TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

El pueblo inka en los Andes

Simultáneamente, y con gran difusión, las versiones históricas sobre Manco Cápac y sobre los Hermanos Áyar, presentaban al pueblo inka convencido también de su ancestral raíz andina.

A través de ellas adquirió conciencia de que ocupaba una porción de la cordillera desde muchos siglos atrás. Quedó intensamente identificado con ese pedazo de los Andes.

Con él y en él había evolucionado desde formas muy primitivas hasta avanzados modos de organización social.

De hecho, los miembros del pueblo inka que arribaron al siglo XV eran herederos de largos e intrincados procesos históricos –como bien lo recuerda Jordi Gussinyer–.

Las versiones históricas de Manco Cápac y los Hermanos Áyar, que los primeros cronistas europeos denominaron “fábulas”, se llaman hoy “leyendas” o “mitos”, porque también hay el pleno convencimiento de que están plagadas de elementos argumentales fantasiosos, como los que hacen referencia a supuestos “surgimientos de entre las espumas del lago Titicaca”, o al hecho de que los hombres quedaban “convertidos en piedra”, etc.

Pero, en su momento, a la luz de los conocimientos con que se contaba, eran ni más ni menos que las versiones históricas oficiales, elaboradas y difundidas por los especialistas y aceptadas y prestigiadas dentro del pueblo inka, entre otras razones, porque le resultaban verosímiles.

Su importancia, hoy, reside en que, más allá de lo fantástico, ofrecen información suficiente para formular una versión histórica distinta pero, en esencia, congruente con la que explicitan.

De paso y a propósito del famoso lago Titicaca, diremos que hoy, a caballo entre los siglos XX y XXI, con infinitamente más información que en el remoto período preimperial inka, la seudo ciencia exhibe soberbia mitos tan fantasiosos como aquéllos. Así, Felipe Cossío del Pomar en El mundo de los Incas 13 nos recuerda que algunos arqueólogos consideran a la región del lago “como la cuna de la civilización humana”.

Pequeños grupos campesinos conformaron los más remotos ayllus inkas que se instalaron en un reducido rincón del área andina meridional –como ha mostrado el Mapa N° 1–, en el espacio que dejan las cordilleras central y oriental, y por donde corren los ríos Vilcanota y Paucartambo y sus innumerables afluentes, conformando a su vez incontables valles.

Conforme creció la población, los viejos ayllus fueron dividiéndose, por lo general a uno y otro lado de los ríos, esparciéndose en el territorio, ocupándolo en cinturones concéntricos cada vez más amplios. Los nuevos ayllus debían necesariamente desplazarse y ocupar tierras cada vez más distantes de las que ocupaba el grupo original. Y los cerros, ríos, quebradas y otros accidentes geográficos, contribuían aún más a separarlos.

Cada grupo fue organizándose independientemente, con autonomía. Así, cada vez eran más tenues las relaciones de parentesco con sus vecinos. Cada vez más débiles y frágiles las relaciones jerárquicas con el centro primigenio. El proceso centrífugo fue inevitable.

Se fue dando lentamente, al ritmo en que aparecía cada nueva generación.

Panorama cronológicodel pueblo inka

Ese período inicial y remoto –“A” en el Gráfico N° 2– debió durar siglos. Quizá tanto como los mil años del Imperio Chavín o más.

Así, el asentamiento de los primeros inkas tendría tanto como 3 000 a 3 500 años de antigüedad. Cossío del Pomar va más allá: afirma que tenemos que aceptar la existencia de la “ciudad del Cusco” desde hace 4 500 años.

Diseminados, con prácticas eminentemente rurales y concentrando sus esfuerzos en la producción agrícola, fueron paulatina y progresivamente poblando distintos valles y vertientes de los territorios que hoy son los departamentos de Cusco y Apurímac.

En la medida de lo posible, cada vez que utilicemos el nombre “Cusco”, trataremos de precisar si se trata de: a) la ciudad, b) el valle en la que está asentada la provincia del mismo nombre, o c) el área total del departamento del mismo nombre.

En ese espacio, los testimonios más antiguos que hasta ahora han sido encontrados corresponden a la cerámica Marcavalle y, algo más reciente, a la cerámica Chanapata.

