EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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El teórico de la crisis

Con la libremoneda me va tan mal como a mi colega, el teórico del interés; pues todo mi arsenal de teorías se ha echado a perder con esta reforma.

Parecía tan lógico que a un tiempo de florecimiento siguiera otro de decaimiento. Si ello sucede en la misma naturaleza, cómo podría ser de otra manera en la economía, ya que el hombre y sus obras también están sujetas a las leyes de la naturaleza. Al igual que el hormiguero y la colmena con sus organizaciones, la sociedad humana y su organización económica también forman parte de la naturaleza. El hombre crece y perece. ¿Por qué no ha de „crecer“ también la economía de una nación para „perecer“ después en un cataclismo? Ha sucumbido hasta el Imperio Romano; lógico es que la economía de una nación, cada tantos años, sucumba a su vez en una crisis destructora. Al verano sigue el invierno y, en la economía, al período ascendente sucede el derrumbamiento.

¡Era esta una teoría digna de un poeta! Basado en ella resultaba sumamente fácil explicar el problema tan complejo de la desocupación.

Y la teoría de la crisis nos decía esto: Debido a „compras hechas con fines de especulación“ los precios habían subido, desarrollándose una „actividad febril“ en todos los campos: tratábase de enfrentar la demanda creciente con horas extras y trabajo nocturno, los salarios subían. Naturalmente era esto un estado malsano que tarde o temprano había de terminar con un derrumbe. Y el desastre, o sea la crisis vino. Empezó a faltar la demanda por una cantidad tan grande de productos de toda clase; y cuando falta la demanda bajan los precios. Todos los productos de la industria, de la agricultura, de la minería y de la foresta, todos sin excepciones dignas de nombrar, bajaron de precio. Con ello, naturalmente, el castillo de especulación se vino abajo. Los obreros, ansiosos de ganar, habían agotado, con sus horas extras, toda la reserva de trabajo. Los fondos de salario estaban exhaustos. Por eso faltaba ahora el trabajo y por eso los obreros padecían hambre y frío en medio de montañas de pan y de ropa.

Qué convincente parecíanos, además, la teoría maltusiana de la crisis. No en vano había hallado tantos adeptos. Decía: Vosotros habéis aprovechado los tiempos buenos tan sólo para contraer matrimonios y aumentar al infinito una población realmente miserable. Por doquiera se ven ropas de criaturas, pañales, cunas. Las calles y las escuelas parecen hormigueros de gente menuda. Ahora vuestros propios hijos se han convertido en depresores de los salarios. Pero los salarios bajos presionan, a su vez, sobre los precios, esto conduce a que todo negocio cierre con pérdida, y el espíritu emprendedor muere por ello antes de nacer.

La procreación es ya de por sí un pecado, un fruto prohibido, pues lleva en si el estigma del pecado original. Pero es doble pecado para la gente pobre. Abstenéos, dejad aquello a los paganos, mandad vuestras hijas al convento, y así no habrá más obreros que los necesarios para el trabajo. Y entonces subirán tanto los salarios como los precios, lo que fomentará, a su vez, el espíritu emprendedor. Hay que moderarse, tanto en la producción de bienes como en la producción de hijos; de lo contrario tendremos superproducción de mercancías y de consumidores.

Y, finalmente, la más moderna de todas las teorías, mi propia obra maestra. Según élla el consumo está en desproporción con la producción, por estar las riquezas concentradas en relativamente pocas manos, y porque la capacidad productiva y el poder adquisitivo de las grandes masas no guardan proporción alguna. De ahí la acumulación de mercaderías en el mercado que no se venden, y de ahí también la baja de precios, la desocupación, la falta de iniciativas, la crisis. La gente adinerada no puede insumir su renta y los obreros no tienen qué comer. Si los réditos se hubiesen repartido con equidad, entonces el consumo y la producción marcharían al mismo paso, y ninguna crisis podría estallar.

