"Un mundo sin hambre"

Josué de Castro

 

CRISIS BIOLÓGICA Y CRISIS POLÍTICA

Hay quien trata de explicar la decadencia de nuestra civilización por la disminución progresiva del número de individuos capaces de soportar sobre sus hombros el enorme peso de la cultura bajo la cual acabarán por hundirse. Pero otros prefieren buscar la causa en la degenerescencia biológica y psicológica del hombre, en su falta de fuerza y de valor para mirar cara a cara la realidad social. Esta debilidad y este miedo son en gran parte consecuencia del hambre o de las amenazas de hambre a que actualmente se ven expuestos innumerables grupos humanos.

De hecho, hay un gran número de pueblos que, bajo la acción disolvente del hambre, se someten humildemente al poder de fuerzas destructoras y antisociales. Ya hemos demostrado antes que fue el hambre la que hizo caer al Japón en las garras del fascismo. Y que fue un mecanismo idéntico el que hizo triunfar el nazismo en la vieja Europa durante los «años decisivos» de su historia, entre 1930 y 1940. Mientras el hambre aguijoneaba a los individuos y su espectro amenazador provocaba un pánico general, a los embaucadores de las masas, a los hipnotizadores de las multitudes como los ha denominado Keyserling, les fue fácil transformarlas en una pasta maleable, dócil entre sus férreas manos. En aquella hora tan grave para la humanidad, algunos pueblos europeos, que se sentían demasiado débiles para seguir adelante arrastrando tras sí el peso muerto de la cultura y que comprendían que les sería imposible liberarse con sus propias fuerzas de la asfixia moral que los estrangulaba, se abandonaron voluntariamente a la sugestión de los gestos dominadores. Al no saber que hacer con sus manos, aquella pobre gente, convertida en esclava de la miseria, se inclinó ante el ademán imperativo y comenzó a repetir el mismo gesto que todo el mundo, como signo de renuncia total a su libertad. Como signo de la pérdida voluntaria, en efecto, pero también como signo de la calma momentánea que había conseguido huyendo de su propia responsabilidad.

La psicosis colectiva a que se vio arrastrada entonces Europa y que representa una crisis psicológica superpuesta a una crisis biológica latente, se parece mucho al fenómeno observado por Pavlov en los perros sometidos a los experimentos de reflejos condicionados. Después de muchas experiencias de ese género, el miedo al hambre y al sufrimiento crea en los animales un estado tal de inhibición que les hace olvidar todos los reflejos adquiridos anteriormente. Y eso fue lo que le sucedió a Europa, presa de una grave crisis de ansiedad, que tan bien caracterizó Pierre Janet: «Existe en la actualidad un número enorme de hombres deprimidos, de individuos que no poseen la energía suficiente para ocuparse de los asuntos públicos, ya que le tienen miedo a la acción social. De ahí la extraordinaria necesidad que experimentan de sentirse orientados y protegidos. De ahí también la seducción que ejercen en ellos los dictadores.»

Cuando Europa se dejó arrastrar por la ola del fascismo y el nazismo, lo hizo con el deseo de salvar la piel, de salvar «su sucia piel», como dijo Curzío Malaparte 9 simbolizando así los instintos vegetativos que gritan alto y fuerte en el animal-hombre, sobre todo el instinto del hambre. «Antes se sufría, se mataba, se moría para salvar el alma. Hoy el hombre sufre y hace sufrir, mata y muere, lleva a cabo hazañas magníficas y hace cosas horribles únicamente para salvar la piel», añade Malaparte en un tono a la vez trágico y burlesco. Y ese amor excesivo por la propia piel, ese deseo angustioso de satisfacer las necesidades vegetativas proviene. del sufrimiento, del miedo y la ansiedad que hace nacer en el ser humano la dura experiencia del hambre. Si el mundo desea volver a encontrar su panorama moral, si quiere ver acrecentarse el número de hombres lo bastante fuertes como para no luchar solamente por su propia piel, sino para mantener los principios democráticos que valorizan la condición humana, antes que nada tiene que eliminar por completo el estigma degradante del hambre. ,,_

La instauración de una economía de abundancia significará un gran paso hacia la solución de los problemas, no sólo cualitativos sino también cuantitativos. Los grupos humanos serán más sanos y más capaces y su importancia demográfica estará mejor adaptada a las posibilidades naturales y culturales de cada uno de ellos. En los grupos que hoy parecen más expuestos a la superpoblación, los índices excesivos de fecundidad o, como dice Vogt, el apetito incontrolado de reproducción disminuirá muy pronto y la curva de su desarrollo demográfico tenderá hacia un estado de equilibrio.

En consecuencia, el mundo no encontrará el camino de la salvación esforzándose por eliminar los excedentes de población o controlando los nacimientos como prescriben los neomalthusianos, sino trabajando para hacer productivos a todos los hombres que viven sobre la superficie de la tierra. Si en el mundo existe hambre y miseria no se debe a que haya demasiados hombres, sino a que hay pocos hombres para producir y muchos para comer. La política malthusiana de una economía deshumanizada que preconiza dejar morir a los débiles y los enfermos, ayudar a los hambrientos a morir más de prisa, que incluso llega, como hace Vogt, a desaconsejar la asistencia médica y sanitaria a las poblaciones más miserables, no expresa más que el sentimiento egoísta y mezquino de los que viven bien y se sienten llenos de horror ante la inquietante presencia de los que viven mal. La verdad es que para Vogt el mundo debe considerarse como una recepción de gala para invitados de postín, y no como una fiesta callejera donde hay que estar desesperadamente apretados y donde uno se expone al fastidio de recibir codazos y pisotones. Por ello aconseja expulsar despiadamente a todos los importunos, a todos los aguafiestas que le impiden disfrutar de la vida fácil de los buenos tiempos. Vogt no siente ningún escrúpulo en prescribir los medios más inhumanos. En su furor de depuración de la humanidad, cubre de invectivas a los médicos y a la medicina moderna porque intentan salvar vidas aplicando sus métodos preventivos y curativos en las regiones más atrasadas del globo. Porque, según Vogt, esas vidas son indeseables.

