Economía Nacional

 

Federico List

Sistema Nacional de Economía Política. Fondo de Cultura Económica, México, 1942. pp. 31-49

Introducción

En ninguna rama de la economía política domina tan gran diversidad de opiniones entre teóricos y prácticos como respecto al comercio internacional y la política mercantil. A la vez, no existe cuestión alguna en el sector de esta ciencia que posea una importancia tan alta en orden al bienestar y a la civilización de las naciones, como respecto a su independencia, poderío y estabilidad. Países pobres, impotentes y bárbaros han logrado convertirse, gracias a una sabia política comercial, en imperios rebosantes de riqueza y poderío, y otros, por razones opuestas, han decaído de un elevado nivel de prestigio nacional a la insignificancia absoluta; en efecto, hemos conocido ejemplos de naciones que han perdido su independencia y hasta su existencia política, precisamente porque sus sistemas comerciales no sirvieron al desarrollo y robustecimiento de su nacionalidad.

Más que en cualquier otro tiempo, ha adquirido en nuestros días un interés predominante la aludida cuestión, frente a otras de la Economía política. En efecto, cuanto más rápidamente progresa el afán inventivo de la industria y el espíritu de perfeccionamiento, el anhelo de la integración social y política, tanto mayor es la distancia que existe entre las naciones estancadas y las progresistas, y es tanto más peligroso quedarse atrás. Si en otros tiempos fueron precisos para monopolizar la fabricación de la lana, el sector manufacturero más importante de pasadas épocas, bastaron algunos decenios para lograr el monopolio de la manufactura del algodón, sector no menos importante, y en nuestros días bastó una ventaja de pocos años para colocar la Gran Bretaña en situación de atraer hacía sí la industria linera del Continente europeo.

En ningún otro tiempo ha visto el mundo tampoco una supremacía manufacturera y mercantil que dotada con energía inmensas como la de nuestro días, aplicase un sistema tan consecuente y poderoso, con tendencia a monopolizar todas las industrias manufactureras, todos los grandes negocios mercantiles, toda la navegación, todas las colonias importantes, todo el dominio de los mares, y a hacer vasallos suyos a todas las naciones, como los indios, en el orden manufacturero y comercial.

Alarmada por los efectos de esta política, más bien obligada por las convulsiones a que dio lugar, vimos en tiempos recientes una nación continental -la rusa-, poco apta por su cultura para la industria manufacturera, buscar su salvación en el sistema prohibitivo tan censurado por la teoría. Y ¿cuál fue el resultado? La prosperidad nacional.

Instigado por las promesas de la teoría. América del Norte se dejó seducir, y abrió sus puertos a las mercancías inglesas. ¿Qué frutos reportó allí la libre concurrencia? Convulsión y ruina,

Experiencias de esta especie suscita con razón la duda de si la teoría es tan infalible como ella misma supone, o la práctica tan insensata como pretende la teoría; despiertan también el temor de que nuestra nacionalidad corra en definitiva peligro de fenecer por un error mental de la teoría, como aquel paciente que por observar una receta sucumbe a un error; crean en nosotros la sospecha de que esa teoría tan estimada se muestra tan henchida y solemne para ocultar hombres y armas como otro nuevo caballo de Troya, y hace que nuestros propios muros de protección sean derribados con nuestras propias manos.

Una cosa puede afirmarse, y es que después de discutir desde hace más de medio siglo la gran cuestión de la política comercial por todas las naciones, en escritos y asambleas deliberantes, por las mentalidades más sagaces, el abismo que existe desde Quesnay y Smith entre la teoría y la práctica no sólo no se ha cerrado sino que cada año está más abierto.

¿Que valor puede tener para nosotros una ciencia cuando se ilumina el camino que la práctica ha de recorrer? ¿Sería razonable admitir que la razón de uno es tan infinitamente grande que puede reconocer la naturaleza de todas las cosas, y, en cambio, la razón de otro tan infinitamente pequeña que incapaz, de comprender las verdades descubiertas y esclarecidas por aquél, puede considerar como verdades errores manifiestos, a través de generaciones enteras? ¿No sería más prudente admitir que los hombres prácticos, aunque por regla general propenden a mantenerse en el terreno de los datos, no se opondrían tan larga y tenazmente a la teoría, si ésta no contradijera la naturaleza de las cosas?

La realidad nos autoriza para asegurar que la culpa del antagonismo entre la teoría y la práctica en la política mercantil corresponde tanto a los teóricos como a los prácticos.

La economía política debe extraer de la práctica sus doctrinas relativas al comercio internacional, y establecer sus reglas para las necesidades de la actualidad y para la situación peculiarísima de cada nación, sin desconocer las exigencias del futuro y de la humanidad entera. Así, debe apoyarse en la Filosofía, en la Política y en la Historia.

En interés del porvenir y de la humanidad entera, la Filosofía exige: afinidad cada vez mayor de las naciones entre sí; evitar en los posible la guerra; establecimiento y desarrollo del Derecho internacional; transición de lo que ahora se llama Derecho internacional público al Derecho de federación entre Estados; libertad del tráfico internacional, lo mismo en el orden espiritual que en el material; finalmente, unificación de todas las naciones bajo la ley jurídica, esto es: la unión universal.

En interés de cada nación especial exige, en cambio, la Política: garantías para su independencia y continuidad; reglas especiales para el fomento de su progreso en orden a la cultura, bienestar y potencialidad, y a la formación de sus estamentos como un

cuerpo perfecto, en todas sus partes, armónicamente desarrollado, íntegro e independiente.

