La tiranía de los controles

 

Milton y Rose Friedman

Al examinar los aranceles y otras restricciones al comercio internacional en su obra La riqueza de las naciones, Adam Smith escribió:

Lo que en el gobierno de toda familia particular constituye prudencia, difícilmente puede ser insensatez en el gobierno de un gran reino. Si un país extranjero puede suministrarnos un artículo más barato de lo que nosotros mismos lo podemos fabricar, nos conviene más comprarlo con una parte del producto de nuestra propia actividad empleada de la manera en que llevamos alguna ventaja [...]. En cualquier país, el interés del gran conjunto de la población estriba siempre en comprar cuanto necesita a quienes más baratos se lo venden. Esta afirmación es tan patente que parece ridículo tomarse el trabajo de demostrarla; y tampoco habría sido puesta jamás en tela de juicio si la retórica interesada de comerciantes y de industriales no hubiese enturbiado el buen sentido de la humanidad. En este punto, el interés de esos comerciantes e industriales se halla en oposición directa con el del gran cuerpo social.

Estas palabras son tan válidas hoy como eran entonces. Tanto en el comercio interior como en el exterior, es de interés para el “gran conjunto de la población” comprar al que vende más barato y vender al que compre más caro. Con todo, la “retórica interesada” ha dado lugar a una asombrosa proliferación de restricciones sobre lo que podemos comprar y vender, a quiénes podemos comprar y a quiénes podemos vender y en qué condiciones, a quiénes podemos dar empleo y para quiénes podemos trabajar, dónde podemos residir, y qué podemos comer y beber.

Adam Smith culpó a la “retórica interesada de comerciantes y de industriales” Quizá fueran ellos sin duda los principales culpables en su época. En la actualidad tienen mucha compañía. En realidad, difícilmente alguno de nosotros escapa a la “retórica interesada”. Según la inmortal frase de Pogo, el personaje de tebeo, “hemos descubierto al enemigo y ése somos nosotros”. Luchamos contra los “intereses especiales”, salvo cuando resulta que el “interés especial” somos nosotros mismos. cualquiera de nosotros sabe lo que es bueno para él lo es para el país, por lo que nuestro “interés especial” es diferente. El resultado final es un laberinto de restricciones y más restricciones que hacer que la mayoría de nosotros seamos más pobres de lo que seríamos si se eliminasen todas. Perdemos mucho más a consecuencia de las medidas que benefician a otros “intereses especiales” de lo que ganamos gracias a las medidas que benefician nuestro “interés especial”.

El ejemplo más claro se halla en el comercio internacional. Las ganancias que obtienen algunos productores gracias a los aranceles y otras restricciones quedan compensadas con creces por las pérdidas que sufren otros productores y especialmente los consumidores en su conjunto. La libertad de comercio no sólo procuraría nuestro bienestar general, sino que también promovería la paz y la armonía entre las naciones y estimularía la competencia interna.

Los controles sobre el comercio exterior se extienden al comercio interior. Se entrelazan con todos los aspectos de la actividad económica. Estos controles han sido defendidos a menudo, en particular por los países menos desarrollados, por considerarlos muy importantes para la consecución de su desarrollo y progreso. Una comparación de la experiencia del Japón tras la Restauración Meiji en 1867 y la de la India tras su independencia en 1947, sirve para contrastar esta opinión. Dicha comparación indica, al igual que otro ejemplos, que la libertad de comercio interior y exterior es el mejor medio que tiene un país pobre para promover el bienestar de sus ciudadanos.

Los controles económicos que han proliferado en los Estados Unidos durante las pasadas décadas no sólo han restringido la libertad para utilizar nuestros recursos económicos, sino que también han afectado la libertad de expresión, de prensa y de culto.

Comercio internacional

Se suele afirmar que la mala política económica refleja el desacuerdo entre los expertos; que si todos los economistas fuesen la misma opinión, la política económica sería buena. Los economistas discrepan entre sí con frecuencia, pero no con respecto al comercio internacional. En todo momento, desde los tiempos de Adam Smith, ha habido una virtual unanimidad entre los economistas, cualquiera que fuese su posición ideológica en otros aspectos, sobre la afirmación de que la libertad de comercio internacional redunda en beneficio de los países comerciales y del mundo. Pese a esto, los aranceles han constituido la regla. Las únicas excepciones de importancia son casi un siglo de libertad de comercio en Gran Bretaña después de la abrogación de las Leyes de Cereales en 1846, los treinta años de libertad de comercio en Japón tras la Restauración Meiji, y la actual libertad de comercio en Hong Kong. Los Estados Unidos aplicaron aranceles a lo largo de todo el siglo XIX, que incluso fueron incrementado en el siglo XX, sobre todo en virtud de la ley arancelaria de Smoot-Hawley de 1930, considerada por algunos entendido como responsable en parte de la dureza de la depresión en los años siguientes. Desde entonces, los aranceles han disminuido gracias a varios convenios internacionales, pero siguen siendo elevados, probablemente más que en el siglo XIX, si bien los profundos cambios experimentados por los productos objeto de comercio internacional hacen imposible una comparación exacta.

Hoy en día, como siempre, se apoya mucho la existencia de aranceles, denominados eufemísticamente “protección”, un buen nombre para una mala causa. Los productores de acero y los sindicatos metalúrgicos presionan para que se apliquen restricciones a las importaciones de acero procedentes del Japón. Los fabricantes de televisores y sus obreros propugnan la adopción de “acuerdos voluntarios” para limitar las importaciones de esos aparatos y sus componentes procedentes del Japón, Taiwan y Hong Kong. Fabricantes de tejidos y calzados, ganaderos, productores de azúcar y muchos otros se quejan de la competencia “desleal” que les hace el extranjero y exigen que el gobierno haga algo para “protegerles”. Como es lógico, ningún grupo se queja basándose únicamente en su interés particular. Todos los grupos hablan del “interés general”, de la necesidad de preservar los puestos de trabajo o de promover la seguridad nacional. La necesidad de reforzar el dólar con respecto al marco o al yen se ha añadido recientemente a las alegaciones tradicionales en favor de la aplicación de restricciones a las importaciones.

Las razones económicas para la libertad de comercio

Una voz que casi nunca se ha hecho oír es la de los consumidores. Los denominados grupos de defensa y protección del consumidor han proliferado en los últimos años. Pero se buscaría en vano en los periódicos o en las actas de las Comisiones del Congreso, para hallar alguna indicación de que lanzasen un ataque concentrado sobre los aranceles u otras restricciones a las importaciones, pese a que los consumidores son las víctimas principales de tales medidas. Los sedicentes abogados del consumidor se interesan por otras cosas.

La voz del consumidor individual se pierde en la cacofonía de la “retórica interesada de comerciantes y de industriales” y de sus empleados. Como resultado de ello, se produce una grave distorsión del problema. Por ejemplo, los partidarios de los aranceles consideran indiscutible que la creación de puestos de trabajo es, de por si, un objetivo deseable, independientemente de en qué se ocupen las personas empleadas. Se trata de una clara equivocación. Si lo que queremos son puestos de trabajo, podemos crear los que queremos: por ejemplo, hacer que la gente cave hoyos y que luego los vuelva a llenar, o que efectúe otras tareas inútiles. A veces, el trabajo queda compensado por las satisfacciones que produce. Casi siempre, empero, es el precio que pagamos por conseguir las cosas que deseamos. Nuestro verdadero objetivo no estriba sólo en los puestos de trabajo, sino en los puestos de trabajo productivos, que se traducen en forma de más bienes y servicios para consumir.

Otra falacia rara vez puesta en tela de juicio es que las exportaciones son buenas y que las importaciones son malas. Sin embargo, la verdad se revela muy diferente. No podemos comer, vestir o gozar de los bienes que enviamos al extranjero. Comemos plátanos procedentes de América Central, calzamos zapatos italianos, conducimos automóviles alemanes, y disfrutamos de programas a través de televisores japoneses. Nuestra ganancia a causa del comercio exterior estriba en lo que importamos. Las exportaciones constituyen el precio que pagamos para obtener las importaciones. Como ya dijo claramente Adam Smith, los ciudadanos de un país se benefician de la obtención de un volumen de importaciones lo mayor posible a cambio de sus exportaciones o, lo que viene a ser los mismo, de exportar lo menos posible para pagar sus importaciones.

La engañosa terminología que empleamos refleja estas ideas erróneas. Protección significa en realidad explotación del consumidor. Una balanza comercial favorable significa en realidad exportar más de lo que importamos, enviando al exterior mercancías por un valor total que supera el de las mercancía que nos llegan del extranjero. En las cuentas de su casa, usted preferiría seguramente pagar menos par obtener más, y no al revés; sin embargo, eso sería calificado de balanza de pagos desfavorable en el comercio exterior.

El argumento favorable a los aranceles que ha tenido mayor repercusión entre el público en general es la supuesta necesidad de proteger el elevado nivel de vida de los trabajadores norteamericanos contra la competencia “desleal” de los trabajadores del Japón, Corea o Hong Kong, que están dispuestos a trabajar a cambio de un salario mucho más bajo.. ¿Qué hay de falso en este argumento? ¿Acaso no queremos proteger el elevado nivel de nuestro pueblo?

La falacia de este argumento reside en el inexacto uso de los calificativos “elevados” y “bajo” aplicados al salario. ¿Qué significan salarios elevados y bajos? Los trabajadores norteamericanos son pagados con dólares; los trabajadores japoneses, con yens. ¿Cómo comparamos salarios expresados en dólares con salarios expresados en yens? ¿Cuántos yens equivalen a un dólar? ¿Qué determina este tipo de cambio?

