RODOLFO WALSH Y FRANCISCO URONDO, EL OFICIO DE ESCRIBIR

Fabiana Grasselli

Politización del arte

Cuando caracterizamos los textos de Walsh como máquinas, o bien como armas, estamos apropiándonos de una metáfora de la literatura setentista y del propio Walsh, utilizada muy a menudo para presentar a la escritura literaria como praxis, es decir, como una actividad que, en tanto producto histórico-cultural, es constitutiva de la realidad social: “Sos un inocente (...) hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según como la manejás es un abanico o una pistola, y podés utilizarla para producir resultados tangibles” (Walsh: 1994 (1973): 73-74). Se trata de una praxis discursiva cuya producción tiene consecuencias sobre las relaciones sociales y sus transformaciones históricas, y en esta línea, sobre las convenciones y los alcances de la concepción del discurso literario mismo. Se trata de textos que se proponen “hacer creer, hacer decir, hacer hacer” y por ello se comportan como “máquinas de producir efectos” constituyendo “acciones de escritura” (Chartier, 2000). La práctica discursiva que encarnan los textos de Walsh supone pensar en dos planos de “funcionamiento”. En primer lugar, sus textos “funcionan” en el sentido de que son máquinas de producir efectos políticos y estético-políticos, en este caso, hilvanan dialécticamente pasado y presente, contribuyen a articular una narrativa de la experiencia histórica de los oprimidos, señalan aliados y enemigos en el desarrollo del conflicto y de las luchas sociales (advierten su violencia), y operan expandiendo las fronteras de lo testimonial y, por lo tanto, de la literatura misma. En segundo lugar, estos textos producen efectos a partir de sus estrategias de escritura consistentes en prácticas de montaje de materiales diversos.

3.1. Sobre el montaje: el arte como actividad

 

Walsh pone al descubierto del proceso de producción de las narraciones, es decir, de la escritura como actividad (o de la actividad de la escritura). En efecto, sus textos tstimoniales transparentan los materiales a partir de los cuales se construye el relato, así como también ponen en evidencia la técnica de organización del relato mismo: el montaje. En la lectura los textos “dejan ver” que esas narraciones han sido construidas a partir de la compaginación, de la organización, del montaje de materiales diversos y provenientes de distintos registros: se entrelazan en un juego de narrativización las descripciones sobre los protagonistas, la reconstrucción de diálogos, las declaraciones de testigos, las crónicas de acontecimientos, los fragmentos de análisis histórico-social, los datos económicos, las cifras de la represión, los comunicados en la prensa, las citas de documentos jurídicos e históricos, los recuerdos del propio narrador1 . En los tres grandes relatos testimoniales el plan argumentativo desarrollado por los textos recurre incansablemente a transcripciones de documentos, testimonios, datos probatorios, que se ensamblan en la narración- reconstrucción de los acontecimientos. En el caso concreto de Operación Masacre, además, en los epílogos “el libro da a leer el tejido narrativo de varias historias: la de la investigación que reconstruye un saber para hacerlo público, la de los sucesos que relata minuciosamente y la de la propia puesta en escritura” (Ferro, 1999: 131). Como ejemplos de este modo de organizar el relato -a partir de registros diferentes montados en función de la reconstrucción de una versión de los hechos- podemos observar los siguientes fragmentos de los textos “Carta a Vicky”, “Carta a mis amigos”, “Guevara”, “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”:

“Carta a Vicky”

La noticia de tu muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión... cuando empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y tardé un segundo en asimilarlo (…)
Me quisiste, te quise. El día que te mataron cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte sonreír una vez más. No podré despedirme, vos sabés por qué. (Walsh, 2007a (1976): 265)

“Carta a mis amigos”
Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. (…)
El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era Oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la Prensa Sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella (…)
A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto: "El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba, nos llamó la atención porque cada vez que tiraban una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía"(Walsh, 2007a (1976): 267).

“Guevara”
¿Por quién doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el 59 y el 60(…)
Muchos tuvieron más suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque no era imposible ni siquiera difícil yo me limité a escucharlo, dos o tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas antes de que uno las hiciera (…)
Que yo recuerde, ningún jefe de ejército, ningún general, ningún héroe se ha descrito a sí mismo huyendo en dos oportunidades. Del combate de Bueycito, donde se le trabó la ametralladora frente a un soldado enemigo que lo tiroteaba desde cerca, dice: "mi participación en aquel combate fue escasa y nada heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del cuerpo" (Walsh, 2007c (1968): 283).