Por su parte la Historia se manifiesta de modo innegable en pro de las exigencias del futuro, enseñando en qué forma el bienestar material y espiritual del hombre corre parejas, en todo tiempo, con la amplitud de su unificación política y de su cohesión comercial. Reconoce también, sin embargo, las exigencias de la actualidad y de la nacionalidad, enseñando cómo han parecido las naciones que no han atendido preferentemente su propia cultura y potencialidad; cómo el tráfico ilimitado con naciones más adelantadas ha sido para un pueblo estimulante en los primeros estadios de su desarrollo, si bien cada nación llega a un punto en que sólo mediante ciertas restricciones de su tráfico internacional puede lograr un desarrollo más alto y una equiparación con otras naciones más adelantadas. la Historia efectúa, así, un compromiso entre las exigencias encontradas de la Filosofía y de la Política.

Sólo la práctica y la teoría de la Economía Política, tal como están constituidas actualmente, adoptan un criterio unilateral: aquélla, en favor de las exigencias especiales de la nacionalidad; ésta en pro de los requisitos unilaterales del cosmopolitismo.

La práctica, o, en otras palabras, el llamado sistema mercantil, incurre en el gran error de defender la utilidad y necesidad absolutas y generales de la restricción, porque en ciertas naciones y en determinados período de su desarrollo esas limitaciones fueron útiles y necesarias. No advierte que la limitación es sólo un medio, pero el fin es la libertad. Atiende sólo a la nación, nunca a la humanidad; sólo a la actualidad, nunca al futuro; así es exclusivamente política nacional, pero le falta la perspectiva filosófica, la tendencia cosmopolita.

La teoría dominante, tal como la atisbó Quesnay y la desarrolló Adam Smith, recoge, por el contrario, de modo exclusivo, las exigencias cosmopolitas del futuro, incluso las del futuro más lejano. La unión universal y la libertad absoluta del comercio internacional que a la sazón no es sino una idea cosmopolita, acaso sólo realizable con el transcurso de los siglos, es considerada como algo susceptible de realización actual. Desconociendo las exigencias de la actualidad y la naturaleza de la nacionalidad, ignora la incluso la existencia de la nación, y a la vez, el principio que se propone educar a la nación para la autonomía. Integramente cosmopolita atiende sólo a la humanidad entera, al bienestar del género humano en su conjunto, nunca a la nación y al bienestar nacional; aborrece la política y considera la experiencia y la práctica como rutinas reprobables. Sólo respeta a la Historia en cuanto corresponde a sus tendencias unilaterales, pero ignora o desfigura sus doctrinas cuando están en contradicción con su sistema, y se ve obligada a negar los efectos del Acta de Navegación inglesa, del tratado de Methuen y de la política mercantil británica, formulando el siguiente lema que contradice a toda veracidad: Inglaterra ha alcanzado su riqueza y poderío y a causa de su política mercantil, sino a pesar de ella.

Advertida así la unilateralidad de ambos sistemas, no nos extrañará que la práctica, a pesar de sus notorios errores, se niegue a dejarse reformar por la teoría; también comprendemos por qué la teoría no quiere saber nada de la Historia ni de la experiencia, ni de la Política y la nacionalidad. Esta teoría inconsistente ha sido predicada en todas las callejas y desde todas las tribunas, con ardor más destacado en aquellos países cuya existencia nacional resultaba más amenazada por ella; he aquí la causa de la propensión dominante de nuestra época hacia los experimentos filantrópicos y hacia la solución de los problemas de la Filosofía.

Ahora bien, en la vida de las naciones como en la de los individuos existen contra las ilusiones de la ideología dos vigorosos medicamentos: la experiencia y la necesidad. Si no nos engañamos, todas aquellas naciones que en la presente época practican un libre tráfico con la máxima potencia manufactura y mercantil, como medio de salvación, hállanse a punto de realizar importantes experiencias.

Es sencillamente imposible que si continúan los Estados libres americanos con sus prácticas mercantiles actuales logren introducir un orden apreciable en su economía nacional. Es absolutamente necesario que retornen a sus aranceles anteriores. Aunque los Estados esclavistas rechacen ese criterio, aunque el partido dominante lo apoye, el poder de las circunstancias será más fuerte que la política de partido. Tememos incluso que, tarde o temprano, los cañones resuelvan la cuestión que fue para la legislación un nudo gordiano; América tendrá que pagar su saldo a Inglaterra en pólvora y plomo; el sistema prohibitivo de hecho, causado por la guerra, remediará los errores de la legislación aduanera americana; la conquista del Canadá pondrá fin al grandioso sistema de contrabando inglés profetiza por Huskisson.

!Ojalá nos equivoquemos! Pero si nuestra profecía llegara a realizarse, queremos vindicar para la teoría del librecambio la paternidad de esa guerra. !Rara ironía del destino! Que una teoría basada sobre la gran idea de la paz perpetua venga a encender la guerra entre dos potencias que, como pretenden los teóricos, han sido creadas para comerciar entre sí; cosa tan extraña como el efecto de la filantrópica supresión del comercio de esclavos, a consecuencia de la cual miles de negros fueron hundidos en las profundidades del mar.