Dicha alfarería, fue confeccionada por los ayllus que habitaron los valles del Cusco entre 1500 y 500 aC. Es decir, por contemporáneos del Imperio Chavín.

“En el Cuzco –dice el historiador peruano Franklin Pease– hay evidencia de una larga ocupación humana, y 1 000 años antes de nuestra era ya existía la agricultura”, y también por cierto la alfarería –agregamos–.

Sin haber caído bajo la férula de Chavín –el primer imperio andino–, ocupaban, no obstante, las proximidades de la que llegó a ser la frontera sureste del mismo. Debieron pues recibir diversos tipos de influencia. Más aún, por su ubicación, esos antiguos ayllus inkas debieron contribuir al puente que se tendió, en el espacio y en el tiempo, entre Chavín y Tiahuanaco –sobre el que hemos expuesto en Los abismos del cóndor, Tomo II–.

El Imperio Chavín se había impuesto en gran parte de los Andes durante casi mil años.

En su fase final de dominación –y según venimos postulando–, la hegemonía chavín debió concretarse a través de la fuerza. Es posible pues que, en ese contexto, las poblaciones que quedaron fuera, pero en las proximidades del imperio, tuvieran un período de paz interna que les permitiera enfrentar, con mayores probabilidades de éxito, los eventuales intentos de expansión del primer imperio andino. Sin duda, durante aquellos siglos los inkas estuvieron muy alertas en torno a cuanto acontecía cerca de sus fronteras.

Pero cuando cayó liquidado el Imperio Chavín, los pueblos habrían ingresado a una etapa de abiertas y violentas confrontaciones.

Unos porque necesitaban o ambicionaban incrementar sus recursos, y otros porque tenían que defender los suyos. Unos porque querían imponer su proyecto histórico nacional y hegemonizar, y otros porque deseaban mantener su autonomía. Así debieron enfrentarse ayllus contra ayllus, al interior de los pueblos.

Pero también pueblos contra pueblos. Y más tarde, naciones contra naciones.

¿Escapó el pueblo inka a esa regla? ¿O –como puede suponerse– fue más bien ese el contexto en que el ayllu de Pacaritambo –según veremos– se impuso sobre el resto de ayllus del pueblo inka –tal como puede colegirse del mito de los Hermanos Áyar–? Conforme a la leyenda, los ayllus de guallas, sauaseras, alcabizas y culunchimas, entre otros, fueron vencidos y dominados. El ayllu de Pacaritambo, asentado al sur, a 30 kilómetros de distancia, les arrebató sus tierras y se trasladó a vivir en ellas. Poco a poco iría surgiendo allí la ciudad del Cusco. Ese triunfal episodio pasó a ser el punto de partida de un dinámico, vasto y prolongado proceso histórico.

Los vencedores quedaron en posesión de las mejores tierras. Con ello se aseguraron la apropiación de un volumen de excedente mayor los vencidos. Pero ése no habría sido su único objetivo. Los vencedores buscaron, además, que los ayllus de la periferia aceptaran su preeminencia jerárquica. Y, a la postre, que aceptaran como propio el proyecto histórico implícito del ayllu vencedor.

El proceso de centrifugación que se había estado operando dejó de tener vigencia. Fue sustituido por un proceso centrípeto. La dirección y el liderazgo pasó a emanar del centro y la periferia debió acatar obediencia. Poder y autonomía se concentraron en el centro, debilidad y dependencia en torno a él. Las disposiciones fluían hacia la periferia. El excedente se dirigió hacia el centro.

El ayllu vencedor se colocó en la cúspide, en una posición jerárquia que nunca había tenido. Los ayllus vencidos quedaron en una posición subalterna que tampoco antes habían experimentado. Aquél mantuvo su autonomía, éstos la perdieron.

Así, el kuraka –o máxima autoridad– del ayllu vencedor, quedó convertido en Inka. Y, dentro del conjunto, virtualmente todos los miembros del ayllu triunfante pasaron a convertirse en grupo dominante.

En adelante, distinguiremos como inka –con minúscula – a la ancestral nación que se gestó y desarrolló en lo que hoy son los departamentos peruanos de Cusco y Apurímac; y –transitoriamente, como veremos –, como Inkas –con mayúscula– a los personajes que fueron sus más importantes gobernantes nacionales e imperiales.

