Dr. Marcos Cueva Perus
Investigador Titular, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México
cuevaperus@yahoo.com.mxResumen:
Este artículo se propone demostrar  que la familia mexicana, al igual que en general la de América Latina, hace  pasar por biológico y por ende por natural el origen de prácticas sociales que  no excluyen el ejercicio del poder hacia dentro y hacia afuera, en una sociedad  que carece de autonomía ante esos lazos personales. Estas prácticas se  encuentran en distintos estratos sociales. El origen de esta representación  está en los estatus de limpieza de sangre coloniales y tiene tal peso, habida  cuenta de la naturalización del poder, que refuerza las dependencias y limita  el reconocimiento de la independencia individual
  Abstract:  This article aims to demonstrate that the Mexican family, as in general in  Latin America, passes by biological and hence natural source social practices  that do not exclude the exercise of power inward and outward, in a society  without autonomy beyond these personal ties. These practices are in different  social strata. The origin of this representation is in the colonial status  cleansing blood and has such weight, given the naturalization of power, that it  reinforces dependencies and limits the recognition of individual independence
  Palabras  clave: familia-sangre-cultura-sociedad-poder-dependencia
  Keywords:  family-blood-culture-society-power-dependency
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato: 
 Marcos Cueva Perus (2017): “¿La sangre llama?: la familia como naturaleza o como construcción”, Revista TECSISTECATL (diciembre 2017). 
En línea: http://www.eumed.net/rev/tecsistecatl/n22/familia.html
Handle: http://hdl.handle.net/20.500.11763/tecsistecatln22familia
Con la  crisis económica y social en las últimas décadas, el Estado se ha debilitado un  poco por doquier. Este debilitamiento ha provocado el repliegue sobre otras  formas de agrupamiento, desde la tribu hasta el clan, pasando por la religión,  las nacionalidades y por lo que suele ser llamado equivocadamente la “etnia” -  algo en realidad difuso. Un mayor cosmopolitismo entre algunos sectores  sociales involucrados en la globalización se ha acompañado de una suerte de regresión  “localista”, en la medida en que se debilita la identificación con la nación y  se llega a sentir “fallido” al Estado y sus instituciones. En México, como en  el resto de América Latina, el debilitamiento del Estado nacional no ha traído  el repliegue sobre las formas de agrupamiento mencionadas, sino sobre la  familia, a pesar de que esta se halla inmersa en cambios y dificultades  importantes. No nos detendremos sobre este proceso descrito por Christopher  Lasch en un título muy sugerente, Refugio  en un mundo despiadado (1996). La pregunta aquí es: ¿de qué familia se  trata en México y en América Latina? Según veremos, se trata de una familia en  la cual se hace el aprendizaje del poder que se proyecta sobre la sociedad,  como si esta no tuviera una esfera pública autónoma con reglas impersonales y  distintas de las familiares.
             ¿Es un valor nuevo? No, según  mostraremos en una aproximación interdisciplinaria a partir de la  historiografía, la antropología y el psicoanálisis, sugiriendo que es ante todo  un valor antiguo convertido ahora en refugio, parafraseando a Lasch. Ha tendido  a serlo desde hace tiempo, de acuerdo con algunos estudios empíricos, ante el añejo  vacío institucional, público sobre todo.  
       La familia no es aquí un valor surgido  desde abajo, sino desde arriba, traído con la colonización ibérica. Hasta la  llegada de españoles y portugueses, si bien existían desde luego comunidades de  parentesco, había agrupamientos más grandes, en tribus, fueran de menor o mayor  importancia, hasta formar sociedades complejas como la azteca y la inca. La  introducción de la familia como valor principal –junto a la religión- fue de  origen español/portugués, ya que los conquistadores, fuera de la  Iglesia católica, no trajeron valores nacionales  (España no era tal, sino un conjunto de reinos), tribales ni clánicos y ni  siquiera “étnicos”;  tampoco introdujeron  un racismo explícito, de tal modo  que  pronto hubo un importante mestizaje. La religión santificó el valor familiar, aún  más a partir del funcionamiento de la encomienda, luego convertida en hacienda  y más tarde en latifundio. 
       Desde la independencia, el valor familiar ha  seguido siendo en América Latina el de arriba, en la cúspide de la sociedad:  cada país quedó muy pronto en manos de unas pocas familias, las oligarquías.  Fue por ejemplo el caso de las llamadas “14 familias” en El Salvador, es aún el  de los apellidos que se repiten en las esfera del poder en Nicaragua (los  Lacayo, y los Chamorro), de las 7 u 8 familias en Chile o de los apellidos de  alcurnia que en Colombia (Restrepo, Ospina, entre otros). Fueron oligarquías  sin respaldo comunitario, mientras que la antigua base prehispánica lo tenía  desde abajo en formas de agrupamiento más amplio tales como el calpulli o el ayllu, por ejemplo. Aquí nos interesan entonces no la forma de  parentesco prehispánica, sino los valores familiares dominantes –lo que no  supone que sean los únicos- que fueron introducidos con la Conquista y que hoy  parecen los de cada nación latinoamericana ante la crisis: pese a sus  dificultades, la familia sigue pareciendo un modo de acceder a los recursos  materiales y simbólicos en la sociedad. No hemos de partir entonces de la  familia en general, sino del tipo particular de familia que se volvió dominante  a raíz de la Conquista, que fue también el tipo familiar adoptado por los  criollos a partir de la independencia. Mostraremos que la particularidad de la  familia latinoamericana está en justificar por la biología prácticas  culturales, volviéndolas así difíciles de cuestionar. En efecto, entra en juego  la biología por la “limpieza de sangre”, pero está al servicio de una  construcción cultural que es la de un poder específico que refuerza las  dependencias y que, al mismo tiempo, según veremos, sanciona  múltiples formas la individuación.
   I Elementos a  partir de un estudio de caso: para volver sobre los Gómez (Adler Lomnitz y  Pérez-Lizaúr)
          
       Después de estudiar a la familia mexicana  Gómez desde el siglo XIX hasta el XX, Larissa  Adler Lomnitz y Marisol Pérez-Lizaur  concluyeron que el desarrollo mexicano, lejos  de debilitar los vínculos familiares, los había reforzado, ya que la familia  suplió la debilidad del Estado y la acumulación de capital, lo que abonaría en  el sentido de la hipótesis planteada: a mayor debilidad del Estado y otras instituciones,  mayor fuerza de la familia, que es lo que ha sucedido también con la crisis.  “El Estado era débil y la acumulación de capital no bastaba para introducir un  nuevo sistema de producción, señalan las autoras. Luego entonces la burguesía  temprana tenía que recurrir a las estrategias familiares existentes de tal  manera que creara sus propias condiciones de sobrevivencia y desarrollo. Estas  estrategias familiares han sido siempre parte del sistema social mexicano. La  familia era y sigue siendo un símbolo privilegiado de intercambio a través de  su Historia. Es el pivote de la cultura y el núcleo de las redes sociales. Así,   la familia define las estrategias para  ganar acceso a recursos (económicos y sociales) por parte de los miembros de la  sociedad: por ejemplo, en los días tempranos de un sistema estatal vacilante,  de instituciones débiles, y de cambios políticos frecuentes, el sistema dependía  de modo creciente de las relaciones personales” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr,  1987, 232). Lo dicho, válido seguramente para América Latina en su conjunto  aunque con matices (en particular en el México del siglo XX), explicaría que  las relaciones dentro del Estado y en sociedad no hayan sido en realidad ni  practicadas ni “leídas” de un modo muy diferente al de la familia, desde los  gobiernos puramente oligárquicos en el siglo XIX hasta el populismo del siglo  XX, interpretado como un “paternalismo bueno”. 
