EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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18. ¿Es el oro compatible con la Paz Social e Internacional?

En cada país existe un partido militarista, es decir, un grupo de hombres que a base de observaciones, investigaciones, teorías ajenas o propias, o de cualquier modo, llegaron a la conclusión de que la paz social, así como la internacional, es una ilusión. Pero quien no cree en la paz, cree necesariamente en la guerra y aboga por la guerra por todos los medios a su alcance. Aunque no esté inscripto como afiliado al partido propiamente militarista, puede considerársele como simpatizante. No es necesario, para eso, que desee la guerra y que su próximo estallido le cause alegría. Basta que crea en lo inevitable de la guerra; ya vendrá el resto. Aquí ocurre lo que en la antigüedad, las precausiones tomadas contra los desastres presagiados por el oráculo conducían necesariamente a tales desastres. Cuando en el medioevo se anunció el fin del mundo para el otoño siguiente, la calamidad se produjo realmente y azotó vastas regiones donde se había considerado superfluo sembrar los campos. Otro tanto nos sucede también a nosotros cuando la creencia en una crisis económica hace desistir a los empresarios de realizar las obras proyectadas, induciéndolos a despedir a sus obreros. La creencia en la crisis se convierte en la causa inmediata de su estallido, y la creencia general en la guerra y su estallido son coincidentes.

Por esto repito: el que no puede creer en la paz internacional actúa en favor del partido militarista y ha de contarse entre sus adeptos. Por sus conversaciones, por sus dogmas, por su escepticismo, contribuye a consolidar la creencia en la guerra.

Se puede dividir a los adeptos del partido militarista en 4 grupos; es decir, en gente que ve en la guerra:

1) un castigo divino
2) la exteriorización volitiva de personas ambiciosas
3) un proceso de selección biológica
4) un recurso contra la miseria económica.

Si por casualidad, en un día fatal llegan a coincidir las opiniones de aquende y allende las fronteras sobre el momento propicio para el estallido de la guerra, entonces, esos cuatros grupos forman en cada Estado un poderoso frente unido cuyas actitudes son de por sí motivos para un rompimiento internacional. Recalcamos aquí que los componentes de estos 4 grupos de ninguna manera necesitan ser de espíritu belicoso, al contrario, pueden personalmente aspirar a la paz. Contribuyen sólo a la guerra por no poder creer en la paz.

No entraré a considerar en detalle las teorías y opiniones de estos cuatro grupos y demostrar su vacuidad. Me ocuparé sólo del grupo que ve en la guerra una panacea contra la miseria económica. Este grupo es, por otra parte, el más numeroso e influyente. De ahí que combatirlo hasta su disolución es una tarea tanto más grata, cuanto que sin su apoyo, los otros tres quedan reducidos a la impotencia. Resulta aún más beneficioso para la causa de paz combatir y aplastar al cuarto grupo, desde que los otros, con sus argumentos y sus dogmas, dependen en gran medida del grado de preparación del cuarto. Desarmando y aniquilando pues el cuarto grupo, se debilita también a los demás.

Para la mejor comprensión de esta frase vaya, además, lo siguiente: la fe en la maldad del mundo que es la esencia de los grupos 1 y 2 proviene de una concepción pesimista de la vida, y es sabido hasta qué punto fomentan en la mayoría tal concepción las condiciones objetivas. Cuando los hombres atraviesan un período de depresión, cuando bajan los dividendos, cuando el obrero busca en vano trabajo, cuando el comerciante inclinado sobre su libro mayor busca la forma de conseguir dinero para compromisos pendientes, entonces celebra el pesimismo su triunfo. Entonces se habla del valle de lágrimas, se llenan los conventos, la guerra se impone como castigo y corrección de la humanidad pecadora. Todo lo que se emprende en una época tal parece pecaminoso y maculado como en los días de neblina.

En el fondo son, pues, los mismos que forman el cuarto grupo, sólo que con un matiz religioso. El origen de su pesimismo proviene de las deprimidas condiciones económicas y las misteriosas secuelas religiosas que suelen nacer, crecer y desaparecer con los mismos tiempos malos. Ese pesimismo desaparece generalmente con el mejoramiento de la situación económica. Cuando la situación es próspera, los jóvenes encuentran trabajo bien remunerado que les permite formar su propio hogar, crece la nupcialidad y ¿quién habla entonces del valle de lágrimas y de la necesidad de una guerra para redimir a la humanidad perdida? Ni en broma.

Lo mismo pasa con muchas personas del tercer grupo que, por razones biológicas, ven en la guerra un purgatorio, un medio de selección más riguroso. La miseria prolongada, las crisis duraderas, actúan como la degeneración. La desocupación, la denutrición, mala ropa, pésima vivienda, higiene deplorable, mal humor, todo esto quebranta al hombre. Nadie podrá soportarlo sin sufrir moral y físicamente. Si se prolongara la miseria, como sucedió en el período de 1873 - 1890 entonces podría el especialista determinar científicamente, mediante sus aparatos, el grado de degeneración alcanzado y hasta señalar, por la estadística criminal, los porcentajes.

Así pues, los que se inspiran en la guerra por razones biológicas, toman también sus argumentos de las pésimas condiciones económicas.

Que se trate aquí de conclusiones erróneas, que la guerra resulte a la postre lo contrario de lo que esperaban los primeros tres grupos, eso no tiene mayor importancia. Es suficiente que ellos lo crean. Desde el momento que uno se deja guiar en sus hechos y palabras por una teoría, ya no importa para la acción que la concepción provenga de cerebros sanos o perturbados. Si alguien nos arroja una piedra a la cabeza, menguado consuelo es saber, después, que la pedrada iba dirigida a otro.

Si lográramos descubrir la causa de la miseria y de las deficiencias económicas, habríamos derrotado al más poderoso de los cuatro grupos militaristas, y reducido a la impotencia los restantes.

¿Cómo surge la miseria? ¿A qué se deben las dificultades económicas? Del esclarecimiento de estas cuestiones me ocuparé ahora.

La leyenda (1) nos habla de una fabulosa edad de oro. Don Quijote dice que en aquél entonces no se distinguía aun entre lo propio y lo ajeno. Para él, la época de prosperidad fué la del comunismo; y añade, además, que aquel Eldorado no se llamaba así porque se hallara entonces el oro, "que tanto se estima en estos tiempos de hierro", con menos esfuerzo, sino porque todos los hombres tenian los bienes de la naturaleza a su entera disposición.
Me parece errónea la explicación del simpático filósofo. Al contrario, creo que la época de prosperidad ha de relacionarse con la introducción del oro como medio de cambio, como dinero. El oro fué el primer medio de cambio que en cierta medida respondió a las exigencias del comercio y de la división del trabajo.

Con la introducción de este dinero, la división del trabajo pudo desenvolverse con más libertad. El intercambio de bienes fué, relativamente, más segura, más rápido y más barato que con cualquier otro género monetario, que hasta entonces se usara. De ahí que podría explicarse bien la leyenda del "siglo de oro" si por la adopción de un mejor sistema monetario hubiera progresado la división del trabajo. Ya que sólo en ésta reposan los factores poderosos que propulsan el progreso y a los que la humanidad debe su elevación sobre el reino animal. Mientras la división del trabajo no pudo expandirse por falta de un sistema monetario adecuado, los hombres dependieron generalmente de su capacidad para aprovechar las materias a su alcance. La vida que llevaban en tales circunstancias fué en sumo grado miserable, una vida de bestias. El hambre imperaba entonces en una forma permanente, al igual que entre los animales del desierto. Podremos concebir mejor esa miseria, imaginando que el Banco Nacional, al estallar la guerra, no hubiera suplido con papel-moneda el dinero metálico guardado por la población. ¡Qué calamidad, qué miseria reinaría por doquier! Si se eliminara el dinero de Europa por sólo tres años, la mitad de la población sucumbiría en la indigencia. El resto habría descendido pronto al nivel cultural de la época lacustre, que es, por otra parte, el nivel máximo al cual se puede aspirar sin dinero como instrumento para el intercambio.