La transformación fue drástica, alcanzando a todo orden de cosas. Produjo en unos grandes beneficios. Otros, en cambio, vieron gravemente afectados sus intereses.

Es difícil imaginar que todo ello ocurrió de manera apacible, serena, sosegada.

Por el contrario, la violencia con que necesariamente debieron ocurrir esos acontecimientos –según también puede colegirse del mito de los Hermanos Áyar–, debió ser equivalente a la que la que se dio, y se daba en esos mismos instantes, en otros rincones de los Andes, donde –como reiteradamente se ha visto en Los abismos del cóndor, Tomo I– el canibalismo, como colofón de las guerras, era una práctica muy extendida.

Las prácticas de canibalismo más cercanas al Cusco han sido encontradas en Pukara, 250 Kms. al sur, en Puno; y en Pachamachay, 500 Kms. al norte, en Junín.

El cronista español Sarmiento de Gamboa, en su relato de la Leyenda de los Hermanos Áyar, recogió la versión de que los miembros del ayllu de Pacaritambo: mataron a cuentos pudieron haber a las manos, y a las mujeres preñadas sacaban las criaturas de los vientres, porque no quedase memoria de aquellos miserables...

Si efectivamente el mito de los Hermanos Áyar correspondiera a acontecimientos ocurridos en los inicios de nuestra era, el clima de ese relato, saturado de violencia, se ajusta al clima bélico que se vivió en los Andes en aquel momento.

Violencia y, seguramente también, traición, son hechos cuyo origen se remonta en los Andes a tiempos inmemoriales. Su presencia es constante, siendo innumerables las evidencias. Por lo demás, las leyendas y mitos las reflejan.

No fueron pues un invento perverso de los cronistas, aunque hubo, sin duda, quienes interesadamente deformaron y exageraron. La violencia y traición relatadas en las crónicas no han sido el fruto de que los españoles endosaran a la historia andina y a los mitos fundacionales de ésta, la violencia y la traición de que están cargados la historia antigua de Occidente y los propios mitos fundacionales mesopotamio–judeo –cristianos que portaban los conquistadores.

Independientemente pues de los cronistas europeos, y desde muchísimo antes de que asomaran por los Andes, la historia andina está cargada de mil formas y niveles de violencia. En ningún caso ella tiene visos de originalidad. Aquí se dio en la misma forma y en los mismos niveles que en todos los demás rincones del planeta.

No obstante, sobre la Leyenda de los Hermanos Áyar postulamos más adelante una hipótesis que nos parece más verosímil en cuanto a su más probable momento de gestación.

Los kurakas del ayllu vencedor, es decir, los primeros Inkas, innominados, remotos y legendarios, lideraron pues la consolidación de los territorios conquistados. Así completaron la primera parte de un proyecto implícito más ambicioso. Y actuaron para ampliar su influencia sobre el entorno inmediato.

En efecto, posesionados del núcleo central, fueron dominando en los siglos posteriores al conjunto de todos los ayllus que estaban desperdigados en la periferia del valle del Cusco. Así fueron cayendo bajo la hegemonía del ayllu de Pacaritambo los ayllus de Anta, Urubamba, Calca, Paucartambo, Quispicanchis, Acomayo, Paruro, etc. en el departamento de Cusco; así como los ayllus de Abancay y el valle del Pachachaca, en lo que hoy es el departamento de Apurímac.

Así, entre otros, fueron dominados los ayllus de ayarmacas, pinahuas, cotapampas, omasayos, yanahuaras, quichuas, etc.

Al cabo de varios siglos –período “B” en el Gráfico N° 2–, el pueblo inka, organizado y nucleado a partir del valle del Cusco, pasó de controlar un territorio de 10 000 Km2 aproximadamente, a dominar uno de 30 000 Km2 19.

Asi quedaron establecidas fronteras con los chankas, al noroeste; con los soras, al oeste y; con los canas y canchis, de la nación kolla, al sur y sureste; pueblos agrícolas, unos, y ganaderos, otros, con los cuales venían alternando y seguramente intercambiando productos desde muchos siglos.

A partir de la hegemonía del ayllu de Pacaritambo, el proceso de nucleamiento y de vertebración orgánica de los cientos de ayllus inkas, es decir, el objetivo de consolidación del pueblo inka, quizá se creyó logrado.