En el transcurso de los últimos cincuenta años (más propiamente de los últimos veinticinco, ya que apenas puede tomarse en consideración el período de la revolución y de la guerra) Francia ha realizado un gran experimento con el sistema de las restricciones, a pesar de los errores, secuelas y exageraciones inherentes a él. Su éxito salta a la vista de cualquiera que no tenga determinados prejuicios. Que la teoría discuta el hecho, es una consecuencia natural del sistema. Si formula la tesis desesperada -y pretende hacerla crear al mundo- de que Inglaterra se ha hecho rica y poderosa no por su política mercantil sino a pesar de ella, ¿cómo dejaría de expresar esta otra pretensión, mucho más fácil de probar, según la cual Francia, sin la protección de sus manufacturas interiores, hubiera llegado a ser más rica de lo que lo es en la actualidad? Esa tesis es considerada por muchos, que se tienen por bien informados y prudentes, como moneda contante y sonante, aunque la combatan prácticos muy perspicaces; en efecto, el anhelo de los beneficios que reporta un libre tráfico con Inglaterra se halla actualmente en Francia muy difundido. Tampoco puede discutirse apenas -y de ellos hablaremos más detalladamente en otro lugar- que el tráfico recíproco entre ambas naciones debería fomentarse en beneficio de ambas. Desde el punto de vista inglés se pretende colocar no sólo materias primas sino, sobre todo, grandes cantidades de artículos fabricados de uso general, contra productos franceses de carácter agrícola y suntuario. Todavía no puede preverse hasta qué punto el gobierno y la legislación de Francia propenderán a este criterio o llegarán a practicarlo. Pero si lo hicieran con la amplitud que Inglaterra persigue, el mundo dispondría de un nuevo ejemplo en pro o en contra de la gran cuestión: en qué medida, en las circunstancias actuales, es posible y ventajoso que dos grandes naciones manufactureras, una de las cuales se encuentra en la actualidad ventajosamente situada con respecto de la otra en orden a los costos de producción y a la expansión del mercado exterior con productos fabricados, pueden entrar en competencia entre sí en sus propias mercados interiores, y qué resultados derivarán de semejante situación de competencia.

En Alemania, las cuestiones citadas se han convertido en problemas prácticos nacionales desde que fue instituida la Liga mercantil. Así como en Francia el vino viene a constituir el cebo con el cual se pretende estimular a Inglaterra para que suscriba un tratado de comercio, en Alemania ocurre lo mismo con los cereales y con la madera. En este caso, sin embargo, no podemos hacer otra cosa que formular una hipótesis, por que resulta imposible en la actualidad saber si los tories entrarán en razón y harán al Gobierno, para facilitar la importación de cereales y maderas alemanas, ciertas concesiones que pueden hacerse valer contra la Liga. En efecto, en Alemania hemos llegado ya en materia de política comercial a considerar ridículo, cuando no impertinente, todo intento de pagar barras de oro y plata tangibles y concretas con rayos de luna y esperanzas. En el supuesto de que semejantes concesiones fueran hechas por el Parlamento, someterían indirectamente a discusión en Alemania las más importante cuestiones de la política comercial. el informe más reciente del doctor Bowring constituye para nosotros un atisbo de la táctica que Inglaterra desarrollaría en este caso Inglaterra no consideraría esta concesión como un equivalente por las ventajas preferentes que sigue poseyendo aún en el mercado manufacturero alemán; tampoco como una limosna para impedir que Alemania aprenda a resolver por su cuenta el problema del suministro de algodón hilado; que reciba las materias primas necesarias para ello de las regiones tropicales, y las pague con productos de sus propias manufactureras; ni como un medio tampoco de compensar la enorme desproporción existente aún entre la importación y la exportación recíproca de ambos países. No. Inglaterra considerará el derecho de abastecer a Alemania con hilados de algodón como un jus quaesitum, y a cambio de cualquier otra concesión exigirá un equivalente, el cual no consistirá en nada menos que en el sacrificio de las manufacturas de algodón y lana, etc. Esas concesiones serán presentadas a Alemania como un plato de lentejas a cambio de las cuales pretenderán arrancar su derecho de primogenitura. El doctor Bowring no puede haberse engañado durante su residencia en Alemania; no ha debido tomar -así lo presumimos- la cortesía berlinesa por absoluta seriedad. Precisa transportarse realmente a aquellas regiones donde se ha formado la política de la Liga mercantil alemana, siguiendo todavía las rutas de la teoría cosmopolita: en ese ambiente no se establece aún ninguna diferencia entre exportaciones de artículos manufacturados y exportaciones de productos agrícolas; se cree posible fomentar los fines nacionales ampliando esta última exportación a expensas de aquélla; no se ha reconocido todavía como norma fundamental el principio de la educación industrial de la nación; no se vacila en sacrificar a la competencia extranjera ciertas industrias, tan adelantadas ya gracias a una protección de muchos años, que la competencia interior ha rebajado considerablemente los precios (con ello se pone substancialmente en peligro el espíritu de empresa alemán, puesto que cada fábrica, arruinada al disminuir la protección o implantarse medidas de gobierno, viene a ser como un cadáver colgado que contamina a gran distancia todos los seres vivos). Como hemos advertido ya, estamos muy lejos de considerar razonables esas seguridades, pero el hecho de que se hagan públicas y puedan seguir siéndolo es bastante deplorable, puesto que con ello se asesta un doloroso golpe a la confianza de que subsistirán en la industria la protección arancelaria y, como consecuencia, el espíritu emprendedor de Alemania. El mencionado informe nos permite inferir en qué forma se puede inocular un mortal veneno a las manufacturas alemanas, de tal modo que la causa de esa ruina no aparezca con claridad, y, sin embargo, penetre de modo certero hasta el origen mismo de la vida. Los aranceles cuantitativos deben ser sustituidos por derechos ad valorem, con lo cual se abrirá el camino de la defraudación y del comercio de contrabando inglés, precisamente en los artículos de uso general, de valor especial más reducido y de cuantía máxima; es decir, en aquellos artículos que forman la base de la industria manufacturera.