“Carta abierta…”
Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. (…)
Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.
Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia.
Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron. (…)
Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia (Walsh, 1994 (1977): 251-252).

 

Los textos develan su textura, o mejor dicho, descubren su factura y por ende su carácter de construidos a partir de fragmentos discursivos cuya circulación en la sociedad es subterránea, marginal o silenciada. En la configuración del relato los fragmentos son rescatados por el narrador e inscriptos en un ensamble de voces, en un tejido que da cuerpo a una narración que resulta contestataria de las versiones dominantes de la historia y que soporta en este cuerpo discursivo, construido a través del montaje de fragmentos, una experiencia histórica de resistencia y lucha revolucionaria.
El dispositivo de los textos provoca, leído desde una perspectiva benjaminiana, una movilización de la experiencia histórica de los sujetos (Benjamin, 1987: 54). Sin embargo, esto es posibilitado no solamente por la configuración de un núcleo de sentido que relaciona dialécticamente pasado y presente en el vínculo entre memoria de los sectores populares y relato testimonial, sino también porque esa movilización de la experiencia histórica de los sujetos es expresada, desde el punto de vista formal, en la estrategia discursiva del montaje. Esta estrategia transparenta los procedimientos de producción de los propios textos, dando lugar a una estructura formal que es significante en sí misma, porque supone una toma de posición crítica con respecto a los modos de posibilitar la experiencia histórica, asumidos por la obra de arte. En esta línea, como establece Amar Sánchez (1992), se hace necesario pensar estos textos testimoniales como políticos; pero no únicamente por su condición de “relato de denuncia”, sino en el sentido benjaminiano de que dichos textos encuentran su ejercicio político más significativo en el hecho de que generan, a partir de un dispositivo discursivo, un gesto de politización del discurso literario.

3.2. Desacralización y crítica: la movilización de la experiencia histórica en los “textos urgentes”

 

Walter Benjamin cierra su ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica con una conocida afirmación: la autoalienación de la humanidad “ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte” (Benjamin, 1987: 57). Siguiendo la explicación de Eduardo Grüner sobre estas ideas benjaminianas, consideramos que la “politización del arte” no se vincula necesariamente con los temas explícitos de la obra (su contenido), sino que supone, como se ha mencionado, la “movilización de la experiencia histórica de los sujetos”, expresada en la estructura formal de dicha obra, en oposición a la monumentalización estática de esa experiencia histórica, operada por el fascismo y su “estetización de la política” (Grüner, 2007). En el caso de los textos de Walsh, es reconocible una politización del arte que se despliega en el dispositivo descrito, puesto que, por una parte, desde el plano del significado, realiza una recuperación de la memoria colectiva articulando la tradición fragmentada de las luchas populares a través del encuentro dialéctico, movilizador y transformador entre pasado y presente; y, por otra parte, porque hace evidente el mecanismo de producción de los textos al organizarlos a partir del montaje de fragmentos de discurso que se ensamblan en el relato. El montaje, en este caso, constituye una técnica que se configura como una estrategia del discurso en tanto recupera la visibilidad de los mecanismos de producción del texto.
En tal sentido, el montaje genera varias implicancias estético-políticas en relación a lo testimonial. En primer lugar, una escritura que revela su construcción misma, expone su hechura a partir de materiales que han sido rescatados como consecuencia de búsquedas y hurgamientos, y que luego han sido enlazados para producir el relato. Los textos no son presentados como objetos acabados y puestos en circulación, sino que se manifiestan como el resultado de un proceso previo, es decir, de un trabajo de producción que queda en evidencia y que está dado fundamentalmente por la manipulación y organización crítica de materiales discursivos dispersos a causa del desarrollo de la lucha política. Así, esta estrategia permite reconocer que la realidad histórico-social constituye un “campo de batalla”, que los fragmentos recuperados son huellas que dan cuenta de las fracturas, desgarramientos y discontinuidades que caracterizan a la historia de los vencidos, una historia “intermitente”, “subterránea” y “espasmódica” (Grüner, 2006: 135) marcada por el conflicto entre clases y sus parciales y transitorias resoluciones.
La estrategia escritural del montaje vehiculiza en los textos de Walsh una crítica a los modos capitalistas de construir los relatos históricos hegemónicos y hacia los propios fundamentos del arte burgués. Los relatos testimoniales walshianos constituyen un cuestionamiento y, simultáneamente, una práctica crítica orientada hacia el punto de vista de “la cultura burguesa” que se coloca frente al mundo “en una posición estática y contemplativa”. Lukács en Historia y conciencia de clase define la cosificación de la conciencia, como la contemplación pasiva de un mundo estático, cosificado, en el cual aparece el sujeto separado del objeto, ambos en estado de inmovilidad, lo cual constituye un punto de vista que se sostiene en condiciones históricas determinadas: la organización capitalista de la producción y reproducción de la vida social (Lukács, 1969). En otros términos, esta posición contemplativa propia de la burguesía ignora, oculta, deja “fuera de escena” aquella dimensión que está dada por la esfera de la producción, al ignorar las mediaciones que permiten religar el proceso de producción con el objeto producido. El pensamiento cosificado se configura como una reproducción pasiva de índole simbólica de una realidad mutilada en la que lo que se desconoce es que el mundo de lo real (vale decir también la historia y el arte) es el resultado de un proceso de producción, y por lo tanto es histórico, no eterno, es movimiento y transitoriedad, y por ello puede ser transformado.
Como indica Grüner, la cultura burguesa, que será denominada por Marcuse como cultura afirmativa de lo real, supone una posición consumidora y no productora de lo real (Grüner, 2006: 119). Marcuse en su trabajo Cultura y Sociedad lo define de la siguiente forma:
Bajo cultura afirmativa se entiende aquella cultura que pertenece a la época burguesa y que a lo largo de su propio desarrollo ha conducido a la separación del mundo anímico-espiritual, en tanto reino independiente de los valores, de la civilización, colocando a aquél por encima de ésta. Su característica fundamental es la afirmación de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero que todo individuo “desde su interioridad”, sin modificar aquella situación fáctica, puede realizar por sí mismo (Marcuse, 1968: s/n).