En adelante, cabía la posibilidad de alcanzar otros objetivos dentro de las fronteras del pueblo inka, o, alternativamente, rebasando incluso sus fronteras ancentrales.

Frente a esa disyuntiva, sea cual fuere la decisión que tomó el grupo dirigente inka, el proceso autónomo que se estuvo dando debió sin embargo detenerse. Obligó a ello una azarosa coyuntura externa. Los inkas y otros pueblos, no habrían podido preveer, ni pudieron evitar quedar atrapados entre dos procesos expansivos de mayor fuerza: el de los kollas, desde el Altiplano, y el de la nación ica, hegemonizada desde Nazca, a partir de la costa. Aquél, en las proximidades, extendió su influencia desde el sureste, y éste, en el área mediata, desde el noroeste.

En efecto, la nación kolla en el Altiplano, primero desde Pukara, en la vertiente noroccidental del lago, y luego desde Tiahuanaco, en el extremo sur del mismo, había alcanzado un enorme y singular desarrollo.

Particularmente en Tiahuanaco, la nación kolla, en especialísimas circunstancias climáticas, había empezado a acumular grandes volúmenes de excedentes de riqueza. Como larga y detenidamente se ha analizado en Los abismos del cóndor, Tomo I, una prolongadísima versión del fenómeno océanoatmosférico del Pacífico Sur –muy probablemente en su modalidad “La Niña”–, y quizá en concurrencia con un fenómeno climático específico del Altiplano, desatando grandes y generosas lluvias, habrían sido los responsables de un gran e inusitado período de bonanza agrícola en torno al lago Titicaca.

Dicho fenómeno, según recientes investigaciones llevadas a cabo en los hielos de los nevados Quelcayo y Macusani del Altiplano, habría ocurrido en torno al 600 dC.

Aludiendo claramente a un evento de esa naturaleza, el cronista Pedro Cieza de León 20, a mediados del siglo XVI, expresó en referencia al Altiplano: Muchos destos indios cuentan que oyeron a sus antiguos que hubo en los tiempos pasados un diluvio grande...

No deja de ser sorprendente que un dato histórica y científicamente tan valioso como ése, haya sido –y siga siendo– tanto tiempo obviado por la historiografía tradicional.

Resulta comprensible que en el siglo XVI, dándolo por “fabulesco” –como nos lo recuerda Pease–, el propio Garcilaso rechazara la versión de un “diluvio” en relación con Tiahuanaco. Pero resulta incomprensible que se le siguiera considerando fantasioso en las últimas décadas del siglo XX. Sobre todo cuando los conocimientos de hidrología y climatología –en particular los que ya se desprendían del estudio del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur o “El Niño – La Niña”– permitían postular una hipótesis de esa naturaleza para contribuir a explicar el enigmático y asombroso desarrollo histórico de Tiahuanaco.

Sólo un inusitado evento climático de ese género explicaría el carácter repentino y fugaz de Tiahuanaco. Pero explicaría también su carácter explosivo. O, si se prefiere, el hecho de que alcanzó el esplendor “de la noche a la mañana”. A este respecto, una vez más corresponde recurrir a Cieza de León.

Dice en efecto que los kollas: oyeron a sus pasados que en una noche amaneció hecho lo que allí se veía.

Los kollas del área circunlacustre, casi en permanente en sequía, estaban acostumbrados a los rigores de una vida de subsistencia, casi sin capacidad de inversión o acumulación.

Y, de repente, sorpresivamente, se vieron obteniendo cosechas 10, 25 o quizá hasta 50 veces mayores, nada menos que sobre una superficie de casi 100 000 Km2.

La procedencia altiplánica de los inkas Si como todo parece indicar, efectivamente ocurrió ese “generoso y constructivo diluvio”, los excedentes que inopinadamente surgieron en tan vasto territorio debieron ser entonces gigantescos.

En ese extraordinario contexto, los kollas empezaron a ejercer enorme y decisiva influencia en todo su entorno geográfico. Y muy en especial sobre el pueblo inka, su vecino noroccidental más próximo.

Es posible pues imaginar a las poblaciones vecinas de los kollas, entre ellas a muchos ayllus del pueblo inka, llegar a la orilla sur del Titicaca, en territorio de lo que hoy es Bolivia, y participar en las jornadas de construcción con las que se levantaron los magníficos edificios megalíticos de Tiahuanaco, entre los que la pirámide de la Akapana es un magnífico ejemplo.