Tomemos un caso extremo. Supongamos que, para empezar, 360 yens equivalen a un dólar. A este tipo de cambio, vigente durante varios años, suponga usted que los japoneses pueden producir y vender todo por menos dólares de lo que podemos hacerlo en los Estados Unidos: televisores, automóviles, acero e incluso brotes de soja, trigo, leche y helados. Si tuviésemos libertad de comercio internacional, trataríamos de adquirir todas nuestras mercancías en el Japón. Esto parecería confirmar los temores de quienes defienden los aranceles: nos veríamos inundados de mercancías japonesas y no podríamos vender nada en contrapartida.

Antes de que levanten sus manos horrorizados, prosigan con su análisis. ¿Cómo pagaríamos a los japoneses? ¿Les ofreceríamos dólares en billetes? ¿Qué harían con ellos? Hemos partido de que al cambio de 360 yens por un dólar todo es más barato en el Japón, por lo que en el mercado norteamericano no habría nada que quisiesen comprar. Si los exportadores japoneses desearan quemar o enterrar los billetes, sería fantástico para nosotros. Obtendríamos toda clase de mercancías a cambio de trozos de papel verde que podemos producir en gran abundancia y a bajo costo. Dispondríamos de la industria exportadora más maravillosa que se pudiese concebir.

Naturalmente, los japoneses no nos venderían mercancías útiles con el fin de obtener inútiles trozos de papel para quemarlo o enterrarlos. Al igual que nosotros, quieren tener algo real a cambio de su trabajo. Si todas las mercancías fuesen más baratas en el Japón que en los Estados Unidos al cambio de 360 yens por un dólar, los exportadores tratarían de desembarazarse de sus dólares, procurarían venderlos al cambio de 360 yens por un dólar al objeto de comprar las mercancías japonesas más baratas. Pero ¿quién querría comprar los dólares? Lo que es cierto para el exportador japonés lo es también para todos los habitantes del Japón. Nadie desearía dar 360 yens a cambio de un dólar si con 360 yens se pudiesen comprar más cosas en el Japón que con un dólar en los Estados Unidos. Los exportadores, al descubrir que nadie querría comprar sus dólares a 360 yens, estarían dispuestos a cobrar menos yens por un dólar. El precio de un dólar expresado en yens disminuiría: 300 yen por un dólar, 250 yens o 200 yens. Enfoque las cosas al revés: necesitarían un número creciente de dólares para adquirir un número dado de yens japoneses. Las mercancías japonesas expresan su precio en yens, con lo que su precio en dólares aumentaría. A la inversa, las mercancías estadounidenses expresan su precio en dólares, por lo que cuantos más dólares obtuviesen los japoneses por un número dado de yens, más baratas resultarían las mercancías estadounidenses para los japoneses dispuestos a pagar en yens.

El precio del dólar expresado en yens disminuiría hasta que el promedio del valor en dólares de las mercancías que los japoneses comprasen a los Estados Unidos fuese más o menos igual al valor en dólares de las mercancías que los Estados Unidos comprasen al Japón. A este precio, todo el que quisiese comprar yens con dólares encontraría a alguien que estaría dispuesto a venderle yens a cambio de dólares.

La situación real, como es natural, se presenta más complicada que en este ejemplo hipotético. Varias naciones comercian entre sí, y solamente los Estados Unidos y el Japón, y el comercio suele seguir caminos indirectos. Los japoneses pueden gastar en el Brasil una parte de los dólares que ganan; a su vez los brasileños pueden gastar dichos dólares en Alemania, y los alemanes pueden hacerlo en los Estados Unidos, y así sucesivamente hasta una complejidad interminable. No obstante, el principio es el mismo. En cualquier país la gente quiere dólares sobre todo para comprarse artículos útiles, no para amontonar ese dinero o quemarlo.

Otra complicación reside en que los dólares y los yens no solo se utilizan para comprar bienes y servicios en otros países, sino también para invertir y hacer donaciones. A lo largo del siglo XIX los Estados Unidos tuvieron casi cada año una balanza de pagos deficitaria, una balanza comercial “desfavorable” que era buena para todos. Los extranjeros deseaban invertir capital en los Estados Unidos. Los británicos, por ejemplo, producían mercancías y nos enviaban a cambio de trozos de papel: no billete de dólar, sino obligaciones, con la promesa de pagar más adelante una suma de dinero más los intereses. Los británicos deseaban enviarnos sus mercancías porque consideraban que esas obligaciones constituían una buena inversión. En general, estaban en lo cierto. Obtenían mayores ganancias por sus ahorros de las que podían lograr de cualquier otra manera. En cuanto a nosotros, nos beneficiamos de inversiones extranjeras que nos permitían desarrollarnos con mayor rapidez que si nos hubiésemos visto obligados a contar únicamente con nuestros propios ahorros.

En el siglo XX la situación se invirtió. Los ciudadanos estadounidenses se percataron de que podían obtener mayores ganancias invirtiendo su capital en el extranjero, que haciéndolo en su país. Consecuentemente, los Estados unidos enviaron al exterior mercancías a cambio de compromisos de deuda, como bonos. Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno norteamericano concedió préstamos al extranjero en el marco del Plan Marshall y otros programas de ayuda exterior. Enviamos bienes y servicios al extranjero como expresión de nuestra creencia de que con ello contribuíamos a un mundo más pacífico. Estas ayudas gubernamentales complementaban donaciones privadas de grupos caritativos, iglesias que pagaban a misioneros, personas que contribuían a la ayuda de parientes extranjeros, y así sucesivamente.

Ninguna de estas complicaciones altera la conclusión sugerida por el caso extremo que hemos imaginado. En el mundo real, al igual que en el mundo hipotético, no puede haber problema de balanza de pagos mientras el precio del dólar expresado en yens, en marcos o en francos, se determine en un mercado libre mediante transacciones voluntarias. Es sencillamente falso que los trabajadores norteamericanos que disfrutan de elevados salarios estén, como grupo amenazados por la competencia “desleal” de trabajadores extranjeros que perciben salarios bajos. Como es lógico, determinados trabajadores pueden verse perjudicados si aparece en el extranjero un producto nuevo o mejorado, o si los fabricantes extranjeros consiguen producirlo con menor costo. Pero esto no difiere de los efectos que se ejercen sobre un determinado grupo de trabajadores si otras firmas norteamericanas desarrollan nuevos productos, los mejoran o descubren la manera de producirlos más baratos. Esto es sencillamente competencia de mercado en la práctica, la principal causa del elevado nivel de vida del trabajador norteamericano. Si queremos beneficiarnos de un sistema económico vivo, dinámico e innovador, debemos aceptar la necesidad de la movilidad y de la transformación. Puede ser aconsejable facilitar dichas transformaciones, y hemos adoptado varias medidas para que así sea, tales como el seguro de desempleo, pero debemos tratar de alcanzar ese objetivo sin destruir la flexibilidad del sistema, lo que habría sido matar a la gallina de los huevos de oro. En cualquier caso, todo lo que hiciésemos debería ser imparcial con respecto al comercio exterior e interior.

¿Que determina los artículos que nos interesa importar y exportar? Un trabajador estadounidense es en la actualidad más productivo que un trabajador japonés. Es difícil precisar en qué grado, pues las estimaciones difieren. Pero supongamos que es una vez y media más productiva. En ese caso, los salarios de los estadounidenses podrán comprar por término medio una vez y media más cosas que los salarios de los trabajadores japoneses. Es antieconómico utilizar a trabajadores norteamericanos en algo en que sean menos de una vez y media más eficientes que sus colegas japoneses. En la jerga económica acuñada hace más de 150 años, se le llama a eso principio de la ventaja comparativa. Aunque fuésemos más eficientes que los japoneses en la producción de todo, no nos interesaría producirlo todo. Deberíamos concentrarnos en las cosas que hiciésemos mejor, aquellas en que nuestra superioridad no ofreciera dudas.

Un ejemplo: ¿acaso un abogado que escribiese a máquina dos veces más de prisa que su secretaría debería despedirla y escribir a máquina él mismo? Si el abogado es dos veces mejor mecanógrafo que su secretaria pero cinco veces mejor abogado que ella, tanto él como su secretaria hacen bien practicando él la abogacía y escribiendo ella a máquina.

Se dice que otra fuente de “competencia desleal” son las subvenciones que los gobiernos extranjeros conceden a sus industriales, lo cual les permite vender en los Estados Unidos por debajo de su costo. Suponga que un gobierno extranjero concede dichas subvenciones, como sin duda hacen algunos. ¿Quién resulta perjudicado y quién se beneficia? Para pagar las subvenciones el gobierno extranjero debe gravar con impuestos a sus ciudadanos. Estos son los que pagan las subvenciones, de las que se benefician los consumidores estadounidenses. Pueden comprar más barato lo receptores de televisión, los automóviles o todo lo que está subvencionado. ¿Deberíamos quejarnos contra este programa de ayuda extranjera? ¿Fue acaso un gesto de nobleza por parte de los Estados Unidos enviar mercancías y servicios como donaciones a otros países en el marco del Plan Marshall y, posteriormente, conceder ayuda al extranjero, y es en cambio un gesto vil el de esos países que nos conceden donaciones bajo la forma indirecta de bienes y servicios que nos venden a precio inferior a su costo? Los súbditos de los gobiernos extranjeros tienen motivos de sobra para quejarse. Deben soportar un nivel de vida más bajo en beneficio de los consumidores estadounidenses y de algunos conciudadanos suyos que poseen las industrias subvencionadas o trabajan en ellas. No cabe duda de que, si dichas subvenciones se conceden de forma repentina o irregular, la medida afectará negativamente a los propietarios y trabajadores estadounidenses de las industrias que produzcan los mismos artículos. Sin embargo, éste es uno de los riesgos ordinarios que corre el que está metido en negocios. Las empresas nunca se quejan de los acontecimientos insólitos o accidentales que les procuran ganancias inesperadas. El sistema de libertad de empresa es un sistema de beneficios y de pérdidas. Tal como ya hemos indicado, cualquier medida tendente a facilitar la adaptación a los cambios repentinos se debería aplicar de forma imparcial al comercio interior y exterior.