 

A este modo de cultura le corresponde el arte aurático. El ‘aura’ de la obra de arte es para Benjamin una forma de la experiencia estética que se da en el contacto o en la visión de la obra original (Benjamin, 1987). A dicha experiencia estética la califica como la aparición irrepetible de una lejanía que le confiere a la obra un carácter inaccesible. La reproducción técnica de alguna manera neutraliza esa distancia infinita y acerca la obra al espectador. Con las ‘técnicas de reproducción’ ese aura se arruina, declina, y en esta declinación se recupera la potencialidad para pensar y percibir la obra de arte como un objeto manipulable, con el cual el espectador puede tener una relación más activa, en el sentido de que la experiencia no queda limitada a la pura contemplación. La experiencia aurática sólo es posible frente a un objeto estético acabado en el que se ha elidido la existencia del proceso de producción. Frente a este tipo de experiencia estética, el montaje constituye una técnica que tiende al arruinamiento del arte aurático, ya que pone el acento en el mecanismo de construcción, no en el objeto construido para ser contemplado. Las técnicas utilizadas para la producción de las obras de arte, y las formas artísticas mismas son vistas por Benjamin como un cierto tipo de instrumento que se inscribe en determinadas relaciones histórico-sociales. Por ello en el texto “El autor como productor” sostiene que:

 ...hay que repensar las ideas sobre formas o géneros de la obra literaria al hilo de los datos técnicos de nuestra situación actual, llegando así a esas formas expresivas que representen el punto de arranque para las energías literarias del presente. No siempre hubo novelas en el pasado, y no siempre tendrá que haberlas; no siempre tragedias, no siempre el gran epos; las formas del comentario, de la traducción, incluso de lo que llamamos falsificación, no siempre han sido formas que revolotean al margen de la literatura, y no sólo han tenido su sitio en los textos filosóficos de Arabia o de china, sino además en los literarios (Benjamin, 1990: 120-121).

