 
      
  Ya hemos expuesto los  principales problemas de tipo económico que traído consigo el escaso interés  del Estado por promover la generación y explotación local de la ciencia y la  tecnología aplicada a los procesos productivos, resultado de una visión estatal  que no ha contemplado dicho elemento como fundamental en la gestión del  desarrollo. Esta tendencia representa un hilo conductor dentro de nuestra  historia ya que, por un lado,  bajo el  patrón de crecimiento económico relativo se impuso la visión que sostenía que  la importación de bienes intermedios y bienes de capital necesarios para la  industrialización en automático difundirían el conocimiento objetivado en ellos  en beneficio del progreso local; y por otro, bajo el patrón de crecimiento  absoluto se ha impuesto la idea desde los círculos académicos, que la ciencia y  la tecnología en tanto mercancías deben ser compradas en el mercado global y  producidas para éste, para lo cual el Estado sólo debe ser un facilitador  permitiendo la libre concurrencia de los agentes involucrados en estos  procesos. Sin embargo, ambas visiones han producido y reproducido una  estructura socioeconómica subdesarrollada, caracterizada por la ausencia de  gestión de progreso interno que se ha traducido en una atrofia histórica para  absorber importantes contingentes de fuerza de trabajo en los procesos  productivos. De la caracterización de esta estructura, nos ocuparemos ahora.
  A partir del  gobierno del Gral. Lázaro Cárdenas el patrón de crecimiento económico se había  basado en una economía de mercado con una importante intervención del Estado  como rector y promotor activo del crecimiento económico, a través de la  regulación del comercio exterior y de los mercados de bienes y servicios  básicos; la inversión en áreas estratégicas de la economía; y la promoción del  bienestar social con legislaciones agrarias y labores e instituciones sociales  en salud, educación vivienda y servicios básicos. José Luis Calva señala al  respecto:
  La fundación del banco  central en los años veinte y de la banca nacional de desarrollo en los treinta;  el fuerte activismo estatal en las construcción de la infraestructura básica  (hidroagrícola, carretera); las políticas sectoriales orientadas al fomento de  la agricultura (con múltiples instrumentos específicos: política de precios de  garantía, CEIMSA-CONASUPO) y al fomento de la industria manufacturera (con sus  instrumentos impulsores de sustitución de importaciones); la intervención  directa del Estado en el desarrollo de la industria energética, que arranca de  la fundación de la Comisión Federal de Electricidad en los años treinta y de la  nacionalización de la industria petrolera, fueron acciones plenas de audacia e  iniciativa histórica de un proyecto económico nacional que emergió con la  revolución mexicana. 
Por una parte,  podemos estar de acuerdo con el autor en que estas acciones y estrategias  implementadas entonces por el Estado formaban parte de un “proyecto económico  nacional”, si en esto va implícita la acotación que dicho proyecto estaba  subordinado a las demandas de la acumulación capitalista en el subdesarrollo.  Pero, por otra, consideramos que es una afirmación excesiva señalar que dicho  proyecto “emergió con la revolución mexicana”, porque en realidad éste surge a  casi dos décadas del término de la revolución como respuesta a los estragos que  la recesión del capitalismo mundial estaba generando en la economía mexicana a  mediados de la década de los treinta. Hasta entonces el modelo exportador  primario heredado del porfiriato siguió vigente en el país sin alteración  alguna. 
  En este sentido,  si la realización de muchos de los postulados sociales de la revolución fueron  coincidentes con el funcionamiento del nuevo proyecto económico, éstos no  fueron los que determinaron en última instancia sus objetivos, sino que fueron las prioridades de la acumulación  capitalista en el país las que marcaron en realidad su rumbo. 
  Esta acotación es  de la mayor importancia para nuestra explicación, ya que nos interesa tomar  distancia de toda aquella tradición de estudios sobre el funcionamiento de la  estructura socioeconómica en el periodo, que encuentran los orígenes del patrón  de acumulación impulsado entonces, ya sea en los postulados de la revolución  mexicana, o de manera más concreta en la Constitución de 1917, que vendría a  ser la máxima expresión de aquéllos. Esto ha llevado a hacer una apología de un  discurso que en los hechos nunca guió las decisiones que en materia económica  tomó entonces el Estado, y sobre todo lleva a confundir la explicación de la  problemática social que el propio modelo generó y las salidas que se dieron entonces,  porque todo se resume a encontrar en una supuesta contradicción entre la  acumulación capitalista y los postulados sociales de la revolución el eje de la  explicación, cuando tal contradicción –al menos desde la óptica del Estado en  el terreno económico- nunca existió.  
  Lo cierto es que  el activismo del Estado en el funcionamiento de la economía fue prudente hasta  la década de los setenta, cuando el patrón de crecimiento comenzó a agotarse.  Hasta entonces había estado vigente lo que varios autores han denominado un pacto social entre el Estado  postrevolucionario y la sociedad organizada corporativamente,   cuyo objetivo era el desarrollo nacional y la  integración del pueblo en el sector moderno que se pretendía construir. El  acuerdo partía del compromiso estatal de redistribuir los beneficios del  progreso económico (siempre y cuando se produjeran), mientras los sectores  corporativos se comprometían a subordinar sus intereses inmediatos a los  intereses “superiores” de la nación.
  Este pacto social  sólo puede ser explicado a la luz de las particularidades que adoptó la  acumulación capitalista bajo este patrón de crecimiento y sus efectos sobre la precaria situación de los sectores populares en  la estructura socioeconómica. Elementos que establecieron una determinada  correlación de fuerzas entre las clases sociales y sus agentes más  representativos, la cual dio origen a un aparato corporativo que se convertiría  en un mecanismo eficaz de control político y social para contener y  negociar las demandas sociales, así como en un instrumento de exclusión para  los sectores no organizados corporativamente en el Estado. 