Supongamos ahora que, mediante la introducción del oro como medio de cambio, se haya atraído a los bárbaros de ciudades lacustres a la división del trabajo, de modo que cada uno pueda desarrollar sus aptitudes, desempeñando una función técnica especializada. Cuántas más hachas, redes de pesca, arpones, etc., fabricaría cada uno en el mismo espacio de tiempo y cuánto más perfectos resultarían estos instrumentos! La capacidad de producción de cada hombre se habría centuplicado; el bienestar general se habría extendido maravillosamente. ¡Cuántos tendrían, entonces, tiempo libre suficiente para dedicarse al estudio y la investigación de problemas serios, elevados, trascendentales! Y si canjeara, luego, sus productos por los atrayentes objetos que traen los mercaderes de comarcas lejanas, ¿no considerarían esos bárbaros a la cultura naciente como un tesoro precioso, tanto que al correr de los años, narrando a sus nietos estos tiempos magníficos que fueron, hablarían con justicia de Eldorado, en homenaje al oro que los elevó de la barbarie hacia la división del trabajo, la evolución industrial, el bienestar general y cultural? Por eso creo que la expresión edad de oro no ha de tomarse en su acepción figurativa, sino literal. El oro realmente creó la "edad de oro".

Pero no es posible tal cosa, dirán algunos. El oro, ese metal sin vida, ese símbolo de muerte, de ninguna manera pudo haber intervenido activamente en los destinos de la humanidad. Hasta qué punto carece de vida el oro, lo dice el himno de los apóstoles del patrón oro. ¡Qué de homenajes se rinde al áureo metal! Toda una serie interminable de negaciones. Empieza el himno diciendo que el oro no se oxida, ni se deshace, ni se pudre, ni se raya, ni huele, ni se rompe; no lo afectan sino muy pocas reacciones químicas, no es duro ni es blando, no se encuentra en la calle sino en muy escasos sitios, es de aplicación limitada y dada su rareza sólo es accesible a poca gente y en cantidades escasísimas. En una palabra, de todas las cualidades que poseen las otras substancias, que son aprovechadas en beneficio de los hombres, apenas hay rastros en el oro. ¡Las propiedades negativas caracterizan al oro! ¿Y no obstante eso hacemos derivar de él la "edad de oro", un fenómeno de tanta trascendencia?

La pregunta se justifica perfectamente y reclama una respuesta. Es así: De todas las substancias de esta tierra, es el oro la que tiene la menor aplicación industrial. Es por excelencia el metal muerto. Pero esto es lo peculiar del dinero, y de ahí que el oro, mejor que cualquiera otra substancia, ha podido servir de dinero. Debido a que no hallamos en el oro ninguna cualidad digna de mención, tiene para su aplicación como dinero la determinada y absolutamente necesaria cualidad de ser indiferente para todos los individuos. Cuanto más negativas sean las propiedades corporales del dinero, tanto mejor desempeñará sus funciones como medio de cambio.

Se vende una vaca y se obtiene dinero. Una sola ojeada merece éste, y ya desaparece en el fondo del bolsillo. Pero obsérvese ahora al hombre que se lleva la vaca. ¿Se conforma con echarle una sola mirada? ¿No la revisa y la manosea por todos los lados? ¿No descubrirá en ella cada día una nueva cualidad que, según el caso, le llenará de júbilo o le causará tristeza? Si el dinero no nos hubiera sido tan indiferente en su aspecto material, si consideráramos cada moneda como si fuera una vaca, un hacha, un libro, necesitaríamos un día entero para contar 100 marcos, y aún entonces no abrigaríamos la certeza absoluta respecto a su cantidad y su legitimidad. Es el hielo de nuestra indiferencia ante la substancia monetaria lo que permite circular simultáneamente, en un mismo pie de igualdad, a monedas acuñadas viejas y nuevas, amarillas y coloradas. Hasta qué punto llega nuestra indiferencia resalta en el hecho de que entre 1000 personas quizás no haya una capaz de indicar la cantidad de oro que corresponde a un marco. Cuán felices podían considerarse aquellas hordas de bárbaros, al dotarles la providencia con una substancia natural que por su carencia cualitativa les fué indiferente a todos, y que por lo mismo pasaba de mano a mano sin resistencia, pudiéndose determinar su cantidad exacta, y judicialmente llegado el caso.

En aquellos remotos tiempos sólo una substancia natural podía servir de dinero. Para crear dinero artificial, verbi gracia, papel-moneda, carecíase de la necesaria técnica, la que debía surgir posteriormente de la división del trabajo con auxilio del dinero áureo. El oro era la única moneda posible para individuos que aspiraban a salir de la barberie por medio de la división del trabajo.

Pero si al elevarse el oro a la categoría de medio de cambio de los pueblos, se observó una corrida general trás él, ¿no queda desvirtuada nuestra afirmación sobre la indiferencia de los hombres frente al oro? Sólo en apariencia. Los Morgan, Rockefeller, los especuladores y usureros que van a la caza del oro son, quizás, ante ese metal más indiferentes que los otros. Esta gente busca en el oro el dinero, el instrumento de cambio, del cual todos los demás ciudadanos dependen para poder intercambiar sus productos de trabajo. Ese dinero les concede el poder que anhelan. Un monopolio de oro, sin ser ese metal dinero, tendría considerablemente menos significación que un monopolio de plata, que es algo inconcebible hoy. Pero con el monopolio del oro, Morgan ha llevado ya, en una oportunidad, a la desesperación a 80 millones de americanos negros, blancos y rojos. La caza del oro no es, entonces, otra cosa que la caza del dinero. Y esta persecución es siempre igual, sea el dinero de oro, de papel o de cobre. Por esto no hay que tomar literalmente a Goethe cuando dice: "Hacia el oro vamos, del oro dependemos; ¡Ay, pobres de nosotros!" Porque todos corren tras el dinero. Antes se corría tras la plata. Judas traicionó al Maestro por una bolsa de monedas de plata, porque en aquel entonces la plata era dinero. Cuando se desmonetizó la plata nadie se acordó más de ella. Y, seguramente, Goethe habría sido tomado en broma, si en las palabras transcriptas hubiera puesto cucharas de plata, por ejemplo, en lugar de oro.

Como se ha dicho, por ser dinero el oro pudieron los bárbaros instaurar la división del trabajo y perfeccionarse técnicamente en la producción de mercancías. El oro resultó una escalera que permitió al hombre primitivo ascender desde su cueva hacia alturas más fulgentes de la humanidad. Pero fué una escalera defectuosa, y una escalera en tales condiciones resulta tanto más peligrosa cuanto más alto se sube por ella.

Es aún hoy enigmática para muchos la rapidez fabulosa con que los pueblos de la cultura antigua llegaron a la cumbre de la humanidad. Es asombroso como los griegos, romanos y otros pueblos más antíguos lograron en cortos períodos de tiempo resultados tan sorprendentes. Este enigma lo resuelve el oro, o, como podríamos ahora decir con conocimiento: este enigma lo resuelve el dinero y la consecuente división del trabajo, cuya fuerza progresista jamás estimaremos suficientemente. Esa rapidez extraordinaria en el desarrollo de aquellos pueblos nos sirve de índice para apreciar la importancia del dinero. La comparación con el invento del ferrocarril no nos da más que una pálida idea de todo lo que la divisíón de trabajo, favorecida por el dinero, ha procurado a la humanidad. La moneda es la piedra angular de la cultura; todo lo demás se erige sobre ella. Esta importancia preponderante del dinero nos advierte, también, lo que ocurriría si alguna vez fallara este fundamento: todo lo edificado sobre tal base se derrumbaría. Y es lo que sucedió a todos los pueblos de la antigüedad, que sucumbieron en cuanto desapareció el dinero o, como debemos llamarlo nuevamente aquí, el oro. El oro sacó a la humanidad de la barbarie, y la desaparición paulatina del oro la sumió de nuevo en ella.

