Tesis doctorales de Economía


MICHEL FOUCAULT Y LA VISOESPACIALIDAD, ANÁLISIS Y DERIVACIONES

Rodrigo Hugo Amuchástegui




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La sociedad disciplinaria foucaultiana y la sociedad de la disciplina sadiana

“‘Existe en Charenton’ escribe [Royer-Collard] a Fouché el 1 de agosto de 1808, ‘un hombre cuya audaz inmoralidad lo ha hecho demasiado célebre, y cuya presencia en este hospicio entraña los inconvenientes más graves. Estoy hablando del autor de la infame novela de Justine. Este hombre no es un alienado. Su único delirio es el del vicio, y no es una casa consagrada al tratamiento médico de la alineación donde puede ser reprimida esta especie de vicio. Es necesario que el individuo que la padece quede sometido al encierro más severo’”. (Foucault 1964 [1986I: 172])

Esta cita, tomada de Historia de la locura, nos interesa pues no sólo menciona a la incómoda persona de Sade, sino precisamente la pone en relación con dos edificios que van a ser centrales en Vigilar y castigar, el asilo y la prisión, justamente como construcciones en los que se pone en juego la idea de disciplina. Ésta es clave de lectura foucaultiana que llama con ese nombre a la sociedad pre y postrevolucionaria. Al mismo tiempo, y por vertientes en principio diferentes –vinculadas a la vida sexual– el nombre disciplina toma un matiz peculiar al ser asociado al preso más famoso. Este capítulo quiere dar cuenta no sólo de la importancia de Sade en los textos foucaultianos, sino principalmente presentar la problemática espacial presente en su obra, su relación con la arquitectura de la época y la vinculación posible con la temática arquitectónico-disciplinaria de Foucault.

La arquitectura de la Ilustración es un claro ejemplo de una arquitectura pensada como conformadora del orden social. La reforma institucional que empieza a dibujarse durante la monarquía del siglo XVIII tiene su correlato en los espacios arquitectónicos. El nuevo pensamiento, que valora la independencia propia de la razón –recordemos el ‘sapere aude’ kantiano, el atrevernos a usar de la propia razón para salir de la minoridad a que los tutores nos tienen sujetos–, y que la piensa, por lo tanto, como instrumento para el cambio social, no solo intelectual, científico, sino también moral, tendrá su proyección asimismo en las formas materiales. Los arquitectos, pero también los ingenieros, los médicos, los juristas se preocuparán ahora por el diseño de la esfera pública:

“Inspirado en la filosofía social y la teoría económica de los enciclopedistas y sus círculos, beneficiándose de la investigación académica en medicina y física así como de la creciente profesionalización de arquitectos e ingenieros, los debates afectaron a la redefinición de la fábrica, el hospital, la prisión, el hospicio y toda la gama de construcciones públicas que deban servicio a la ciudad y al campo, desde los mercados a los cementerios”. (Vidler 1987 [1997: 16])

Muy sintéticamente, podría considerarse un doble aspecto del edificio: su fachada y su planta. La primera sujeta a todas las posibilidades comunicativas, significativas. El frente del edificio tiene mucho para decir. La arquitectura parlante emite sus mensajes ilustrativos. La planta, por otra parte, funciona como espacio distributivo, donde las ubicaciones clasificadas de los individuos debían quedar establecidas por un poder cuyos principios organizadores ya conocemos por Foucault. La pedagogía está en ambos aspectos. Sea porque la imagen de la fachada afecte a los sentidos, sea porque los desplazamientos permitidos y prohibidos actúen sobre las posibilidades motoras.

Entre los arquitectos destacados de la época figura Claude-Nicolas Ledoux (1736-1806) que publicó La arquitectura considerada desde el punto de vista del arte, las costumbres y la legislación en 1804. Trabajó para Luis XVI y entre los muchos encargos que realizó figura la ciudad-fábrica de las salinas reales de Arc-et-Senans (1775-1779) (Figura 24). El diseño de la misma contemplaba tanto el interés económico como

“el programa reformista para la industria en dos niveles: el del acomodo físico, que integraba a los trabajadores en una estructura social de la producción; y el de la expresión arquitectónica, que desarrollaba sistemáticamente un lenguaje capaz de dotar a la industria y a sus operaciones de un código simbólico que reforzara tanto la vigilancia como la vida en común”. (Vidler 1987 [1997: 64])

Fig. 24 Salina de Arc et Senans de Ledoux. Reconstrucción contemporánea

Ledoux también intervendrá en el debate sobre los hospitales. En éste, una de las principales cuestiones es la circulación del aire, que tuvo variados estudios sobre sus ventajas y desventajas en la transmisión de las enfermedades. Duhamel de Monceau (1759), experto en ventilación, “señalaba que los altos techos de ciertas salas hospitalarias, la colocación de las ventanas en la parte alta y, sobre todo, la elevada cúpula del crucero del hospital de Lyon permitían expulsar el aire viciado” (Vidler 1987 [1997: 92]). Los médicos obviamente tenían marcado interés en esta arquitectura hospitalaria y, entre las propuestas, en relación a este aire viciable y viciado, estaba la de trasladar los hospitales fuera del centro de las ciudades, o sea, éste era un problema de arquitectura y también de urbanismo.