       De acuerdo con el estudio de Adler Lomnitz  y Pérez-Lizaur, los vínculos inter-generacionales están hechos, al menos en el  ejemplo de los Gómez, para que la familia perdure en una forma que tiende a ser  endogámica (la “familia de tres generaciones”), ya que no se desbanda, a  diferencia de lo que sucede en la familia anglosajona  con el matrimonio de un hijo con un miembro de  otra familia. Digamos de paso que evitar que la familia se desbandara era desde  la Colonia (y para empezar, en la metropóli) el propósito del mayorazgo. Adler  Lomnitz y Pérez Lizaur sostienen que estos valores familiares atraviesan de tal  modo la sociedad que pueden opacar otras diferencias, las de clase por ejemplo.  La ideología de la unidad familiar (“la conciencia de familia”) prevalece por  sobre la distinción de clase. Importa señalar que si las cosas son así, puede  existir el riesgo de que el espacio social y en particular el espacio público  no sean percibidos como algo autónomo, sino como prolongación de relaciones  personales a la usanza de las familiares, como ya hemos sugerido. 
       La familia parece estar por encima de las  instituciones y así lo reconocen de una u otra manera los Gómez: “el parentesco  –escriben por lo demás las autoras- es una fuente más fuerte de lealtad que la  pertenencia de clase”  y la sociedad  llega a ser una metáfora de las relaciones familiares. La familia funciona de  tal forma que “(…) es una red que irradia hacia el exterior  de la familia grande e incluye alianzas con  otras grandes familias a través de la afinidad. El parentesco incluye así un  grupo amplio ligado  por el reconocimiento  mutuo entre parientes: es una red socia ego-centrada que rige la inclusión y la  exclusión” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 235). En otros términos, la  prioridad en sociedad es “emparentar”, y la familia no prepara para la  “institucionalización” de las relaciones sociales, sino para su  “personalización”.
       La familia es una red que intercambia  bienes y servicios, pero también información sobre unos y otros, de tal forma  que “la pertenencia a la propia parentela depende de la información a la  disposición de uno” (Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987: 143), y la parentela  de uno crece a través del contacto personal con miembros de la parentela o se  encoge por falta de información y pérdida de contacto con lo que algunos llaman  “stock”. Este flujo de información es ampliamente transmitido en encuentros  sociales, tanto formales como informales, según las autoras (1987); en la  familia, que se define –incluso por leyes de herencia- por vínculos verticales  antes que horizontales, la madre –a la que las autoras llaman “madre  centralizada” (1987)- es la que inicia contactos y difunde noticias-, y juega  un papel importante en el acopio y transmisión de información. Prueba de que  esta ambivalencia padre-madre se origina en la metrópoli es que se encuentra  por igual en México (aunque haya importantes variaciones regionales) que en  Colombia, por ejemplo, donde el muy detallado trabajo de Virginia Gutiérrez de  Pineda  en Familia y cultura en Colombia   ha demostrado el peso de la filiación paterna “neohispánica” en los  Santanderes, donde el padre impone “su sangre” y su linaje, junto al gran peso  de la mujer madre en el complejo antioqueño, pese al carácter emprendedor del  hombre, e incluso junto a la preponderancia de la abuela matrifocal en el  complejo negroide costeño (1975). La consanguineidad se impone a la cultura: no  hay lo que Jacques Lacan ha llamado desde una perspectiva psicoanalítica un  “Nombre del Padre” que, por así decirlo, “expulse” a los miembros de la familia  hacia el exterior, hacia ese mundo cultural que es el “tesoro de los  significantes”, como lo llama el mismo Lacan. La descendencia no hace su propia  familia, sino que prolonga el origen por lo menos hasta la tercera generación,  por lo que en la solidaridad las relaciones padres-hijos son más importantes  que entre marido y mujer, además con  prioridad para la descendencia directa. En la  familia de dos generaciones, cada individuo es miembro de una familia a la vez;  en la familia de tres generaciones, cada individuo es miembro de dos grandes  familias (lo que desde luego permite ampliar el círculo de relaciones  personales). Si bien un individuo no es considerado incondicionalmente miembro  de la gran familia del esposo, los hijos sí lo son. El hecho de que la  continuidad familiar funcione así tal vez pueda contribuir a explicar la  importancia de la figura de la madre en la familia latinoamericana. A partir de  este mismo factor tendría entonces lugar una “biologización” de la familia,  puesto que la familia aparecería como el  “ámbito más natural” y menos construido no solo en el tiempo, sino también por lo  que algún vallenato colombiano canta “la sangre llama”.
       Adler-Lomnitz y Pérez-Lizaur destacan la frecuencia  de los rituales que entre otras cosas sirven de mecanismos de exclusión e  inclusión. Esto revelaría en realidad la primacía social, pero envuelta en la  coerción a nombre de la biología (sangre y madre “dadora de vida”). El consumo  conspicuo y la vida costosa son los adornos simbólicos de la posición social y  de la afiliación al grupo, pero agregan que “no sólo son un lenguaje simbólico,  también representan una inversión” (Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987: 232). Es  mediante los rituales religiosos y/o secularizados que se lleva a cabo una  socialización e inserción en la sociedad que privilegia la llamada “confianza”,  que pasa por los vínculos personales.  No  está de más agregar que existe la tendencia a mitificar la familia, la  “continuidad del grupo de la parentela” –el árbol genealógico. “Esta  continuidad, escriben las autoras- distingue una relación de parentesco de una  simple amistad. La ritualización “confiere un sello de permanencia y santidad:  consagra a la familia como la más alta de las prioridades entre las obligaciones  individuales” (Lomnitz y Pérez-Lizaúr, 1987, 191), a riesgo, agreguemos, de que  esto suponga darle la espalda a una potencial vida pública o servirse de ella  para los fines particulares identificados con los fines familiares. Al mismo  tiempo, “los rituales familiares, según las autoras, son también arenas de  poder, en las cuales el estatus es conferido o confirmado y donde la lealtad está  también visiblemente encarnada, así como arenas en las cuales los conflictos  entre individuos y subgrupos son actuados y resueltos”(Lomnitz y Pérez-Lizaúr,  1987, 190-191).
         Un mismo tipo de red se encuentra entre  los marginados, llegando a la forma ampliada de la familia que es el  compadrazgo. Larisa Lomnitz describe cómo funciona esto en Chile: “entre los  miembros de la clase media urbana chilena (hombres y mujeres), escribe, el  ‘compadrazgo’ es un sistema de reciprocidad que consiste en el intercambio  continuo de favores que se dan, se reciben y se motivan dentro del marco de una  ideología de amistad. Estos favores suelen ser burocráticos y generalmente  consisten en un trato preferencial dado a alguna persona a costa de los  derechos y prioridades de terceras personas” (Lomnitz, 2001, 23). Si bien este  intercambio se práctica en la sociedad y el Estado fuera de la familia, el  origen familiar está resaltado así en una frase del presidente chileno Ibañez  (1956-1952): “entre un pariente y un amigo, prefiero al pariente; entre un  amigo y un desconocido, prefiero al amigo”, y en el hecho de que resulte “(…)  interesante anotar que los niños chilenos de clase media y alta usan el  apelativo ‘tío’ o ‘tía’ para los amigos de sus padres. En esta forma se otorga  al amigo un estatus honorario de pariente” (Lomnitz, 2001: 29). En este sistema  de intercambio, un amigo, más que “amigo como tal”, es el medio de acceso a  “otro amigo” (para “relacionarse”)  para  fines de compadrazgo u otros, según Lomnitz (2001).