En cualquier caso, es probable que las perturbaciones sea temporales. Suponga que, por el motivo que sea, el Japón decidiese subvencionar fuertemente el acero. Si no se adoptasen nuevos aranceles o cupos, las importaciones de acero en los Estados Unidos aumentarían vigorosamente. Esto provocaría la caída del precio del acero en los Estados Unidos y los acereros norteamericanos pararían la producción del mismo, con lo cual se produciría desempleo en el sector. Por otra parte, los productos hechos con acero se podrían adquirir a precio más barato. Los compradores de dichos artículos dispondrían de dinero sobrante para gastar en otras cosas. La demanda de otros artículos aumentaría, como también el número de trabajadores empleados en las empresas que los fabricasen. Naturalmente, requeriría tiempo absorber a los trabajadores del acero que se habrían quedado sin empleo. No obstante, en compensación, trabajadores de otros sectores que estaban parados dispondrían ahora de puestos de trabajo. No tendrá por qué haber una pérdida neta de empleo, y se produciría un aumento de la producción porque los obreros que ya no hiciesen falta para producir acero estarían disponibles para producir cualquier otra cosa.

La misma falacia de mirar sólo un aspecto de la cuestión se presenta cuando se solicitan aranceles con la finalidad de crear puestos de trabajo. Se dice que, si se aplican aranceles a las importaciones textiles, se fomentará la producción y el empleo en la industria textil nacional. Sin embargo, los fabricantes extranjeros que no pueden vender ya sus tejidos en los Estados Unidos ganan menos dólares y dispondrán de menos dinero para gastar en los Estados Unidos. Las exportaciones disminuirán para equilibrar la disminución en las importaciones. El nivel de empleo aumentará en la industrial textil y disminuirá en las industrias exportadoras. Y el traslado de empleo a actividades menos productivas reducirá la producción total.

El argumento de seguridad nacional de que una próspera industria nacional de producción de acero, por ejemplo, es necesaria para la defensa, no se apoya en bases más sólidas. Las necesidades de la defensa nacional sólo representan una pequeña fracción del volumen total de acero empleado en los Estados Unidos. Y no es probable que la libertad total en el comercio del acero acabase con la industria acerera estadounidense. Las ventajas de estar cerca de las fuentes de suministro y de combustible, y la proximidad del mercado garantizarían la existencia de una industria acerera nacional garantizarían la existencia de una industria acerera nacional relativamente grande. De hecho, la necesidad de hacer frente a la competencia exterior, en lugar de buscar refugio tras las barreras proteccionistas gubernamentales, habría podido dar perfectamente lugar a una industria del acero más fuerte y más eficaz que la actual.

Suponga que ocurriese lo improbable. Suponga que se revelase más barato comprar todo nuestro acero en el extranjero. Hay otras formas de garantizar la seguridad nacional. Podríamos constituir un stock de acero. Esto es fácil, puesto que el acero ocupa relativamente poco espacio y no es un bien perecedero. Podríamos mantener alguna acererías en reserva, del modo que mantenemos barcos, que entrarían en producción en caso de necesidad. Sin duda hay aún otras alternativas. Antes de que una compañía acerera decida la construcción de una nueva planta de producción, investiga las alternativas posibles y los emplazamientos adecuados, al objeto de elegir el más eficaz y económico. Con todo, en sus solicitudes de subvención alegando pretextos de seguridad nacional, la industria del acero jamás ha presentado presupuestos para formas alternativas de garantizar la seguridad nacional. Mientras no lo haga, podemos estar seguros de que el argumento de seguridad nacional es una manifestación del interés particular de la industria, no una razón válida para las subvenciones.

No cabe duda que los ejecutivos de la industria acerera y los dirigentes de los sindicatos metalúrgicos son sinceros cuando alegan argumentos de seguridad nacional. La sinceridad es una virtud cuyo valor se exagera. Todos somos capaces de persuadirnos de que lo que es bueno para nosotros lo es para el país. No deberíamos quejarnos de que los productores de acero esgriman dichos argumentos, sino por dejarnos convencer.

¿Qué ocurre con el argumento de que debemos defender el dólar y evitar que pierda valor frente a otras monedas (el yen japonés, el marco alemán o el franco suizo)? Se trata de un problema completamente artificial. Si los tipos de cambio de las monedas se establecen en un mercado libre, quedarán fijados al nivel que determine el mercado. El precio resultante del dólar expresado en yens, por ejemplo, puede situarse provisionalmente por debajo del nivel justificado por el costo respectivo en dólares y en yens de las mercancías norteamericanas y japonesas. Si es así, se dará a las personas involucradas en esta situación en incentivo para adquirir dólares y conservarlos durante un tiempo con el fin de realizar un beneficio cuando el precio suba. Al disminuir el precio de yens de las exportaciones norteamericanas al Japón, se estimularán dichas exportaciones; al aumentar el precio en dólares de las mercancías japonesas se desalentarán las importaciones procedentes del Japón. Estos fenómenos harán aumentar la demanda de dólares corrigiendo de ese modo su bajo precio inicial. El precio del dólar, si se determina libremente, cumple la misma función que todos los demás precios: transmite información y procura un incentivo para actuar con arreglo a la misma, porque afecta las rentas que perciben los que participan en el mercado.

Entonces, ¿a qué viene tanto furor a causa de la “debilidad” del dólar? ¿Por qué se suceden las crisis del comercio internacional? La razón inmediata es que los tipos de cambio internacional no los ha fijado un mercado libres. Las autoridades de los bancos centrales intervienen en gran escala con la finalidad de influir en la cotización de sus monedas. Al hacerlo pierden enormes sumas de dinero de sus ciudadanos (para los Estados Unidos, cerca de dos mil millones de dólares desde 1973 hasta principios de 1979), y lo que es más importante, impiden que este grupo de precios realice la función que le es propia. No logran en cambio impedir que las fuerzas económicas básicas hagan sentir finalmente sus efectos sobre los tipos de cambio, pero son capaces de mantener tipos de cambio artificiales durante largos intervalos. El efecto ha consistido en impedir su gradual ajuste a las fuerzas subyacentes. Las pequeñas perturbaciones se han sumado a las grandes, dando lugar a una importante “crisis> de los cambios internacionales.

¿Por qué intervienen los gobiernos en los mercados de cambios internacionales? Porque los tipos de cambio exteriores reflejan las políticas económicas interiores. El dólar estadounidense se ha mostrado débil en comparación con el yen japonés, el marco alemán y el franco suizo, principalmente debido a que la inflación ha sido mucho mayor en los Estados Unidos que en dichos países. Inflación significa que el dólar tenía un poder adquisitivo cada vez menor en el mercado interior. ¿Deberíamos sorprendernos de que su poder adquisitivo se reduzca también en el exterior? ¿O de que los japoneses, alemanes o suizos se nieguen a intercambiar la misma cantidad de su moneda nacional por un dólar? Pero los gobiernos, como todos nosotros, tratan por todos los medios de ocultar o compensar las consecuencias indeseables de su propia política. Un gobierno que provoca inflación se ve conducido a tratar de manipular el tipo de cambio exterior. Si fracasa, culpa de la inflación interna a la baja experimentada por el tipo de cambio exterior, en vez de reconocer que causa y efecto siguen el camino inverso.

En todo la voluminosa literatura escrita durante los últimos siglos sobre la libertad de comercio y proteccionismo, sólo se exponen tres argumentos en favor de los aranceles que, en principio, pueden tener cierta validez.

El primero es el argumento de seguridad nacional ya mencionado. Aunque este argumento suele ser con mucha frecuencia más una manifestación en favor de aranceles particulares que una razón válida para los mismos, no se puede negar que a veces puede justificar el mantenimiento de medios de producción antieconómicos. Para profundizar este reconocimiento de posibilidad y establecer que en un caso específico un arancel u otra restricción comercial se justifican en aras de la seguridad nacional, sería necesario comparar el costo de consecución del objetivo de seguridad específico que distintas políticas alternativas y presentar argumentos que mostrasen claramente que el arancel es la alternativa menos costosa. Estas evaluaciones rara vez se dan en la práctica.

El segundo es el argumento de “industria naciente” esgrimido, entre otros autores, por Alexander Hamilton en su Report on Manufactures. Se denomina así la actividad potencial que, una vez establecida y apoyada durante sus crisis de crecimiento, es capaz de competir en igualdad de condiciones en el mercado mundial. Se dice que en arancel provisional se justifica el objeto de proteger a la industria potencial durante su infancia y permitirle crecer hasta alcanzar su madurez, momento en que es capaz de desenvolverse por sí sola. Aunque la industria pudiese competir con éxito una vez enraizada, esto no justificaría un arancel inicial. Sólo es útil para los consumidores subvencionar la industria inicialmente -lo cual es lo que en realidad hacen exigiendo un arancel- si luego pueden volver a recibir como mínimo el importe de dicha subvención de alguna otra manera, a través de precios futuros más bajos que el precio mundial, o por medio de otras ventajas que les procure el hecho de tener esa industria. Pero, en este caso, ¿se necesita una subvención? ¿No compensará entonces a los distintos inversores en al industria soportar las pérdidas iniciales mientras esperan hallarse en condiciones de recuperarlas más tarde ¿Después de todo, la mayoría de las empresas sufren pérdidas en los primeros años, mientras se están estableciendo. Esto es cierto tanto si las empresas se crean en un sector nuevo como en uno tradicional. Puede que exista alguna razón concreta por la que los participantes originales no puedan recuperar sus pérdidas iniciales, aún siendo útil para la comunidad en general efectuar la inversión inicial. Pero la carga de la prueba recae sobre quienes alegan esto.

El argumento de la industria naciente es una cortina de humo. Este tipo de industrias nunca se desarrollan. Una vez establecidos, los aranceles son rara vez eliminados. Además, el argumento casi nunca se utiliza en nombre de verdaderas industrias nacientes aún no establecidas de las que hubiese motivos para pensar que, sí se estableciesen, podrían sobrevivir recibiendo una protección provisional. Estas empresas no tienen propagandistas. El argumento citado se emplea para justificar aranceles en favor de industrias más bien veteranas que pueden ejercer presiones políticas.