De tal manera yo tenía preparada una teoría sobre la crisis para cualquier clase social, y para todo gusto y paladar. Y si por casualidad encontraba alguna oposición seria, entonces lanzaba yo mi „teoría de reserva“, por lo cual relacionaba yo la crisis con el sistema monetario. Generalmente bastaba en tal caso la sola palabra „sistema monetario“ para hacer callar a cualquier adversario. „Basta, basta“, me decían, „ya sabemos lo que dijo Bamberger, que además del amor es la cuestión monetaria la que ha causado la mayor cantidad de dementes; y no estamos dispuestos a exponer nuestro equilibrio mental a una prueba de resistencia, quizás peligrosa, por afecto a una teoría sobre la crisis“.

Y sin embargo, era precisamente esta teoría la más sencilla y la mejor: Los productos ‑decía yo‑ son negociados casi exclusivamente por vía comercial, quiere decir, que deben venderse a los comerciantes con fines de intercambio. El comerciante, empero, adquiere las mercancías con la condición expresa de poder venderlas a un precio más alto. El precio de venta anhelado por él debe ser, en todo caso, superior al que le pide el artesano o fabricante. ‑Ahora bien, cuando los precios de las mercaderías tendían a bajar, el comerciante ya no estaba en situación de determinar los precios a que podía adquirir los productos, mientras que el empresario no podía venderlos debajo del precio de costo, a menos que estuviera dispuesto a perder. Al consumidor no le pasa lo mismo. El compra y paga al precio pedido. Se alegra si el precio baja; le pesa si sube, pero el único límite que conoce respecto a los precios son sus propios ingresos. En cambio, el comerciante debe obtener un precio que supere el precio de costo; pero no sabe si obtendrá ese precio. Luego, el precio de venta es un factor incierto; pero el precio de costo es una cantidad fija y determinada ya en el momento en que se adquiere la mercadería.

Si los precios de las mercaderías en general son firmes o a lo mejor suben, entonces todo va bien; el precio de venta cubre el de costo probablemente con exceso, y el comerciante puede hacer sus pedidos con toda tranquilidad. Pero si los precios bajan, y siguen bajando cada vez más, en 1, 2, 5, 10, 20, 30 %, cosa que ya varias veces hemos observado, entonces el comerciante pierde toda base firme; y lo más razonable que, como hombre precavido, puede hacer es esperar. Al serle imposible calcular el precio de venta sobre la única base del precio de costo, tendrá que tomar en cuenta también la incertidumbre de lo que posiblemente obtendrá. Y si, en el intervalo entre la compra y la venta de las mercancías, descienden los precios de costo, entonces tendrá que bajar el también los precios de venta, sufriendo en consecuencia una pérdida. Luego, cuando los precios bajan, es lo mejor suspender las compras. De ahí se ve que las mercancías no se comercian de acuerdo a las necesidades como factor determinante, sino conforme a las perspectivas de ganancia.

Pero esta „demora“, esta postergación de los pedidos habituales del comerciante, significa una paralización de venta para el empresario que se ve obligado a despedir a sus obreros, dado que su establecimiento se funda en una salida normal, y por razones de espacio y de deterioro no puede guardar las mercaderías almacenadas. Los obreros, a su vez, por la falta de trabajo no pueden efectuar compras, con lo que los precios siguen bajando aún más, formándo de este modo un círculo vicioso „a raíz“ de la baja de los precios.

Por ello, así rezaba la conclusión, se impone evitar que bajen los precios. Tenemos que fabricar más dinero, con el objeto de que no falte para la compra de mercancías, para que el comerciante ante las enormes existencias monetarias de los Bancos y de los particulares deseche el temor de una escasez de dinero o una baja de precios.

¡Por eso, que venga el bimetalismo o el papelmoneda!