       Si bien aparecen como resultado de una  situación de precariedad-inseguridad socioeconómica, las formas de  sobrevivencia de los marginados que describe Larissa Lomnitz no difieren en  algunas formas del modo de vida de los grupos acomodados, para empezar por  aquello que se privilegia: la familia extensa, las alianzas familiares y las  “redes” dentro de este sistema muy dependiente del parentesco. Así,  “parentesco, vecindad, compadrazgo y amistad masculina, escribe la autora, son  otras tantas instituciones que se adaptan a la situación urbana y se integran  con una ideología de ayuda mutua. La expresión más notable de la red, la unidad doméstica de tipo compuesto,  consiste en un grupo de familias emparentadas que viven como vecinos y se  caracterizan por un intenso intercambio de bienes y servicios”  (Lomnitz, 1975, 27-28). En los intercambios,  la confianza es considerada crucial pero entendida, como en los ya descritos  para una familia acaudalada, como “conocimiento personal previo”, a diferencia  del trust anglosajón, algo que de  acuerdo con la autora también se observa en la clase media e incluso en todos  los estratos de las sociedades urbanas latinoamericanas (1975). Pese a las circunstancias  objetivas, se da mayor importancia a las circunstancias personales y “este  conocimiento personal tiene un valor de supervivencia social” (Lomnitz, 1975, 213). En el caso de la familia acaudalada, los rituales  fijan la frontera entre la parentela y lo que aparece como “el resto de la  sociedad”. 
       El estudio sobre los marginados hace  aparecer que la prioridad dada a la familia y la unidad doméstica de tipo  compuesto va de la mano con una vida pública prácticamente inexistente: “llama  la atención, dice la autora, la virtual ausencia de otras asociaciones a nivel  local, urbano o nacional. Aparte de la red de intercambio prácticamente no hay  participación de los pobladores en instituciones comunitarias, políticas o  sociales de ninguna índole” (Lomnitz, 1975, 232). Puede que no sean creadas  desde afuera, pero también que falte iniciativa para ir más allá del ámbito  familiar. 
       Si la sociedad es metáfora de la vida  familiar (pongamos por caso “la gran familia” o la Constitución chilena de  1980), el tipo de relación que mejor se adecúa a esta proyección familiar sobre  la sociedad es el clientelismo. En la llamada relación patrón-cliente, sucede  que, a juicio de Javier Auyero, quien ha trabajado sobre el caso del Ecuador,  el cliente se sitúa con frecuencia como tal y como “seguidor” (Auyero, 1996: 227),  no forzosamente por cálculo racional, ni mediante introyección de lo que Pierre  Bourdieu llama un “arbitrario cultural”:   en esta perspectiva, que explícitamente le debe al enfoque del mismo  Bourdieu, habría en realidad una “estrategia” aprendida “a través del uso”, un habitus clientelista, al decir de Auyero  (1996). En la relación clientelar, “clientes y mediadores resuelven sus problemas  pero en el proceso aprenden una relación de subordinación,  aprenden límites,  cosas a decir y a no decir, a hacer y a no  hacer; desarrollan también su explicación pública para sus acciones y otra  historia secreta –‘no dicha’- acerca de las razones que tienen para sus acciones”  (Auyero, 1996, 223-224), algo que no deja de recordar el funcionamiento  familiar con sus “secretos”.           Es  posible pensar que la familia –reducida y “metáfora de la sociedad”- no está  exenta de prácticas de poder sobre las cuales los trabajos de Larissa Lomnitz  abundan poco. Estas prácticas (el “mundo de la practicalidad”) difícilmente  pueden ser descubiertas si, como sugiere Auyero, el cliente entra en la  relación creyendo en ella, con “una historia, un juego y una estrategia” (1996)  que incluye elementos afectivos. Estos elementos entran en juego por la deuda  creada en nombre del vínculo biológico antes que de la cultura, aunque al mismo  tiempo se trate de crear un estatus a partir de la adscripción biológica misma.  Agreguemos que se suman elementos clave: “una urgencia y un reclamo de  existencia que excluyen toda deliberación”, advierte Auyero (Auyero, 1996: 228),  lo mismo que ocurre con el llamado biológico.   Aunque pasan por “reciprocidad”, para el mismo Auyero “las relaciones  clientelares constituyen una esfera de sumisión, un conjunto de lazos de  dominación,  en oposición a una esfera de  reconocimiento mutuo,  de igualdad y  cooperación,  que no se reconocen como  tales (…) ”(Auyero, 1996: 215-216). Este ejercicio de poder puede resultar  incuestionable por la “familiaridad” de los vínculos.  
       Hasta aquí, ejemplos concretos de México,  Chile, Colombia y Ecuador sugieren la existencia de denominadores comunes: la  patrilinealidad (que puede interpretarse también como transmisión de “limpieza  de sangre”, según veremos), pero también un rol importante de la mujer, que al  volverse madre adquiere un estatus de “centralización” adscrito que se  justifica con la biología (“madre dadora de vida”); están también la  prolongación de la unión familiar por generaciones frente al vacío estatal y  productivo, y el llenado de este vacío por la familia como metáfora de las  relaciones sociales. ¿De dónde proviene este ocultamiento de la construcción  social mediante el uso de la biología (que es en parte “realmente existente”),  y que se extiende en nombre de la “familiaridad” –la confianza- por la  sociedad?
      Si el origen de esta importancia de la  familia está en la Conquista y Colonia, considerando que las formas de  organización prehispánicas eran distintas, el mismo asunto que se toma por  idiosincrasia del mexicano o del latino en general debe poder ser hallado en la  historia metropolitana, la de España, lo que efectivamente sucede. José María  Ibizcoz Beunza ha mostrado cómo en España, a diferencia de otros países  europeos, perdura el significado público del linaje: “en la sociedad del  Antiguo Régimen, escribe, la familia no era del ámbito de lo privado, sino una  institución con un gran significado público” (Ibizcoz Beunza. 2009, 140).
         A  partir de 1523 en España la limpieza de sangre se volvió el modo de acceso a la  nobleza: para decirlo de otra forma, se alegó el hecho biológico para lograr  una posición social. Con Carlos V, “(…) a partir de 1550 –dice Juan Hernández  Franco- (…) las instituciones elitistas ponen en práctica un proceso  (…) de identificación cultural, de exclusión  y cierre social,  de reserva de  privilegios, beneficios, cargos y honores,   ligado a la limpieza de sangre. Lo acompañan con el emparejamiento  de hidalguía y sangre pura o sin mácula, de cuna limpia y vida limpia” (Hernández  Franco, 1995: 88). Quienes han trabajado la Historia de la familia en España  han destacado la importancia del “árbol genealógico” limpio:  “la necesaria demostración de limpieza de sangre  en los antepasados, explica  Francisco  Chacón Jiménez, imprime una profunda tradición biográfico-genealógica  que diferencia y distingue a la sociedad  española de los territorios vecinos y en la que la necesidad de la  justificación de pertenencia a una etnia   dará lugar a una invención de la memoria   y del pasado si se quiere pertenecer   a los grupos dirigentes del sistema social  o insertarse en el mismo sin tener problemas  con las autoridades” (Chacón Jiménez, 2004: 23). 