El tercer argumento en favor de los aranceles que no se pude dejar de lado es el denominado “de la explotación”, que justifica la protección contra posturas de fuerza. Un país productor importante de algo, o que se pueda unir a otros pocos productores que controlen una gran parte de la producción, está en condiciones de aprovecharse de su posición de monopolio aumentando el precio del producto (la OPEP es el ejemplo actual más claro). En vez de aumentar directamente el precio, el país puede hacerlo indirectamente imponiendo una tasa a la exportación del producto (gravamen a la exportación). El beneficio para sí mismo será inferior al costo para los demás, pero puede haber una ganancia desde el punto de vista nacional. De forma parecida, un país que sea el principal comprador de un producto -en términos económicos, un monopsonio- puede beneficiarse entablando duras negociaciones con los vendedores e imponiéndoles un precio excesivamente bajo. Un modo de hacerlo es aplicar un arancel a la importación del producto. La ganancia neta para el vendedor es el precio menos el arancel, razón por la cual esto puede equivaler a comprar a precio inferior. En este caso, el arancel es satisfecho por los extranjeros (podemos pensar en ejemplos imaginarios). En la práctica, esta medida nacionalista tiene grandes probabilidades de suscita represalias en otros países. Además, como en el caso del argumento de la industria naciente, las presiones políticas reales tienden a establecer estructuras arancelarias que en realidad no sacan partido de ninguna posición de monopolio o de monopsonio.

Un cuarto argumento, que ya fue esgrimido por Alexander Hamilton y que se sigue repitiendo en la actualidad, es que la libertad de comercio estaría muy bien si la practicasen todos los países, pero como no lo hacen, los Estados Unidos no pueden implantarla por su cuenta. Este argumento no tiene validez en ningún caso, ni a nivel de principios ni a nivel práctico. Otros países que imponen restricciones al comercio internacional nos perjudican, pero también se perjudican a sí mismos. Aparte de los tres casos ya mencionados, si por nuestra parte imponemos restricciones, lo único que conseguimos en contribuir a nuestro perjuicio perjudicando asimismo a los demás. ¡Difícilmente cabe mayor sadismo y masoquismo en la sensible política económica internacional! Lejos de suscitar una reducción de las restricciones aplicadas por los demás países, esta clase de actos de represalia lo único que hacen es provocar más restricciones indiscriminadamente.

Somos una gran nación, los líderes del mundo libre. Mal podemos permitirnos exigir a Hong Kong y Taiwan la imposición de cupos a la exportación textiles para “proteger” nuestra industria textil a expensas de los consumidores norteamericanos y de los trabajadores chinos de Hong Kong y Taiwan. Hablamos entusiásticamente de las virtudes de la libertad de comercio, mientras utilizamos nuestro poder político y económico para inducir al Japón a que reduzca sus exportaciones de acero y de televisores. Deberíamos adoptar unilateralmente la libertad de comercio, no de forma instantánea, sino a lo largo de un período de, pongamos por caso, cinco años, a un ritmo anunciado de antemano.

Pocas medidas que pudiésemos tomar lograrían hacer más para promover la causa de la libertad en nuestro país y en el exterior, que la libertad total de comercio. En lugar de conceder subvenciones a los gobiernos extranjeros en nombre de la ayuda económica -promoviendo con ello el socialismo-, imponiendo al mismo tiempo restricciones a los artículos que producen -entorpeciendo con ello la libertad de comercio-, podríamos adoptar una postura sólida y basada en principios. Podríamos decir al resto del mundo: creemos en la libertad y tratamos de ponerla en práctica. No podemos forzarles a que sean libres, pero sí ofrecerles nuestra total cooperación en igualdad de condiciones. Nuestro mercado les está abierto sin aranceles u otras restricciones. Vendan en él lo que puedan y quieran. Comprenden lo que puedan y quieran. De esta manera, la cooperación entre individuos podrá hacerse a escala mundial y libremente.

Las razones políticas para la libertad de comercio

La interdependencia es una característica omnipresente en el mundo moderno: en la propia esfera económica, entre un grupo de precios y otro, entre una industria y otra, entre un país y otro: en la sociedad en general entre la actividad económica y las actividades culturales, sociales y asistenciales; en la organización de la sociedad, entre la disposiciones económicas y las políticas, entre la libertad económica y la libertad política.

También en la esfera económica, las disposiciones económicas se entrelazan con las políticas. La libertad de comercio internacional favorece las relaciones armoniosas entre naciones de distintas culturas e instituciones, de igual modo que la libertad de comercio interior favorece las relaciones armoniosas entre individuos de distintas creencias, actitudes e intereses.

En un mundo que practique a libertad de comercio, como en una economía libre en cualquier país, se efectúan transacciones entre entidades privadas: individuos, empresas comerciales, instituciones benéficas. Las condiciones en que se realiza cualquier transacción son aceptadas por todas las partes que intervienen en la misma. La transacción no se producirá mientras las partes no crean que van a resultar beneficiadas con su realización. Como consecuencia de ello, los intereses de las diversas partes se armonizan. La cooperación, y no el conflicto, es la regla.

Cuando intervienen los gobiernos, la situación es muy distinta. Dentro de un país, las empresas buscan la concesión de subvenciones por parte de su gobierno, ya se directamente o bien en forma de aranceles u otras restricciones al comercio. Tratarán de escapar a las presiones económicas de los competidores que amenazan su capacidad de obtención de beneficios, o su misma existencia, recurriendo a la adopción de presiones políticas que impongan costes a los demás. La intervención de un gobierno en favor de las empresas de su país hace que las empresas de los demás países busquen la ayuda de sus propios gobiernos para contrarrestar las medidas tomadas por aquel gobierno. Las disputas privadas generan las disputas entre gobiernos. Cualquier negociación comercial se convierte en una cuestión política. Altos funcionarios del gobierno asisten en todo el mundo a conferencias comerciales. Las fricciones se multiplican. Varios ciudadanos de todos los países resultan insatisfechos al final de las negociaciones y terminan creyendo que han sido los que se han llevado la peor parte. El conflicto, y no la cooperación, es la regla.

Los cien años que van desde la batalla de Waterloo hasta la Primera Guerra Mundial ofrecen un notable ejemplo de los beneficiosos efectos del librecambismo sobre las relaciones entre las naciones. Gran Bretaña era la primera nación del mundo, y en el transcurso de dicho siglo desarrolló una libertad de comercio completa. Otras naciones, especialmente las occidentales, entre las que se encontraban los Estados Unidos, adoptaron una política económica similar, si bien en forma menos decidida. En lo esencial, la gente era libre de comprar y vender mercancías de quien y a quien quisiese dondequiera que viviese, tanto si habitaba el mismo o distinto país, y en las condiciones que acordaban mutuamente. Aún hay algo que nos puede sorprender más en la actualidad, y es que la gente era libre de viajar por toda Europa y por gran parte del mundo sin pasaporte y sin demasiadas inspecciones de aduana. Tenía libertad para emigrar y podía entrar y hacerse residente y ciudadana en casi todos los países, especialmente en los Estados Unidos.

Como consecuencia de ello, el siglo que va de Waterloo a la Primera Guerra Mundial fue uno de los más pacíficos de la historia humana entre las naciones occidentales, y se vio sacudido únicamente por algunas guerras secundarias: la de Crimea y las franco-prusianas fueron las más destacadas, y, naturalmente, una importante contienda civil en los Estados Unidos, consecuencia de la cuestión capital de la esclavitud, que había apartado al país de la libertad política y económica.

En el mundo moderno, los aranceles y restricciones similares al comercio han sido una fuente de fricciones entre los países. Pero una fuente mucho mayor de perturbaciones ha sido el trascendental intervencionismo en la economía de estados tan colectivistas como la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y la España de Franco, y especialmente en los países comunistas, desde Rusia y sus satélites hasta China. Los aranceles y las restricciones similares perturban las señales trasmitidas por el sistema de precios, pero al menos da libertad a los individuos para responder a dichas señales perturbadas. Los países colectivistas han introducido elementos autoritarios de mucho mayor alcance.

Las transiciones completamente privadas son imposibles entre ciudadanos de una economía predominantemente de mercado y de un Estado colectivista. Una parte está representada necesariamente por funcionarios gubernamentales. Las consideraciones políticas son ineludibles, pero las fricciones se minimizarían si los gobiernos de las economías de mercado diesen a sus ciudadanos la máxima libertad posible de acción para hacer sus propios negocios con los gobiernos colectivistas. Tratando de emplear el comercio como arma política, o las medidas políticas como un medio para incrementar el comercio con los países colectivistas, sólo se consigue empeorar las inevitables fricciones políticas.

Libertad de comercio internacional y competencia interior

El grado de competencia en un país está íntimamente relacionado con las disposiciones comerciales internacionales. La protesta pública contra los “trusts” y los “monopolios” a finales del siglo pasado, provocó la creación de la Interstate Commerce Commission (Comisión de Comercio Interestatal) y la promulgación de la Ley Sherman Anti-Trust, completada posteriormente con otras disposiciones legales encaminadas a promover la competencia. Estas medidas han tenido efectos muy ambiguos. En algunos aspectos, han incrementado la competencia, pero en otros han tenido efectos negativos.

Aunque semejantes medidas respondiesen a las esperanzas de los que las patrocinaron, no se podía hacer tanto para asegurar la competencia efectiva como con la eliminación de todas las barreras al comercio internacional. La existencia de sólo tres fabricantes importantes de automóviles en los Estados Unidos. -uno de los cuales al borde de la bancarrota- constituye una amenaza de precios monopolísticos. Pero déjese a los fabricantes de automóviles del mundo competir con General Motors, Ford y Chrysler para hacerse con la clientela norteamericana, y el espectro de los precios monopolísticos se esfumará.