Sabido es que el oro se encuentra, y el único medio de procurarse de oro para los fines monetarios es "hallarlo". Si se encuentra oro, habrá dinero; si no se encuentra, no lo habrá. En tiempos de Babilonia, Grecia y Roma, se dependía de los hallazgos auríferos al igual que hoy. Los babilonios no hacían su dinero, sino que, como nosotros, lo buscaban. No eran las necesidades del intercambio, de la división del trabajo, de la cultura, sino el puro azar lo que servía de medida para la fabricación del dinero de babilonios, griegos y romanos. Si se hallaba mucho oro, se hacía en Babilonia mucho dinero; análogamente como hoy se acuña mucho en Berlín, Londres, Berna, cuando se da con ricas minas en Alaska. En caso de encontrar poco oro, habrá que conformarse con poco dinero. Y cuando ya no se halle más oro la humanidad volverá sencillamente a la barbarie. Así, por lo menos, procedían los babilonios, judíos, griegos y romanos, y así, al parecer, se inclinan a obrar las autoridades financieras europeas.

¡Por escasez de oro se renuncia a la división del trabajo, se retorna a la economía de los hotentotes! Así procedieron los pueblos de la antigüedad, y así se explica la desaparición enigmática de aquellos pueblos cultos.

Tengámoslo, pues, bien presente; el oro se encuentra, es un hallazgo, un simple hallazgo; si no se halla, no lo hay. Para todos los demás objetos útiles al hombre, se dice: los creamos de acuerdo con las necesidades. Todo se produce o se obtiene en la medida de las necesidades: alfalfa, paja, literatura sobre el patrón oro y teorías del valor. Todo menos el oro, la materia necesaria para la fabricación de dinero, esa cuna de todas las culturas y fundamento de la grandeza nacional, esto no se crea, se encuentra, cuando se encuentra. Supongamos un instante que el presidente del Banco Nacional tenga un agujero en el bolsillo y por él pierda con frecuencia la llave del tesoro. Entonces, todo el comercio del país dependería del hallazgo de esa llave, así como depende hoy de los hallazgos de oro. Mientras el presidente está en busca de la llave, se paraliza la vida económica del país, y porque los pueblos antiguos no dieron con la llave perdida se hundieron junto con su cultura. Con respecto a los Romanos, esto ocurrió alrededor del período de Augusto, en que se agotaron todos los yacimientos auríferos, y las minas de plata de España, que hasta entonces habían suministrado la mayor parte de la materia prima para las monedas romanas, producían extremamente poco.

Con esto se inicia la decadencia del Imperio Romano. El poder de Roma se fundaba, como toda potencia duradera de Estado, en su fuerza económica, surgida del comercio, de la división del trabajo y del sistema monetario. Donde llegaba la moneda romana, se desarrollaba la división del trabajo y surgía el bienestar. Y este florecimiento general, visible e imponente se atribuía a la dominación y administración romanas, acrecentando, así, la bondad del régimen y manteniendo la unión del imperio. Pero cuando los romanos dejaron de hallar oro y plata, tuvieron que suspender la acuñación monetaria. La moneda disponible desaparecía poco a poco, se extraviaba o se exportaba en su mayor parte para pagar las importaciones del Oriente que superaban a las exportaciones. Así debió, pues, paralizarse la divisíón del trabajo que entre otras cosas suministraba los elementos bélicos. El bienestar declinaba, los impuestos se hacían cada vez más insoportables, y las fuerzas disolventes llegaron a dominar en el imperio.

La escalera de oro se quebró y el Imperio Romano cayó muy hondo, porque había subido tan alto por esa escalera traidora. Y hoy, en los alrededores de Roma, los pastores contemplan asombrados las ruinas de las obras maravillosas creadas por el mágico poder del oro. El esplendor de Roma, al igual que el brillo de Babilonia, Grecia y Jerusalén, no fueron sino un reflejo de las fuerzas colosales de cultura latentes en el sistema monetario.

Todas las demás interpretaciones que se dan al ocaso de los pueblos de la antigüedad parten de la concepción medioeval, triste, claustral, que empieza a tomar cuerpo cuando ya no se encuentra oro, cuando la división del trabajo debe contraerse o abandonarse por completo, cuando se extiende el hambre, la miseria y la sumisión. No es cierto que la corrupción de las clases dominantes provocó la caída de Roma. No hay hombres tan poderosos para que el bienestar o la miseria de todo un pueblo dependa de ellos durante siglos. Un pueblo vigoroso, creador, activo, cuya economía está basada en la división del trabajo, no se deja maltratar mucho tiempo por hombrecillos degenerados, viciosos. El hombre que triunfa económicamente lleva como las letras de cambio el "valor en sí mismo", es orgulloso y libre porque se siente seguro en su economía. Jamás hasta ahora, pudieron los tiranos afianzar su poder en tiempos de prosperidad económica. Tampoco se toleran en la gestión pública a hombres incapaces. Con la economía progresa todo, especialmente el sentimiento de la libertad, orgullo de los pueblos. Pero cuando este mismo pueblo se ve obligado a renunciar a la división del trabajo y a retornar poco a poco a la economía primitiva, como ocurrió en Roma, Babilonia, Jerusalén, debido a la reducción de las existencias monetarias; cuando el desaliento se apodera de todos y el clamor público se generaliza y aturden con su cantilena los mendigos, entonces sí que faltan hombres de orgullo y valer, que arrojen de sus posiciones a los mediocres y perversos, y tomen ellos mismos las riendas del poder.

No; Roma no cayó por su corrupción. Los individuos corrompidos sucumben por sus propios vicios; nada tiene que ver el pueblo en ello. Cuántas veces hubieran caído los pueblos europeos, si dependieran sólo de la corrupción de los príncipes y de las castas dominantes. Roma sucumbió la división del trabajo, y la división del trabajo cayó porque no se encontró más oro.

Es, pues, inexacta también la afirmación de que todo el pueblo romano hubiera degenerado. Hoy se señala al café, al alcohol, al tabaco, a la sífilis como causas de la degeneración étnica. Sin estos venenos nuestros médicos, en general, no conciben la degeneración. Sin embargo, los romanos ignoran tales venenos. Sólo conocían el vino que seguramente no se cosechaba en mayor cantidad que hoy, ni en cantidades suficientes como para corromper a una nación entera.

Inexacto es además, atribuir a los germanos la decadencia romana. Ya sabemos lo que es capaz este pueblo. Actividad alegre, meditación serena, aspiración de llegar a las alturas más elevadas, lo caracterizan. Aún suponiendo que los bárbaros (los germanos no conocían el dinero ni la división del trabajo) destruyeron el Imperio Romano ¿por qué no resurgió éste bajo el dominio de los germanos? Se afirma, no obstante, que la nueva vida se desenvuelve vigorosa sobre las ruinas. Pero; ¿qué podían hacer los germanos sobre las ruinas de Roma si tampoco ellos encontraron oro para poder acuñar el dinero necesario a la división del trabajo? Y sin ésta tampoco los germanos iban a crear una cultura. Roma sucumbió por la atrofía monetaria, y esta epidemia mortífera contagió a todos los pueblos que llegaron a ella. De las ruinas de Roma no pudo surgir ya una vida nueva, ni siquiera bajo el dominio germano.

Y así durmió Roma quince siglos hasta el resurgimiento, hasta el Renacimiento. Y esta resurrección se debe al invento más grande de la historia: la falsificación de moneda. Sí, así fué; ella despertó a Roma y a toda Europa del sueño invernal de la Edad Media. Faltaba materia prima para hacer monedas de buena ley y se las suplió con falsas. Los artistas, inventores y grandes comerciantes de la época del renacimiento son efectos, y no causas. Poetas y pintores nacen en todas las épocas.