       Lo que sucede desde aquélla época muestra cómo  “la sangre” sirve en realidad para otros propósitos, como un modo de acceso a  la posición social y los recursos: se trata de certificar la honra o quitarla, propósito  socioeconómico y no biológico, aunque “camuflado” en el segundo. Como lo ha  señalado Werner Thomas, la consecuencia de no tener “pureza de sangre” bien  podía ser una “honra pulverizada” (2001). Y es que “honra no solamente  significaba consideración social, sino también ascenso social,  la  posibilidad de mejorar su posición social y económica, y la posibilidad de  integrarse en vez de vivir como un paria o como lo que hoy día se llama un  ‘ciudadano de segunda’” (Thomas, 2001: 79). La gente asociaba pureza racial a  pureza religiosa y la no pureza era vista como no “tener fe” ni respetar la  autoridad establecida. Por su parte, “el Santo Oficio, explica Werner Thomas,  institucionalizaba la sospecha hacia el converso (…) El proceso inquisitorial  sería durante siglos la manera más eficaz de quitar a un individuo la honra  tanto individual como social (…) Un condenado por el Santo Oficio se veía casi  siempre marginado en la comunidad en donde había vivido antes de la denuncia,  puesto que cualquier contacto con el estigmatizado solamente podía traer la  deshonra a los cristianos y suscitar sospechas” (Thomas, 2001: 80). El llamado  sambenito señalaba a una persona en la cual no se podía tener confianza,  recuerda Thomas (2001). 
       Juan Hernández Franco ha mostrado que en  realidad la limpieza de sangre es un modo de separar a la cristiandad de élite  de la popular, y de garantizar “valores elitistas”: “los estimados,  los prestigiados, los honorificados como  propios y modélicos de la élite (…)” (Hernández Franco, 1996: 63). Más de que  de algo dirigido contra el converso- judío o morisco-  es, siempre según Hernández Franco,  “(…) un instrumento utilizado por las  instituciones afines a la cultura de élite para proteger su preeminencia,  para asegurar su hegemonía y reproducción  cultural, para preservarse de la cultura popular y de sus formas de  manifestación y actitudes, para filtrar la entrada de individuos con valores  populares, viles, bajos” (Hernández Franco, 1996: 63-64), tachados de  “vulgares”. La forma de establecer la prueba no es genética y se basa en lo que  Lévy-Bruhl llama “establecer una convicción sobre un punto incierto” a partir  de la “pública voz y fama”  (Hernández  Franco, 1996: 91).
       Los estatutos de limpieza de sangre fueron  abolidos apenas en 1835; todavía durante las reformas borbónicas en el siglo  XVIII sirvieron para que tuviera que probarse no haber desempeñado oficio o  comercio servil.  La “limpieza de sangre”  está ligada al “buen nombre”, al grado que el segundo, heredado o adquirido,  puede incluso “blanquear” a alguien. Se ha criticado la “blanquitud” por haber  querido crear una “naturaleza humana” para imponerla a otros como superior,  pero en América no hay en la colonia “blanquitud étnica”, porque no cuenta la  “apariencia étnica” de origen noroccidental   ni está ligada en el siglo XVI al capitalismo, ni la blancura es siempre  condición de blanquitud, una supuesta identidad ética capitalista sobredeterminada  por la blancura racial relativa, según Bolívar Echeverría (2010): lo que cuenta  es la “fama pública”. Se trata en efecto de otra cosa en la América  española/portuguesa: se atribuye el título de “ser” a quien parece demostrar la  pureza mencionada y tener al mismo tiempo el “honor” correspondiente (lo que no  tiene que ver con el calvinismo): lo anterior hace pasar por natural, porque  supuestamente biológico, lo que es en realidad un modo dominante de concebir el  parentesco y de tener de entrada estatus adscrito, ocultando a veces  el adquirido. Lo que aquí nos interesa es  mostrar cómo funciona esta naturalización.
             Los trabajos de Larissa Lomnitz sugieren,  como en los “Gómez”, familia mexicana de élite, una concepción del parentesco  basada en los lazos de sangre, lo que puede expresarse en la expresión coloquial,  usada frecuentemente por una madre, “es sangre de mi sangre”, como criterio de  reconocimiento. Podría recordarse la expresión “pacto de sangre” para llamar la  atención sobre los riesgos de esta visión del mundo, por llamarla así. El  supuesto es que el parentesco está dado únicamente por el nacimiento y el árbol  genealógico, sin que entre demasiado en juego la educación: la procreación  antecedería al parentesco, algo que por lo demás, dicho sea no sin ironía, se presta  a que la misma procreación sea utilizada para crear el parentesco, invocando  justamente la “sangre de la sangre”. No habría entonces mayor cosa que debatir,  puesto que el parentesco se presenta como natural en la medida en que está  “explicado” por la biología, lo que parece evidente. Dicho sea otra vez con  ironía, la biología puede explicar un trato preferencial a la parentela como  aquél al que aludiera el presidente chileno Ibañez, y no solo en la “familia  extensa”, sino en la sociedad toda: en las relaciones económicas, políticas,  jurídicas, etcétera. La sangre es lo más natural, ciertamente, pero curiosamente  parece servir de pretexto para actos que no son biológicos, como el ejercicio  del mando. Queda en efecto la definición de familia por Alfonso X en las Siete Partidas: es el “círculo” que gira  alrededor de la “nobleza”, ya que “familia se entiende el señor della e su  mujer, y todos los que hiben so el,   sobre quien ha mandamiento, assi como los fijos e los sirvientes e los  otros criados” (Chacón Jiménez, 2004, 13), de tal modo que intervienen los  criterios de parentesco, residencia y autoridad. 
       ¿Cómo se transmite hasta hoy esta  importancia de la “limpieza de sangre, aunque ya no sea estatuto? Tomemos un  caso extremo en México, por lo demás ajeno a la venganza mafiosa. Durante un  periodo de pocas semanas entre junio y agosto de 2016 hubo en México varios  asesinatos de familias enteras, señaladamente en localidades de los estados de  Puebla, Guerrero, Oaxaca y Tamaulipas. Si bien estos casos son extremos y varios  de ellos estuvieron ligados al crimen organizado, lo ocurrido en Coxcatlán,  Puebla, en junio de 2016 indica otra cosa: en una venganza, el ejecutor puso  una saña particular en los miembros más emblemáticos de la familia, su ex  pareja sentimental, en la pareja sentimental de ésta, y en la búsqueda del bebé  (bebé del ejecutor y la mujer violada), que salió vivo e ileso. Ocurrió como si  por esa venganza el ejecutor no hubiera querido aceptar que a partir de un  nacimiento “de su sangre”, así fuera por una violación, “naciera” también  otro  árbol genealógico y otra forma de  acceso a los recursos materiales y simbólicos.