Todo ello contribuiría a explicar una muy prolongada presencia en el Altiplano de pueblos de la periferia –voluntaria o forzosamente captados–, cuyos brazos –como veremos – efectivamente habrían contribuido entonces a levantar las monumentales construcciones que dispuso erigir la también fugazmente poderosa élite kolla.

La inusitada y generosa coyuntura climática se habría prolongado muchas décadas.

Y –según se estima hoy– habría vuelto a repetirse en torno al 800 dC.

Es decir, ya fuera en una sola gran estadía, o en dos o más períodos, se habría acumulado en el Altiplano una permanencia inka muy prolongada.

En ese contexto, es posible también imaginar a los comerciantes kollas, a la cabeza de gruesas tropillas de auquénidos, cruzando el territorio inka para intercambiar, más allá de sus fronteras, con sus pares que venían de Nazca. No es difícil tampoco imaginar entonces a los kurakas kollas –mallkus– imponer condiciones a los pueblos vecinos, incluyendo a los inkas por supuesto.

Vastos e incluso lejanos pueblos cayeron así, de manera sorpresiva e inevitable, bajo el influjo cruzado de kollas e icas. Inkas y chankas, entre ambos, mal pudieron evitar ser dominados y caer en relación de dependencia, de unos, otros, o de ambos.

En los siglos precedentes, la vecindad entre inkas y kollas los había puesto en contacto, influenciándose recíprocamente. Sin embargo, durante el sucesivo esplendor de Pukara y Tiahuanaco fue, más bien, una relación asimétrica: los kollas se impusieron prácticamente en todo orden de cosas.

La enorme influencia de los kollas sobre los inkas no puede considerarse un fenómeno simplemente episódico. Menos aún si, como parece, se habría prolongado tanto como 500 años – período “C”, en el Gráfico N° 2–.

Para los kollas, asentados durante milenios a orillas del Titicaca, el lago tenía, necesariamente, entre otras, una significación mítica muy grande. Equivalente, sin duda, al significado que para el pueblo inka había adquirido el valle del Cusco.

Un período de dominación tan intenso y prolongado como el que ejerció la nación lacustre sobre el pueblo inka, habida cuenta de la larga permanencia de una gran parte de éste en el Altiplano, permite entender que quedara incorporado en la mitológica versión de fundación del Cusco, ese ingrediente que a los kollas resultaba tan significativo y familiar: el lago Titicaca, que inicialmente para los inkas sólo revestía importancia secundaria –o ninguna–.

Al retornar al Cusco, cuando las condiciones climáticas “definitivamente” se “normalizaron”, y ya no había ni trabajo ni alimento suficiente para ellos, Manco Cápac y los suyos efectivamente llegaban pues desde las orillas del Titicaca. De allí, a la versión legendaria inka de que los fundadores del Cusco surgieron de las aguas del lago, no había pues sino un paso.

Esquemáticamente, nuestra hipótesis, tanto en versión espacial como temporal, está representada en el Gráfico N° 3.

Debe sin embargo destacarse que, a pesar del tiempo que habían permanecido en el Altiplano, además de retornar al Cusco con elementos foráneos para su principal mito fundacional, llegaron manteniendo su propio idioma: el quechua. Es decir –valga la insistencia –, sin haberlo sustituido por el del anfitrión: el aymara.

Pero –como resulta obvio–, los inmigrantes que retornaron a la tierra de sus padres, no sólo habrían llegado con los elementos de una nueva historia de fundación. Sino, entre otras, con una enorme experiencia como finos constructores y alarifes. Así –reafirmando una de nuestras hipótesis anteriores–, dice una vez más Cieza de León: He oído afirmar a indios [kollas] que los incas hicieron los edificios grandes del Cuzco por la forma que vieron tener la muralla o pared que se ve en este pueblo; y aun dicen más, que los primeros incas practicaron de hacer su corte y asiento della en este Tiahuanaco.

Y, en gran parte, debe atribuirse también a la dominación kolla la difusión entre el pueblo inka de la ganadería de auquénidos, originaria y característica del Altiplano. Difusión ganadera que, no por simple casualidad entonces, la tradición inka atribuye también al mismo mitológico Manco Cápac llegado del Altiplano.