Adviértase así la importancia práctica que actualmente reviste la gran cuestión de la libertad internacional de comercio, y cuán necesario es que, por fin, se investigue de una vez a fondo y sin perjuicios los errores cometidos a este respecto por la teoría y por la práctica, resolviéndose de una vez para todas el problema de la coincidencia entre ambas, o haciendo, por lo menos, ensayos para lograrlo.

Verdaderamente el autor no expresa una afectada modestia, sino una profunda desconfianza en sus propias energías, cuando asegura que, después de muchos años de lucha contra sí mismo; de haber puesto cien veces en duda la exactitud de sus opiniones; de haberlas visto confirmada otras tantas veces, y después de haber probado y reconocido la inexactitud de la tesis adversa, ha llegado a la conclusión de que era posible resolver este problema. El autor no siente la vanidad de contradecir viejas autoridades y de fundar nuevas teorías. Si fuese inglés, difícilmente hubiera puesto en duda el principio fundamental de la teoría de Adam Smith. Fueron las condiciones de su país las que, desde aquel tiempo, le permitieron desarrollar en varios artículos anónimos y, por último, bajo su nombre, en trabajos más amplios, sus opiniones opuestas a la teoría dominante. Hoy es principalmente el interés de Alemania lo que ha animado a comparecer con este escrito, aunque no puede negar que ha existido también un personalísimo motivo: concretamente la necesidad de demostrar mediante un escrito extenso que no es incapaz de expresar una opinión propia en materias de Economía política.

En contraposición directa con la teoría, el autor se esforzará. en primer término, por extraer las enseñanzas de la Historia, derivando de ellas sus normas fundamentales; establecidas éstas, comprobará la calidad de los sistemas procedentes, y por último, como su tendencia es absolutamente práctica, definirá los caracteres más recientes de la política comercial.

Para mayor claridad expone el autor a continuación un resumen de los resultados principales que ha llegado en sus trabajos y reflexiones:

La unificación de las energías individuales con
ánimo de proseguir un fin común es el medio más vigoroso para realizar la felicidad de los individuos. Sólo y separado de su prójimo, el individuo es débil y desamparado. Cuanto mayor es el número de aquellos con quienes está socialmente ligado, tanto más perfecta es la unión, tanto más copioso y escogido el producto, el bienestar espiritual y corporal de los individuos.

La agrupación más excelsa hasta ahora realizada de los individuos bajo la norma jurídica es la del Estado y la nación; la agrupación más elevada que quepa imaginar es la de la humanidad entera. Así como el individuo puede alcanzar sus fines individuales, en un nivel más alto, dentro del Estado y de la nación, que si está solo, así también todas las naciones realizarían en mayor escala sus fines si estuvieran ligadas por la norma jurídica, la paz eterna y el tráfico libre.

La Naturaleza misma empuja paulatinamente las naciones a realizar esta máxima agrupación: en virtud de la diversidad del clima, del territorio y de los productos, las induce al cambio, y por la superpoblación y la abundancia de capitales y talentos, la emigración y a la colonización. El comercio internacional es una de más poderosas palancas de la civilización y del bienestar nacional, ya que haciendo surgir nuevas necesidades estimula a la actividad y tensión de energías, trasladando de una nación a otras nuevas ideas, inventos y aptitudes.

En la actualidad, sin embargo, la unión que entre las naciones puede resultar a base del comercio internacional es muy imperfecta, ya que se interrumpe o debilita por la guerra o por otras medidas egoístas de determinadas naciones.

A consecuencia de la guerra la nación puede perder su independencia, su propiedad, su libertad, su autonomía, su constitución y sus leyes, su idiosincrasia nacional, y en resumen, el grado ya alcanzado de cultura y bienestar, y puede ser también sojuzgada. Mediante las medidas egoístas de pueblos extraños, la nación puede ver perturbada su integridad económica, o retardado su progreso.

Uno de los principales objetos a que debe aspirar la nación es, y tiene que ser, el mantenimiento, desarrollo y perfección de la nacionalidad. No se trata de una aspiración falsa o egoísta, sino de algo racional que está en perfecto acuerdo con los verdaderos intereses de la humanidad entera; en efecto, tal idea conduce naturalmente a la definitiva unión entre las naciones, bajo la norma jurídica, a la unión universal, que sólo se compagina con el bienestar del género humano cuando muchas naciones alcanzan una etapa homogénea de cultura y poder; es decir, cuando la unión universal se realice por vía de confederación.

En cambio, una unión universal basada en el predominio político, en la riqueza predominante de una sola nación, es decir, en la sumisión y dependencia de otras nacionalidades, traería como consecuencia la ruina de todas las características nacionales y la noble concurrencia entre los pueblos; contradiría los intereses y lo sentimientos de todas las naciones que se sienten llamadas a realizar su independencia y a lograr un alto grado de riqueza y de prestigio político; no sería otra cosa sino una repetición de algo que ya ocurrió una vez, en la época de los romanos; de un intento que hoy contaría con el apoyo de las manufacturas y del comercio, en lugar de utilizar como entonces el frío acero, no obstante lo cual, el resultado sería el mismo: la barbarie.