 

El montaje, entonces, es una técnica contestataria inscripta en un proyecto que apunta a la superación del arte burgués y a subvertir los modos en que se produce la experiencia estética en el marco de una cultura afirmativa. En la experiencia singular de Rodolfo Walsh aparece como uno de los principios constitutivos de la organización de su narrativa testimonial asumida como una respuesta, con potencialidad anti-aurática, o en términos del propio escritor, “desacralizadora”.
En un reportaje que le realizara Ricardo Piglia en marzo de 1970, Walsh rechaza la condición inofensiva y sacralizada del arte y la literatura, y le confiere a los géneros testimoniales y a las técnicas de trabajo escritural sobre lo testimonial “inmensas posibilidades artísticas” para superar los formatos de la literatura burguesa y para establecer un vínculo vital entre arte y política:

Yo creo que esa concepción es típicamente burguesa, ¿y por qué? Porque evidentemente la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, no molesta para nada, es decir, se sacraliza como arte. (…) Creo que es poderosa [la novela], lógicamente muy poderosa, pero al mismo tiempo creo que gente más joven, que se forma en sociedades distintas, sociedades no capitalistas o bien que están en proceso de revolución, va a aceptar con más facilidad la idea de que el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción. En un futuro, tal vez, inclusive se inviertan los términos: que lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento, que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de perfección. Evidentemente en el montaje, la compaginación, la selección, en el trabajo de investigación, se abren inmensas posibilidades artísticas. (…) No se trata de firmar el certificado de defunción de la novela o de la ficción, pero es muy probable que se pueda caracterizar a la ficción en general como el arte literario característico de la burguesía de los siglos XIX y XX principalmente, por lo tanto no como una forma eterna e indeleble, sino como una forma que puede ser transitoria. (…) Pensar que aquí hasta hace poco tiempo hubo quien sostenía que el arte y la política no tenían nada que ver, que no podía existir un arte en función de la política, algo que formaba una vez más parte de ese juego inconsciente en la medida en que las estructuras sociales funcionan también como inconscientes; es parte de ese juego destinado a quitarle toda peligrosidad al arte, toda acción sobre la vida, toda influencia real y directa sobre la vida del momento… (Walsh, 1994 (1973): 70-72).

 

Walsh adjudica un valor decisivo a la forma artística desde la que se trabajan determinados referentes. Aún los relatos de denuncia, cuando son articulados mediante formatos y estrategias discursivas que responden a la lógica contemplativa de la “cultura afirmativa” y a los principios cosificantes del arte burgués, pierden su peligrosidad, se sacralizan y se vuelven inofensivos. ¿Por qué Walsh piensa en el arte testimonial como portador de peligrosidad? Los formatos y técnicas ligados a lo testimonial promueven un modo de experiencia estética que evidencia las mediaciones existentes entre los objetos culturales y su proceso de producción, lo hacen a través de la utilización del montaje y la compaginación de materiales discursivos como fundamento constructivo del relato. Así, la literatura testimonial no responde a un modo aurático de recepción, ya que propicia una práctica de interpretación activa (Grüner, 2006: 124) en la que, por una parte, hay conciencia del carácter construido de los relatos a partir de enunciados recuperados, y por otra parte, se propone como la articulación de una narrativa de la experiencia histórica de los sujetos en lucha, vinculando dialécticamente el presente y el pasado de las versiones contrahegemónicas de la historia, para construir una ligazón en términos de práctica revolucionaria o transformadora. Esta práctica implica un acto de conocer el mundo real y las construcciones simbólicas “mediante el mismo movimiento que pugna por transformarlo” (Grüner, 2006: 124). En nuestro caso, los textos testimoniales de Walsh no sólo develan críticamente los modos de funcionamiento de la cultura y el sistema social burgueses, sino que evidencian que son productos históricos surgidos del conflicto social y por tanto están sujetos a esta dinámica de la historia que no se detiene y que contiene la eventualidad de la desaparición de su hegemonía.

 