Pese a los veinte años de ayuda bilateral y multilateral pública y privada, pese a las experiencias de asistencia técnica y de las sucesivas inyecciones de dólares al Tercer Mundo (cien mil

millones de dólares, entre 1950 y 1965), su nivel de vida se halla todavía más alejado del de las naciones bien desarrolladas e industrializadas. El foso que separa ambos mundos no cesa de ensancharse. Ya no se habla siquiera de cegarIo. Eso sería utópico. Se habla más bien de tender puentes a través del abismo que los separa. A la luz de datos estadísticos fundamentales, Charles Iffland afirma que la ayuda a los países pobres ha entrado en un callejón sin salida. Creo que Charles Iffland tiene toda la razón.

Todo el mundo parece estar de acuerdo en considerar fracasados los programas de desarrollo aplicados a las regiones más atrasadas. Se ha hecho evidente que esta estrategia se estableció sobre principios y sistemas de pensamiento muy alejados de la eficacia. Se están realizando investigaciones y meditando a fondo para descubrir los puntos débiles del sistema fracasado y para concebir una nueva estrategia de desarrollo capaz de salvar al mundo de los graves problemas que representa la disparidad de crecimiento entre dos universos yuxtapuestos pero no integrados: el del desarrollo y la abundancia y el del subdesarrollo y la miseria.

Se han cometido errores graves que han hecho que todo el esfuerzo en pro del desarrollo no haya conducido a gran cosa. El mayor consistió en pensar que el proceso del desarrollo sería en todas partes semejante al de los países ricos de Occidente.

Una especie de etnocentrismo llevó a la mayoría de los teóricos del desarrollo a apoyar sus ideas y sus sistemas en las concepciones de la economía clásica, ignorando casi totalmente la realidad socio económica de las regiones dependientes. Olvidaron que no existe una economía mundial integrada, sino solamente una economía occidental llena de contradicciones, una economía socialista todavía en elaboración y una red de aprovisionamientos y de ventas en el resto del mundo. No se ocuparon, pues, de las estructuras económicas del resto del mundo, que abandonaron a los sociólogos o, más bien, a los estudiosos del folklore. Olvidaron al hombre de esas regiones de cultivo tradicional, tan distinto al de la civilización occidental.

Pero es que el Occidente, en su frenesí de productividad, olvida siempre al hombre.

Se pensó que mediante la introducción de capitales, los descubrimientos, las invenciones y las innovaciones occidentales se podría cambiar el cuadro general de las estructuras tradicionales no occidentales y provocar su desarrollo.

El milagro no se produjo. Y a la ilusión de la ayuda, solución fácil de los primeros años, siguió la decepción y el pesimismo que condujeron a la idea de que el retraso del Tercer Mundo era un problema casi insoluble. Esos países están subdesarrollados, dijeron entonces los occidentales pesimistas, por la fuerza de las cosas, por un fatalismo biológico o un determinismo geográfico, por condiciones naturales que impiden su acceso al verdadero desarrollo autónomo.

¿Será verdad que la distribución de la riqueza se realiza automáticamente por esa fuerza que Adam Smith llamó «la mano invisible» y que, en una economía liberal de laissez-faire, esa «mano invisible» se ocupa de promover el equilibrio económico del mundo?

Desgraciadamente, la «mano invisible» no ha actuado jamás en interés de la humanidad, mientras la mano visible de los grupos dominantes y privilegiados acapara siempre los beneficios, dejando en la miseria y en la indigencia las grandes masas marginadas que constituyen lo que hoy se llama «las poblaciones de los países subdesarrollados». En realidad, el subdesarrollo no es la ausencia de desarrollo, sino la consecuencia de un tipo de desarrollo mal dirigido.

El subdesarrollo no se deriva de la fuerza de las cosas, de la fatalidad, sino de razones históricas, de la fuerza de las circunstancias.

El desarrollo implica el aumento de riqueza y el cambio social, ambos al servicio del hombre.

Ahora bien, hay que reconocer que esta noción del desarrollo, aunque más completa que los conceptos anteriores de progreso (aumento de la riqueza), no está todavía enteramente libre de prejuicios emocionales y no es aún científicamente precisa. Si el desarrollo es para todos el paso de un nivel más bajo a un nivel más elevado, todavía no hay unanimidad en cuanto al criterio de valoración para determinar esos distintos niveles.

Como no se conocen las necesidades fundamentales, se fabrican falsas necesidades. Las aspiraciones se inoculan desde fuera mediante el sutil sistema de la publicidad, que forma parte de la civilización de consumo en los países que se consideran «bien desarrollados». Una fórmula traduce tristemente esta situación. Se trata del anuncio de unos grandes almacenes: «Si no sabe todavía lo que quiere, no importa. Entre usted. Nosotros lo tenemos.» Es preciso, por consiguiente, tener una idea precisa de los fines del desarrollo, que no son únicamente el aumento de la riqueza, ni siquiera el aumento del rendimiento por habitante, como se piensa en los medios oficiales de la ONU, sino algo más complejo que debe englobar la elevación total del hombre mediante el enriquecimiento de todos los valores de la vida.

9 Curzio Malaparte, La peau, París, 1949

 

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