La civilización, la formación política y el poderío de las naciones hállanse principalmente condicionadas por su situación económica, y a la inversa. Cuanto más desarrollada y perfecta es una economía, tanto más civilizada y robusta es la nación; cuanto más crece su civilización y poderío, tanto más elevado puede ser el nivel de su cultura económica.

El desarrollo económico nacional puede señalarse las siguientes etapas principales de la evolución: estado salvaje, estado pastoril, estado agrícola-manufacturero, estado agrícola-manufacturero-comercial.

Es evidente que cuando una nación cuenta con variadas riquezas naturales y, disponiendo de una gran población, reúne la agricultura, las manufacturas, la navegación, el comercio interior y exterior, dicha nación se halla políticamente más formada y poderosa que un simple país agrícola.

Ahora bien, las manufacturas son la base del comercio interior y exterior de la navegación y de la agricultura perfeccionada, y, en consecuencia, de la civilización y del dominio político; una nación que lograra monopolizar el total de la energía manufacturera del globo terráqueo y oprimir de tal modo a las demás naciones en su desarrollo económico que en ellas sólo pudieran producirse artículos agrícolas y materias primas, e instaurarse las industrias locales más indispensable, necesariamente lograría el dominio universal.

 

Cualquier nación que conceda algún valor a la autonomía y a la supervivencia, debe esforzarse por superar cuanto antes pueda el estado cultural inferior, escalando otra más elevado, asociando tan pronto como le sea posible la agricultura, las manufacturas, la navegación y el comercio, dentro de su territorio.

La transición de las naciones desde el estado salvaje al pastoril, y de éste al agrícola, y los primeros progresos en la agricultura se logran del mejor modo mediante el libre comercio con naciones civilizadas, es decir, con naciones manufactureras y mercantiles.

La transición de los pueblos agrícolas a la etapa de las naciones agrícolas, manufactureras y comerciales, sólo podría tener lugar en régimen de tráfico libre en el caso de que todas las naciones llamadas a desplegar una actividad manufacturera registraran al mismo tiempo el mismo proceso de formación; si las naciones no se pusieran unas a otras obstáculos en su desarrollo económico; si la guerra y los sistemas aduaneros no perturbaran su progreso.

Pero como las distintas naciones, favorecidas por circunstancias especiales, logran ventajas en sus manufacturas, en el comercio y en la navegación con respecto a otras; como dichas naciones advirtieron desde muy pronto esta excelencia era el medio más eficaz para conseguir y asegurar su predominio político sobre otras naciones, se han puesto en juego instituciones que fueron y son adecuadas para lograr un monopolio manufacturero y mercantil, deteniendo en su progreso a otras naciones menos adelantadas. El conjunto de estas instituciones (prohibiciones de importación, aranceles de importación, limitaciones a la navegación, primas a la exportación, etc.), es lo que se denomina sistema aduanero.

Obligadas por los progresos anteriores de otras naciones, por los sistemas aduaneros de otros pueblos y por la guerra, algunas naciones menos adelantadas se han visto obligadas a buscar los medios para llevar a cabo la transición, del estado agrícola al manufacturero, limitando mediante un sistema aduanero propio el comercio con otras naciones más adelantada y animadas por un afán de monopolio manufacturero que aquéllas consideran perjudiciales.

El sistema aduanero no es, como se pretende, un arbitrio mental, sino una natural consecuencia de la aspiración de las naciones a encontrar garantías de permanencia y prosperidad, o a lograr un dominio eminente.

Este empeño es, sin embargo, algo legítimo y racional si la nación que a él recurre se ve estimulada y no obstaculizada en su desarrollo económico, y si tal tendencia no es hostil a la finalidad más alta de la humanidad, la confederación, universal del futuro.

Del mismo modo de la sociedad humana puede considerarse desde un doble punto de vista, a saber: desde el cosmopolita, que abarca la humanidad entera, y desde el político, que tiene en cuenta los intereses especiales y la situación de la nación, así también la economía, tanto la de los particulares como la de la sociedad, puede considerarse desde dos distintos puntos de vista; teniendo en cuenta las energías personales, sociales y materiales, que dan lugar a la creación de riquezas, o considerando el valor en cambio de los bienes materiales.

 

Existe, pues, una Economía cosmopolita y otra política, una teoría de los valores en cambio y una teoría de las fuerzas productivas, doctrinas que, siendo esencialmente distintas una de otra, deben ser desarrolladas con autonomía.

Las fuerzas productivas de los pueblos no sólo están condicionadas por la laboriosidad, el afán de ahorro, la moralidad, y la inteligencia de los individuos, o por la posesión de recursos naturales o capitales concretos, sino también por las instituciones y leyes sociales, políticas y civiles, y especialmente por las garantías de permanencia, autonomía y poder de su nacionalidad. Aunque los individuos sean laboriosos, económicos, aptos para el invento y la empresa, morales e inteligentes, cuando no existan la unidad nacional y la división nacional del trabajo y la cooperación nacional de las energías productivas, la nación nunca alcanzará un alto grado de bienestar y potencia, o bien no podrá asegurar la posesión duradera de sus bienes espirituales, sociales y materiales.

El principio de la división del trabajo ha sido hasta ahora concebido de modo incompleto. La productividad no radica solamente en la división de diversas operaciones económicas entre varios individuos, sino más bien en la agrupación intelectual y corporal de ellas para el logro de una finalidad común.