Eso ocurre en todas las actividades. Pocas veces se puede establecer un monopolio en un país que no practique la ayuda gubernamental a las claras o encubiertamente, en forma de un arancel o de otro dispositivo. Lo que resulta casi imposible a escala mundial. El monopolio en diamantes de De Beers es el único que conocemos que parece haberlo conseguido. No tenemos noticia de ningún otro caso de monopolio que haya logrado existir durante largo tiempo sin la ayuda de los gobiernos: la OPEP y las primeras agrupaciones de empresas dedicadas a la explotación del caucho y del café ofrecen, sin duda, los ejemplos más notorios. Y la mayoría de estas agrupaciones patrocinadas por los gobiernos no duraron demasiado. Se deshicieron bajo la presión de la competencia internacional, suerte que creemos espera también a la OPEP. En un mundo de libre comercio, los cártels internacionales desaparecerían incluso más de prisa. Aun en un mundo de restricciones comerciales, los Estados Unidos, mediante el libre comercio, unilateral si fuera necesario, podrían llegar a la práctica eliminación de cualquier peligro significativo de monopolios internos.

Planificación económica central

Viajando por países subdesarrollados, nos hemos sentido una y otra vez profundamente impresionados por el asombroso contraste entre las ideas que sobre la realidad sostienen los intelectuales de estos países y muchos especialistas occidentales, por una parte, y los hechos escuetos, por otra.

En todas, partes, aquéllos dan por sentado que el capitalismo de libre empresa y el sistema de mercado son instrumentos para explotar a las masas, mientras que la planificación económica central es la tendencia del futuro que colocará a sus países en la senda del progreso económico rápido. Tardaremos en olvidar la censura que uno de nosotros recibió por parte de un importante empresario hindú, extremadamente culto y muy próspero -físicamente, el “modelo” de la caricatura marxista de un obeso capitalista-, como respuesta a unas observaciones que correctamente interpretó como crítica a la detallada planificación central de la India. Nos dijo en términos precisos que el gobierno de un país pobre como la India simplemente tenía que controlar las importaciones, la producción interna y la asignación de la inversión -y, por deducción, garantizar privilegios especiales en todas estas áreas que son la fuente de su propia prosperidad- a fin de asegurar las prioridades sociales por encima de las demandas egoístas de los individuos. Este empresario estaba expresando, sencillamente, los puntos de vista de los profesores y de otros intelectuales de la India y de otras partes.

La realidad misma es muy diferente. En todos los sitios en que encontramos algún elemento importante de libertad individual, alguna medida de progreso por lo que respecta a las comodidades materiales al alcance de los ciudadano ordinarios, y una esperanza extendida de un mayor progreso en el futuro, descubrimos también que la actividad económica se halla organizada principalmente a través del mercado libre. En todos los sitios en que el estado se encarga de controlar minuciosamente las actividades económicas de sus ciudadanos, es decir, en todos los países en que rige una planificación central pormenorizada, los ciudadanos ordinarios está políticamente encadenados, tienen un nivel de vida bajo y escaso poder para controlar su propio destino. El estado puede prosperar y construir monumentos impresionantes. Las clases privilegiadas pueden gozar de todas las comodidades materiales, pero el común de la población no es más que un instrumento utilizable para conseguir los fines del estado, y no recibe más de lo necesario para mantenerla dócil y razonablemente productiva.

El ejemplo más obvio radica en el contraste entre la Alemania del Este y del Oeste, inicialmente partes de un único país, roto en dos como consecuencia de las vicisitudes de la guerra. Gentes de un mismo origen, con una misma civilización, un mismo nivel de desarrollo técnico y conocimiento, habitan las dos partes. ¿Qué parte ha prosperado? ¿Qué parte debió construir un muro para encerrar a sus habitantes? ¿Qué parte lo protege hoy día con guardias armados, acompañados de perros fieros, campos de minas e instrumentos fruto del ingenio diabólico, a fin de impedir que unos valientes y desesperados ciudadanos, dispuestos a arriesgar sus vidas, intenten abandonar su paraíso comunista por el infierno capitalista al otro lado del mundo?

A un lado de este muro, las calles y las tiendas brillantemente iluminadas son frecuentadas por una población alegre y bulliciosa. Algunos compran productos procedentes de todo el mundo. Otros se dirigen a los numerosos cines o a otros lugares de diversión. Pueden comprar libremente periódicos y revistas que expresen toda la variedad de opiniones. Hablan entre sí o con extranjeros sobre cualquier tema y expresan una amplia variedad de opiniones sin echar una sola mirada hacia atrás por encima del hombro. Una pasarela de menos de cien metros, después de esperar una hora en cola, rellenando formularios y esperando la devolución de los pasaportes, les llevará como nos llevó a nosotros, al otro lado de este muro. Allí, las calles parecen vacías: la ciudad es gris y descolorida; los escaparates de las tiendas están apagados; los edificios, sucios. La destrucción que la guerra provocó no ha sido reparada aún al cabo de más de tres décadas. El único signo de animación o actividad que encontramos durante nuestra breve visita a Berlín Este fue el centro de acogida. Una hora en Berlín Este es suficiente para entender por qué las autoridades levantaron el muro.

Parecía un milagro cuando Alemania Occidental, un país devastado y derrotado, se convirtió en una de las economías más fuertes de Europa en menos de una década. Fue el milagro de un sistema de mercado libre. Ludwig Erhard, un economistas, era el ministro alemán de economía. El domingo 20 de junio de 1948, introdujo una nueva moneda, el marco alemán, y abolió casi todos los controles sobre precios y salarios. Actuó un domingo, le gustaba decir, porque las oficinas de las autoridades de ocupación francesas, americanas e inglesas estaban cerradas. Dada su actitud favorable hacia los controles, estaba seguro de que si hubiera introducido la nueva moneda y abolido los controles cuando las oficinas estaban abiertas, las autoridades de ocupación habrían revocado sus órdenes. Sus medidas operaron como por ensalmo. Al cabo de varios días las tiendas estaban llenas de bienes. Al cabo de varios meses, la economía alemán progresaba a toda velocidad.

Incluso dos países comunistas, Rusia y Yugoslavia, ofrecen un contraste similar aunque menos extremado. Rusia es un país estrechamente controlado desde el centro. Ha sido incapaz de impedir completamente la existencia de la propiedad privada y los mercados libres, pero ha intentado limitar su alcance tanto como ha sido posible. Yugoslavia empezó por el mismo camino. Sin embargo, después de que, bajo la dirección de Tiro, rompiera con la Rusia de Stalin, el rumbo cambió drásticamente. Sigue siendo comunista, pero se promueven de forma deliberada la descentralización y el empleo de las fuerzas del mercado. La mayor parte de la tierra cultivable está en manos privadas, y sus productos se venden en mercados relativamente libres. Las empresas pequeñas -aquellas que tienen menos de cinco trabajadores- pueden estar en manos de empresarios privados. Este tipo de empresas está floreciendo, particularmente en el sector de la artesanía y del turismo. Las cooperativas formadas por trabajadores son mayores, y constituyen una forma ineficaz de organización, pero al menos proporcionan algunas oportunidades a la responsabilidad e iniciativa personales. Los habitantes de Yugoslavia no son libres. Tienen un nivel de vida mucho más bajo que el de la vecina Austria u otros países occidentales similares. Sin embargo, Yugoslavia sorprende al viajero observador que viene de Rusia, como en nuestro caso: en comparación, es un paraíso.

En Oriente Medio, Israel, pese a proclamar una política y una filosofía socialistas, y aun interviniendo ampliamente el estado en la economía, tiene un importante sector de mercado, sobre todo como consecuencia indirecta de la importancia del comercio exterior. La política socialista ha retrasado el crecimiento económico, pero los ciudadanos gozan de una mayor libertad política y de un nivel de vida mucho más alto que los egipcios, que han sufrido una centralización del poder político mucho más extensa y a cuya actividad económica se han impuesto controles mucho más rígidos.

En el Lejano Oriente, Malasia, Singapur, Corea Taiwan, Hong Kong y Japón -países todos ellos que se apoyan extensamente en mercados libres- están prosperando.

Sus habitantes confían en el futuro. En estos sitios se está produciendo una explosión económica. Aplicando el mejor criterio para medir estas actividades, la renta anual per capita en estos países a finales de los años setenta oscilaba entre 700 dólares aproximadamente en Malasia, y alrededor de 5.000 en el Japón. En contraste con lo anterior, la India, Indonesia y China comunista, países dirigidos principalmente mediante sistemas de planificación central, han experimentado un estancamiento económico y una represión política. En el mismo momento, la renta per capita anual en esos países era de menos 250 dólares.

Los apologistas de la planificación económica centralizada cantaban las alabanzas de la China de Mao hasta que los sucesores de éste pregonaron el atraso de China y lamentaron la falta de progreso durante los últimos veinticinco años. Una parte del plan para modernizar el país consiste en permitir que los precios y los mercados desempeñen un papel más importante. Esta táctica puede producir considerables beneficios a partir del bajo nivel económico del país, tal como los produjo en Yugoslavia. Sin embargo, los beneficios se verán seriamente limitados mientras exista un estrecho control político de la actividad económica y la propiedad privada sea contenida. Además, si se deja salir al genio de la iniciativa privada fuera de la botella, incluso en este reducido campo, se plantearán problemas políticos que, antes o después, pueden provocar una reacción hacia un mayor autoritarismo. El resultado opuesto, el colapso del comunismo y su sustitución por un sistema de mercado, parece mucho menos probable, a pesar de que, como optimistas incurable, no lo desechamos completamente. De modo similar, ahora que el anciano mariscal. Tito ha muerto, Yugoslavia puede experimentar un período de inestabilidad política que quizá provoque una reacción hacia un autoritarismo mayor o, lo que es mucho menos probable, un colapso de la presente organización colectivista.

