 
      
  Aquí fue necesario reorganizar en forma  no capitalista a grandes masas de población excedente como ocurrió a través de  la reforma agraria. Esta política implementada en nuestro país por los  gobiernos emanados de la Revolución Mexicana -de manera más decidida a partir  del gobierno del Gral. Lázaro Cárdenas- tuvo una importante funcionalidad para  el Estado: lo liberó de la responsabilidad de proveer medios de subsistencia a  un sector importante de la población; abrió una vía alterna a la que ofrecía el  trabajo asalariado para conseguir el sustento familiar (aunque precariamente);  y se constituyó por tanto en un instrumento eficaz para el control político y  la paz social.
  De cuerdo a Arturo Warman, la  reforma agraria adoptó un “modelo comunitario” donde el beneficiario es un  sujeto colectivo, entendiéndose por éste un asentamiento humano con existencia  previa, ya sea una villa, un pueblo o una congregación. De esta forma, los  individuos aislados nunca fueron sujetos de ser beneficiados por esta política,  salvo como integrantes de un núcleo de población denominado ejido, y debían  reunir como requisitos para ello, ser jefes de familia o estar en condiciones  de serlo y no contar con ningún capital   u oficio salvo el trabajo de la tierra.  
  La reforma agraria si bien en un  inicio se formuló como restitutoria (reponer superficie de tierra a poblados  despojados por el régimen anterior), pasó a ser permanente con un carácter  redistributivo, prueba de ello es que más del 90% de los núcleos de población  beneficiados fueron producto de un acto de dotación.  Este dato demuestra el especial interés del Estado bajo el patrón de  crecimiento relativo por dar una salida a la problemática de los excedentes de  población en el campo y la incapacidad del aparato industrial para absorberlos. 
  La parcela para el aprovechamiento  individual dentro del ejido siempre y sin excepción fue pequeña, así lo  demuestran los criterios tomados por la legislación agraria para determinar el  tamaño de la unidad de dotación y su utilidad: “El Código Agrario de 1934 optó  salomónicamente por 4 ha  de riego o su equivalente de temporal: lo doble. La reforma del código en 1942  amplió la superficie a 6 ha  de riego o 12 de temporal. Desde 1946 hasta 1992 se estableció  constitucionalmente que la unidad de dotación debía ser de 10 ha de riego o 20 de  temporal.”   Otro elemento, relacionado con el anterior,  era la localización de las tierras, ya que aquellas ubicadas en las regiones  menos accesibles para la agricultura fueron las que se utilizaron para el  reparto agrario.
  Si comparamos las tierras de riego  repartidas en relación a otros tipos, se concluye que la aplastante mayoría de  éstas no contaba con suficiente potencial productivo, ya sea por su tamaño,  porque no eran aptas para la agricultura y se les dio ese aprovechamiento, por  estar sujetas a las condiciones ambientales, o porque su calidad no era la  óptima. En general, proporcionalmente la tendencia a entregar este tipo de  tierras durante los sexenios presidenciales muestra una propensión ascendente,  que se interrumpe en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, cuando se  emprende un importante proceso de escrituración con miras a modificar la  constitución para terminar con el reparto agrario y darles a los ejidatarios la  propiedad sobre sus parcelas (ver Cuadro 5). La reforma agraria siempre tuvo un  sesgo agrícola en sus objetivos y la ejecución de los mismos, y de acuerdo a  Warman, esto se refleja en el Censo Ejidal de 1991, donde 83.5% del total de  ejidos y comunidades del país practicaban la agricultura como actividad  principal. Sin embargo, si se toman en cuenta   las resoluciones presidenciales para empleo de las tierras se observa  una contradicción con tales pretensiones: sólo 14% son agrícolas, 53.9% pastos,  10.6% montes y bosques, y 21.5% desérticas e indefinidas pero ciertamente no  agrícolas. 
  Además, tomando en cuenta que la  mayoría de las tierras dotadas fueron agostaderos o pastizales, y que otros  porcentajes no menos importantes fueron montes o pastizales, no deja de  sorprender tanto el escaso fomento a las actividades pecuarias y forestales con  potenciales productivos por parte del Estado, como el excesivo apoyo aportado  para la agricultura que operó en general con elevados costos y escasa  productividad. Aquí se observa el peso que tuvo la política sobre los criterios  económicos en las determinaciones que dieron rumbo a la reforma agraria. Sus  objetivos fueron dar salida a un potencial foco de movilización popular  integrado por población carente de medios para producir en el campo, así como  el control político de ésta, y en ello los criterios productivos pasaban a ser secundarios,  tanto por las limitaciones que imponía la cantidad y calidad de la tierra  susceptible de ser repartida, como por la vocación agrícola de sus  beneficiarios, que en primer lugar buscaban producir alimentos para subsistir.