Si la gran partera - el dinero - está presente, prosperan todos y se desarrollan bien; en caso contrario, todos perecen. La verdadera causa del renacimiento ha de buscarse más hondo; y se la hallará en el hecho de que durante el siglo XV, en Europa en general y en Italia en particular, se procedía a multiplicar el poco dinero salvado de la época romana mediante ligas de cobre, atribuyéndoles a estas monedas falsas la plena fuerza legal de pago de las legítimas. De un ducado se hicieron 3, 5, 10, 50 ducados y aun más; lo que sirvió para que cada cual se librase de sus deudas. El dinero disponible aumentaba y se difundía cada vez más entre las capas de la población. Los precios de las mercancías, que desde los tiempos de Augusto tendían continuamente a bajar y hacían del comercio un negocio arriesgado, y hasta totalmente imposible, reaccionaban ahora hacia arríba. A los comerciantes que se atrevían ahora a firmar letras, no les amenazaba más la cárcel por deudas como antes. Los precios subían: y es de suponer, entonces, que el precio de venta era seguramente superior al de compra. Gracias al cobre ligado a las monedas por los príncipes, en su exclusivo afán de lucro, fué posible de nuevo el comercio. Mientras los príncipes hacían causa común con los falsificadores de moneda, lanzando bastardos al mercado, ejerciendo la referida falsificación pudo reimplantarse la división del trabajo, y el mundo dió un hondo respiro. Aquí cabe el dicho: "no hay mal que por bien no venga". Si bien no fueron los príncipes corrompidos quienes arruinaron a Roma, fueron sin embargo ellos los que la resucitaron. El bastardo inyectó nuevamente vida a la división del trabajo, y ¿qué otra cosa, en el fondo, es el renacimiento, sino la resurrección de la división del trabajo? Porque la división del trabajo es el fundamento de toda cultura. Gracias a los bastardos, los poetas y los pintores pudieron conseguir compradores para su obras, y esto los estimulaba siempre a nuevas y mejores creaciones. El verdadero amigo del arte, el que movía a la sazón todos los pinceles y buriles era, precisamente, el bastardo, esa nueva ilegítima moneda. A ese bastardo le debemos sin duda alguna, que Gutenberg haya podido encontrar capitalistas para la explotación de su invento.

Verdad es que sólo fué un capitalista espúreo, pero ¿qué importa? Sin el dinero de Fausto, el invento de Gutenberg se hubiera quizás perdido, y el inventor perecido en una cárcel para deudores. Los bastardos procuraron la salida de las mercancías y de los libros, y para poder satisfacer esta demanda creciente, se le ocurrió a Gutenberg la multiplicación mecánica. En todas las épocas hay inventores. Asegúrese tan sólo la salida, que de lo demás se encargará la técnica, siempre hasta ahora a la altura de las exigencias.

Como para los que necesitan dinero, es decir, para los que venden mercancías es indiferente el material del mismo, las "monedas" bastardas pasaban de mano a mano, y cuanto más rojizas eran ellas (por el agregado de cobre), más rápidamente circulaban. Y allí donde circulaban también se trabajaba; y el trabajo que estimulaban equivalía, después, al conjunto de las operaciones de cambio efectuadas por su intermedio. Si fueran un millón los bastardos que cambiaban 100 veces al año de dueño, serían, pues, 100 veces un millón de bastardos en mercancías que se compraban, lo suficiente para dar a una ciudad fama de riqueza. Y así en todas partes la riqueza se hallaba en relación inversa a la legitimidad de las monedas, a la honradez de los príncipes. Si estos hubieran exclamado con el reformador Lutero: "Aquí estoy, no puedo de otro modo", rechazando con horror la idea de la falsificación de monedas, no hubiéramos tenido el renacimiento y al mismo Martín Lutero le habría faltado, quizás, la valentía para rebelarse. Para la rebelión se requiere algo más que la angustia espiritual de un pobre fraile; se necesita el ambiente propicio de toda una sociedad basada en la división del trabajo, vigorosa, creadora, valiente, próspera y amante de la libertad. Los mendigos no se rebelan.

Este himno al bastardo debería exteriorizarse exigiendo que se señale al fruto de la estafa que causó el esplendor monetario, como piedra angular de la nueva era. Ha merecido tal homenaje antes que su mote. Los rentistas y los usureros que resultaron perjudicados por el bastardo han desaparecido hace tiempo sin dejar rastros; pero las obras que favoreció, jamás perecerán. Las innumerables maldiciones lanzadas al bastardo con participación, curioso es advertirlo, de los economistas, se deben a razones de orden privado y no de economía pública. No se veía más que los perjuicios recaídos sobre los poseedores de las "monedas" a causa de su continuo enrojecimiento (alza de precios de todas las mercancías). ¡Daño irrisorio y mísero! La poderosa palanca económica que entrañaba el enrojecimiento pasó inadvertida. El bastardo poseía las fuerzas necesarias para el intercambio de los bienes, lo único que debe tomarse en cuenta cuando se analiza el dinero desde el punto de vista de la división del trabajo, del intercambio, de la economía nacional. De todos modos le corresponde a la falsa moneda, por ser la iniciadora de la ingerencia oficial en el sistema monetario, el título de honor de "piedra angular" de la nueva era, antes que a cualquier otro acontecimiento que se cita como propulsor de aquella potente evolución. El descubrimiento de América, la reforma religiosa, las invenciones de la imprenta y de la pólvora, que disputan igualmente tal título de honor, no tuvieron empero, directamente, influencia alguna sobre la división del trabajo y el intercambio de bienes, mientras que el bastardo ha de considerarse, como ocurre aun hoy con toda coyuntura ascendente, el látigo de la división del trabajo.

„No conozco período alguno de florecimiento económico que no corresponda a una afluencia extraordinaria de oro”, dijo el profesor Sombart, de Berlín.

El oro puede, empero, ejercer tal influencia solamente en su calidad de dinero, y los bastardos también lo eran, actuando económicamente como si se tratara de un aflujo mayor de oro.

Distinguimos, pues, en la historia los siguientes períodos:

1) Edad del hombre cavernario hasta la expansión de la división del trabajo, a raíz del advenimiento del oro como medio de cambio.

2) Florecimiento y decadencia de los pueblos de la antigüedad hasta su ocaso completo a consecuencia de la extinción de los yacimientos auríferos.

3) Período oscuro del medioevo hasta la aparición de la moneda bastarda.

4) Desde entonces, el desarrollo cultural instable a causa de las afluencias irregulares de oro.

Las nuevas manifestaciones de vida que se observaron por doquier en el siglo XV con la aparición de "bastardos", dotaron a ciertos mineros de coraje y de crédito para lanzarse a la búsqueda de oro y plata. No suele invertirse el oro en exploraciones problemáticas; pero los bastardos que se enrojecen cada vez más por el aditamiento de cobre, se invertían ya más gustosamente en negocios inseguros, y por cierto que ellos recompensaron este valor, probando ser los verdaderos "pioneers" del progreso. Se encontró lo que no se atrevía a buscar ya desde hacía 15 siglos: Plata en Bohemia, en Sajonia, Moravia y Hungría. En la ciudad de San Joaquín (Bohemia) se acuñaron en 1485 los primeros táleros. Entonces, la vida renació no sólo en los países de los príncipes del bastardo, sino también en aquellos cuyos señores no quisieron complicarse en el sucio negocio. Las monedas de plata cruzaron las fronteras de Alemania, derramando bendiciones a su paso. La catedral de San Pedro en Roma se erigió con la plata de las minas alemanas que ofrendaban los pecadores arrepentidos. Sin este metal, ni Miguel Angel, ni Rafael hubieran tenido oportunidad de manifestar su talento creador.

¿No habrán llegado también los táleros bohemios hasta España y realizado allí idénticos milagros? ¿Acaso no estaba, en aquel entonces, abierto el mundo para la plata? Bien, el hecho está ahora aclarado: los navios con que Colon salió de Palos en 1492 deben su existencia al espíritu de empresa que surge siempre ahí donde afluye el dinero para promover la salida de productos de la división del trabajo.

Sostengo, pues, que los Estados de la antigüedad se elevaron y cayeron por su dinero natural, que el obscuro periodo de la edad media duró 1500 años a consecuencia de la escasez monetaria, que el Renacimiento fué en sus comienzos el fruto de la moneda "bastarda", pero que su expansión, lo mismo que el descubrimiento de América, se debieron a las minas alemanas de plata, explotadas merced a aquellos bastardos, en la segunda mitad del siglo XV. (2)

Con los grandes hallazgos de oro y de plata en América termina la edad media. La abundancia de metales acuñables bastaron para que se disfrutaran en toda Europa las ventajas de la economía monetaria y de la división del trabajo. El oro creó el mundo antiguo y el oro creó el nuevo mundo. El oro derrumbó al mundo antiguo y el mismo oro derrumbará el nuevo mundo, si...

