RODOLFO WALSH Y FRANCISCO URONDO, EL OFICIO DE ESCRIBIR

Fabiana Grasselli

La radicalización de la intelligentsia: la “traición” de Frondizi y la Revolución Cubana

Ahora bien, conforme avanza la década del sesenta se hace visible una paulatina reformulación de la práctica intelectual en dirección a un estrechamiento del vínculo entre las esferas política e intelectual. Este paulatino estrechamiento parecía estar justificado a partir de la interpretación que se fue construyendo entre los intelectuales de izquierda, acerca de algunos acontecimientos que signaron el momento histórico. Hay cierto consenso entre algunos autores que se han ocupado del campo cultural e intelectual de los sesentas (Sigal, 2002; Terán, 1993; Tortti, 1999; Ponza, 2006a) en señalar dos acontecimientos como elementos cruciales en el proceso de radicalización de la intelligentsia: el desengaño frente a las políticas de desarrollo y modernización contenidas fundamentalmente en el proyecto de Frondizi, y el proceso de la Revolución Cubana. Como se señaló anteriormente la experiencia del frondizismo sirvió, junto con la Revolución Cubana, como límite que señalaba el pasaje a una mayor radicalización de las posiciones políticas de sectores importantes de la sociedad, lo cual tuvo su correlato también en el campo intelectual. Tras la decepción frondizista volvió a emerger, como eje organizador del largo trabajo de elaboración ideológica de la unidad entre intelectuales y pueblo, la definición del gobierno como adversario común a la intelectualidad y a las clases populares. Como señala Silvia Sigal:

La “traición” de Frondizi alteró hondamente la historia de los intelectuales que nos ocupan y la evolución de las izquierdas: fue en verdad una herida que marcó a esta generación y dejó huellas duraderas tanto en el plano ideológico como en los modos de organización de la intelectualidad crítica (Sigal, 2002: 140)

Para el conjunto de la intelectualidad, más que la indignación frente a un programa traicionado, hubo una redefinición substancial del significado mismo de lo político. Canceladas las expectativas en una alternativa que podía considerarse reformista, muchos núcleos intelectuales de izquierda buscaron respuestas en la idea de la transformación radical del sistema: la revolución.
            En este proceso, la Revolución Cubana delineó una nueva identidad donde una insurgencia joven, optimista, voluntariosa y creativa, parecía abandonar las ortodoxias e intentaba conciliar esos dos términos históricamente divorciados: intelectuales y pueblo. Cuba ofrecía una salida positiva donde la histórica brecha entre la intelectualidad y los sectores populares parecía haber desaparecido prometiendo un futuro similar para Argentina. Lo inaugural de esos procesos y la eficacia de los discursos sobre teoría revolucionaria que hicieron circular -la teoría del foco de Guevara y los aportes de Regis Debray- inducían en la intelectualidad de izquierda la convicción de haber ingresado en una nueva época, “dentro de un mundo sacudido por la incorporación a la historia de millones de hombres hasta ayer marginados, mientras el socialismo había dejado de ser el episodio de un país arrinconado para convertirse en un vasto y poderoso campo económico y político” (Terán, 1993:126).
            Las repercusiones de la experiencia cubana tuvieron efectos inmediatos en el imaginario político-intelectual latinoamericano, las lecturas de matriz marxista e histórico-humanista del caso cubano se consideraban –en términos generales- transmutables al caso argentino, donde con gran naturalidad se dio cabida a ese deseo largamente reclamado por muchos letrados de redimir las diferencias entre cultura y política. Aunque partieran de posiciones cristianas, nacionalistas, peronistas o de izquierda, los intelectuales, escritores y artistas estaban unificados por el deseo del “compromiso”, entendido como urgencia por involucrarse en la vida política (Tortti, 1999: 213). Si bien podríamos decir que en el momento de la definición socialista de la Revolución Cubana, el modelo de intervención intelectual hegemónico es el sartrismo, ya planteado como programa por el contornismo, y que la forma de intervención emergente era el gramscismo, defendido por grupos como Pasado y Presente; se reconoce una coexistencia de sartreanos y gramscianos bajo el signo de la Revolución Cubana, ya que para unos y para otros la realidad de la “revolución en castellano” abonaba la perspectiva del marxismo humanista y su valoración de la praxis intelectual. Colaborarán para esto los primeros años del socialismo cubano en donde los conflictos entre intelectuales, corrientes estéticas y política revolucionaria, operaron como una suma y no como una resta o neutralización, como ocurrirá con el Caso Padilla a partir de 1970 (Mangone, 1977: 190). En otras palabras, el concepto de compromiso que subyace a estos modelos de intervención de intelectual aún incluía la idea de la tarea específica del intelectual como un trabajo político y por ello, aseguraba a los intelectuales una participación en la política, y aún en los procesos revolucionarios, sin abandonar el propio campo. Por ello intelectual, intelectual comprometido e intelectual orgánico frecuentemente se mixturaron en un ejercicio de superposición semántica, en una práctica que devino en una poderosa apropiación de sentidos a favor de una idea genérica del intelectual de izquierda (Ponza, 2006a: 159-160). Desde esta posición se legitimó la tarea del intelectual como conciencia crítica de la sociedad, aunque sin duda, hacia fines de los sesentas se irá requiriendo mayores definiciones a esta noción de intelectual comprometido como parte del proceso de radicalización.
Por otra parte, en este horizonte proporcionado por la Revolución Cubana, el campo de las letras albergó un proceso similar de identificación de nociones, según el cual aparecía como natural que las designaciones de “escritor” e “intelectual” circularan como sinónimos. La tendencia general era que cada vez más se requería del escritor un mayor nivel de participación política, es decir, cada vez más se le requería que se transformase en un intelectual. Dicho de otro modo, esta nueva realidad impulsa, no sólo a los escritores sino a los artistas en general, a asumirse como intelectuales, es decir como escritores y artistas que además de escribir y desarrollar su quehacer artístico deben participar en el debate público de las ideas (de Diego, 2003:19-20). Las nomenclaturas artista, escritor se superponían semánticamente con la de intelectual, lo cual hizo lícita la utilización de la palabra intelectual para designar a los productores de bienes simbólicos en su conjunto1 . Es a partir de esta constatación que Claudia Gilman propone la utilización de la categoría de escritor-intelectual para conceptualizar a los escritores de izquierda que, muy marcadamente hacia fines de los sesentas, asumen una voluntad de politización cultural manifiesta en su notable participación en los asuntos públicos, de modo tal que escritor e intelectual se configuran como nociones que pueden pensarse de forma equivalente (Gilman, 2003: 71; de Diego, 2003: 25-30).
            Ahora bien, otro aspecto novedoso de la Revolución Cubana, que permite pensarla como acontecimiento verdaderamente inaugural para los intelectuales contestatarios, es el hecho de que logra generar en el ámbito de las letras y de la producción cultural un efecto de atracción convirtiéndose en un fuerte “ideal asociativo”. Cuba establecía un terreno de reconocimiento mutuo en la esfera cultural cuyo anclaje era la solidaridad con el proceso cubano y la inscripción nítida de la cultura en la política. “Bajo el ala de la revolución cubana la intelectualidad contestataria logró darse una base comunitaria y un rumbo revolucionario” (Sigal, 2002: 170-172). Un ejemplo de ello lo encontramos en el texto de la Declaración final del Primer Congreso de Escritores y Artistas Cubanos, realizado en La Habana en 1961:

En la gran batalla del pueblo cubano, que los escritores y artistas deben librar desde su propio campo, consideramos esencial la participación de todos, cualquiera sea su ubicación estética en la gran tarea común de la defensa y engrandecimiento de la Revolución. A través de la más rigurosa crítica, los escritores y artistas depuraremos nuestros medios de expresión a fin de hacerlos más eficaces para el cumplimiento de esa tarea (Declaración final del Congreso, 1961).

            En este sentido la Revolución comienza a operar por una parte, como un centro de difusión de discursos, teorías, concepciones artístico-ideológicas, debates y polémicas; y por otra parte, como un espacio de congregación de los intelectuales contestatarios en un frente que gozaba de un amplio consenso en relación a temas políticos y culturales.
            Claudia Gilman explica que, como resultado de innumerables coincidencias en torno a cuestiones estéticas e ideológicas, se logró la conformación de este frente de intelectuales muy poderoso que encontró en la Revolución Cubana un horizonte de aperturas y pertenencia. Este es uno de los fenómenos más importantes del período, ya que derivó en la constitución de un campo intelectual latinoamericano hacia comienzos de la década del sesenta, que atravesó las fronteras de la nacionalidad y dio lugar a la formulación de un discurso predominantemente progresista. Dicha comunidad intelectual se caracterizó por anudar una fuerte trama de relaciones personales entre escritores y críticos del continente, que fue capaz de producir efectos sobre las modalidades de la crítica y sobre las consagraciones literarias a partir de alianzas y divergencias (Gilman, 2003). La Habana se erigió en una suerte de “Roma antillana” -como la denominó Halperin Donghi- con autoridad de juez para establecer lo legitimado o no en literatura y en el campo de la cultura en general (Sigal, 2002: 170).
            Asimismo, la Revolución Cubana desempeñó el papel de una verdadera “locomotora cultural”. En marzo de 1959 se creó Casa de las Américas, que se convirtió en un centro sumamente influyente de la cultura latinoamericana y se autodefinió como “una institución cultural dirigida a servir a todos los pueblos del continente en su lucha por la libertad” (Gilman, 2003:78). La revista Casa de las Américas, principal órgano de difusión de la institución, produjo un intercambio y un juego de ecos entre revistas a escala continental que permitió la difusión de un programa estético-ideológico para la comunidad intelectual. Las revistas más emblemáticas fueron: Siempre!(México), Primera Plana (Buenos Aires), Marcha(Montevideo). Dicho programa planteaba como criterio ideológico el compromiso del autor, noción que no era fácilmente definible pero que funcionaba como “santo y seña” de la comunidad de intelectuales de izquierda. En lo que respecta a lo estético, las fundamentaciones sobre cómo se trasladaba a la obra un supuesto compromiso no fueron unánimes. La obra comprometida podía ser formulada tanto en términos de estética realista como en términos vanguardistas. Para quienes se afirmaron en el enclave realista, lo importante era el carácter comunicativo de la obra de arte y su función concientizadora. Para los defensores de la tradición vanguardista, el compromiso artístico-político implicaba la apropiación de todos los instrumentos y conquistas del arte contemporáneo. En otras palabras, eran aceptados elementos vanguardistas y realistas (con la unánime postura crítica hacia la estética del realismo socialista) y se rechazaban los telurismos, folklorismos y nativismos requeridos para América Latina por una suerte de división internacional del trabajo artístico que fue impugnada (Gilman, 2003). Estos criterios entraron en crisis cuando comienza a resquebrajarse el consenso en torno a este programa y una fracción muy importante de la “familia de intelectuales latinoamericanos” se direcciona hacia posicionamientos más radicales.

1 En virtud de esta observación, en diversos momentos de esta tesis hago uso de la nomenclatura intelectual de modo equivalente a trabajador de la cultura o productor de bienes simbólicos, es decir como hiperónimo de artista, escritor, pensador, etc. Del mismo modo utilizo el término escritor-intelectual para referirme a quienes respondían a las implicancias de dicha designación.

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