  Todo esto dio origen a la  generalización de pequeños productores parcelarios, cuya existencia estuvo  sujeta desde entonces a desplazamientos dentro de la población excedente, de un  polo vinculado parcialmente a la acumulación capitalista o subsidiario (una  minoría) a un polo de infrasubsistencia (la gran mayoría de la población  dedicada a estas actividades), y que ha tendido a concentrarse mayoritariamente  en este último siempre con una fuerte tendencia   a su desarticulación. 
  Esta transmutación social encuentra  su explicación en el marco de las relaciones sociales que la economía campesina  establece con el mercado capitalista y que la condiciona, así como en las  limitaciones que su propio funcionamiento le impone. En cuanto a la  funcionalidad económica de la pequeña producción campesina, destaca lo  siguiente: a) rinde servicios al capital como productor de alimentos básicos,  ya que la parte de su producción que no destina al autoconsumo, la vende  en el mercado de acuerdo a las reglas y normas  que rigen a éste, y ello es posible gracias a que produce sin requerir de una  ganancia o incluso puede hacerlo con pérdidas; b) evita el desvío de divisas  por la demanda interna de granos básicos, contribuyendo a satisfacerla; y c)  trabaja tierras marginales a la producción capitalista, que de otra manera  generarían un alza interna en los precios de alimentos.  
  Sin embargo, esta contribución de la  economía campesina se desenvuelve en el seno de una relación desigual con el  mercado capitalista, ya que aquélla no puede competir en términos de productividad  con éste, y sin embargo necesita hacerlo, a reserva de ser compelida al  autoconsumo, y a la larga, a la desaparición.   No se trata aquí, hay que subrayarlo, de la tendencia natural que Marx  encontrara en la descomposición de la estructura campesina a medida que el  capitalismo en el campo se desarrolla, con la consecuente proletarización de  sus agentes, sino de la especificidad que en el subdesarrollo adquiere este  proceso. Víctor Figueroa aporta en este sentido una explicación a esta última tendencia:
  El entorno capitalista agobia la economía  campesina y la empuja a su desarticulación como recurso para garantizar la  reproducción de la familia. Junto con ello, el campesino es desplazado de su  condición en la escala social. La razón última de esta tendencia a la  descomposición no se encuentra en una supuesta explotación del campesino por el  entorno capitalista, ni siquiera en la expoliación del cual es objeto por el  capital comercial, sino en su impotencia  para seguir el ritmo de los cambios en la productividad. Sin embargo, el  capitalismo subdesarrollado destruye la economía campesina y la reconstruye  mediante la desarticulación de la empresa capitalista más débil y la expansión  de una sobrepoblación cuyas demandas busca satisfacer a través de la distribución  de tierras en pequeñas parcelas.  (Énfasis nuestro).
Dicho lo anterior, queda por  explicar la persistencia del campesinado bajo el patrón de crecimiento  relativo, a pesar de las inercias a la desaparición que le son propias en el  contexto de una economía capitalista subdesarrollada. Aquí encontramos dos  factores mutuamente condicionados: a) la política económica del periodo que  promovió un merado interno protegido e instrumentó medidas proteccionistas a la  producción campesina, como los precios de garantía; y  b) la importancia política que adquirió este  sector dentro del régimen, para el ejercicio de la dominación. 
  En este sentido, el ejido echó  raíces como una forma de tenencia de la tierra, de organización social y de  representación gremial del campesinado. Pero también nació caracterizado por  una relación patronal entre el Estado y los campesinos, mediada por la dotación  de tierras a través de trámites y procedimientos burocráticos excesivos, que le  permitieron a éste ganar obediencia y apoyo de aquéllos, así como el control  sobre la iniciativa popular. Este control político no se destensaba con el  reparto de tierra sino que se reforzaba una vez procedido éste, ya que  constitucionalmente el campesino no tenía la posesión sobre la tierra, sólo era  su usufructuario. 
  El campesinado o pequeño productor  parcelario se destacó con la reforma agraria como una de las formas más  persistentes de la población excedente en el sector agrario de la economía, se  incrustó sólo parcialmente en la lógica de la acumulación capitalista y como  consecuencia de sus vínculos estructurales con el Estado, supeditó su futuro a  las decisiones políticas de los gobiernos desarrollistas postrevolucionarios.
  Por otra parte, la funcionalidad  económica y política del campesinado en México llega a su fin con el  agotamiento del patrón de crecimiento orientado al mercado interno. A partir de  entonces se impondrá una nueva racionalidad en las políticas dirigidas hacia  este sector económico desde el Estado, que tendrán en la reforma a la  legislación agraria de 1992 y en la firma del TLC en 1994 su articulación más  completa. A partir de entonces, comienza un nuevo periodo para el pequeño  productor parcelario mexicano caracterizado por una exacerbación de las  contradicciones propias de la dialéctica que guarda con el mercado. El fin de  la reforma agraria y la liberalización del mercado de los productos agrícolas  con Estados Unidos marcarían el principio del fin. 