     
       La herencia de los Estatutos de Sangre –y  de la costumbre de “honrar” o “deshonrar” sirviéndose de la familia en el  espacio público- es ibérica. El antropólogo Marshall Sahlins demostró que en  realidad el parentesco precede a la procreación desde las comunidades primitivas,  de tal modo que distintos grupos humanos interpretan de diferentes maneras – culturales  todas- la procreación y el nacimiento. Para Sahlins, el nacimiento no es un hecho  pre discursivo (2013) y de la misma manera, siguiendo con Sahlins a Karen Middleton  y Marilyn Strathern (Middleton y Strathern, 1988), sería erróneo –aunque es  frecuente que suceda, así sea de forma indirecta, en México y el resto de  América Latina- decir que “las mujeres hacen niños” (Sahlins, 2013: 3). Los  grupos de las islas Trobriand creen por ejemplo que dos seres humanos son  insuficientes para producir otro ser humano, de tal modo que es necesaria la  intervención de un tercer “espíritu”, según Sahlins (2013). Para comunidades  primitivas de la Amazonia, un nacimiento no supone parentesco ninguno, ya que  la mujer bore es hija de un animal, y para otros grupos es el resultado de una  reencarnación, por ejemplo para los Iñupiat de Alaska, para seguir al mismo  autor (2013). Hay grupos  en los cuales  uno de los miembros de la familia es ignorado en la procreación, sea la madre  (Araweté), sea el padre (Jívaro). A la procreación contribuyen en otros grupos  substancias complementarias o antagónicas, o la misma (desde los grupos  Tanimbar hasta los Tlingit y Mue Enga o Daribi). El grupo Tlingit no cree en  ninguna substancia sino en un alma y hay otros en que en un soplo. Hay incluso  grupos que no reconocen el papel de los padres (padre y madre) en la  procreación (Kamea, en Papúa Nueva Guinea), como lo recuerda el mismo autor (2013).  Entre los zulúes se cree que en el acto de procreación están presentes los  hades ancestrales. Sahlins describe así lo que puede resultar en un  “ocultamiento” –no forzosamente voluntario- del origen social y cultural de la  procreación y el nacimiento: “(…)la falacia todavía decisiva en el argumento de  que la relación biológica constituye el parentesco ‘primario’, que es extendido  a otros por consideraciones secundarias, es que lleva a los padres de los hijos  fuera de sus contextos sociales y presume que son cosas abstractas, sin ninguna  identidad salvo la genital, que produce un igualmente abstracto hijo fuera de  la unión de sus sustancias corpóreas” (Sahlins, 2013: 74). Esta es en parte –y  solamente en parte- la falacia de “la sangre”. En realidad, no sería correcto  hacer del parentesco una metáfora de la biología: “(…) los modos locales de  reproducción pueden negar cualquier conexión sustantiva entre uno u otro padre  –o entre ambos- y sus hijos” (Sahlins, 2013: 73). En el caso de los King  Bushmen, no es la procreación la que rige lo que se llama “nuestra gente”, al  decir de Sahlins (2013). Estas pruebas muestran que se construyen social y  culturalmente el nacimiento y el parentesco: no vienen dados de modo natural,  al contrario de lo que supone la creencia más común en la familia latinoamericana.  Así, no es la raza el elemento determinante: lo son las relaciones que “alegan  la raza”. Sahlins ha hecho notar que el parentesco es una “relación intersubjetiva”,  un “estar juntos” (mutuality of being) que puede darse por motivos tan diversos como la co-residencia, el hecho de  compartir el alimento, la comensalidad, el hecho de trabajar juntos, la adopción,  la amistad, el sufrimiento compartido y también la hermandad de sangre (2013).  Los Araweté son parientes por compartir los mismos tabúes,  los Truk si sobreviven a un viaje por mar,  los Inuit si nacieron el mismo día o compartieron dificultades en el hielo,  etcétera (2013). Los criterios varían y no tienen por qué ser obligatoriamente  los de “las sangre” o lo que también se llama en América Latina “ser de buena  cuna” (“se ve que es de buena cuna”).
         Sahlins observa que el parentesco no siempre significa  armonía: es el caso de la patrilinealidad que implica el enfrentamiento entre  padres e hijos y entre hermanos. El problema aparece tangencialmente en otra  representación española de la familia, la de las Siete Partidas ya mencionadas,  que considera que es familia todo aquél sobre quien “se ha mandamiento”. ¿Ser  familiar es tener poder de mando, o se tiene “poder de mando” a partir de  cierta familiaridad? Ello deja suponer la existencia de reglas de poder dentro  de la familia social y culturalmente construidas, aunque insistamos que  justificadas por la sangre.
     El hecho de que el mexicano tienda según  las encuestas a temer por sobre todas las cosas el rechazo de la familia, según  una gran encuesta realizada en 1996 por Julia Isabel Flores (1996), tiene que  ver con el hecho de que fuera de ésta es muy difícil desenvolverse y sobrevivir.  Este temor puede leerse como temor al desamparo social, lo que puede hacer  preferible –para no sufrirlo- incluso aceptar la arbitrariedad del poder (¿se  arriesga también el “te desheredo” si no se acata este poder?). El hecho vuelve  al mexicano “dependiente”, hasta aquí sin connotación ninguna: lo es porque  necesita de la familia (si extensa, mejor) y de “relaciones” –calcadas sobre  las relaciones personales familiares- para abrirse un lugar en la sociedad (o incluso  en el Estado, así sea relativamente débil). En el caso de los Gómez, la  parentela (descendencia, etcétera) se va colocando en sociedad (en empresas,  por ejemplo) con “influencias” (las familiares), de la misma manera en que sigue  siendo frecuente en México la “recomendación” de alguien para acceder a tal o  cual servicio –algo que vale también para los grupos sociales más  desfavorecidos. En términos de Sahlins, lo anterior hace una  “intersubjetividad” o un “estar juntos” a la vez extenso (en la medida en que,  como lo explican Adler Lomnitz y Pérez-Lizaúr, un amigo está para llevar a otro  y otro más), dependiente, e incapacitante: es obviamente difícil valerse por sí  mismo fuera del tipo de lazos descrito. En términos coloniales, quien no juega  sus relaciones familiares es un “don nadie”, en lugar de un “hijo de algo”. Al  mismo tiempo, ser rechazado por o rechazar la familia es ir contra lazos que-  recordémoslo- a través de la sangre son vistos como naturales –además de que  eran sacralizados por la religión: una distancia social será vista como  “antinatural”. Lo normal es que en el tipo de sociedad latinoamericana descrito  la dependencia  no sea vivida como  limitante para el desarrollo individual, sino como algo natural. La independencia  es percibida en cambio como amenazante (por el riesgo de desamparo), al igual  que sucede en esa metáfora de la familia que es la sociedad y que puede ser la  clientela en específico; el Estado corporativo castiga las veleidades de  independencia. El tema ha sido tratado en otras latitudes desde un punto de  vista psicoanalítico: romper con la dependencia sería “romper con Edipo”, lo  que llevaría entonces a ser persona en sociedad y/o en el espacio público sin  valerse de las relaciones familiares. 
       Una mirada entre antropológica y  psicoanalítica permite ir más allá de la mirada sociológica que califica estas  redes de parentesco de “patrimonialistas” y que puede llegar incluso a  justificar, como “capital social”, que cada quien juegue su “estrategia” –con  frecuencia, una  de poder- sobre la base  de su capacidad para “relacionarse”, desde la familia extensa hasta los lazos  sociales entendidos apenas como prolongación de la familia. 
       El psicoanalista Octave Mannoni  trabajó hace ya bastante tiempo  el problema entre los malgaches, a medio  camino entre la antropología y el psicoanálisis, y las tesis de este autor  fueron objeto de ataques de Aimé Césaire y Frantz Fanon, simplemente porque  Mannoni dijo que el malgache busca la dependencia, sin haber dicho, según  consta en Próspero and Caliban, que  el malgache no necesitara emanciparse. Samuel Ramos trabajó hace mucho tiempo,  en El perfil del Hombre y la cultura en  México, lo que basándose en Alfred Adler llamó “complejo de inferioridad”  del mexicano. Para Ramos, este complejo aparecía en particular frente a lo  extranjero. Lo interesante en Mannoni es que este complejo pasa primero por  algo que podríamos llamar “complejo de dependencia” y que Philip Mason llama en  su prólogo “la necesidad de depender”.  (1964).  Más que intercambiar en el sentido de Marcel Mauss (saber dar, saber recibir,  saber devolver, con lo que este circuito supone de gratitud y reciprocidad),  pareciera que el regalo le interesa al malgache simplemente como “signo exterior  visible de reafirmación relación de dependencia” (Mannoni, 1964: 43), para “la  vida de la relación”, al igual que el “regalo verbal”- por llamarlo de algún  modo- que se cerciora de la dependencia. 