Este principio no es sólo aplicable a la fábrica aislada o a la agricultura, sino también a las energías agrícolas, manufactureras y comerciales de una nación.

Existe división del trabajo y cooperación de las energías productivas conforme a un módulo nacional cuando la producción intelectual se halla en la nación en una proporción adecuada con respecto a la producción material, cuando la agricultura, la industria y el comercio nacionales se hallan regular y armónicamente desarrollados.

En el caso de una nación puramente agrícola, aunque trafique libremente con naciones manufactureras y comerciales, una gran parte de las fuerzas productivas y de las fuentes auxiliares de carácter natural tienen que permanecer ociosas y sin utilización. Su desarrollo intelectual y político, sus fuerzas defensivas, son limitadas. No puede poseer una flota importante ni un comercio ampliamente desarrollado. Todo ese bienestar que deriva del comercio internacional, puede ser interrumpido, perturbado y destruido por completo, a consecuencia de las normas extranjeras y de las guerras.

La energía manufacturera, en cambio, fomenta la ciencia, el arte y el perfeccionamiento político, aumenta el bienestar nacional, la población, los ingresos públicos y la potencialidad de la nación; le procura los medios para organizar conexiones mercantiles con todas las partes de la tierra, y para fundar colonias; estimula las pesquerías, así como la flota y la marina de guerra. Solamente ella puede elevar la agricultura nacional hasta un alto grado de desarrollo.

La energía agrícola y la manufacturera, reunidas en una misma nación, bajo el mismo poder político, viven en eterna paz, no pueden ser perturbadas por las guerras y las leyes extranjeras en materia mercantil, y así garantizan, como consecuencia, a la nación, el progreso incesante en su bienestar, civilización y poderío.

La energía agrícola y la manufacturera están condicionadas por la naturaleza, pero esa condicionalidad es muy distinta.

Los países de la zona templada están singularmente dotados para el desarrollo de la energía manufacturera, por razón de sus recursos naturales; en efecto, el clima templado es la zona de máxima tensión corporal e intelectual.

Los países de las zonas cálidas están, en cambio, muy poco favorecidos en orden a las manufacturas, pero poseen a su vez un monopolio natural respecto a ciertos productos agrícolas valiosos y estimados en los países de la zona templada y los productos de la zona cálida (artículos coloniales) deriva principalmente la división cosmopolita del trabajo y la cooperación de energías, es decir, el gran comercio internacional.

Sería un comienzo perjudicial para un país de la zona cálida el intento de crear manufacturas propias. No habiendo sido llamado a ello por la Naturaleza, hará mayores progresos en su riqueza material y en su cultura si se limita a cambiar los productos industriales de la zona templada por los productos agrícolas de sus propias comarcas.

Ciertamente, los países de la zona cálida quedan por tal causa en situación de dependencia con respecto a los de la zona templada. Ahora bien, esta dependencia resulta inocua o más bien eliminada cuando en la zona templada existen varias naciones con un desarrollo semejante de sus manufacturas, comercio, navegación y potencialidad política, y cuando, además, tanto el interés como la potencialidad de las naciones manufactureras exigen que ninguna de ellas abuse de su dominio frente a las naciones más débiles de la zona cálida. Este predominio sólo resultaría peligroso o nocivo si toda la energía manufacturera, todo el gran comercio, la flota mercante y el poderío naval, estuvieran monopolizados por una sola nación.

En cambio, aquellas naciones que poseen, en la zona templada, un territorio extenso, abundantemente provisto con recursos naturales, dejarían inaprovechada una de las más ricas fuentes de bienestar, civilización y poderío, si no procurasen realizar la división del trabajo y la confederación de las energías productivas conforme a un módulo nacional, ya que poseen los medios, económicos y sociales esenciales para ello.

Entre los recursos económicos comprendemos una agricultura convenientemente adelantada, que no puede recibir ya estímulo alguno mediante la exportación de productos. Entre los recursos intelectuales comprendemos una avanzada cultura de los individuos. Entre los recursos sociales agrupamos las instituciones y las leyes, que procuran al ciudadano la garantía de su persona y de su propiedad, y el libre uso de sus energías físicas e intelectuales, así como la ausencia de instituciones que perturban la industria, la libertad, la inteligencia y la moralidad; por ejemplo, el feudalismo, etc.

Una nación de tal naturaleza necesita hallarse en primer término abastecida en su mercado propio con productos de su propia industria; luego, que se encuentre en una relación inmediata, y cada vez más estrecha, con los países de la zona tórrida, enviándoles en naves propias sus artículos industriales, y recibiendo de ellos, en cambio, los productos de su zona.

En comparación con este tráfico entre los países manufactureros de la zona templada y los agrícolas de la zona cálida, posee una significación subalterna el comercio internacional restante con excepción de pocos artículos; por ejemplo, los vinos.

La producción de materias primas y artículos alimenticios es muy importante en las grandes naciones de la zona templada sólo en orden al comercio interior. Una nación rudimentaria o pobre, en el principio de la civilización, puede elevar considerablemente su agricultura mediante la exportación de cereales, vino, cáñamo, lino, lana, etc., pero con ello no habrá conseguido elevarse a la categoría de una gran nación en riqueza, civilización y poderío.

Cabe formular la regla de que una nación es tanto más rica y poderosa cuanto mayor es su exportación de productos manufactureros, cuanto más materias primas importa y cuanto más productos consume de la zona cálida.