Nos llevaría demasiado lejos describir las múltiples influencias que sobre el desarrollo de Europa ejerció la afluencia irregular e intermitente de oro. Baste recordar aquí que también en América había que hallarlo. Unas veces se encontraba mucho y otras poco. Estas intermitentes afluencias de dinero repercutían sobre el mundo como verdaderos terremotos. Cierto es que los hallazgos no cesaron ya por completo como en la Edad Media, pero hubo largos períodos de mucha escasez monetaria, durante los cuales la humanidad tomaba rumbos medioevales, paralizándose el progreso en todos los campos.

El último de estos períodos tuvo lugar después del año 1872, cuando los usureros intervinieron en la legislación de todos los países, logrando por medio de la eliminación de la plata limitar en su provecho la producción de moneda. Según los usureros y los rentistas se fabricaba demasiado dinero, y éste se abarataba excesivamente. Los obreros y los campesinos, se decía, viven con holgura y esto no podía admitirse. De ahí que: ¡Fuera con la plata entonces! Los precios de las mercancías debían bajar, para permitir a los rentistas llevar una vida más fastuosa por el mayor poder adquisitivo del dinero. Pero quiso el destino que, por aquella época, también disminuyeran mucho los hallazgos de oro, y entonces estalló la llamada crisis crónica que perduró hasta 1890 y que, por sus múltiples repercusiones sobre los dividendos y cotización de acciones, castigó despiadadamente a los referidos círculos de usureros, por su injustificada intromisión en el presupuesto de campesinos y obreros. Habían fallado en sus cálculos, matando a la gallina de los huevos de oro.

Después del año 1890, los hallazgos auríferos aumentan en forma sucesiva, y hasta hoy continuada, contribuyendo de nuevo a elevar los precios que habían bajado sin cesar para desesperación de empresarios, comerciantes y agricultores. Cabe señalar aquí, para evidencia de la inseguridad de nuestra moneda natural, que los hallazgos de metales monetarios (oro y plata) que en los años 1866 - 1870 alcanzaron a más de 4000 millones, descendieron a 2500 millones en los quinquenios siguientes (desde el desplazamiento de la plata) para volver a subir, desde entonces a 7000 millones. A casualidades tan poderosas estuvo expuesta la más importante de nuestras instituciones sociales, en un período de sólo 30 años. ¿Qué habría pasado si los hallazgos de oro, que continuamente disminuían desde 1856 hasta 1885, hubieran seguido declinando después, en lugar de aumentar? Esta pregunta se justifica plenamente, ya que se trata de hallazgos que dependen en absoluto del azar.

Un constante retroceso en la fabricación de dinero ejerce una presión continua y creciente sobre los precios de las mercancías. Ella ahoga todo espíritu de empresa y justifica a los pesimistas cuando sostienen que, bajo las circunstancias vigentes, la mejor política es cruzarse de brazos. Contra la corriente bajista los empresarios y los comerciantes marchan con la misma dificultad con que un nadador se desplaza río arriba. Quien lo intenta es arrastrado generalmente al fondo, y su desgracia sirve a otros de escarmiento.
Y así vemos al pueblo entero cruzado de brazos, hambriento, decaído, timorato, genuflexo, ¿Qué espera? El "Sésamo, ábrate", que haga brotar de nuevo el manantial del oro. Y si no se encontrara la fórmula mágica vendrá, tan cierto como la muerte, el período glacial para la división del trabajo y las obras culturales.

Los hombres de espíritu estrecho oirán con satisfacción que los precios de todas las mercancías sevienen abajo. Ellos ven en la baja una disminución del costo de vida. Pero quien penetra un poco más en el asunto ve en seguida que los precios bajos no significan más que precios baratos para los parásitos; mas para todos aquellos que viven del producto de su trabajo y que han de alimentar a esos parásitos, los precios en ascenso son en realidad precios bajos. Por lo demás, el término "barato" es tan solo un concepto de economía privada, no pública, mientras que aquí consideramos al dinero desde el punto de vista de la economía pública.

La prolongada baja de precios implica, en última instancia, el estancamiento de la economía del país. En lugar de leña sé arroja agua al fuego de la economía nacional. Con los llamados bajos precios son imposibles, en absoluto, la industria y el comercio.

Lo dicho hasta ahora nos demuestra cuan mal se funda la división del trabajo en el oro. Pero no he encarado todavía la forma como el oro distribuye los bienes, cosa que también correspondería aquí. Empero, el tratar esta materia con cierta extensión me llevaría fuera de los límites de esta conferencia. Por mucho que me pese, he de conformarme por ahora con afirmaciones, refiriéndome, para más detalles, a mi libro "El orden económico natural'', donde aquellas están ampliamente fundadas (tomos 1 y 2).

Al oro debemos la división del trabajo y con ella los adelantos culturales de que gozamos. Pero al oro debemos también que la mayor y quizás la mejor parte de los bienes creados esté a disposición de los parásitos. ¡Como que es el padre del capitalismo! Gracias a sus prerrogativas corporales (metal noble) y legales (medio legal de pago) ocupa la moneda de oro una posición excepcional entre los bienes cuyo intercambio depende del dinero. El dinero de oro ha llegado por eso a convertirse asimismo en medio general de ahorro, y quien lo ahorra no lo cede hasta tanto no se le asegure cierto interés. Tarde o temprano todo el dinero emitido por el Estado para medio de cambio va a parar a la caja de algún ahorrador, de donde vuelve a la circulación a cumplir su misión, pero sólo cargado de tributo. Esta doble aplicación del dinero como medio de cambio y de ahorro es de naturaleza contradictoria y ha de considerarse como abuso del medio de cambio. El hecho de que para el intercambio de bienes sólo se disponga de dinero que devenga interés convierte al interés en condición previa a la producción de mercancías. Según Proudhon, el dinero se ubica en las puertas de los mercados, negocios, fábricas, y de toda "inversión de capital", (vale decir, inversión de dinero), y no deja pasar a quien no haya pagado interés o no pueda pagarlo.

Así vino al mundo simultáneamente con el oro y la división del trabajo, el gran perturbador de la paz, el interés. La división del trabajo en sí no exige ningún interés. ¿Quién lo pagaría y por qué? La división del trabajo debía haber traído, pues, a la humanidad un bienestar general, ya que ella no es prerrogativa de algunos pocos, sino accesible a todos. Pero esta fuerza divina sólo ha sido entregada por el oro a la humanidad a condición de retribuir interés, y con eso, también la división de la humanidad en ricos y pobres. Como si los dioses envidiosos no quisieran consentir a la humanidad el crecimiento de su poderío y previendo, temerosos, la liberación del hombre de la tutela divina introdujeron entre la familia humana el interés como elemento de discordia, fieles al lema: "divide e impera". El oro no tolera el bienestar general. Se declara en huelga, niega sus servicios cuando choca con hombres libres. Quiere amos y esclavos; gente explotada, extenuada de un lado y parásitos del otro. Hay una contradicción intrínseca cuando se pretende que el oro pueda servir a un pueblo libre, altivo y realmente soberano. Dinero de oro y existencia libre son cosas incompatibles. De inmediato, desde el primer día de su aparición, impone el oro la división de los seres humanos en trabajadores y ociosos, valiéndose de las fuerzas formidables que le transfirieron los mismos hombres al delegar en él las propiedades monetarias.

Y con esta división de la humanidad en una clase proletaria sudorosa y descontenta por un lado y en una clase parasitaria por otro, comienza también la preparación del hombre mezquino, malicioso, envidioso y criminal, con el cual tropezamos a cada paso en la historia milenaria. El oro ha sido creado para ser nuestro gran aliado económico, pero al mismo tiempo se convertía también en el enemigo hereditario de la familia humana. El oro crea automáticamente las condiciones económicas opuestas al advenimiento de un reino de Dios en la tierra. Junto al oro es imposible que arraigue el sentimiento cristiano entre la familia humana. El cristianismo concuerda con la división del trabajo, con una próspera y libre humanidad; pero si esa división del trabajo se basa sobre el oro, aquél cederá posiciones. Y efectivamente, ya no arraiga allí donde se implantó la división del trabajo, como se ve hoy en todos los aspectos de la vida popular. Cristianismo e interés son términos contradictorios. Pero oro por un lado y especuladores, usureros, parásitos, criminales, prisioneros, revueltas y crueldades por el otro, en una palabra, oro e interés esos si que son elementos concordes.

El oro se pone entonces al servicio de la división del trabajo sólo al precio de la paz social.