El retorno de Manco Cápac y los suyos al Cusco, dio inicio a un nuevo período de autonomía del pueblo inka. Éste, sin embargo, no fue sino breve y efímero. Porque otro fenómeno expansivo se hizo presente en el área surcordillerana.

El Imperio Wari y la conquista de los inkas

En efecto, una nueva fuerza externa pasó también a imponer sus condiciones: el Imperio Wari, cuya sede central, del mismo nombre, estuvo asentada a pocos kilómetros al norte de la actual ciudad de Ayacucho, en el valle del Huarpa.

En la historiografía tradicional, para referirse el fenómeno histórico–social al que aquí, sin eufemismos, denominamos “Imperio Wari”, muchos textos recurren a la imprecisa y arcaica denominación “¨Horizonte Medio”, y otros –eclécticamente, diremos– hablan simplemente de la “Cultura Wari (o Huari)”.

Algunos autores –como se vio en Los abismos del cóndor, Tomo II–, y como si el asunto revistiera poca importancia, obvian precisar qué pueblo fue el protagonista de dicha singular, prolongada y trascendental experiencia histórica. Otros –los menos–, se la atribuyen sin embargo a guerreros “waris” o “huaris”, lógica y necesariamente ayacuchanos.

Mas quienes han optado por esta última y razonable perspectiva, casi unánimemente dan por exterminados a los waris tan pronto como desapareció –hacia el siglo XII dC– el imperio que formaron, o se esfumó el “horizonte” que protagonizaron. Porque no de otra manera se entiende que, para el siglo XV, nos presenten, en el mismo territorio, esta vez a los chankas (o chancas) –a los que sin embargo dan a su vez por exterminados tan pronto iniciado o en el transcurso del Imperio Inka o Tahuantinsuyo–.

Desde nuestra perspectiva, no existe razón alguna para considerar que waris y chankas fueron dos pueblos diferentes –que, con siglos de distancia, habitaron el mismo territorio–.

Quizá, pues, no sean sino dos denominaciones dadas a un mismo pueblo (como en la antigüedad del Viejo Mundo ocurrió con helenos – griegos, aquél dado por sí mismos y éste impuesto por los romanos).

Así, wari habría sido un nombre surgido de dentro de la élite ayacuchana, muy probablemente durante su apogeo imperial (entre los siglos VIII – XII dC), y quizá como resultado del nombre del primero o de uno de sus emperadores; y chanka, más remoto, muy probablemente fue impuesto por los nazcas, cuando comercialmente dominaron desde la costa sur hasta el Altiplano (siglos III – VI dC), y que fue el nombre que después volvieron a utilizar los inkas.

Por lo demás, el pueblo chanka o wari, no sólo no ha sido exterminado, sino que vive y late hoy mismo en los valles interandinos, adustas quebradas, y cientos de poblados y ciudades de todo el departamento de Ayacucho.

Simultáneamente, pero a la inversa de lo que ocurría con los kollas, que pasado el “boom” cada vez fueron perdiendo más poder, la influencia de los chankas fue abarcando círculos cada vez más amplios, dominando territorios cada vez más grandes.

Algunas áreas, sobre todo al sur del Titicaca, quedaron totalmente libres de la dominación kolla pero no llegaron a experimentar el dominio chanka. Otras, en cambio, conocieron el dominio chanka sin haber estado expuestos al empuje kolla.

Pero hubos espacios que, sucesivamente, tras escapar de influjo de uno, cayeron de inmediato bajo el dominio del otro. Es decir, algunos rincones de los Andes experimentaron una tras otra ambas dominaciones. El repliegue de una fuerza facilitó el avance de la otra.

El pueblo inka, situado geográficamente entre chankas y kollas, fue quizá el que con mayor intensidad experimentó la sustitución de un dominio por otro.

El proyecto nacional inka fue desplazado y sustituido por el proyecto imperial chanka.

La hegemonía chanka acabó temporalmente con los arrestos de autonomía inka.

De ello han quedado como testimonio las construcciones chankas de Choquepuquio y Pikillacta (o Piquillacta), a 25 y 30 Kms. al sureste de la ciudad del Cusco, en la ruta hacia el Altiplano.

Pikillacta “tuvo murallas de hasta 12 metros de altura y ocupó un área de casi dos kilómetros cuadrados”.