Un ejemplo especialmente iluminador, que vale la pena que examinemos con mayor detalle, es el contraste entre las experiencias de la India y el Japón; la experiencia hindú en los primeros treinta años tras la consecución de la independencia, en 1947, y la japonesa durante los primeros treinta años tras la Restauración Meiji en 1867. Los economistas y los especialistas en ciencias sociales en general rara vez pueden llevar a cabo experimentos controlados, tan importantes para comprobar las hipótesis en las ciencias de la naturaleza. Sin embargo se ha conseguido en este caso algo bastante cercano a un experimento controlado que podemos utilizar para comprobar la importancia de la diferencia entre los métodos de organización económica.

Los dos experimentos están separados por 80 años. En todos los demás aspectos los dos países se encontraban en circunstancias muy similares al comienzo de los periódicos que comparamos. Los dos eran países con civilizaciones antiguas y una cultura refinada. Cada uno de ellos tenía una población muy estructurada. El Japón mantenía una organización feudal formada por daimyos (señores feudales) y siervos. La india esta organizada en un rígido sistema de castas, con los brahmanes situados en la cima y los “intocables” llamados por los británicos las “castas registradas”, en la base.

Los dos países experimentaron un profundo cambio político que trajo consigo una drástica alteración de las organizaciones políticas, económicas y sociales. En ambos lugares un grupo de dirigentes capaces y entregados alcanzaron el poder. Estaban llenos de orgullo nacional y determinados a convertir el estancamiento económico en rápido crecimiento, a transformar sus países en grandes potencias.

Casi todas las diferencias favorecían a la India y no al Japón. Los antiguos dirigentes japoneses habían impuesto un aislamiento casi completo con el resto del mundo. El comercio internacional y el contacto se limitaban a una visita de un barco holandés al año. Los pocos occidentales a los que se permitía permanecer en el país eran confinados en un pequeño enclave, en una isla situada en el puerto de Osaka. Tres o más siglos de aislamiento obligado habían dejado al Japón ignorante del mundo exterior, muy por detrás de Occidente en ciencia y tecnología; casi nadie sabía leer o hablar lenguas extranjera a excepción del chino.

La india era mucho más afortunada. Había disfrutado de un crecimiento económico substancial antes de la Primera Guerra Mundial. La lucha para conseguir la independencia de Gran Bretaña convirtió ese crecimiento en estancamiento durante el período entre las dos guerras mundiales, pero no condujo a la regresión. Las mejoras en el sistema de transporte había acabado con las características localizadas que anteriormente constituyeron un azote periódico. La mayor parte de sus dirigentes se educaron en países avanzados de Occidente, sobre todo en Gran Bretaña. Los gobernantes británicos dejaron una administración muy experta e instruida, fábricas modernas y un sistema excelente de comunicaciones por ferrocarril. Nada de esto existía en el Japón en 1867. La India se encontraba tecnológicamente atrasada en comparación con el mundo occidental, pero la diferencia era menor que la que separaba al Japón en 1867 de los países avanzados de la época.

Los recursos físicos de la India eran, también muy superiores a los del Japón. Prácticamente, la única ventaja física que el Japón tenía era el mar, que le ofrecía un medio de transporte sencillo y pesca abundante. Con respecto al resto, la India era casi nueve veces mayor, y un porcentaje muy superior de su superficie estaba formado por terrenos llanos y accesibles. El Japón era en gran parte montañoso. Poseía sólo una estrecha franja de tierra cultivable y habitada a lo largo de la costa.

Finalmente, el Japón carecía de ayuda exterior. No se invirtió capital foráneo y ningún gobierno o fundación extranjera en los países capitalistas creó consorcio alguno que realizara donaciones u ofreciera préstamos a bajo interés al Japón. Debía depender de sí mismo para obtener capital con el que financiar su desarrollo económico. Tuvo una afortunado comienzo. En los primeros años tras la Restauración Meiji, las cosechas europeas de seda fueron desastrosas, lo que permitió al Japón exportar ese producto y conseguir más divisas de las que otra modo habría podido obtener.

Aparte de esta corriente de divisas, no existía otras fuentes importantes de capital, organizadas o fortuitas.

La India se hallaba en una situación mucho mejor. Desde que consiguió la independencia en 1947, ha recibido una enorme cantidad de recursos del resto del mundo, en su mayoría sin contrapartida. Este flujo continúa hoy.

A pesar de la existencia de circunstancias similares en el Japón de 1867 y en la India de 1947, los resultados fueron completamente distintos. El Japón desmanteló su estructura feudal y extendió las oportunidades económicas y sociales a todos sus ciudadanos. La situación de la mayoría de la población mejoró rápidamente, aun cuando ésta aumentó en medida considerable. el Japón se convirtió en una potencia con la que se debía contar en la esfera política internacional. No alcanzó una libertad política y humana completa, pero consiguió grandes progresos en esta dirección.

La India se entregó, en teoría, a la eliminación de las barreras de casta, aunque en la práctica hizo escasos progresos. Las diferencias de ingresos y de riqueza entre unos pocos y la mayoría se hicieron más amplias en vez de reducirse. Se produjo una explosión demográfica como había ocurrido en el Japón ochenta años antes, pero la producción económica no creció. Permaneció prácticamente estacionaria. De hecho, el nivel de vida del tercio más pobre de la población es probable que haya descendido. Tras el fin de la dominación británica, la India se preciaba de ser la mayor democracia del mundo, pero durante una época cayó en una dictadura que restringió la libertad de expresión y de prensa. Está en peligro de caer en la misma situación otra vez.

¿Qué puede explicar la diferencia de resultados? Muchos observadores apuntan a características humanas y a instituciones sociales diferentes. Los tabúes religiosos, el sistema de castas, una filosofía fatalista: se dice que todas estas características e instituciones encierran a los hindúes en la camisa de fuerza de la tradición se afirma también que son poco emprendedores y perezosos. Por el contrario, se elogia a los japoneses por su carácter trabajador, enérgico, deseosos de responder a las influencias procedentes del exterior, e increíblemente ingeniosos para adaptar a sus propias necesidades lo que aprenden de fuera.

Esta descripción de los japoneses puede ser correcta hoy en día. Pero en 1867 no lo era. Un antiguo residente extranjero en el Japón escribió. “No pensamos que el Japón se llegue a convertir en un país rico. Las ventajas con que le ha dotado la naturaleza, a excepción del clima, y la devoción por la indolencia y el placer que la misma gente tiene, lo impiden. Los japoneses son un pueblo feliz, y como están contentos con poco, no es probable que consigan mucho”. Otro escribió: “En esta parte del mundo, los principios establecidos y reconocidos en Occidente parecen perder la virtud y la vitalidad que originariamente pudieran poseer, y tienden fatalmente a convertirse en cizaña y corrupción”.

Igualmente, la descripción de los hindúes puede ser adecuada hoy para algunos de ellos que residen en la India, incluso quizá para la mayor parte, pero ciertamente este contrato no corresponde a los que han emigrado. En muchos países africanos, en Malaya, Hong Kong, las islas Fiji, Panamá y, en períodos mucho más recientes, en Gran Bretaña, los hindúes han sido empresarios prósperos, y en ciertos casos constituyen la capa más importantes de la clase empresarial. Han actuado a menudo como impulsores, iniciando y promoviendo el progreso económico. En la misma India existen personas emprendedoras, llenas de energías e iniciativa en los lugares en que ha sido posible escapar a la influencia desvirtuadora que se ejerce desde el control gubernamental.

En cualquier caso, el progreso económico y social no depende de las características o de la conducta de las masas. En cada país una pequeña minoría señala el ritmo, determina el curso de los acontecimientos. En las naciones que se han desarrollado más rápida y prósperamente, una minoría de individuos emprendedores y arriesgados ha avanzado constantemente, creando oportunidades para que las sigan quienes les imiten, y ha hecho posible que la mayor parte de la población aumente su productividad.

Las características de los hindúes que tantos observadores extranjeros deploran son un reflejo, más que una causa, de la falta de progreso. La pereza y la falta de espíritu emprendedor florecen cuando el trabajo duro y la asunción de riesgos no reciben recompensa. Una filosofía fatalista es una adaptación al estancamiento. La India no carece de individuos con las cualidades que pudieran iniciar y alimentar el mismo tipo de desarrollo económico que el Japón experimento a partir de 1867, o incluso el que se produjo en Alemania Occidental y el Japón después de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, la verdadera tragedia de la India es que sigue siendo un subcontinente lleno de individuos sumidos en la pobreza más desesperada, cuando creemos que podría ser un país floreciente, vigoroso, cada vez más próspero y libre.

Encontramos recientemente un ejemplo fascinante que muestra el modo en que un sistema económico puede influir en las características de los individuos. Los refugiados chinos que se establecieron en Hong Kong una vez que los comunistas llegaron al poder, animaron el notable desarrollo económico de la colonia y alcanzaron una merecida reputación por su iniciativa, espíritu emprendedor, sobriedad y trabajo duro. La reciente liberalización de la emigración en la China Popular ha provocado una nueva corriente, con el mismo origen racial y las mismas tradiciones culturales básicas, pero con individuos educados y formados por treinta años de dominio comunista. Los empresarios que dieron trabajo a algunos de estos refugiados hablan de que son muy diferentes de los anteriores chinos que entraron en Hong Kong. Los nuevos inmigrantes tienen poco espíritu de iniciativa y quieren que se les diga con toda exactitud lo que tienen que hacer. Son indolentes y poco cooperativos. Sin duda, una estancia de varios años en el mercado libre de Hong Kong cambiará toda esta situación.

¿Qué explica entonces las diferentes experiencias del Japón desde 1867 a 1897 y de la India desde 1947 hasta nuestros días? Creemos que puede afirmarse lo mismo que en los casos de las dos Alemanias, Israel y Egipto, y Taiwan y China Popular. El Japón se apoyó principalmente en la cooperación voluntaria y en el sistema de mercado libre, en el modelo de la Inglaterra de su época. La India se basó en la planificación económica central, es decir, en el ejemplo de la Inglaterra de su época.