En el fondo, ninguna de estas teorías por cierto me dejó enteramente satisfecho. La primera, que considera la crisis por cierto como un fenómeno natural, es demasiado ingénua para merecer una refutación. La segunda, que trata de hacer responsable por la crisis a la especulación y a los tiempos de prosperidad, no investiga si la causa de tal especulación y, por ende, de la crisis se deban acaso a las reservas monetarias de los particulares y especuladores. ¿De qué sirve fundar un Banco del Estado y otorgarle el monopolio de emisión, con el objeto de que pueda „ajustar la circulación monetaria a las necesidades del comercio“, si en realidad está en manos de la especulación alzar los precios cada vez que le conviene ‑ pese al monopolio y al Banco? Y puesto que esta teoría pasa por alto la cuestión, sigue el mal camino de formular deseos en lugar de exigir. Lo único que recomienda contra la crisis es implorar que omitan en lo sucesivo las especulaciones.

Tampoco investiga cuál sea el verdadero móvil de la actividad febril, de las horas extra, y del trabajo nocturno; porque sin este aumento del trabajo toda especulación terminaría en el fracaso. De nada serviría que el empresario ofreciera horas extra al obrero, si este le contestara: „mi jornada actual me basta para cubrir mis necesidades“. Pero si el obrero hoy día se declara conforme con una „actividad febril“, es porque tiene necesidades febriles que trata de cubrir con el jornal de las horas extra. Pero si la demanda es igualmente intensa que la oferta ¿cómo puede entonces sobrevenir una crisis? La especulación, que lanza las reservas monetarias al mercado, sólo explica el alza general de precios, pero deja sin aclarar la cuestión de por qué el consumo no mantiene el paso con la producción, y por qué la salida de productos decae tan subitamente.

Es éste, precisamente, el punto débil de todas mis teorías; el dejar sin respuesta la pregunta del por qué no se balancean constantemente el consumo y la producción. Pero este interrogante reclama con mayor insistencia una contestación para la tercera teoría, la de la superpoblación, según la cual la causa de la crisis es la superproducción motivada por la superpoblación. Pues esto equivale a sostener que los panes excesivamente grandes provienen del hambre excesivamente grande. Un verdadero „nonsens“, máxime, si se considera que las mercaderías son producidas con fines de intercambio y que los obreros que sufren hambre pueden y quieren dar sus productos a cambio de los que necesitan. Si se tratase sólo de una superproducción parcial (p. e. de ataudes) no se precisaría ninguna explicación de ella; pero el caso es que hay exceso de todo, tanto de productos agropecuarios como de industriales.

Tampoco satisface la teoría que responsabiliza de la crisis a la disminución del consumo causada por la desigualdad en la distribución de los réditos. No explica ella por qué el consumo de mercaderías hoy se eleva hasta las nubes para caer luego repentinamente; y tampoco explica por qué a una causa constante y uniforme (en nuestro caso la desigualdad en la distribución de los réditos) se enfrentaba un efecto oscilante, (alta coyuntura comercial y crisis). Si aquella distribución de los réditos hubiese sido la causa de la crisis, ésta se habría presentado como un fenómeno no interrumpido y latente, como un exceso constante e irremediable de obreros, vale decir, todo lo contrario de lo que se ha observado.

Pero también era inexacta la suposición de que los réditos de las clases pudientes sobrepasan sus necesidades personales. Esto lo demuestran las deudas hipotecarias de los terratenientes y la miseria de los rentistas territoriales que fueron a mendigar la protección del Estado. Las necesidades no conocen límite alguno; ellas tienden al infinito. Las necesidades de los tejedores de Silesia no fueron satisfechas seguramente con cáscaras de papas. Y los „reyes“ norteamericanos no llegaban a saciar su ambición por dignidades, con los títulos de nobleza que adquirían para sus hijas, pagando millones de dólares, porque aspiraban hasta a la corona imperial, y para obtenerla acumulaban millones sobre millones, trabajando día y noche, economizando quizás a expensas del propio bienestar, pero con toda seguridad a costillas de sus obreros. Y si hubiesen logrado su aspiración, habríase presentado un fraile, diciendo que todo eso es pura vanidad, que es menester trabajar, economizar, ahorrar miles de millones para dárselos a la iglesia, a fin de ser dignos de entrar en el reino de Dios. Por cierto que entre la cáscara de papas y el arca de las limosnas de la Iglesia media un mar de necesidades que devora cuanto son capaces de producir los hombres. Ni hay tampoco hombre alguno tan rico que no trate de enriquecerse aun más; al contrario, la codicia crece en relación a los éxitos financieros. De lo contrario, ¿cómo habríanse formado las enormes fortunas de la actualidad, si sus poseedores, al tener el primer millón, hubieran dicho: Ya tenemos bastante; dejemos que trabajen ahora los demás! Ningún hombre rico ha permitido que sus excedentes permanezcan improductivos en tanto tuviera la oportunidad de una inversión ventajosa.