       La tesis de Mannoni es interesante porque  sugiere que lo anclado en la personalidad del malgache no es el sentimiento de  inferioridad, que no tiene de inmediato, ni siquiera ante el superior (1964) o  el colonizador; es  el sentimiento de  dependencia. Para Mannoni, la inferioridad aparece tan pronto como el malgache  se siente traicionado o abandonado, lo cual no es del todo inexplicable, por  ejemplo por lo que una traición puede suponer de humillación (la canción  ranchera u otra mexicana está llena de situaciones como la descrita): “(…)  mientras no se sienten abandonados –o traicionados- y mientras la relación  satisfactoria de dependencia está preservada, afirma Mannoni, (los malgaches)  no están sujetos al sentimiento de inferioridad” (1964). 
       La diferencia está en la respuesta al  abandono: Mannoni considera con todo que es frecuente en el europeo que el  mismo abandono sea considerado a fin de cuentas como una oportunidad para la  independencia, como sucede, al decir del autor, con la vida de Descartes (1964).  “(…) En el desarrollo de la personalidad, considera Mannoni, lo personal emerge  de lo colectivo y se vuelve distinto de él dando lugar el individual, aunque  nunca se desprende totalmente” (Mannoni, 1964: 205). En los lazos que requieren  de la dependencia para “existir”, en cambio, sucede que no se encara la  responsabilidad individual que la independencia supone. González Pineda lo ha  constatado en el caso de México: “(…) tal tipo de reacción (visión  proyectivo-paranoide, nota nuestra), en la que siempre se culpa a los demás, y  en cambio, siempre se es inocente, es una constante en múltiples facetas de la  relación humana de los mexicanos” (González Pineda, 1972, 98). Es al menos lo  que sugiere Mannoni sobre el comportamiento de los malgaches, incluso en  política (y especificando que no por ello son menos adultos), en la cual se  pliegan a la mayoría y tienden a no respetar a la minoría: “en cualquier  institución democrática, escribe Mannoni, se asume que la gente es capaz de  decidir por sí misma y de tomar la responsabilidad por sus decisiones. El  malgache promedio, sin embargo,  no  decide por sí mismo y tiene un sentido muy pequeño de la responsabilidad” (Mannoni,  1964: 175). Mannoni dice que el malgache es así dependiente del patrón, pero no  excusa a éste, quien tiene –en lo que el autor llama “vocación colonial”-  necesidad de dominación y que por lo mismo no respeta al otro: “lo que le falta  al colonial en común con Próspero, es la conciencia del mundo de los demás, un  mundo en el cual los Otros tienen que ser respetados. Este es el mundo del que el  colonial ha huido porque no puede aceptar a los hombres como son. El rechazo de  ese mundo está combinado con la urgencia de dominar, una urgencia que es  infantil en su origen y que la adaptación social ha fallado en disciplinar”  (Mannoni, 1964: 108)
         El  sentimiento de inferioridad no aparece en la descripción de los Gómez que hacen  Lomnitz y López-Lizaur, ni entre los marginados, que para decirlo de algún modo  “se las arreglan como pueden” mientras no sean abandonados. No sería raro que  los Gómez, recurriendo al mito, como está dicho, incluso se sientan  “especiales” y “diferentes”, no sin cierto sentimiento de superioridad. La  reafirmación de la dependencia es para el malgache la de la rutina, y  seguramente el equivalente de la multiplicación de rituales entre los Gómez. “La  rutina malgache, escribe Mannoni, que no es el resultado del conservadurismo,  ya que es perfectamente capaz de adaptarse a una nueva rutina- tiene algo en  común con el ritual del obsesivo: protege contra un temor inconsciente a la  inseguridad” (Mannoni, 1964: 70), lo que Mannoni llama “la amenaza de abandono”  (digamos por cierto que un lapsus muestra esto en algunos mexicanos que hasta  hoy se refieren a España como “la madre Patria”). Dicho de otro modo: lo que no  es dependencia no es independencia, sino un temido abandono (¿explicable por el  vacío social fuera del parentesco?), con el riesgo de que se equiparen  independencia y abandono, lo que despunta sutilmente en la encuesta  interpretada por Julia Isabel Flores, en el temido “rechazo de la familia”; en  un marco más moderno, el tema ha sido tratado tangencialmente en Como agua para chocolate, la novela de  Laura Esquivel hecha película.).
       La forma que toma este temor es, siguiendo  a Westermann,  una dependencia extrema de  la opinión pública y de lo que Mannoni llama la “aprobación de la comunidad” (1964).  González Pineda encontró algo similar en México: “(…) queda asentado, escribió,  que la vivencia total de la verdad individual no es posible; todo acercamiento  a ella se logra solo a base de interminables ansiedades”(González Pineda, 1972:  29) y es preferible la mentira, tal vez antepuesta socialmente al temor al  abandono; “(…) porque se teme la agresión, sus ataques, ser destruido, si los  demás perciben la verdad del que se esconde en mentira”(González Pineda, 1972:,49).  Digamos que el “abandono” es en realidad social: está en la ausencia de  instituciones que fuera de la familia (en el Estado, en asociaciones privadas,  en la economía, etc…) garanticen el hacerse un lugar en sociedad. Mannoni  destaca algo incapacitante, por ejemplo si el malgache debe mostrar iniciativa  propia o resolver una interrogante sin referirse a ninguna regla o precedente  personal (1964). La dependencia de la opinión pública  puede llegar al grado de que el malgache admire en el brujo “la identificación con  su propia imagen” (1964). 
       La dependencia es entendible desde un  punto de vista antropológico como el de Louis Dumont, si el individualismo es,  como lo sugiere este autor, una ideología moderna. Debemos empero distinguir  individualismo e individuación: el individualismo puede no estar reñido con la  dependencia; la misma familia que recrea la dependencia puede fomentar lo que  en México se conoce como la “regalada gana” de cada quien. La independencia, y  no el individualismo, es lo que no podría darse “en” el mundo, sino “fuera de  él”, para decirlo parafraseando a Louis Dumont(1983). De todos modos, “el  individuo como valor (social) exige que la sociedad le delegue una parte de su  capacidad de fijar los valores (1983), lo que sí sucede en México, aunque no  con el ejemplo tipo de Dumont, el de la libertad de consciencia (1983). 