El gobierno Meiji intervino en muchos aspectos y representó un papel clave en el proceso de desarrollo. Envió a muchos japoneses al extranjero para que recibieran una formación técnica e importó expertos del exterior. Creó plantas piloto en muchas industrias y concedió numerosos subsidios a otras. Pero en ningún momento intentó controlar la cantidad total, la dirección de la inversión o la estructura de la producción. El Estado mantuvo un interés importante sólo en las industrias de construcción naval y del hierro y el acero, al considerarlas necesarias para su poderío militar. Se quedó con estas industrias porque carecían de atractiva para la empresa privada y necesitaban considerables subvenciones gubernamentales. Estas ayudas representaban un drenaje de recursos. Impidieron más que estimularon el progreso económico japonés. Finalmente, un tratado internacional prohibió la imposición por parte del Japón de aranceles superiores el cinco por ciento durante las tres primeras décadas tras la Restauración Meiji. Esta restricción se convirtió en un verdadero regalo para el Japón, a pesar de que en la época de su imposición el país se sintió afectado, y una vez que las prohibiciones del tratado finalizaron, el Japón aumentó los aranceles.

La India está siguiendo una política muy distinta. Sus dirigentes consideran el capitalismo un sinónimo del imperialismo, que debe evitarse a toda costa. Se embarcaron en una serie de planes quinquenales al estilo ruso que preveían programas detallados de inversión. Algunas áreas de producción están reservadas al estado; en otras se permite a las empresas privadas que operen, pero sólo de conformidad con el plan. Un sistema a base de aranceles y cupos controla las importaciones, mientras que las subvenciones regulan las exportaciones. El ideal es la autarquía. Ni que decir tiene, estas medidas provocan escasez de divisas, que se soluciona mediante un minucioso y amplio control de cambios, lo que es una fuente muy importante tanto de ineficacia como de privilegio especial. Los precios y los salarios están controlados. Para construir una fábrica o para realizar cualquier otra inversión se necesita una autorización gubernamental. Los impuestos afectan a todas las áreas de actividad y son muy altos en teoría, pero en la práctica se evaden. El contrabando, los mercados negros, las transacciones ilegales de todo tipo están tan extendidos como los impuestos, y minan todo respeto hacia la ley, aunque llevan a cabo un valioso servicio social al compensar en alguna medida la rigidez de la planificación central, y hacen posible la satisfacción de necesidades urgentes.

La confianza en el mercado liberó en el Japón recursos escondidos e insospechados de energía e ingenio. Impidió que unos intereses siniestros bloquearan el cambio. Obligó al desarrollo a ajustarse a la ingrata verificación de la eficiencia. El apoyo en los controles gubernamentales en la India impide la iniciativa privada o la desvía hacia el derroche. Protege los intereses ocultos de las fuerzas del cambio. Substituye la eficacia del mercado por la autorización burocrática como criterio de supervivencia.

La experiencia obtenida en los dos países con los productos textiles hechos a mano y a máquina, sirve para ilustrar la diferencia de política. Tanto el Japón en 1867 como la India en 1947 tenían una amplia producción textil interna. En el Japón, la competencia extranjera no ejercía un efecto demasiado pronunciado sobre la producción doméstica de seda, quizá debido ala ventaja nipona con respecto a la seda en bruto, reforzada por el fracaso de la cosecha europea, pero destruyó la hilatura nacional de algodón y posteriormente el tejido a mano de tela. Se desarrolló una industria textil japonesa basada en fábricas. Al principio manufacturaba sólo los tejidos más bastos y de inferior calidad, pero posteriormente se dedicó a calidades cada vez superiores, y final se ha convertido en una de las principales industrias de exportación.

En la India se subvencionó y se garantizó un mercado a los tejidos a mano, al parecer para facilitar la transición a la producción fabril. Esta crece gradualmente, pero este crecimiento ha sido controlado a fin de proteger la industria del tejido a mano. La producción ha significado expansión. El número de telares manuales se ha doblado prácticamente de 1948 a 1978. En la realidad se puede oír el sonido de los telares manuales desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche en millares de aldeas a lo largo de toda la India. No hay nada malo en la existencia de una industria de tejido a mano si puede competir con otras en los mismos términos. En el Japón todavía existe una industria de tejido a mano próspera, aunque extremadamente pequeña. Teje sedas de lujo y otros artículos. En la India, la industria de tejido a mano prospera porque está subvencionada por el gobierno. En efecto, se imponen cargas a individuos que no están en una posición más acomodada que los que mueven los telares, a fin de garantizar a éstos unos ingresos mayores de los que podrían alcanzar en un mercado libre.

A principios del siglo XIX, Gran Bretaña se enfrentaba precisamente con el mismo problema que Japón tuvo varias décadas más tarde y la India más de cien años después. El telar mecánico amenazaba con destruir una industria de tejido a mano próspera. Se nombró entonces una Comisión Real para investigar la industria. Esta consideró explícitamente la política seguida por la India: subvencionar el tejido a mano y garantizar un mercado a la industria. La comisión rechazó esa política desenfrenada sobre la base de que sólo empeoraría el problema básico (un exceso de tejedores manuales), es decir, precisamente lo que ha ocurrido en la India. Gran Bretaña adoptó la misma solución que el Japón: la política, a corto plazo ingrata pero a la larga beneficiosa, de permitir que las fuerzas del mercado actuaran por sí mismas.

Las experiencias opuestas de la India y del Japón son interesantes porque ponen de relieve de manera muy clara no sólo los diferentes resultados de los dos métodos de organización, sino también la falta de relación entre los objetivos perseguidos y las medidas que se adoptaron. Las metas de los nuevos dirigentes Meiji -que se dedicaron a aumentar el poder y la gloria de su país y concedieron poco valor a la libertad individual- eran más acordes con las medidas hindúes que las que ellos mismos adoptaron. Los objetivos de los nuevos gobernantes hindúes -que defendían ardientemente la libertad individual- se acomodaban más a las medidas japonesas que las que ellos mismos pusieron en práctica.

Los controles y la libertad

A pesar de que los Estados Unidos no han adoptado la planificación económica central, el aumento del papel del estado en la economía ha ido muy lejos durante los últimos cincuenta años. Esta intervención ha significado un costo en términos económicos. Las limitaciones que esta actuación impone a nuestra libertad económica amenazan con liquidar dos siglos de progreso económico. La intervención ha tenido también un costo político: ha limitado considerablemente nuestra libertad humana.

Los Estado Unidos de América siguen siendo un país predominantemente libre, uno de los países más libres del mundo. Sin embargo, con palabras del famoso discurso de Abraham Lincoln, House Divided [El país dividido], “un país dividido no puede durar [...] Tengo la esperanza de que esta nación no se hunda, sino que deje de estar dividida. Se convertirá toda ella en una cosa u otra”. Estaba hablando sobre la esclavitud. Sus proféticas palabras se pueden aplicar igualmente a la intervención gubernamental en la economía. Si continuáramos mucho más allá por este camino, nuestro dividido país se encontraría en el colectivismo. Afortunadamente, es cada vez más manifiesto que los ciudadanos se dan cuenta del peligro y están decididos a parar e intervenir la tendencia a una actividad gubernamental cada vez mayor.

A todos nosotros nos afecta el statu quo. Tendemos a aceptar la situación tal como es, a considerarla el estado natural de las cosas, especialmente cuando se ha formado mediante una serie de pequeños cambios graduales. Es difícil darse cuenta de cuál es la importancia de este efecto acumulativo. Exige un esfuerzo de imaginación liberarse de la situación actual y mirarla con nuevos ojos. Sin embargo, el esfuerzo vale la pena. Es probable que el resultado sea una sorpresa, por no decir una sacudida.

La libertad económica

Una parte esencial de la libertad económica consiste en la facultad de escoger la manera en que vamos a utilizar nuestros ingresos: qué parte vamos a destinar para nuestros gastos y que artículos vamos a comprar; qué cantidad vamos a ahorrar y en qué forma; qué monto vamos a regalar y a quién. En la actualidad, el gobierno, a nivel federal, estatal y local, utiliza en nuestro nombre más del 40 por ciento de nuestros ingresos. Una vez uno de nosotros sugirió una nueva fiesta nacional, el “día de la independencia personal, el día del año en que dejamos de trabajar para pagar los gatos del gobierno [...] y empezamos a producir para pagar los artículos que separada e individualmente escogemos a la luz de nuestras propias necesidades y deseos”. En 1929 esta fiesta habría coincidido con la fecha en que se conmemora el nacimiento de Abraham Lincoln, el 12 de febrero; hoy día se celebraría hacia el 30 de mayo; y si las tendencias actuales continuaran, coincidiría con el otro Día de la Independencia, el 4 de julio, hacia 1988.

Por supuesto, nosotros tenemos algo que decir sobre la cantidad de nuestros ingresos que el gobierno gasta en nuestro nombre. Participamos en el proceso político que ha conducido al gobierno a gastar más del 40 por ciento de nuestros ingresos. El gobierno de la mayoría es un arbitrio necesario y deseable. Sin embargo, es muy diferente al tipo de libertad que un individuo tiene cuando va a comprar a un supermercado. Cuando votamos una vez cada año, apoyamos ideales generales más que propuestas específicas. Si formamos parte de la mayoría, en el mejor de los casos obtendremos las propuestas que apoyamos y aquellas a las que nos opusimos, pero que consideramos, en conjunto, menos importantes. En general, al final nos encontramos con algo diferente de lo que pensábamos que estábamos votando. Si formamos parte de la minoría, debemos someternos al voto de la mayoría y esperar que llegue nuestro turno. Cuando votamos cada día en el supermercado, conseguimos exactamente lo que hemos votado, y lo mismo ocurre con todas las demás personas. La urna de las votaciones da lugar a un sometimiento sin unanimidad; el supermercado, por el contrario, a una unanimidad sin sometimiento. Por esta razón es importante utilizar las urnas, en tanto sea posible, sólo para las decisiones en que el sometimiento es esencial.