Por cierto que el interés era la condición primaria para que los capitalistas hicieran una inversión de dinero; pero en este sentido el hombre más rico no se diferenciaba del más pequeño rentista. Sin interés no hay dinero ‑ tal era la norma general. Todos hacían depender la inversión de sus sobrantes monetarios del interés, y aunque hubiéramos nivelado todos los ciudadanos en lo referente a sus ingresos, no habríamos por ello cambiado nada en el hecho de que quien producía y vendía más mercaderías de las que consumía, no entregaba sus excedentes monetarios a la circulación, mientras no se le pagara un interés. Luego, tan pronto el comercio y la industria no devengaban intereses, había de producirse, por la actitud de los que ahorraban, un exceso de mercaderías, con la consiguiente paralización de venta y desocupación.

La causa de la crisis radicaba por lo tanto en que, por un lado, los capitalistas hacían depender del interés la inversión de dinero, y por el otro, en que si el número de casas, maquinarias y otros medios de producción pasaba cierto límite, bajaba el interés que debían producir, para que fuera una inversión de dinero rentable. (La competencia entre los propietarios de casas frente a los inquilinos repercute de la misma forma como la competencia de los empresarios ante los obreros, pues oprime el interés, bajando allí el alquiler y elevando aquí el salario). Producido este            último caso, los empresarios no podían pagar el interés exigido, y los capitalistas no veían ninguna razón de provecho para invertir su dinero. Preferían en tal situación aguardar el fin de la crisis, hasta que se despejara la situación y se restableciera la tasa anterior del interés, lo que, según antigua práctica, efectivamente luego se producía. Con el objeto de disfrutar una tasa de interés más elevada, preferían renunciar por completo a éste, durante un corto período, antes que entregar su capital por muchos años a un interés bajo. Por la simple espera siempre se consiguió exprimir un interés mínimo.

De modo que no puede considerarse como causa de la crisis el desacuerdo entre el consumo y los ingregos de las clases pudientes, o entre la capacidad adquisitiva y la capacidad productiva de los obreros.

Más próxima a la verdad sobre la causa de la crisis estaba la teoría mencionada en último término, la que establecía una relación causal entre la crisis y el sistema monetario. En realidad, mientras los precios tendían a bajar, causando la venta de mercaderías puras pérdidas, nadie pensaba en fundar nuevas empresas o en ensanchar las existentes, y ningún comerciante adquiría mercancías, para no verse obligado a malvenderlas después debajo del precio de costo. En tales circunstancias la crisis se hacía inevitable. Pero esta teoría, a decir verdad, despeja la incógnita sólo con nuevos interrogantes. Señala bien la crisis como sinónimo de un retroceso general de precios, pero no da ninguna explicación satisfactoria en cuanto al origen de este retroceso. Sostenía, sí, que el descenso de los precios provenía de la escasez monetaria y de ahí que propusiera aumentar la circulación (bimetalismo, papelmoneda); pero faltaba de mostrar que con el aumento de las existencias monetarias o después de él, la oferta de dinero, a su vez, se ajustaría a la oferta de mercancías y especialmente si se ofrecería dinero aunque bajara el interés. Y es esto precisamente lo que interesa.

Los entendidos en la materia se dieron cuenta de ello y propusieron separar por completo el dinero de todo metal (derogación del privilegio de acuñar plata y oro) para regular luego la emisión de la moneda (no su oferta) de modo tal que, cuando bajaran los precios, la emisión fuera aumentada, y al revés: que fuera reducida la existencia de dinero cuando los precios subieran. Se pensaba poder ajustar de este modo tan sencillo y en cualquier momento la oferta de dinero a la demanda.