Ambos centros poblados albergaron a las huestes chankas encargadas de administrar y dominar al pueblo inka. Pudieron además servir de centro regional de acopio del tributo.

Y pudieron ser, por cierto, sedes de operación del ala sur de los ejércitos del Imperio Wari, los primeros grandes ejércitos profesionales de los Andes.

El período de dominación chanka sobre el pueblo inka –”D” en el Gráfico N° 2– fue considerable. Se prolongó por espacio de 300 o 400 años.

Mas no sólo fue prolongado. Fue, además, intenso y violento.

Porque el Imperio Wari se concretó con el avasallamiento militar de los pueblos conquistados, en el que las autoridades locales quedaron suplantadas. En el pueblo inka ello significó la destitución, y quizá hasta la liquidación, del Inka gobernante. Quizá significó también la defenestración de todo el grupo de poder, vale decir, de los herederos del ayllu de Pacaritambo.

E incluso, y eventualmente –como ocurrió en el caso de la nación ica, en que la propia dominación chanka, al cabo de liquidar el poder nazca, terminó inadvertidamente alentando la formación del grupo de relevo, en Chincha–, también entre los inkas los propios chankas habrían alentado –también inadvertidamente – la constitución del grupo de relevo, quizá entre los inkas más dóciles y proclives a la hegemonía chanka.

El Imperio Wari habría recurrido también al desplazamiento masivo de mitimaes, desde y hacia múltiples espacios del territorio dominado.

Tanto de grupos de los pueblos conquistados que fueron llevados a la ciudad Wari y otras áreas, como de grupos de campesinos chankas que fueron desplazados a puntos estratégicos del imperio, como Choquepuquio y Pikillacta, en el caso del Cusco por ejemplo.

Por otro lado, miles de hombres de los pueblos conquistados fueron obligados a servir en los ejércitos imperiales. Y los chankas habrían además impuesto mitas masivas destinadas a construir ciudades, y a mejorar y ampliar el sistema vial andino, para que pueda dar curso a contingentes numerosos de soldados y a las grandes tropillas de auquénidos que transportaban hacia la ciudad Wari el tributo de los pueblos.

El Imperio Wari sería así el responsable de haber profundizado, generalizado y homogeneizado en el espacio andino muchas de esas prácticas ancestrales. Y, de haber difundido prácticas propias y novedosas. Sin duda, ese proceso de difusión y homogeneización fue más intenso en el área de influencia inmediata de la ciudad Wari, es decir, en el área cordillerana sur, en la que precisamente se ubicaba el pueblo inka.

En otros términos, por la proximidad física, pocos pueblos como el inka recibieron –y soportaron– tanto el impacto de la dominación chanka. Ya sea en lo que a extracción de excedente se refiere, como en lo pertinente al proceso de difusión, influencia y homogeneización cultural. Muy probablemente, por ejemplo, fue de los chankas que los inkas aprendieron el uso de los quipus como instrumento de cuentas y registro, pues ya formaban parte de la cultura Wari.

Dentro del vasto conjunto de influencias culturales no estuvo precisamente excluido el idioma. De allí que en el haber de la dominación chanka deba incluirse su contribución a la difusión panandina del quechua que –como veremos más adelante–, no fue pues mérito privativo de los inkas. Por el contrario, fueron más bien éstos quienes vieron ampliarse y desarrollarse su quechua con el aporte del quechua de los chankas.

Pues bien, la conquista y sojuzgamiento, habiéndose prolongado por varios siglos, permiten entender la profunda animadversión y rivalidad que incubó el pueblo inka contra los chankas.

Sin embargo, y fruto de las contradicciones que incubó en su seno, hacia el siglo XI se produjo la caída y liquidación del Imperio Wari. La mayor cercanía quizá impidió al pueblo inka ser de los primeros en rebelarse e independizarse. Quizá, más bien, fueron los últimos. Para ello, habrían capitalizado y aprovechado estratégicamente el serio debilitamiento que para los ejércitos del Imperio Wari significó la guerra de liberación de chimú, limas, cañetes y otros.

Es presumible, no obstante, que el guerra de liberación del pueblo inka fuera larga. Que se libraran cruentas batallas y que, por último, fuera el pueblo inka, precisamente, quien diera el golpe de gracia, arrasara la ciudad Wari, y se apoderara de un enorme botín, en ésa la más grande urbe andina de su tiempo.