Con respecto a los modos y las razones del encierro agreguemos aquí que ya antes de la Revolución se tenía clara conciencia del estado desastroso en que se encontraban las prisiones, y se planteó en 1780 la necesidad de su reforma desde los proyectos oficiales. Estrictamente, en el aspecto edilicio, la comisión encargada de investigar por el ministro de finanzas Necker, encabezada por el cirujano Jacques Tenon, propuso que, más que la reforma de edificios que inicialmente habían sido construidos con finalidades diferentes, como ser conventos, lo más conveniente era hacer edificios nuevos con las características adecuadas (Vidler 1987 [1997: 114]).

Otros nombres son los de Étienne-Louis Boullée (1728-1799) quien también participó en proyectos para la reforma de las prisiones, aunque su interés estaba menos en “las nacientes preocupaciones programáticas” que “en favor de las expresiones pictóricas y teatrales de lo sublime” (Vidler 1987 [1997: 123]) (Figura 25).

Fig. 25. Memorial a Newton de Boullée

Brissot de Warville (1754-1793), autor de una teoría de las leyes criminales y miembro de la Asamblea Legislativa durante la Revolución, aunque no fue arquitecto, trazó “los planos administrativos y arquitectónicos específicos de una cárcel modelo” (Vidler 1987 [1997: 118]). Y, por supuesto, Jeremy Bentham (1748-1832). Como contraposición a la concepción panóptica y transparente que hemos desarrollado ampliamente, considérese la siguiente afirmación:

“Bentham concibió un repertorio de técnicas ambientales que actuarían sobre la mente del delincuente. ... Bentham proponía que una atmósfera de penumbra envolviera la vida del preso; la ausencia de luz solar favorecería el miedo y llevaría a la reflexión”. (Vidler 1987 [1997: 118])

El aspecto lúgubre de las prisiones también debía hacerse notar para que todos recibiesen los signos de los peligros del delito. Para esto, junto a una serie de imágenes asociadas a los aspectos negativos del delito, afirmaba en su A view of the Hard Labour (1778): “No se me acuse de frívolo: quienes conocen a la humanidad saben hasta qué punto la imaginación de la multitud es susceptible de verse influida por circunstancias tan triviales como éstas” (citado en Vidler 1987 [1997: 120]).

Por otra parte, en este contexto de arquitecturas pensadas para la reforma y la armonía social, surgen otras alternativas en personajes que no están conformes con el orden social propuesto. Las figuras de Jean-Jacques Lequeu (1757-1825), Charles Fourier (1772-1837) y Donatien Alphonse François, marqués de Sade (1740-1814) aparecen “en cierto modo como autoproclamadas víctimas del racionalismo, de la implacable filosofía burguesa del confinamiento y la curación, la sociabilidad y la felicidad” (Vidler 1987 [1997: 157]). De los tres, solo se ha interesado Foucault en Sade y el sadismo, y esto es el centro del presente capítulo.

Comprender a Sade y en particular al sadismo no es comprender una práctica que puede ser tan vieja como la humanidad, sino situarla en su contexto histórico de origen, es decir, los finales del siglo XVIII y principios del XIX (recordemos que vivió 74 años, de 1740 a 1814) y en este marco cultural que es la Ilustración. Si bien, dice Foucault:

“No es casualidad que el sadismo, como fenómeno individual que lleva el nombre de un hombre, haya nacido del confinamiento y en el confinamiento, y que toda la obra de Sade esté dominada por las imágenes de la fortaleza, de la celda, del subterráneo, del convento, de la isla inaccesible, que son los lugares naturales de la sinrazón”, (Foucault 1964 [1986II: 37])

sin embargo, nuestra perspectiva de análisis busca, repetimos, situar al escritor en relación con la arquitectura de su época, como época disciplinaria, y en consecuencia, más que un exponente de las formas y lugares de la sinrazón, como la expresión de una racionalidad arquitectónica afín a las de las diferentes instituciones de secuestro foucaultianas.


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