Como consumidores, ni siquiera somos libres para escoger el modo de gastar la parte de nuestros ingresos después de deducidos los impuestos. No somos libres de comprar ciclamatos o laetril, y pronto, quizá, sacarina. Nuestro médico de cabecera no es libre para recetarnos muchos fármacos que puede considerar como los más adecuados para nuestras dolencias, aun cuando estos fármacos puedan comprarse fácilmente en el exterior. Carecemos de libertad para comprar un coche sin cinturones de seguridad, a pesar de que, por ahora, somos todavía libres para escoger si los utilizamos o no.

Otra parte esencial de la libertad económica es la de utilizar los recursos que poseemos de acuerdo con nuestros propios valores: libertad para aceptar un empleo, para comprometerse en un negocio, para comprar y vender, a cualquier otra persona, mientras actuemos sobre una base estrictamente voluntaria y no acudamos a la fuerza para coaccionar a los otros.

Hoy día no somos libres para ofrecer nuestros servicios como abogados, médico, dentistas, fontaneros, barberos, enterradores, o para empezar a trabajar en muchas otras ocupaciones, sin antes conseguir un permiso o una autorización de un funcionario gubernamental. No podemos trabajar horas extras en condiciones acordadas previamente con nuestro empresario, a menos que éstas estén de acuerdo con las normas y las reglamentaciones establecidas por un funcionario gubernamental.

No somos libres de abrir un banco, entrar en la industria del taxi, o en la venta de electricidad o de servicio telefónico, o explotar una línea de ferrocarril, autobús o aérea, sin antes recibir una autorización de un funcionario gubernamental.

No somos libres de participar en los mercados de capitales a menos que cumplimentemos muchas páginas de formularios que exige la SEC (Securities and Exchange Commission: Comisión de Valores y Bolsas), y a menos que convenzamos a ese organismo de que el programa que pretendemos emitir presenta una imagen tan descolorida de nuestras posibilidades que ningún inverso en su sano juicio se interesaría por nuestro proyecto si tomara el anuncio al pie de la letra. Y conseguir la autorización del SEC puede costar más de 100.000 dólares de los Estados Unidos, lo que ciertamente desanima a las pequeñas empresas.

La libertad para ser dueño de propiedades constituye otra parte esencial de la liberta económica. Y nuestro ámbito de propiedad es muy amplio. Bastante más de la mitad de nosotros somos propietarios de las casas en que vivimos. Pero si nos referimos a maquinaria, fábricas y medios similares de producción, la situación es muy diferente. Hablamos de nosotros mismos como una sociedad formada por empresas privadas libres, es decir, como una sociedad capitalista. Sin embargo, con respecto a la propiedad de las empresas anónimas, somos, alrededor de 46 por ciento, socialistas. La posesión de un uno por ciento de la sociedad da derecho a recibir un uno por ciento de beneficios y obliga a compartir un uno por ciento de sus pérdidas hasta el importe total de las acciones que se poseen. En 1979 el impuesto federal sobre la renta de las sociedades ascendió al 46 por ciento de todos los ingresos por encima de 100.000 dólares, cuando en años anteriores era el 48 por ciento. El gobierno federal tiene derecho a 46 centavos de cada dólar de beneficio, y se hace cargo de esos 46 centavos de cada dólar de pérdida (a condición de que existan beneficios anteriores para compensar estas pérdidas). La administración de Washington es dueña del 46 por ciento de cada sociedad anónima, a pesar de que no en una forma que la autorice a votar directamente en los asuntos de la sociedad.

Exigiría un libro mucho mayor que éste citar todas las restricciones que afectan a nuestra libertad económica, sin comentarlas en detalle. Estos ejemplos pretenden sugerir, simplemente, el grado de penetración que estas restricciones han alcanzado.

La libertad humana

Las restricciones a la libertad económica afectan inevitablemente a la libertad en general, incluso en aspectos tales como la libertad de prensa y de expresión.

Consideremos los siguientes párrafos de la carta que envió en 1977 Lee Grace, en aquel momento vicepresidente de una asociación de productores de petróleo y gas, a los miembros de ésta. Con respecto a la legislación sobre energía escribió:

Como ustedes saben, el verdadero problema no es tanto el precio por metro cúbico sino el mantenimiento de la Primera Enmienda de la Constitución, la garantía de la libertad de expresión. Con una reglamentación cada vez mayor, mientras el Estado omnipotente nos mira fijamente por encima del hombro, tenemos miedo de expresar la verdad y nuestras creencias acerca de los que es falso y está mal hecho. El temor a las revisiones del IRS (Internal Revenue Service: Servicio de Inspección Fiscal), la estrangulación burocrática o el hostigamiento gubernamental constituyen armas poderosas contra la libertad de expresión.

En el número publicado el 31 de octubre de 1977 de la revista U. S. News e World Report, y dentro de la sección “Washington Whispers” [Los rumores de Washington] se observaba que “los dirigentes de la industria petrolífera manifiestan que han recibido este ultimátum del secretario de Energía, James Schelesinger: Apoyen el impuesto que la administración ha propuesto sobre el crudo o, de lo contrario, enfréntense a una reglamentación más dura y a una posible presión para deshacer las "holding" petroleras”.

Su juicio aparece ampliamente confirmado por la conducta exterior de dichos ejecutivos. Desarmados por las denuncias del senador Henry Jackson que les acusaba de estar obteniendo “beneficios obscenos”, ni uno solo miembro de un grupo de directivos pertenecientes a la industria petrolífera contestó. o incluso abandonó la habitación y se negó a someterse a un insulto personal mayor. Los ejecutivos de las compañías petroleras, que en privado muestran una fuerte oposición a la compleja estructura actual de controles federales bajo los cuales actúan, o al considerable aumento de la intervención gubernamental propuesta del presidente Carter, hacen blandas declaraciones públicas en las que aprueban los objetivos de los controles. Pocos hombres de negocios consideran que los llamados controles voluntarios precios y salarios vayan a representar un camino efectivo o deseable para combatir la inflación. Sin embargo, un ejecutivo tras otro, una organización empresarial tras otra, han alabado el programa, han dicho cosas bonitas de éste, y han prometido cooperar. Sólo unos pocos, como Donald Rumsfeld, antiguo congresista, funcionario de la Casa Blanca, tuvieron el valor para denunciarlos públicamente. A ellos se les unió George Meany, rudo, octogenario y antiguo jefe de la AFL-CIO (American Federation of Labor-Congress of Industrial Organizations: Federación Norteamericana del Trabajo-Congreso de Organizaciones Industriales).

Es absolutamente lógica que los individuos deben soportar un costo -aunque solo sea el de la impopularidad y la crítica- por el hecho de hablar con libertad. Sin embargo, el costo debiera ser razonable y no desproporcionado. En palabras de una famosa sentencia del Tribunal Supremo, no debería “inducir al desánimo” sobre la libertad de expresión. Sin embargo, no hay duda de que en la actualidad este resultado se produce en los ejecutivos de las sociedades anónimas.

Esta inducción al desánimo no se restringe a estos ejecutivos. Nos afecta a todos. Nosotros conocemos profundamente la comunidad académica. Muchos de nuestros colegas de los departamentos de economía y ciencias naturales reciben ayudas del National Science Foundation; los que pertenecen al departamento de humanidades, del National Foundation for the Humanities; aquellos que dan clases en Foundation for the Humanities; aquellos que dan clases en universidades estatales reciben su salario en parte del legislativo del estado. Creemos que el National Science Foundation, el National Foundation for the Humanities y las subvenciones fiscales a la educación superior son indeseables y deberían desaparecer. Indudablemente, este punto de vista es minoritario dentro de la comunidad académica, pero dicha minoría es mucho mayor de la que cualquier persona pudiera reunir a partir de declaraciones públicas sobre este punto.

La prensa depende en gran medida del gobierno, no sólo como una de las fuentes principales de noticias, sino en otras numerosas cuestiones que afectan a su funcionamiento diario. Consideremos un curioso ejemplo proveniente de Gran Bretaña. Uno de los sindicatos del Times de Londres, un gran periódico, impidió su publicación un día hace varios años debido a un artículo que el rotativo pensaba publicar sobre el intento de dicho sindicato de influir en su línea editorial. Posteriormente, las disputas laborales condujeron al cierre patronal. Los sindicatos pueden ejercer este poder porque el gobierno les ha concedido inmensidades especiales. Un sindicato de Periodistas a escala nacional en Gran Bretaña está ejerciendo presión para lograr una asociación cerrada, y está amenazando con boicotear los periódicos que den empleo a trabajadores no afiliados. Todo esto en el país que fue el origen de tantas de nuestras libertades.

Con respecto a la libertad religiosa, los granjeros de la comunidad amish (que vive en los estados de Pennsylvania, Ohio e Indiana, cultivan la tierra con ásperos antiguos y se oponen a los avances de la civilización) vieron sus casas y otras propiedades embargadas porque se habían negado, por razones religiosas, a pagar las cargas de seguridad social (pero también a aceptar sus prestaciones). Los alumnos que iban a las escuelas de la iglesia fueron denunciados por hacer novillo, violando las leyes de asistencia obligatoria, porque sus profesores no tenían las papeletas obligatorias que certificaban que habían cumplido las exigencias del estado.

A pesar de que estos ejemplos sólo constituyen una muestra, ilustran la proposición fundamental de que la libertad es todo, que cualquier cosa que la reduce en una parte de nuestras vidas puede afectarla en otras partes.

La libertad no puede ser absoluta. Vivimos en una sociedad interdependiente. Algunas limitaciones a nuestra libertad son necesarias para evitar otras restricciones todavía peores. Sin embargo, hemos ido mucho más lejos de ese punto. Hoy la necesidad urgente estriba en eliminar barreras, no en aumentarlas.

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