ese mismo Norte y ese mismo Sur. Aquél les resultaría absolutamente irreconocible, distante, ajeno, incluso hostil. Grandes espacios del Sur, en cambio, les resultarían familiares: los mismos viejos y polvorientos caminos, los mismos vestidos, las mismas viviendas, las mismas enfermedades, pero otros rostros que, sin embargo, los recibirían con igual aprecio y hospitalidad. Desde lo más hondo de sus corazones, no obstante, una inmensa ira los invadiría al instante. ¡Cómo es posible –se dirían–, tan grande diferencia y tan grande arbitrariedad! ¿Qué han hecho éstos –se preguntarían–, para padecer del Infierno, aquí en la Tierra; y qué han hecho aquéllos para gozar del Cielo, aquí en la Tierra?

¿Quién ha trazado esa siniestra línea divisoria colocando de un lado a los ricos y del otro a los pobres? Y si nadie –como creemos–, deliberadamente lo ha hecho, ¿cómo entonces ha terminado por concretarse esa división? Pero, concurrentemente, también podríamos preguntarnos, ¿quién ha trazado esa línea divisoria que, al propio tiempo que puso en un lado la riqueza, instaló allí a hombres supuestamente “trabajadores”; y, del otro, rodeados de pobreza, a hombres supuestamente “ociosos”? Si nadie –como también creemos–, ni deliberada ni accidentalmente incurrió en tamaña arbitrariedad, ¿por qué entonces en el Sur hay pobreza y carencias de todo orden, y en el Norte riqueza y bienestar? ¿El Gráfico Nº 1 no es suficientemente ilustrativo?

 ¿Es esa dicotomía acaso una inescapable ley de la humanidad? ¿Responde a insondables leyes genéticas? ¿Responde a un errático determinismo geográfico, que arbitrariamente beneficia a unos y perjudica a los otros? ¿Es realmente un problema? ¿Se trata en verdad de un problema insoluble, insoluble para los hombres? ¿Está acaso sólo en manos de la madre naturaleza, modelar también, lenta y pacientemente, las cosas de los hombres, hasta –al cabo de un tiempo tan largo como el que demandó el resto de las cosas de la naturaleza–, alcanzar la armonía y el equilibrio dinámico y estable que ha alcanzado para la materia y para el conjunto de todos los demás géneros vivientes del planeta? ¿Escapa en verdad de las manos y de la voluntad de los hombres dar solución al problema?

O, por el contrario, ¿existen razones para pensar que en la concreción de la brutal dicotomía a la que asistimos, ha estado en juego la voluntad de los hombres? ¿Y que, por consiguiente, será esa misma voluntad la que, en un conciente y significativo golpe de timón, dé solución al problema?

¿Hay urgencia por resolver el problema? ¿O puede seguirse dando largas al asunto? ¿No se vislumbra ningún riesgo con seguir dando largas al asunto? Si, por el contrario, se vislumbran riesgos, ¿qué tan mínimos o, por el contrario, tan graves se aprecian? ¿Amenazan esos riesgos con empeorar las cosas en el Sur? Si así fuera, ¿es posible imaginar y que se concrete aún más miseria y muerte en el Sur? ¿Hay, por el contrario, indicios de algún tipo de amenazas para el Norte? ¿Qué tipo de amenazas se ciernen entonces sobre él?

En fin, la lista de interrogantes podría ser muy extensa. Todos, al fin y al cabo, estamos preocupados por lo que ocurre entre nosotros. ¿Cómo, pues, se ha llegado a esta situación? ¿Puede ocurrir algo grave si dejamos que las cosas sigan como están? ¿Podemos realmente alcanzar un “nuevo orden internacional”, del que tanto hablan oficialmente todos los organismos públicos? ¿Puede pacíficamente ser modificada la actual situación mundial?