  La vigencia de un  proyecto de desarrollo que terminó por fracasar al no contemplar la generación  y explotación del trabajo general producido localmente, subordinando los  intereses nacionales a los del capital extranjero (agente que se constituyó en  el principal proveedor de los bienes intermedios y de capital necesarios para  la producción), sólo pudo ser viable con un importante margen de paz social a  costa de un control eficaz del Estado sobre los sectores populares.
  En el marco de  este pacto social, los logros del Estado en materia social dentro de este  patrón de acumulación tienden a sobreestimarse cuando son comparados con la  situación vigente en nuestros días, y es natural que así suceda en un contexto  en el que priva la descomposición en todos los órdenes de la vida social, misma  que por su magnitud ha hecho resplandecer cualquier logro ulterior. Lo cierto  es que la ausencia de una gestión estatal del desarrollo en este periodo  repercutió en la consolidación de una masa de población que fue estructuralmente  excluida de la valorización de capital, y tendió a incrementarse en la medida  que la industrialización con sustitución de importaciones se agotó.
  Con las  transformaciones impulsadas por los gobiernos neoliberales a partir de los años  ochenta, mismas que repercutieron en la consolidación de una reorientación del  patrón de crecimiento económico hacia el sector exportador, la problemática del  aumento y consolidación de una población excedente ha tocado fondo en los  últimos años.
  Como ya lo  señalamos, esta es una problemática recurrente en los países subdesarrollados,  condicionada por el funcionamiento de una economía que tiende a expulsar fuerza  de trabajo en cantidades muy superiores a las registradas en las economías  modernas. Este fenómeno por su impacto en la estructura  socioeconómica revela la fuerte tendencia de la economía mexicana para  transferir inversión productiva hacia los países desarrollados –Estados Unidos  principalmente-, misma que se genera a través de la compra de bienes y  servicios necesarios para la producción, que no formamos localmente,  y que son producto del trabajo general creado  en aquellos países. 
  La presencia y reproducción de esta población excedente en la  estructura socioeconómica mexicana impactará de manera negativa en la organización  de las relaciones de producción, constituyéndose en una carga en la  determinación de los salarios de la cual los trabajadores en activo no podrán  liberarse, salvo por la injerencia del Estado, lo cual dará sustento a los  vínculos corporativos de la clase obrera con éste. De igual forma, en la medida  que la población excedente se constituyó en un potencial elemento de  conflictividad social, y ante la incapacidad de la economía para absorberla, el  Estado estableció estrategias para desactivar su organización y movilización,  ya sea incluyendo a algunos sectores de manera subordinada en el aparato  corporativo como ocurrió con el sector campesino, o excluyendo, subsidiando o  reprimiendo a otros,  dependiendo de la importancia  de su presencia y su capacidad de movilización. 
  Una vez que se agota el patrón de crecimiento orientado hacia el  mercado interno y se impulsa el proyecto modernizador, se hace a costa de los  salarios, las prestaciones y las condiciones de protección del empleo de los  trabajadores, lo que provoca una ruptura del pacto social vigente hasta  entonces.  
  Es indispensable entonces capturar las dimensiones y principales  características de estos excedentes de población en relación al trabajo  asalariado, para estar en condiciones de comprender la vigencia y  funcionamiento del pacto social y el aparato corporativo al que dio origen  éste, elementos que determinaron los amplios márgenes de paz social con que el  país fue gobernado durante el periodo de vigencia del modelo de  industrialización con sustitución de importaciones, a pesar de reproducir en el  seno de su estructura socioeconómica las contradicciones inherentes al  subdesarrollo. De igual forma, la caracterización de esta parte de la población  bajo el patrón de crecimiento exportador, nos permitirá encontrar las  tendencias que generaron la ruptura del pacto social entre el régimen y las  masas, así como las transformaciones que llevaron a la transición política en  el país.
  Sin embargo, el dimensionamiento de la población  excedente en México topa con dos problemas fundamentales: las dificultades que  presenta capturar un fenómeno que se desarrolla a la saga de los procesos  productivos -incluso en muchos casos fuera de la legalidad-, y derivado de lo  anterior, la falta de cifras que nos permitan cuantificarlo  de manera directa. Para sortear estos  problemas se propone una aproximación indirecta al fenómeno, proyectándolo a  través de: a) la cuantificación de la diferencia entre los empleos formales y  la PEA, a través del registro de los trabajadores asegurados al IMSS o al  ISSSTE, como una primera aproximación a la magnitud del fenómeno; así como el  peso del sector informal en relación  a la PEA urbana para aproximarnos a una cuantificación del fenómeno en el  espacio urbano; b) la difusión de actividades no capitalistas en el campo como  alternativas de sobrevivencia de la población excluida del proceso de  valorización, para conocer la situación de esta problemática en este espacio,  señalando los aspectos más relevantes del papel desempeñado por la Reforma  Agraria en el reparto de tierras hasta los años ochenta, y por otro lado, el  impacto que tuvo en los noventas la contrarreforma agraria y la firma del TLCAN  en la reproducción de estas actividades; y c) los flujos migratorios, para  dimensionar la diáspora de fuerza de trabajo  que resultó redundante para la acumulación capitalista localmente, para lo cual  tomaremos como referente el análisis del Programa Bracero vigente en el periodo  1942-1964 y el incremento de los flujos migratorios a partir de la década de  los ochenta, que abrieron paso a la consolidación de la migración ilegal.
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