Este proyecto, por fortuna, nunca fué llevado a la práctica (1) porque habría sido un fracaso. ¿En qué se fundaban los patrocinadores de tal medida para considerar existencia y oferta de dinero como cosas sinónimas? ¿Acaso porque a una gran existencia de papas corresponde una oferta de papas igualmente grande, también habría de suceder otro tanto con el dinero? Pero no es de ninguna manera el mismo caso. La oferta de papas, como en general la oferta de mercancías, corresponde exactamente a la existencia, por la sencilla razón de que su almacenaje causa grandes gastos. Si el dinero que utilizábamos, hubiese tenido las mismas cualidades que las mercancías en general, quiere decir, si el metalmoneda hubiese podido almacenarse sólo con pérdida, entonces, habría sido acertada esa consideración sobre la existencia y la oferta. Pero no hay tal cosa, y por eso los capitalistas podían disponer en forma incondicional de la oferta de su dinero. No pusieron ningún centavo en circulación, en sentido capitalista o en sentido comercial, mientras no produjera interés. Sin interés no hay dinero, aunque las existencias monetarias se centuplicasen.

Ahora bien, supongamos un momento que por medio de semejante reforma monetaria el objeto (la supresión de las crisis aguda y latente) se hubiera logrado; en tal caso llegaría muy pronto el instante en que el país estuviera tan saturado de casas, maquinarias, etc., que ellas ya no podrían rendir el interés habitual. Entonces se iniciaría de nuevo el mismo juego: los rentistas y capitalistas se niegan a bajar el tipo de interés, y los empresarios no pueden pagarlo. La experiencia de 2.000 años ha enseñado a los capitalistas que su capital les dará, según la inversión, el 3, 4 o 5 % con sólo esperar; y entonces aguardan.

Pero mientras los capitalistas esperan, falta naturalmente la demanda de mercancías, y los precios caen. Esta baja de precios, a su vez, hace rehacio al comercio, el cual, también en espera de los acontecimientos que pudieran sobrevenir, posterga sus pedidos.

Así se produce de nuevo el estancamiento de mercancías, la desocupación y la crisis ‑ a pesar de la gran existencia monetaria.

Cierto es que se había propuesto que en tales casos el Estado debería ayudar a los empresarios a proseguir sus actividades, facilitándoles dinero a un interés bajo, y aun sin interés, si fuera necesario. De este modo se habría reemplazado, mediante nuevas emisiones, el dinero retirado de la circulación por los rentistas y capitalistas. Pero ¿dónde habría conducido semejante modo de proceder? Por un lado los capitalistas con montañas de papel‑moneda improductivo; por el otro las Cajas del Estado, repletas de cédulas y letras, es decir, documentos a largos plazos y cédulas hipotecarias consolidadas, tales como las precisan los empresarios.

Los montones de papel‑moneda acaparados por los particulares, (cuya fortuna entera finalmente habría tomado esta forma) podrían, un buen día, empezar a moverse, por cualquier acontecimiento, y como es dinero canjeable por mercaderías en el mercado libre, la enorme masa monetaria quedaría transformada repentinamente en una colosal demanda, contra la cual el Estado, ni con las cédulas ni con los documentos a largo plazo, estaría en condiciones de luchar. De tal manera, los precios habrían subido a las nubes.

Afortunadamente, debido a la libremoneda, hemos escapado a este peligro; pues el fracaso desastroso de esa „reforma“, explotado, como tantas veces se ha hecho, contra la teoría del papel‑moneda, nos habría atrasado por siglos, llevándonos a la barbarie del metalmoneda.

La libremoneda independiza a la oferta del dinero de cualquier condición; cuanto dinero el Estado pone en circulación, tanto se ofrece. Lo que hasta ahora se presumía como particularidad lógica del dinero: que su oferta, al igual como la de papas, deba corresponder siempre a la existencia, se ha hecho realidad ahora con la libremoneda: La oferta del dinero equivale a su existencia. La oferta monetaria no sigue ya un curso independiente a la existencia del mismo; ya no es cosa de capricho; la voluntad y el deseo han perdido su influencia sobre la oferta de dinero. La teoría cuantitativa es ahora completamente exacta: repito, la simple, ingenua teoría cuantitativa, denominada también la „rústica“.