"Honrad a Licurgo - dijo por eso Pítágoras hace 2500 años - honradlo, pues él condenaba al oro, la causa de todos los crímenes".

De hombres que se han criado en un Estado dividido en clases, en amos y esclavos, en mendigos y dilapidadores, entre festivales de beneficiencia, bajo una legislación que tiende a protejer al gobierno fuerte y de clase así como los privilegios de los ricos antes que el bienestar general, no podemos esperar el amor cristiano, tan necesario para afianzar la paz interna, y la paz externa. El espíritu rebelde que predomina entre los oprimidos, entre las densas masas obreras del mundo entero, y el espíritu de tiranía y de opresión que se hace carne entre las otras clases en los momentos decisivos, crean automáticamente el estado de ánimo que conduce a la guerra. Pero el espíritu de la paz social e internacional debe reinar en cada hogar doméstico como una bendición, respaldado por todos sus componentes, no solamente como un simple voto de Nochebuena, en la tertulia de los más íntimos, sino como una convicción inculcada desde la primera infancia. "El germen del amor a la paz debe beberlo el niño del pecho de su madre" dijo Schiller. En la forma como conviven los padres y se tratan los hermanos entre sí ya se descubre la tendencia a la paz o a la guerra. Y la misma observación se hace en la escuela, en la iglesia, en el comercio, en la prensa, en la oficina, en el parlamento y en las relaciones con potencias extranjeras.

Progresar como hombre eso lo puede quien vive holgadamente, desahogadamente entre gente de su misma condición. La riqueza y la pobreza son situaciones igualmente injustas que no deben existir en un Estado bien ordenado; ellas son incompatibles con la paz social y con la paz internacional. La paz no es otra cosa que la libertad, y libre es tan sólo el hombre que para satisfacer sus necesidades puede apoyarse en su propio trabajo, en su posición económica. Tanto la pobreza como la riqueza son cadenas, y la contemplación de cadenas repugna a todo hombre libre. ¡Que las rompa donde las vea; eso es hacer obra de paz! ¡Fuera con los rentistas, con el proletariado, con el interés!

Eliminando el interés (y la renta territorial) cada cual comerá de nuevo su pan con el sudor de su frente. Pero quienes ganan su pan cotidiano con su propio trabajo son personas pacíficas. La prueba de su pacifismo está en la paciencia franciscana con que soportan al parasitismo. Con la eterna esperanza de que algún día se impondría la "justicia" pacíficamente, ahogan el espíritu de rebeldía que germina en su interior ante la contemplación de toda la injusticia y la estupidez que les rodean. Naturalmente, siempre que la opresión se mantenga dentro de ciertos límites.

El ambiente tan pacifista es un fruto del trabajo que surge en última instancia del sentimiento de fuerza y seguridad que embarga a quien se siente capaz de mantenerse a sí mismo y a los suyos. Este sentimiento de autosuficiencia es, al mismo tiempo, la condición preliminar para pensar alto y ser justo. Sólo el fuerte, el vigoroso y el seguro de sí mismo es justiciero. Dios lo es solamente por todopoderoso y porque se siente inconmovible en su trono. Pero Lucifer, que ya experimentó en carne propia el poder del más fuerte, trata con todas las mañas posibles de sostenerse en la vida. Y como Lucifer obra el hombre a quien el goce del interés, la vida a expensas de sus semejantes ha atrofiado espiritual y físicamente la capacidad para satisfacer sus necesidades cotidianas con su propio esfuerzo, con su trabajo personal. Siempre ha de contar con la sublevación de los que pagan interés; de modo que su seguridad económica, fuera de su "yo", se halla siempre afectada y reposa en gran parte sobre títulos y privilegios. Un hombre tal pierde naturalmente su capacidad para juzgar objetiva e imparcialmente los hechos que amenazan su existencia de parásito. ¡Que se convenza a una pulga de la injusticia de su modo de vivir! Para el débil (y así ha de considerarse al rentista) se justifica cualquier medio conducente a asegurar sus privilegios. De ahí también que considere como bruto, ordinario, pérfido y digno de muerte a todo aquel que atente contra ellos. Todos los medios son sagrados para protegerlos. El fin justifica los medios. Puesto a prueba, recurre a cualquier medio, inclusive la guerra.

¿No provocaron ya los príncipes innumerables guerras con el exclusivo fin de evitar la protesta airada de sus propios pueblos? Y si practicaron los príncipes este recurso; ¿por qué no han de hacerlo también los rentistas? Una guerra es el medio por excelencia para destruir las organizaciones obreras, para atizar el odio entre los mismos trabajadores. Existiendo, pues, peligro por este lado ¿por qué no servirse de la guerra? Hasta dónde lleva al hombre el instinto de conservación se ve claramente en la lucha feroz de los náufragos por un salvavidas o una tabla de salvación. Y la eficacia con que la guerra destruye las organizaciones obreras lo ha demostrado la conflagración actual. La misma Internacional que antes de la conflagración mundial solía cantar: "Todas las ruedas han de parar cuando mi brazo potente lo quiera..." se desmoronó. ¿No habrán tomado buena nota de esto los rentistas? El remedio resulta incuestionablemente eficaz. Y para poder desencadenar la guerra se recurre a la prensa que se compra o se crea para ese menester.

Tampoco les falta tiempo y paciencia a quienes viven del trabajo ajeno para preparar las cosas muy minuciosa y anticipadamiente, pues mientras los otros se afanan en el trabajo, los parásitos están sentados en muelles sillones y meditan. Asimismo ha de suponérseles dotados de la falta de escrúpulos y la sangre fría necesarias. El que no repara en rebajar por el cobro de intereses el nivel de vida de grandes masas populares, tampoco vacilará en sembrar la discordia entre ellas con el fin de mantener su posición privilegiada. Los especuladores de la Bolsa de Nueva York que en 1907 provocaron la gran crisis bursátil y que han previsto, sin duda alguna, todas las calamidades, toda la miseria que siguieron a aquella, incluyen también, cuando "vale la pena", la guerra entre sus maquinaciones, máxime cuando se trata de la existencia de ser o no ser, del desarme de las organizaciones obreras. El hombre quiere morir luchando; prefiere un fin con terror a un terror sin fin. Y la oportunidad la busca en un pretexto cualquiera, tan pronto como se convenza de que ha llegado el momento de obrar.

El oro es la causa de todos los crímenes, dijo Pitágoras y la división de la familia humana en grupos antagónicos es también un crimen. El oro nos trajo el gobierno de clases, la guerra civil que bulle en las entrañas de los Estados. Y ha de ser también el oro que separe a los pueblos y levante en armas los unos contra los otros. Veamos como consigne este propósito.

Los factores poderosos que provocan una abundante afluencia de oro (dinero) en la economía de un país (prosperidad comercial, coyuntura ascendente) no pasaron desapercibidos, motivando múltiples proyectos y leyes tendientes a fomentar el aflujo de oro o a impedir se retirada. "Mercantilistas" denominábase antes a quienes trataron en esta forma de ayudar a su país; "Proteccionistas" se les llama hoy. Como "lucha contra el encaje de oro muy reducido" se define a toda esa actividad. El embargo del oro al estallar la guerra, ejecutado en casi todos los países de Europa, es la novísima expresión de aquella ilusión. Los mercantilistas o proteccionistas razonaban así: "importación de mercaderías significa exportación de oro; de ahí que para aumentar nuestras existencias de oro debemos obstaculizar la importación de mercancías. Exportación de mercancías significa, en cambio, importación de oro, por consiguiente hemos de fomentar las exportaciones por todos los medios. La deseada traba a la importación la logramos por medio de los derechos aduaneros y el fomento de la exportación con ayuda de premios (en Alemania, en forma de rebajas en los fletes ferroviarios y marítimos). De este modo atraemos el oro al país y lo retenemos. Nuestro país florecerá a raíz de la abundante circulación del dinero, descenderá el tipo de interés, y lo que ocurra en los pueblos a los que quitamos el oro, nada nos importa como "políticos positivos".