La recuperación que opera Walsh de una memoria subterránea, la denuncia que hace de la violencia política y el conocimiento histórico que ponen en juego sus textos testimoniales, se vinculan con la experiencia de la lucha de clases que realiza el escritor en la coyuntura comprendida entre la Revolución Cubana y los tempranos setentas. Por ello, esa escritura testimonial, imbricada con la práctica política de Walsh y con su compromiso de transformar radicalmente la sociedad, adquiere un lugar programático en su proyecto intelectual hacia fines de los sesentas, cuando es conceptualizada como praxis transformadora en los terrenos de la política y de la literatura.
Así, en tanto textos urgentes, sus escritos son portadores de peligrosidad. Sus testimonios contribuyen a una reconstrucción de la memoria colectiva de los sectores subalternos y oprimidos, una lectura a contrapelo de la historia que abre la posibilidad de constituir posiciones y prácticas contrahegemónicas. Esa peligrosidad procede del hecho de que los textos de Walsh hacen presente lo que está “fuera de escena”, revelan la historicidad propia tanto del arte como de la lucha de los sectores populares. Por tanto, dos son las dimensiones que reintroducen estos textos, por una parte, la perspectiva sobre la que se reconstruye la experiencia pasada (la recuperación de los pasados truncados y la violencia que los abortó) al “dejar ver” el desarrollo histórico del conflicto social; y por la otra, el proceso de producción literaria de esos relatos, es decir, los procedimientos de escritura que posibilitan la narración-reconstrucción del pasado (Grasselli y Salomone, 2010).
En esa reposición de lo que no es inmediatamente percibido, los textos testimoniales aparecen como una práctica crítica que revela la incompletud, el “inacabamiento”. La mostración de los procesos de construcción de los relatos, la revelación de aspectos desapercibidos o expresamente ocultados por “los dueños de todas las cosas”, le permiten a Walsh poner en juego la presencia del conflicto a la vez que hacer manifiesto el carácter inacabado de la historia. A la manera de Gramsci, Walsh piensa la historia como un proceso abierto y apuesta a producir, a través de sus intervenciones político-literarias una jugada a favor de los desposeídos, recuperando para ellos fragmentos significativos de su pasado.
Ahora bien, la reorganización de los marcos de visibilidad que ponen en juego estos textos de Walsh (testimoniar la violencia política) no refiere a un problema de “contemplación”. No se trata para el autor de proporcionar una mejor descripción del mundo y de los sucesos históricos, sino de una cuestión política, de transformarlo. De allí la amalgama entre experiencia estética y experiencia histórica que hace a la peligrosidad de su literatura. De la articulación entre arte y política y del hacer de la literatura una forma de praxis deriva la capacidad walshiana para cuestionar el arte burgués, la visión de la historia desde los sectores dominantes y el orden social capitalista, mostrando su transitoriedad y las condiciones de posibilidad para su transformación. En este sentido, los relatos testimoniales de Walsh constituyen un modo de conocimiento crítico, una transformación de la literatura en un arma cargada de futuro. 
Es por ello que el dispositivo discursivo que funciona en estos textos da lugar a una movilización de la experiencia histórica de los sectores populares y las fuerzas contrahegemónicas que, a la vez que imposibilita la fosilización o monumentalización del pasado (al recuperar los pasados truncados), visibiliza la violencia inscripta en el presente. De ese modo, favorece una experiencia estética que se aparta de la contemplación inmóvil para ir en la búsqueda de una conciencia activa y crítica de la condición histórica de las obras de arte. En esta articulación entre experiencia histórica y estética, el dispositivo desplegado en los textos de Walsh configura un vínculo entre práctica política y práctica literaria capaz de generar una respuesta para la crisis de la cultura burguesa: la politización del arte.

1 Ana María Amar Sánchez señala que  el uso de la técnica del montaje en Walsh supone una construcción de la obra a partir de elementos documentales y un acto de trascender, en la escritura, la mera reproducción de los hechos. Según la autora esto inscribe al escritor en una tradición benjaminiana y brechtiana que se enfrenta a “la perspectiva luckasiana a favor de la escuela realista y de la noción de reflejo como único camino posible para una literatura comprometida”. En ese sentido, Amar Sánchez sostiene que “tanto Brecht como Benjamin rechazan la defensa que hace Luckács del método narrativo tradicional y sostienen la historicidad de las formas: los nuevos temas exigen formas nuevas que se valgan de la evolución de los medios técnicos”. Para la autora “esta acentuación de la importancia del cambio formal como capaz de modificar la función de la literatura se opone a una concepción centrada en lo temático exclusivamente (...) ambos sostienen que los temas revolucionarios son neutralizados por el sistema; se hace así necesario encontrar nuevos modos de asegurar el efecto sobre el público”. Finalmente observa que “sorprende la coincidencia entre estas formulaciones y las de Walsh, expresadas en el reportaje realizado por Ricardo Piglia” (Amar Sánchez, 1994: 91-92).

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