Los productos de la zona cálida sirven a los países industriales de la zona templada no sólo como artículos alimenticios y materias primas para la producción, sino principalmente como estímulo para la producción agrícola e industrial. Una nación que consuma mayores cantidades de productos de la zona cálida, producirá y consumirá también, relativamente, mayores cantidades de productos de la propia industria y de la agricultura.

En la evolución económica de las naciones debida al comercio internacional, pueden señalarse cuatro períodos distintos: en el primero, la agricultura nacional se eleva mediante la importación de artículos industriales extranjeros y la exportación de productos agrícolas del país; en el segundo, las manufacturas nacionales se desarrollan conjuntamente con la importación de artículos industriales del exterior; en el tercero, las manufacturas nacionales abastecen en su mayor parte el mercado propio; en el cuarto, se exportan grandes cantidades de artículos industriales de la propia nación, importándose, en cambio materias primas y productos agrícolas de otros países.

El sistema aduanero, como medio de fomentar la evolución económica nacional, gracias a la regulación del comercio exterior, debe siempre tomar como guía el principio de la educación industrial de la nación.

Querer exaltar la agricultura nacional mediante aranceles protectores, constituye una política inicial equivocada, porque la agricultura nacional sólo puede ser exaltada mediante las industrias del país, y porque excluyéndose las materias primas y los productos agrícolas exteriores, se mantienen a un bajo nivel las manufacturas propias del país.

La educación económica-nacional de las naciones que se hallan en un bajo nivel de inteligencia y cultura, o que son demográficamente pobres en relación con la extensión y productividad de su territorio, se fomenta de un modo más adecuado mediante el libre comercio con naciones muy cultas, ricas y laboriosas. Toda limitación del comercio de semejantes naciones con el propósito de implantar en ellas una energía industrial, resulta prematura y produce perniciosos efectos, no sólo sobre el bienestar de la humanidad entera, sino también sobre el progreso de la nación misma. Semejantes medidas protectoras sólo pueden justificarse cuando a consecuencia del comercio libre la educación intelectual, política y económica de la nación ha prosperado tanto, que su ulterior progreso resulta detenido y obstaculizado por la importación de productos industriales exteriores y por falta de una adecuada venta para sus propios productos.

Cuando una nación no posee territorios de extensión considerable, ni dispone de recursos naturales, variados, ni está en posesión de las desembocaduras de sus ríos, o es desfavorable la configuración de sus fronteras, el sistema proteccionista no puede aplicarse en absoluto o, por lo menos, no puede serlo con pleno éxito. Semejante nación debe intentar, en primer término, superar esos defectos mediante conquistas o pactos con otras naciones.

La energía industrial comprende tantas ramas de la ciencia y del saber, presupone tantas experiencias, prácticas y costumbres, que la formación industrial de la nación sólo puede operarse paulatinamente a base de ellas. Toda protección exagerada o prematura se condena a sí misma, puesto que determina la disminución del bienestar propio de la nación.

Lo más pernicioso y reprobable es el aislamiento repentino y absoluto de la nación, mediante prohibiciones. Estas son justificadas cuando, separada la nación de otra a causa de una prolongada guerra, se halla en un estado de prohibición involuntaria de los productos manufactureros de otras naciones, y en la absoluta necesidad de bastarse a sí misma.

En este caso, debe llevarse a cabo una paulatina transición del sistema prohibitivo al sistema proteccionista, aplicando aranceles largamente meditados y paulatinamente decrecientes. En cambio, una nación que quiere pasar del estado de no protección al de protección, debe partir de aranceles bajo, aumentándolos poco a poco, según una escala gradual.

Los aranceles de este modo establecidos tienen que ser observados de modo inquebrantable por los poderes públicos. Nunca deberán ser rebajados prematuramente; acaso se procederá a elevarlos cuando resulten insuficientes.

Cuando los aranceles a la importación, con los cuales trata de eliminarse la competencia extranjera, son demasiado altos, perjudican a la nación que los establece, ya que desaparece el afán de competencia de los industriales nacionales con los del exterior, y se fomenta la indolencia.

Cuando las industrias nacionales no prosperan, aun existiendo aranceles razonables y paulatinamente crecientes, ello es una prueba de que la nación no posee todavía los recursos necesarios para afianzar sus propias energías industriales.

Una vez establecido para determinar ramo industrial un arancel protector, nunca debe reducirse en tal forma que esta industria quede en peligro de muerte a causa de la competencia extranjera. La norma inquebrantable debe ser la conservación de lo existente, la protección de las raíces y del tronco de la industria nacional.

Por consiguiente, la competencia extranjera sólo puede ser admitida a participar en el incremento anual del consumo. Los aranceles habrán de elevarse en cuanto la competencia extranjera obtenga la mayor parte o la totalidad de ese incremento anual.

Una nación como la inglesa, cuya energía industrial ha logrado un amplio avance respecto a todas las demás naciones, mantiene y amplía sagazmente su supremacía industrial y mercantil, mediante un tráfico comercial lo más libre posible. En tal caso, el principio cosmopolita y el político son una misma cosa.

Ello explica la preferencia de ciertos economistas ingleses muy esclarecidos por la absoluta libertad mercantil, y la aversión que sienten perspicaces economistas de otros países a aplicar ese principio en sus países respectivos, dadas las circunstancias que en ellos prevalecen.

Desde hace un cuarto de siglo el sistema prohibitivo y proteccionista inglés actúa contra Inglaterra y en beneficio de las naciones que con ella compiten.