En tales condiciones ¿cómo va a estallar una crisis? Aunque descendiera el interés, bajando hasta cero, o más aún, igualmente se ofrecerá el dinero; y si bajaran los precios de las mercaderías, el Estado los eleva por el simple aumento de las existencias monetarias. La demanda se mantendría, pues, en todas las circunstancias, paralela a la oferta de mercaderías.

Por eso, dado que la libremoneda hace imposible la crisis, debemos buscar la causa de ella forzosamente en la diferencia entre el sistema monetario anterior y la libremoneda. Y ese punto radica en la diversidad de las causas determinantes de la oferta de dinero que antes y ahora la dominan.

Antes, la premisa incondicional de toda la circulación monetaria era el interés; ahora hasta se ofrece el dinero sin interés.

Al producirse un descenso general de los precios, prueba que existía ya insuficiente oferta de dinero, las reservas monetarias privadas eran retiradas (pues ningún comerciante adquiere mercancías en el período de baja de precios, ni puede hacerlo, sin peligro de pérdida). El resultado era que el retroceso general de los precios a menudo se convertía en una liquidación precipitada y general, con la correspondiente conflagración de los precios. En cambio, ahora el dinero es ofrecido bajo todas las circunstancias.

En caso del alza general de precios, prueba de una oferta excesiva de dinero, todas las reservas monetarias privadas se lanzaban al mercado, puesto que cada cual quería aprovechar con la mayor cantidad posible de mercancías y valores bursátiles del anhelado repunte de los precios, y por eso mismo lo esperado debía suceder: los precios subían hasta el límite máximo, marcado por la suma de ofertas de todas las reservas monetarias privadas. Ahora, en cambio, los precios en general ya no pueden subir, porque no existen más las reservas monetarias privadas.

La magnitud de la oferta de dinero y la decisión del capitalista de comprar o no, eran determinadas por simples opiniones, pálpitos, rumores, noticias falsas o verídicas y, a menudo, por la cara que pusiera un potentado. Cuando el buen humor, reflejo de una excelente digestión de „prominentes“ bolsitas, coincidía con una buena noticia, se cambiaba la „tendencia“ y los que aun ayer vendían, eran compradores hoy. La oferta de las existencias monetarias era, pues, una veleta que se mueve según el viento.

Además de esto, hay que tomar en cuenta la casualidad de los hallazgos del material monetario. Alegría, si se encontraba oro; de lo contrario, conformidad. Durante toda la Edad Media y hasta el descubrimiento de América el comercio dependía de las existencias de oro y plata heredadas de los Romanos; puesto que todas las minas en aquel entonces conocidas, habíanse agotadas. El comercio y el tráfico quedaron reducidos al mínimo, por falta de medios de cambio, y la división del trabajo no pudo desenvolverse. Desde entonces se ha „encontrado“ mucho oro y mucha plata, por cierto; pero esos hallazgos por ser tales, eran muy irregulares.

A tales irregularidades en los „hallazgos de oro“ se agregaban todavía las fluctuaciones producidas en la política monetaria de los diferentes países, que, ora con ayuda de empréstitos extranjeros, instituían el patrón oro (Italia, Japón, Rusia), substrayendo de este modo cuantiosas sumas a los mercados internacionales, ora implantaban el papel‑moneda, con lo que el oro volvía a preciptarse sobre aquellos mercados.

De este modo la oferta de dinero fué juguete de los factores más diferentes y contradictorios.

Y precisamente en esto consiste la diferencia entre el sistema monetario anterior y la libremoneda: diferencia, que constituye la causa de las crisis económicas.

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(1) Nota del traductor: Mientras tanto se ha hecho este ensayo en los U.S.A. El así llamado „manipulated gold standard“ en los años 1923 a 1927, con el consiguiente fracaso.