       La individuación (que hace de un individuo  un singular y no un particular), según el filósofo Gilbert Simondon, no  requiere señales sino significación: el individuo no es algo “sustancial” y  tiene en su individualidad  una “conciencia  reflexiva de sí misma” (Simondon, 2009), a diferencia del “alma” descrita en  Emile Durkheim en Las formas elementales  de la vida religiosa; ese individuo no es “prevaloración del yo captado  como personaje a través de la representación funcional que otro se hace de él”  (Simondon, 2009: 415-416); existe  cuando  existen significaciones y “el individuo es aquello por lo que y en lo que  aparecen significaciones” (Simondon, 2009:389); una operación psíquica sería  así “un descubrimiento de significaciones en un conjunto de señales (…) y que  tiene relación tanto con el conjunto de objetos exteriores como con el ser  mismo”(Simondon, 2009: 390). Simondon sugiere que en realidad suele confundirse  individuo y sujeto: “el nombre de individuo es dado abusivamente a una realidad  más completa, la del sujeto completo”, afirma (Simondon, 2009: 462), e  individuarse en realidad no es “adaptarse”,   sino modificar el medio y modificarse a sí mismo. El obstáculo para que  alguien se convierta en sujeto completo no está en una “manera de ser” (del  malgache, por ejemplo) que sea criticable “en sí”, sino en que lo dado –“sangre”  y “vida”- no parece plantear problema ninguno, ni necesitar de una construcción  de significación múltiple y abierta, porque se presenta como algo  evidente e inmutable, consiguiendo al mismo  tiempo que el conflicto por el poder también parezca evidente, si lo hay -entre”  padre que hereda sangre” y “madre que da vida”, por cierto que independientemente  de la educación y de que la familia sea en el origen matrimonial un contrato. De  otro modo, podría aparecer lo que Simondon llama la angustia de un sujeto  negado, “sujeto solo” y que se vive como “cargado con su existencia” (2009). La  información recibida es que las cosas “son así”, no que mediante la educación  “significan tal o cual cosa” –lo que permitiría plantearse un cuestionamiento.  Individuación querría decir sujeto y sujeto es para Simondon “(…) más que el  individuo, el que está implicado en la elección; la elección se hace al nivel  de los sujetos, y arrastra a los individuos constituidos hacia lo colectivo. La  elección es así advenimiento de ser. No es simple relación” (Simondon, 2009: 461).  Sin embargo, en lo colectivo no se elige si es que las relaciones ya están  dadas por nacimiento y árbol genealógico y si determinan, por así decirlo, de  antemano “quién sí” y “quién no”, como en la España colonizadora, de tal modo  que constituirse en sujeto –incluso de la ciencia, por ejemplo- aparece como  desafío a lo predeterminado, que no admite cuestionamiento. Negando la  educación para el constructo social, la dependencia basada en “la sangre” y el  estatus adscrito no se discuten, aunque se imponen y se muestran. 
       
       En la familia mexicana que ha sido durante  mucho tiempo prototípica, lo existente ha sido difícil de cuestionar por  partida doble: por la herencia “de sangre” por parte paterna (lo que deja  apenas un pequeño resquicio para bromas sobre la paternidad), y porque al mismo  tiempo están igualmente naturalizados los derechos de una madre que  supuestamente “da la vida” ya que “hace los niños” (lo que biológicamente no es  así, aunque la madre da a luz), lo cual no impide por lo demás el  individualismo de cada quien. Tratándose de hombre y mujer, la “autoridad”, que  en realidad no es tal, está desdoblada. Para seguir a Antonio Delhumeau y Francisco  González Pineda en lo que es un estudio implícito de antropología cultural, la  familia mexicana se caracteriza por un ejercicio que más que de autoridad es de  poder, con sus imposiciones y resistencias, el tipo de poder que  es por lo demás trasladado en sus prácticas hacia  fuera de la familia (imposición-resistencia).Así,  “el padre, explican los autores, contrarresta  su ausencia física o psicológica con presencias esporádicas pero enérgicas y  dominantes, en las que se discute poco o mucho pero donde hay más preocupación  por mantener el respeto y básicamente el temor a la propia autoridad, que por  definir con claridad lo que espera de la mujer y de cada uno de los hijos” (Delhumeau  y González Pineda, 1973: 106). Si se quiere, el derecho de padre es hecho valer  sin elaboración, en particular sin que medien la autorreflexión y la educación,  porque la justificación se encuentra dada de antemano, “en la sangre” (la  biología de la fuerza en el machismo). El padre afirma así una “virilidad”  aparentemente natural. 
       Delhumeau y González Pineda hacen notar  que la mujer, de la que ya vimos que es central en la “transmisión de  información” en la familia, no es “víctima indefensa”, “abnegada”, “devota”,  etcétera. Es posible observar otra cosa, “(…)la actitud de la mujer dentro de  la familia mexicana como una sumisión negociada, como una activa participación  pasiva con la cual ejerce la autoridad –quizá dominante- así sea de manera  indirecta” (Delhumeau y Gonález Pineda, 1973:  107), algo que está  reforzado por el hecho de ser madre, “la que  da la vida”. “(…) La mujer aprende, prosiguen los autores, (…) que al hombre no  puede exigírsele responsabilidades que serán confundidas por éste como  exigencias de sometimiento, sino que se han de obtener de él concesiones y no  es aceptable discutir sus decisiones, sino conmover sus sentimientos” (Delhumeau  y González Pineda, 1973:107). “El rasgo de mayor recurrencia del manejo de la  mujer hacia el hombre y los hijos suele ser, indican los autores, una actitud culpígena, es decir, una tendencia a  provocar en ellos sentimientos de culpa por daños, reales o supuestos,  inflingidos sobre todo a ella misma” (Delhumeau y Gonzalez Pineda, 1973: 107).  Si bien hay influencia religiosa, esta culpabilización es la de la madre que  “naturalmente ha dado la vida”: tampoco hay elaboración mediante la educación. 
       La rivalidad desdobla las figuras: “en  esta particular dialéctica de la dominación-sumisa y de la sumisión-dominante  interviene de manera importante el papel sexual de los hijos” (Delhumeau y  González Pineda, 1973: 115-116), si se asocia dominación (energía, fuerza) con  masculinidad y sumisión (pasividad) con feminidad, porque el hombre suele  terminar “domesticado” y la mujer “domesticando”, así sea manipulando. 
       La relación familiar disimula apenas el  poder en la naturalidad de la virilidad por físico (“se lleva en la sangre”) y  la “emocionalidad” por “dar la vida”. No es algo exclusivo de México, dada toda  la reivindicación a la vez de la “sangre caliente” y la mujer “dadora de vida”.  No sin reminiscencias del “heredero único” colonial (el del mayorazgo o el del  reino de Aragón), la solución de continuidad se encuentra en el hijo varón naturalmente  sobreprotegido por la madre y que copia lo que entiende como “virilidad” del  padre, mientras los demás están en el “acatamiento sin cumplir” y en lo híbrido  (dominación/masculino, sumisión/femenino):  “en conjunto, dentro de su participación social  y más tarde política, los hijos varones –consideran los autores- encontrarán el  apoyo unificado del padre y de la madre para hacer valer su impunidad hasta  donde les sea posible, su capacidad para burlar las normas que plantean los  ámbitos externos en el juego, en la relación social, en la responsabilidad  escolar, como más tarde ante las responsabilidades cívicas o legales en las  cuales se desenvolverán –actividades identificables con un proceso creciente de  virilización” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 116). Digamos que la red  clientelar, aunque unida, puede regirse por imposición-incumplimiento.  Es el tipo de actitud que se traslada al  espacio social y público y es tanto más difícil de detectar cuanto que la  naturalidad no pareciera indicar que está en juego una rivalidad por el poder  que de todos modos, para González Pineda y Delhumeau, hacen que se imponga en  cualquier relación social la “(…) urgencia de ‘verticalización’, es decir, (…)  la necesidad de de definir quién está ‘arriba’ y quién ‘abajo’ en términos de  poder y de control” (Delhumeau y González Pineda, 1973: 112). Más que personas,  en pie de igualdad, hay aquí una pugna por el dominio (“adueñamiento”), algo  por lo demás frecuente en el comportamiento en espacios públicos (tránsito, mercados,  otros espacios compartidos, etcétera), en el que se hace valer “la relación”,  el hecho de ser la “prolongación de” algo “familiar”(marido influyente,  etcétera…). Así las cosas, la “sangre” y la “vida” acostumbran –como en el  malgache que describe Mannoni- a ver en el otro apenas “una prolongación de….”,  si tiene existencia, y a no verlo a falta de “dependencias” que propicien el  reconocimiento. Las formas transmutadas de la “limpieza de sangre” y la “buena  cuna” ocultan relaciones de poder.