Ninguna de las preguntas que hemos planteado, y muchas otras relacionadas con ellas que hemos omitido, son nuevas. Todas, más bien, son viejas cuestiones. Y han tenido una o mil respuestas. Tanto en el Norte como en el Sur, filósofos, historiadores, economistas, intelectuales en general, y políticos de oficio, han ensayado cada uno sus respuestas. Puede afirmarse que en el mundo, recién a partir de la Revolución Francesa se empezó a explicitar las “fórmulas” con las cuales debían conducirse las sociedades para alcanzar el bienestar general. En aquel momento se habló de libertad, igualdad y fraternidad.

Es obvio, sin embargo, que, a pesar de haberse acuñado la “fórmula” hace más de doscientos años, no ha sido puesta en práctica en todo el mundo. No estaríamos como estamos. ¿Por qué no se ha puesto en práctica esa “fórmula”, de modo generalizado, en todo el planeta? ¿Qué lo ha impedido? ¿O se creyó que, siendo buena para unos pueblos no lo era para otros? Finalmente, ¿resultaba suficiente que se dieran libertad, igualdad y fraternidad para asegurar la paz y el bienestar de todos los hombres del orbe? ¿Por qué no era suficiente? ¿Qué otras condiciones eran y son necesarias? En todo caso, reconozcámoslo, la tan conocida “fórmula” fue el resultado de lúcidas inteligencias llenas de generosos deseos, mas no de lo que hoy llamaríamos un trabajo científico, pero en todo caso sí pre–científico.

Ha sido recién en los últimos dos siglos, especialmente en el que acaba de concluir, que los científicos sociales –historiadores, sociólogos, economistas, politólogos, etc., e intelectuales en general–, han asumido con vehemencia la preocupación por desentrañar cuáles son los secretos que explican el desarrollo y prosperidad de unos pueblos, y cuáles los secretos que explican el subdesarrollo y atraso de otros. No obstante, a pesar de todas las contribuciones realizadas, las cosas no sólo no mejoran, sino que, peor aún, se hacen ostensiblemente más graves y dramáticas. ¿Es que esas contribuciones no se han puesto en práctica? ¿Qué lo ha impedido? ¿O es que esas fórmulas –muchas de las cuales merecieron premios y reconocimiento– no eran efectivamente acertadas? No cesan, sin embargo, de presentarse nuevas o renovadas propuestas.

Carlos Alberto Montaner, un conocido intelectual cubano de nuestra época, publicó en 1997 un breve texto de inocultables connotaciones bíblicas: Los diez mandamientos de las naciones exitosas , cuyo objetivo es mostrar el camino por el que las naciones pobres, supuestamente, podrían alcanzar el éxito: desarrollo, confort, etc. ¿Es acaso la de Montaner la tabla de salvación definitiva que todos esperábamos?

Montaner no explicita ninguna de las preguntas que se formuló antes de que, con las correspondientes respuestas, terminara elaborando “las nuevas tablas de la ley”. Imaginemos entonces algunas de las interrogantes que pudieron pasar por su mente. Las dos primeras y más generales debieron ser: ¿por qué algunas naciones son exitosas?, y –obviamente, y como contrapartida–, ¿por qué otras sólo conocen el fracaso? Como sólo fracasan los que intentan algo, debe colegirse que en la mente de Montaner ha estado que todas las naciones han intentado por igual tener éxito, pero que unas lo han logrado y otras no.

Acto seguido debió repreguntarse, ¿por qué unas han conseguido el éxito y otras han fracasado? Tiene que haber –probablemente se dijo– unas causas que expliquen el éxito; y tiene que haber –quizá también se dijo–, otras causas que expliquen el fracaso . Pero, bien pudo también preguntarse: ¿serán acaso las mismas causas, en un caso con valor positivo, y en otro con valor negativo (sus opuestos), las que dan origen, respectivamente, al éxito y al fracaso? . Es decir, el éxito (la variable dependiente), sería una función de determinadas causas (m), las variables independientes. Y el fracaso, una consecuencia de causas exactamente opuestas. De entre las muchas causas o variables independientes que quizá reunió para explicar el éxito de unos pueblos y el fracaso de otros escogió las diez más relevantes .
 

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