Producen contra Inglaterra el efecto más perjudicial sus propias limitaciones a la importación de materias primas y artículos alimenticios del exterior.

Las uniones mercantiles y los tratados de comercio constituyen el medio más eficaz para facilitar el tráfico entre distintas naciones.

Los tratados de comercio sólo son legítimos y útiles cuando procuran recíprocas ventajas. Son tratados mercantiles ilegítimos y nocivos aquellos en que la energía industrial incipientemente desarrollada de una nación se sacrifica a otra, para lograr concesiones relativas a la exportación de productos agrícolas; por ejemplo, los tratados al estilo del de Methuen, verdaderos tratados leoninos.

Uno de éstos fue el que se estipuló entre Alemania y Francia en el año de 1766. Todos los ofrecimientos que desde entonces se han hecho por Inglaterra y Francia y a otras naciones son de la misma naturaleza.

Aunque el arancel protector encarece por algún tiempo los artículos industriales del país, garantiza en el futuro precios más baratos, a causa de la competencia extranjera; en efecto, una industria que haya llegado a alcanzar su total desarrollo, puede abaratar tanto más lo precios de sus artículos cuanto que la exportación de materias primas y artículos alimenticios y la importación de artículos fabricados tienen que reportar costo de transporte y beneficios mercantiles.

La pérdida que para la nación resulta como consecuencia del arancel protector, consiste sólo en valores; en cambio, gana energías, mediante las cuales queda situada para siempre en disposición de producir incalculables sumas de valores. El gasto de valores debe considerarse solamente como el precio de la educación industrial de la nación.

La protección arancelaria sobre los artículos industriales no graba a los agricultores de la nación protegida. La exaltación de la energía industrial en el país incrementa la riqueza, la población y, como consecuencia, la demanda de productos agrícolas, así como la renta y el valor en cambio de la propiedad rústica, mientras que con el tiempo disminuyen de precio los artículos industriales requeridos por los agricultores. Estos beneficios superan diez veces las pérdidas que sufren los agricultores a consecuencia de una transitoria elevación de los artículos industriales.

También se beneficia el comercio exterior y el interior a consecuencia del sistema protector, ya que sólo adquiere importancia el comercio interior y exterior en las naciones que abastecen por sí mismas su mercado interior con productos industriales; que consumen sus propios productos agrícolas, y cambian materias primas y artículos alimenticios del exterior por sus excedentes de artículos industriales. En las naciones meramente agrícolas de la zona templada son insignificantes ambas manifestaciones mercantiles, y el comercio exterior de tales naciones se encuentra, por regla general, en manos de las naciones industriales y mercantiles que trafican con ellas.

Un adecuado sistema protector no otorga a los industriales del país monopolio alguno, sino sólo una garantía contra la pérdida de aquellos individuos que dedican sus capitales, talentos y energías a industrias aún desconocidas.

No otorga ningún monopolio porque aparece la competencia nacional en lugar de la extranjera, y porque cualquier miembro de la nación tiene derecho a participar en las primas ofrecidas por la nación a los individuos.

Sólo otorga un monopolio a los ciudadanos de la propia nación contra los súbditos de naciones extranjeras, que a su vez poseen para sí un monopolio análogo.

Ahora bien, este monopolio es provechoso, no sólo porque despierta las energías productivas aletargadas e inactivas, sino también porque atrae al país energías productivas exóticas (capitales materiales e intelectuales, empresarios, técnicos y obreros).

Frente a esto, en cualquier nación de vieja cultura cuyas fuerzas no pueden ser estimuladas de modo notorio por la exportación de materias primas y artículos agrícolas y por la importación de manufacturas extranjeras, el estancamiento de la energía industrial trae consigo grandes y variados perjuicios.

La agricultura de cualquier país semejante necesariamente tiene que anquilosarse, porque el crecimiento de población que halla medios de subsistencia cuando florece una gran industria propia, y origina una enorme demanda de productos agrícolas, hace más rentable, en conjunto, la agricultura, pero en masa de población se arroja sobre las tierras disponibles y provoca una fragmentación y parcelación de los fundos agrícolas, que resulta sumamente perniciosa para la potencialidad, la civilización y la riqueza nacional.

Un pueblo agrícola, que en su mayoría consiste en un conjunto de pequeños agricultores, no pude arrojar grandes cantidades de productos en el torrente del comercio interior, ni suscitar una importante demanda de productos industriales. En un país así cada individuo se halla sustancialmente limitado a su producción y a su consumo propios. En tales circunstancias nunca puede formarse en la nación un sistema perfecto de transportes, ni beneficiarse con las incomparables ventajas inherentes a la posesión del mismo.

La consecuencia necesaria de ello es la debilidad de la nación, lo mismo en el orden intelectual que en el material, en el individual como en el político. Estos efectos resultan tanto más peligrosas cuando las nacionalidades vecinas emprenden el camino inverso, y avanza en todos los aspectos, mientras nosotros retrocedemos; cuando en ellas la esperanza de un porvenir mejor eleva el ánimo, la energía y el espíritu emprendedor de los ciudadanos, mientras que entre nosotros todo estímulo queda asfixiado por la perspectiva de un porvenir nada prometedor.

La historia ofrece ejemplos de naciones que han sucumbido porque no supieron resolver a tiempo la gran misión de asegurar su independencia intelectual, económica y política, estableciendo manufacturas propias y un vigorosa estamento industrial mercantil.

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