Tal es en pocas palabras el contenido o el absurdo de la llamada política proteccionista. Ella es la consecuencia lógica de la circunstancia de no encontrarse el oro en la medida del deseo o de las necesidades, sino que se requiere la importación, la cual, a su vez, depende de los hallazgos casuales. Si los Estados fabricaran su dinero de acuerdo con sus necesidades, entonces "la lucha contra el encaje muy reducido de oro" no tendría sentido. Todo esto no es más que el resultado de un análisis superficial de los fenómenos económicos y nunca podrá alcanzar el éxito deseado, pues no se cambiará el estado de cosas mientras el oro se distribuya en el mundo según sus leyes propias (similares a la ley de los vasos comunicantes).

Obsérvese, ahora, la repercusión de la política de oro en las relaciones internacionales, y todo lo que esta política enturbia.

Ante todo, las naciones son colocadas en posición antagónica por el rubro "importaciones y exportaciones". El concepto estadual recibe un contenido completamente nuevo. Aparece la absurda tésis de la "esfera económica nacional". Hasta entonces las mercancías se despachaban a todas partes. No se "exportaban" ni se "importaban", tal como no se habla hoy de importaciones y exportaciones dentro de Alemania, Suiza, Estados Unidos. Simplemente se despachan mercancías de una provincia a otra; pero de Suiza ya no se despachan mercancías a Alemania, sino que se "exportan". No se lleva estadística alguna de los trenes enviados de una provincia a otra; pero se registra con fines estadísticos hasta las mercaderías "exportadas" en un paquete postal.

Así repercute esa política sobre el producto de nuestro trabajo. Las mercancías toman un sello nacional. Ya no se trata de un simple canje de productos. La inscripción "producción alemana" (made in Germany) exigida por Inglaterra debía distinguirla de la "producción inglesa" (made in England). Ya que los pueblos pierden cada vez más sus rasgos raciales, los ingleses querían, por lo menos, conservar esa peculiaridad para la pomada de lustrar procedente de Alemania...

Pero "importaciones" y "exportaciones" no se conciben sin una delimitación bien marcada. Hasta entonces el concepto "Estado" tenía escaso contenido diferenciable. Los Estados estaban situados uno al lado del otro, como hoy las aldeas, comarcas, provincias, cantones, territorios federales, etc. Los pueblos se distinguían por su idioma, su raza, sus costumbres, etc., pero los Estados coincidían en mayor o menor grado entre sí. La concordancia de sus leyes y el tráfico completamente libre unían a los pueblos; nada los separaba salvo las querellas entre los príncipes. Hoy palos, mañana abrazos. Las fronteras nacionales no significaban líneas divisorias para los pueblos. Apenas podía alguien precisar tales fronteras. Nadie les prestaba mayor atención; nadie las vigilaba. Sólo tenían importancia para los príncipes y sus descendientes. Eran, en verdad, límites trazados en el aire; se cruzaban sin dificultades y sin recelos. En el fondo no existió durante la Edad Media sino una frontera: la religiosa, que separaba al mundo cristiano del mahometano. Para los judíos o para quienes eran simultáneamente cristianos y mahometanos tampoco había fronteras; todo el mundo les estaba abierto.

Prescindiendo de las barreras aduaneras también los Estados actuales concuerdan más o menos y es público y general el deseo de fomentar esta concordancia. Las leyes de los distintos países son tan uniformes que apenas se toma uno el trabajo de conocer las del país donde se propone radicar. Cada cual las acepta creyendo ser lo más natural su similitud con las leyes de su propio país. ¡Cuántas naciones, para ahorrarse la discusión y el estudio de las leyes, adoptaron simplemente la constitución y la legislación de países vecinos. Pero si las leyes de dos Estados son iguales, no se conciben fronteras entre ellos. Confluyen como dos gotas de agua. La identidad une; la diversidad separa y determina las fronteras. Cabe señalar, además, las docenas de pactos que en cuestiones de importancia fundamental tienden puentes entre las naciones y quitan barreras fronterizas.

Si no fuera por las trabas aduaneras y por la animadversión que han creado las ideas económicas arrevesadas y equívocas, origen de las aduanas, apenas se diferenciarían hoy los Estados entre sí. Pero las barreras aduaneras destruyen violentamente todo lo que une a los pueblos por naturaleza. El poder separador de las aduanas anula por si sólo todos los factores unificadores, puesto que el proteccionismo se inmiscuye en la economía privada, vale decir, justamente en un asunto al que el hombre dedica, por lo general, el 99% de su espíritu, de sus energías, de su vida.

Todo hombre sano extiende como Alejandro Magno sus pretensiones sobre el mundo entero. No le satisface un lote cercado. ¡Para él no es el universo un jardín zoológico en que los pueblos, separados por rejas de hierro, viven aisladamente. El globo terráqueo que describe su larga órbita alrededor del sol, tal es la patria del hombre, la patria que le discute el impuesto aduanero. Eso es un contrasentido, eso es la guerra.

Tan pronto como un pueblo trate de conservar para si sólo el país que ocupa, aislándolo, (aunque sea con el fin mercantilista del acaparamiento de oro) despertará en el hombre el espíritu de Alejandro Magno y no hará más que pensar en la forma de recuperar por la violencia aquella parte de su herencia natural. Porque toda la tierra, de un polo a otro, es su herencia. Cada ser humano se considera, consciente o inconscientemente, como príncipe heredero del mundo. Y si no le es posible obtener toda la tierra, tratará por lo menos de adueñarse de la mayor parte posible y asegurársela con todos los medios a su alcance para sí y sus descendientes. Entonces despierta en él la idea de la conquista, de la guerra, idea que en sí es completamente ajena al trabajador. Pero esta idea se arraiga inevitablemente en el hombre cuando el hombre y sus productos tropiezan con la traba de las fronteras. Sin la existencia de éstas ¿que sentido tendría la política de anexiones? ¿Quién ganaría algo con ella y qué? Porque si no es por el saqueo y la esclavitud, la conquista de un territorio no puede tener otro sentido razonable que incorporarlo a la jurisdicción aduanera propia que cada cual trata de ampliar lo más posible.

Aduana, guerra, conquista son, pues, la misma cosa. Con la abolición del impuesto aduanero no quedaría en el mundo territorio conquistable. La supresión de las aduanas realiza los planes de Alejandro Magno. Cada uno se sentiría dueño del mundo entero y contemplaría compasivo desde su cumbre a los reyezuelos de esta tierra.

Cuando Carlomagno y más tarde Carlos V desmembraron sus imperios, nadie se opuso a ello. La desmembración era un proceso exterior que no afectaba a los pueblos. Pero si hoy un rey intentara dividir en varias zonas independientes a una unidad orgánica aduanera, la población entera se resentiría con la división y la vetaría. En la guerra de secesión de los Estados Unidos fueron sólo intereses económicos los que impidieron la segregación. Si en aquel entonces el mundo no hubiera conocido las aduanas quizás los Estados del Norte habrían festejado la separación de los Estados meridionales, de negros. En todo caso no se habría resistido la separación del mismo modo que Noruega y Suecia se constituyeron en Estados independientes sin mayores dificultades, puesto que el estado común que habían formado siempre tenía un alcance limitado, y ambos países formaban ya antes diferentes distritos aduaneros. Son, pues, intereses económicos los que unen a los Estados. Y estas condiciones se forman artificialmente por el sistema aduanero. Si no existieran aduanas, ni el temor de su implantación futura, tampoco habría fronteras económicas ni, por ende, antagonismos económicos; el concepto "jurisdicción económica nacional" desaparecería del planeta y no sería factible una expansión de la zona económica, ni por medio de pactos, ni por la conquista porque la zona económica de cada país, de cada pueblo, de cada individuo, abarcaría ya el mundo entero.

Es una idea noble acabar con las guerras. Pero para extirparlas radicalmente es necesario abrigar la certeza de que en un futuro próximo se quitarán del mundo las aduanas, por ser contrarias al derecho de gentes. Si después de esto algún país instala barreras aduaneras, sabrá que se ha puesto en estado de guerra con el resto de la humanidad y deberá soportar las represalias del mundo. Pero si la política aduanera actual, insensata y contradictoria ha de subsistir, entonces, sería inútil gritar: "¡Abajo las armas!". Hay cosas peores que la guerra.