  Desde mediados de los años sesenta  la economía campesina entra en crisis, cuando los pequeños agricultores se ven  imposibilitados para producir en cantidades suficientes los granos básicos que  requiere el país y el gobierno mexicano comienza a importarlos de Estados  Unidos.
  Son ya ampliamente conocidas las  causas que orillaron al campo a entrar en esta situación, a pesar de haber  jugado un papel de primer orden en la producción de los alimentos y materias  primas que la industrialización demandó durante el patrón de crecimiento  relativo. Sólo señalaremos dos de las más importantes. En primer lugar, el  desarrollo rural resultó altamente polarizado, ya que los recursos para el  campo fueron dirigidos y concentrados en los grandes productores con sistemas  de riego. Estos productores, la élite del campo, fueron los que se beneficiaron  de la revolución verde, que estuvo orientada, muy a pesar del discurso social  que supuestamente la respaldaba, al perfeccionamiento e incremento de la  producción de productos comerciales de exportación altamente demandados en  Estados Unidos (caña de azúcar, café, algodón, etc.). En segundo lugar, las  tecnologías utilizadas en las distintas formas de apropiación de la tierra no  permitieron la recuperación de la capacidad productiva de los ecosistemas en el  campo.  Todo ello nos da una idea de las condiciones precarias en las que el pequeño  campesino produjo, teniendo que competir en un mercado adverso y en condiciones  de competencia cada vez más precarias, que únicamente eran paliadas por los  apoyos a la producción recibidos del Estado.
  Sin embargo, con el impulso al  patrón de crecimiento neoliberal se observa un Estado que desde los años  ochenta privilegia el mercado y se retrae de sus responsabilidades económicas y  sociales para el desarrollo rural. Dese los años ochenta cambian las  condiciones de explotación en el campo, con la imposición de políticas que  orientaron la economía hacia el libre mercado y hacia nuevas técnicas de  producción economizadoras de mano obra. Varias materias primas son sustituidas  por nuevos materiales que son introducidos al mercado gracias al control que  las grandes agroindustrias nacionales y extranjeras ejercen en el mercado. 
  La nueva política económica se  orienta a revertir las estrategias proteccionistas hacia el campo,  particularmente las dirigidas a los pequeños productores, que habían estado  vigentes en el periodo anterior. Se busca la apertura comercial, el fin de los  precios de garantía, la reestructuración del sistema crediticio, el  desmantelamiento de las instituciones de aseguramiento, la privatización de  empresas estatales, la introducción de programas de atención a la pobreza  extrema, la instauración de subsidios directos sin un claro objetivo  productivo, así como la introducción de nuevas formas organizativas.
  Este nuevo periodo tiene su  corolario en la reforma al artículo 27 constitucional y la nueva Ley Agraria  que pone fin al reparto agrario e introduce reformas a su marco jurídico, con  lo que se abre el tránsito hacia la privatización del ejido.  En dicha reforma se culpa al minifundio y al intervencionismo del Estado en la  economía rural como los causantes del atraso que para entonces registraba el  agro, por lo que la estrategia iba a estar encaminada a incentivar la inversión  privada en el campo y a la retirada del Estado en sus funciones tradicionales.  Sin embargo, estas modificaciones legales no produjeron la pérdida masiva de  tierras en el sector rural, ni la inversión masiva de capitales en el agro. A  lo más que llegaron fue a un proceso de renta y venta selectiva de parcelas  ejidales, orientado a las tierras de riego altamente productivas, en los  terrenos turísticos y en las propiedades ejidales que rodean las ciudades.  Es decir, el incremento en la inversión y en la producción en el campo que se  esperaba fuera una consecuencia necesaria de las medidas adoptadas, no ocurrió,  y lo que ha persistido en el campo, particularmente el pequeño productor  parcelario, es un deterioro constante de sus condiciones de vida. 