     Decir que el “ser latino” o mexicano se  distingue por la fuerza de los lazos de familia es una verdad a medias.  Prácticamente todas las sociedades del mundo le dan bajo una u otra forma un  lugar importante al parentesco, al menos durante determinados periodos de existencia  de una persona. El “latino” es en realidad un modo particular de entender a la  vez la familia y el parentesco, alegando la “sangre” (nacimiento, árbol genealógico,  patrilinealidad, madre dadora de vida) para justificar el estatus adscrito y el  ejercicio del poder. La familia puede llegar a parecer algo “natural” que en  realidad no es. No aparecen entonces ni la especificidad cultural de  determinado tipo de familia (de tres generaciones, etcétera) ni los problemas  planteados por el hecho de que ocupe el espacio social privándolo de su  especificidad pública y autónoma. La familia es universal; lo que la vuelve  particular en México y en América Latina en su conjunto son los rasgos dominantes  de origen colonial señalados. El error consiste en creer en una forma  particular de apariencia previa a la cultura.
       Mannoni constataba falta de gratitud en  ciertas relaciones de los malgaches. Pero hay más: “la reciprocidad en la relación  de dependencia, por la cual el malgache (…) toma posesión de la persona sobre  la cual es dependiente, y que en este modo valora, tiene ciertas fundamentos  psicológicos más oscuros” (Mannoni, 1964: 31). Ser familiar es también “tener  poder sobre”, ése “tomar posesión”. Aquí aparece el problema que no está  abordado en los trabajos de Adler Lomnitz: las redes de sobrevivencia también  suelen suponer “algo” que no siempre es armónico, pese a lo que se haga creer  ante la opinión pública. Desde el punto de vista kleiniano, la personalidad  independiente es envidiada si esta independencia/individuación supone poder escapar,  previa elección, al poder ejercido a nombre de la biología familiar, para la  que debería tenerse una gratitud de antemano (sin elección) que perpetúe el  linaje y las formas de patronazgo asociadas: quien está endeudado con esa  biología ambivalente odia y/o desprecia como supuesta “soberbia” la  independencia (en la cultura, por contrato social, de criterio)  de quien no lo está, pese a que el  individualismo más fuerte está no en la independencia, sino en el gregarismo  que lo permite, “regalando la gana”. 
        En efecto, siguiendo a Melanie Klein, en  vez de un objeto bueno y uno malo, reales ambos y por integrar (en el pecho  bueno como instinto de vida y facultad creadora), hay uno idealizado (la  familia, entre otras cosas como garantía de protección ante una sociedad  hostil) y uno extremadamente malo (la individuación-separación)(2015).  Cuando se antepone “la buena cuna” o el árbol  genealógico y el pacto de sangre, el ser humano está llamado a “deberse” a  ellos antes que al circuito del intercambio social; y a “deberse” antes,  también, de que se haya dado el contrato social, por lo que los usos y  costumbres preceden a la cultura: el ser humano se encuentra de espaldas a la  sociedad/espacio público (sin circulación de deudas en esta) y el “heredero”  descrito por Delhumeau y González Pineda se apoya en “lo más natural” para  transgredir normas sociales y culturales, aunque no sea el único en hacerlo,  como si la familia otorgara “fueros”.
        Renato  Rosaldo ha llamado a entender cada cultura en “en sus propios términos”: “la  transferencia cultural, afirma, nos exige que intentemos entender otras formas  de vida en sus propios términos. No debemos imponer nuestras categorías de vida  a otra gente,  porque es probable que no  sean aplicables, al menos no sin una seria revisión, dice. Podemos aprender de  otras culturas  sólo leyendo, escuchando  o estando allí. Aunque a menudo resultan  extrañas, burdas para los forasteros,   las prácticas informales de la vida cotidiana  tienen sentido en su propio contexto y en sus  propios términos. Los seres humanos no pueden dejar de aprender la cultura o  las culturas de los lugares en los que crecen” (Rosaldo, 2000, 48), seguramente  con mayor razón si “la cultura otorga importancia a la experiencia humana, al  seleccionar  a partir de ella y  organizarla” (Rosaldo, 2000, 47). Los hechos de Coxcatlán sin entendibles en  sus propios términos, pero otra cosa es qué hacer con “el respeto a la vida  ajena” o con el hecho de que los ilongot de Rosaldo cortan cabezas. 
       La dificultad no acaba aquí: como otras de  América Latina, la cultura mexicana ha reclamado a la vez que se tome en cuenta  su particularidad, la importancia dada a la familia, y ha querido la modernización,  un poco como si ésta no debiera conllevar también otro modo de “estar juntos” o  de “intersubjetividad”. ¿Qué es lo que está en juego? La situación sí es diferente  de la malgache o de las descritas para el Africa negra. México y el grueso de  América Latina tienen, con las excepciones de Cuba y Puerto Rico, dos siglos de  independencia y pareciera entonces que han quedado en una peculiar parálisis,  en el anhelo de alcanzar fines que son contradictorios: el de mantener las  redes de dependencia heredadas desde antes de la independencia, más ante un  mundo donde el Estado y la sociedad se han vuelo inciertos, y al mismo tiempo el  de gozar de las llamadas “libertades individuales” que teóricamente  supondrían la apertura a la individuación, al  ser una “persona” –un sujeto, en términos de Simondon- y no “ninguneado”. Si se  usara como metáfora el “pecho bueno” de Klein, la relación mantenida con éste,  más que de gratitud, resulta ser de ambivalencia, como queda sugerido en la  dominación-sumisa y la sumisión-dominante de Delhumeau y González Pineda: una  relación de amor-odio (tantas veces recreada en la canción), vivida como vaivén  recurrente de pérdida-recuperación, volviendo sobre Klein (2015), que puede  virar a la envidia contra la independencia si es que ésta es vista como el  espejo incómodo de una personalidad escindida que no logra “estructurar el  objeto bueno” (2015). A lo sumo, ocurre que la independencia sea sentida como el  supuesto derecho al individualismo –para otro, alguien más- que tal cual considera  que le es debido en exclusiva. Esa independencia no es vista como principio de  individuación. 
        El problema no se resolvería  apelando a la imitación acrítica del  individualismo que llega a reducir la familia a relaciones “de mercado”, a  riesgo de que el facilitamiento del cálculo costo/beneficio sea también el de  las manipulaciones ya presentes, incluidos los hijos que juegan sobre las  rivalidades entre “las autoridades” (paterna y materna), en las rivalidades  entre hermanos y a partir del otorgamiento de libertades sin el menor deber. Si  la supuesta solución fuera ésta, el tipo de familia dominante heredado de la  metrópoli seguiría vigente, sobre todo a modo de refugio en una sociedad  precarizada, al mismo tiempo que se acentúan los elementos de cálculo de  beneficio para reforzar aún más las disputas por el poder. Hay en realidad una  etapa faltante: si hemos mostrado que la parentela/clientela es la principal  forma de relacionarse “en sociedad” y que incluso la sociedad acaba convertida  en metáfora de la familia, la modernidad podría entenderse entre otras cosas  como separación de los ámbitos privado y público, para lo que haría falta la  consolidación de las instituciones públicas en su autonomía y una visión  distinta de lo que la familia implica para la socialización.
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