Mucho se ha hablado de la libertad de los mares y es, por cierto, bueno que el mar sea libre para el hombre. Pero mucho más importante que esto es la libertad de la tierra. Por eso me suena a burla contra el género humano, cuando el Presidente Wilson habla únicamente de la libertad de los mares y no de la libertad de la tierra. A ningún pueblo han de concederse derechos exclusivos sobre el territorio que ocupa.

Que se abran las puertas de los Estados Unidos a los mongoles, que los productos de todo el mundo tengan ahí acceso libre y, viceversa, que el universo esté abierto también para los norteamericanos. Nuestros antepasados no descubrieron y poblaron el continente americano para aislarlo. A todos los hombres se les ha señalado la tierra como palestra, a todos bajo las mismas condiciones naturales. Y quien se muestre más capaz en ese lugar, que viva en él y se multiplique.

Y hemos de llegar a esta libertad absoluta de mar y tierra cuando nos libertemos del prejuicio de necesitar oro para nuestro dinero, y de la "lucha por un encaje mayor" cuando ese oro escasee.

Deseo terminar aquí con la crítica del patrón de oro. Habría aún muchos y muy importantes aspectos que tocar, también desde el punto de vista técnico-monetario, contra la mantención de ese sistema funesto. Quien quiera profundizar el asunto puede leer el libro anteriormente mencionado. Esta conferencia tiene por objeto primordial llamar la atención del gran público, y particularmente la de los pacifistas, sobre el gran perturbador de la paz, llamado patrón oro, y encauzar su actividad, si es que realmente se proponen hacer algo efectivo. Todo cuanto realizan los pacifistas es bueno y loable. Pero incomparablemente más eficaz sería su esfuerzo humanitario si dedicaran mayor atención a las causas económicas de las guerras, y no sólo de las guerras internacionales, sino también, y en especial modo, de la guerra civil que desde hace 3.000 años ruge sin interrupción sobre la faz de la tierra.

Hace algún tiempo se fundó en Suiza una sociedad denominada "Federación Suiza de Libre Economía" que con la finalidad de la paz universal inicia su obra asentando en el propio país los fundamentos económicos de una verdadera paz social. (3)

Suprimir los réditos sin esfuerzo, otorgar el derecho al producto íntegro del trabajo - he aquí las condiciones previas que sostiene la citada Federación para la realización de los sueños pacifistas. Eliminación del oro y su reemplazo por el papel-moneda administrado según principios científicos, - he ahí la primera medida. La segunda: reintegración del suelo a la comunidad - medida igualmente transcendental - de la cual, empero, no hablaremos ahora.

En el programa de la "Federación Suiza de Libre Economía" reposa una verdadera obra pacifista, meditada y profunda. Aquí se procede virtualmente a un desarme radical. Pues, como armamentos son menos peligrosos hoy las fortalezas y los acorazados que las corrompidas condiciones económicas. ¿Qué quiere decir desarme? El hombre viene armado al mundo. Si se quisiera cortarle las uñas o limarle los dientes estrangularía a su adversario. Caín buscó su arma en la rama seca de un roble. Los armamentos en sí no conducen a la guerra. Esta tiene raíces mucho más hondas. Quien desee sinceramente el desarme ha de librar a la humanidad de las cadenas con que aprisiona a los hombres la acción del oro.

„El oro - dijo Pitágoras hace 2.500 años - es la causa de todos los crímenes”. A él se deben también las guerras.

Por eso, quien quiera contribuir a la paz social y a la paz internacional debe apoyar los esfuerzos de la "Federación Suiza de Libre Economía", incorporándose a sus filas.

La mujer de Lot miró hacia atrás para contemplar el horror y quedó convertida en estatua de sal. Y lo mismo les pasa hoy a los hombres que dirigen la vista hacia atrás; se fosilizan, se petrifican, se tornan armamentistas, se declaran militaristas.

Todo aquél que lee la historia de la civilización humana se horroriza. ¡Horror, nada más que horror y destrucción! "Armate, ármate, ponte la coraza si no quieres que te maten a golpes. Contempla las ruínas de Babilonia, de Nínive, de Jerusalén, de Roma. La guerra eterna está en la naturaleza humana. Babilonia subsistiría aún hoy, rica y majestuosa, si hubiera estado armada, mejor armada militarmente", así parece hablarnos la historia.

Copérnico y Galileo nos demostraron cómo engañan las apariencias. El hecho de que hayan engañado también a quienes trataron hasta hoy de explicar los sucesos históricos resulta un infortunio inmensurable. Las consecuencias de una interpretación equivocada las hemos visto cuando Galileo comprobó que el sol no gira alrededor de la tierra. La Ciudad Eterna tembló en sus cimientos. Y eso que se trataba entonces sólo de una cuestión astronómica, de un asunto puramente académico. ¡Cómo se conmoverán las bases de nuestros pensamientos y de nuestra acción cuando un día comprobemos que los destinos de la humanidad no giran en torno de Marte, sino de Mercurio!

La interpretación mercantilista del ocaso de la civilización antigua nos abre nuevos horizontes en todos los terrenos y en primer término en el del pacifismo, pues el hombre necesita de la historia; ella es la gran maestra cuando se la sabe interpretar. La mirada retrospectiva se convierte en una perspectiva. La experiencia es el mejor oráculo. De acuerdo a lo que enseña la historia, acomoda el hombre su acción. ¿Cómo procede, p. ej. el colonizador que emigra a comarcas lejanas? Ante todo estudia el reino vegetal cuyos restos encuentra en los campos. Luego estudia las condiciones climatéricas y busca las huellas de anteriores expediciones militares. Más de un inmigrante habrá ya levantado su tienda a orillas del arroyo que corre mansamente y arado y sembrado alrededor, cuando un indio de paso le llama la atención sobre los juncos secos que cuelgan de las altas ramas de un álamo. Estos significan para nuestro colonizador lo que las ruinas de Babilonia deberían ser para nuestros estadistas. Los juncos le dicen que la apariencia lo ha engañado; que el manso arroyo, al disolverse la nieve en las montañas, se convertirá en un torrente gigantesco que arrasará con todo. Asustado desarma el colono su tienda y huye, sin mirar atrás como Lot para ver la destrucción de Sodoma.

El hombre está perdido si no consulta la historia, si no interpreta los hechos históricos. Pero se pierde irremisiblemente si los interpreta mal. Y es lo que hemos hecho. La apariencia nos ha engañado. Nuestro barómetro histórico marcó la necesidad de armarnos y los armamentos nos llevaron a la guerra. Los encargados de interpretar la historia nos señalaron la necesidad del espíritu guerrero para la defensa del Estado; lo inculcamos, entonces, a la juventud, y ese espíritu militarista nos condujo a la guerra contra la cual sólo queríamos protegernos.

¡Cuán diferente habría resultado todo si, desconfiando de la apariencia, de la superficialidad hubiéramos escarbado un poco más en los escombros de la civilización! Pronto habríamos hallado una tabla con la siguiente inscripción: "El patrón oro es la cueva de los ladrones en la cual se incuban las guerras civiles e internacionales. El patrón oro nos desarmó impidiendo así resistir la invasión de los bárbaros. El oro me llamó a la vida, pero convirtiéndose en infanticida, segó la vida en flor. ¡Honrad a Licurgo! El condenó al oro, la causa de todos los crímenes".

 

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(1) Me hubiera sido fácil tomar como demostración de mi tésis las condiciones económicas del período inmediato anterior a la guerra. Empero, por razones fácilmente comprensibles he optado por retraerme hacia el pasado más lejano que podemos juzgar con mayor objetividad.

(2) La minería, naturalmente, nunca estuvo paralizada en su totalidad. Pero su rendimiento fué insignificante y apenas pudo cubrir la demanda normal del período mencionado.

(3) En Alemania persiguen la misma finalidad la "Federación Alemana de Libretierra y de Libremoneda" y la "Unión Fisiócrata". Ambas con sus ramificaciones (ahora, 1931: Federación Militante Fisiócrata, Federación Suiza de Libreeconomía, y Partido Libreeconomista alemán).

NOTA DEL TRADUCTOR: En Alemania, desde 1933, el advenimiento de Hitler, toda propaganda para la Libre Economía está prohibida y sus asociaciones, ya bastante numerosas, fueron disueltas.