  De esta forma, la política económica  en el campo tendrá las siguientes características:
   […] apertura económica indiscriminada;  reducción unilateral de los aranceles de la mayoría de los productos  agropecuarios; eliminación de los permisos previos a la importación de granos;  suspensión de subsidios a los productores; el incremento en el precio de los  insumos y las tarifas de productos y servicios proporcionados por las diversas  agencias de desarrollo estatal; escasez y el gran costo del crédito  intensificado a raíz del retiro de Banrural de las zonas de agricultura  temporalera; desaparición de ANAGSA y la consecuente privatización del seguro y  transferencia a los productores del costo de su servicio; disminución de la  inversión pública para el sector rural […] 
A la contrarreforma agraria siguió  la entrada en vigor del Tratado de libre Comercio de América del Norte, que en  su capítulo agropecuario contemplaba la liberalización gradual de los aranceles  a las importaciones de productos agropecuarios en razón del nivel de protección  de que gozaban antes de la reforma (destaca aquí el apartado referente a los granos  básicos, productos liberalizados hasta el año 2008). Dar sanción jurídica a la  liberalización comercial tuvo un fuerte impacto negativo en el sector rural. 
  De acuerdo con el Adendo  al Acuerdo Nacional para el Campo por el Desarrollo de la sociedad Rural y la  Soberanía y Seguridad Alimentaria (2007), el TLCAN ha tenido un fuerte  impacto negativo en las condiciones de vida de la población campesina, que se  caracteriza por el aumento de la desnutrición infantil (1.2 millones) sobre  todo en zonas rurales y pueblos indios; en la pérdida de la población como  consecuencia de migración y crecimiento de las remesas como fuente de  manutención temporal y supletoria; en la disminución de salarios de los  trabajadores ante la tendencia internacional del alza de los precios de los  granos; en la amenaza a la soberanía y la seguridad agroalimentaria; en la  falta de infraestructura tecnológica y científica nacional; en la falta de  herramientas jurídicas en defensa de los productores nacionales con base en  instrumentos de Derecho Internacional y, asimismo en la tendencia de deterioro  de la sustentabilidad ambiental, en general, en la subordinación de los  principios constitucionales y el proyecto de desarrollo nacional a los tratados  comerciales internacionales como el TLCAN.  
  La retirada del Estado en sus  funciones dentro del agro y la indiscriminada apertura comercial, han tenido  como efecto la pérdida de importancia de los campesinos en el nuevo patrón de  crecimiento económico, así como la ausencia de un proyecto agropecuario  consistente para este sector en los últimos años.  
  Se calcula que el aporte del sector  agropecuario al PIB nacional fue de apenas el 5.4% en el 2004; el ritmo de  crecimiento del producto agropecuario pasó de una tasa promedio anual de 3.2%  en el periodo 1960-1980 a  1.6% entre 1990 y 2000; y la producción alimentaria a tenido una sensible baja  al pasar de una tasa de crecimiento anual promedio de 5.4% entre 1960 y 1980 a un 3% en el periodo  1982-2000.  
  En lo que se  refiere al empleo, de 1980 al año 2004, en el sector se observa una tendencia  decreciente en la generación de empleos formales, los cuales se redujeron de 7.7  de cada 100 registrados en 1983   a sólo el 2.5 por cada 100 para el año 2004 (Ruiz Funes,  2005. 96-97). A decir de David Ibarra: “En 1960 la población rural era casi del  50% de la nacional y el sector agropecuario tenía más de 70% de la población  ocupada. En 1990 el peso de la población rural se había reducido a 34% y la  ocupación agropecuaria a 28% del total. Al comenzar el siglo XXI la población  rural representa un cuarto del total nacional, absorbe alrededor del 16% de la  ocupación conforme a las estadísticas históricas y 18% siguen las encuestas de  empleo […]”. 
  Otro elemento a  tomar en cuenta es el de los ingresos, en este sentido Montoya, citando al Consejo  Nacional Agropecuario, señala que  “en  los últimos 10 años, el ingreso de los productores agropecuarios ha disminuido  en un 24.5% en términos reales; la rentabilidad de las actividades del campo en  16%”.  Situación que ha impactado principalmente a los pequeños productores que surten  el mercado interno. 
  Este impacto ha  sido diferenciado dependiendo del tipo de superficie de la tierra y su calidad  productiva, el uso o no intensificado de tecnología, la ubicación geográfica y  el acceso a canales de financiamiento, etc. De esta forma se ha conformado un  polo integrado por  agricultura comercial  con cuantiosas inversiones, capital altamente tecnificado y una producción  intensiva y dinámica, articulada principalmente a la exportación. Del otro lado  esta un polo caracterizado por un sector de la agricultura destinada  básicamente al autoconsumo en proceso acelerado de deterioro y precarización de  sus condiciones de vida, que utiliza tecnología tradicional para la producción  de alimentos básicos y en consecuencia tiene una baja rentabilidad comercial.  La producción de este último polo se orienta principalmente al mercado local y  cuenta con muy poco apoyo por parte del gobierno. 
  Esta situación  históricamente ha tenido un impacto muy importante en la articulación del  campesinado como parte integrante de los excedentes de población, orientando  sus formas de sobrevivencia hacia la migración, principalmente hacia Estados  Unidos. Este tema se trata a continuación.
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