Quienes en la historiografía tradicional atribuyen el protagonismo del Imperio Wari a “guerreros waris”, ayacuchanos, sostienen que chankas, también ayacuchanos, habrían sido los miembros del presunto “pueblo bárbaro” que saqueó y destruyó la gran ciudad de Wari: “hordas dedicadas al pillaje” –en palabras de María Rostworowski que recoge Max Hernández–.

A nuestro juicio –y como extensamente hemos desarrollado en Los abismos del cóndor, Tomo II–, esa tesis resulta absolutamente endeble, por decir lo menos.

El Imperio Wari de los chankas ayacuchanos –los mismos de los que reiteradamente habla Garcilaso– no sucumbió por la acción de “hordas dedicadas al pillaje” –. Quede ello para la mito–historiografía. Wari, en el contexto de una gravísima crisis climática que desató una hambruna generalizada, sucumbió por la acción bélica, independentista y concurrente, de todos los pueblos andinos que habían estado sojuzgados, incluidos ciertamente los inkas.

Lo más probable –insistimos en este texto– es que hayan sido los cercanos inkas, quizá en alianza con los más aislados y primitivos ayllus de campesinos chankas, que también sufrieron los rigores del imperio, quienes en acción postrera y definitiva saquearon y destruyeron Wari, la sede central del imperio.

Pues bien, entre los primitivos ayllus inkas, coetáneos del Imperio Chavín, y el pueblo inka que contribuyó a la caída del Imperio Wari, habían transcurrido 2 500 años de rica historia. Sobrevendrían luego otros 400 años de desarrollo autónomo, y después la centuria del propio Imperio Inka.

De Acamama al Cusco

Tras la derrota del Imperio Wari, el pueblo inka reemprendió la ejecución de su propio proyecto nacional. Hasta ese momento, hacia el siglo XII, el poblado más importante del pueblo inka era uno más entre la veintena de centros poblados de cierta importancia en los Andes.

Nominada original y remotamente como Acamama 30, era apenas un pequeño poblado de construcciones muy simples. Era un pálido reflejo del esplendor que había tenido dos milenios atrás Chavín de Huántar. Tampoco tenía aún las magníficas construcciones pétreas que, como la Akapana, había lucido siglos atrás Tiahuanaco. Ni la magnitud de Wari, la capital ayacuchana del recién liquidado Imperio Wari.

De hecho, mientras el pueblo inka estuvo dominado por kollas y chankas, sus dispersos ayllus tuvieron vida predominantemente rural.

Es probable que sólo después de la caída de Wari, cuando se dio nuevamente la hegemonía desde el valle del Cusco, empezó a crecer y consolidarse la ciudad.

Sin embargo, en los períodos que el pueblo inka dependió de la nación kolla, y mientras estuvo sometido a la dominación de los chankas, los habitantes de Acamama habían alcanzado a adquirir dos importantes experiencias político–administrativas y técnicas.

De un lado, asistieron como espectadores –pero también con su fuerza de trabajo– al gran desarrollo urbano de las ciudades de los pueblos dominantes: la capital de Tiahuanaco, en el Altiplano; y Wari, en Ayacucho. Y, de otro lado, simultáneamente asistieron también, como testigos de excepción, al estancamiento de su propia ciudad.

Ese contraste no era una simple coincidencia.

Había, más bien, estrecho vínculo entre ambos hechos. Porque la relación de dependencia, en un caso, y la completa hegemonía, en el otro, habían ocasionado que el excedente producido por el pueblo inka fluyera hacia el Altiplano, primero, y hacia Ayacucho, después.

Transfiriendo sus excedentes al extranjero, el pueblo inka estuvo impedido de financiar el crecimiento de su sede central, e impedido de solventar otros gastos e inversiones.

Contrariamente a lo que el pueblo inka esperaba, su esfuerzo había estado financiando el desarrollo del vecino, en un caso, y de manera patética, el del propio enemigo, en el otro.

Es decir, cuando el pueblo inka estuvo sometido a relaciones de dependencia y sojuzgamiento, en lugar de alcanzar sus objetivos, contribuyó para que kollas y chankas alcancen los suyos.

La dependencia frente a la nación kolla y el sojuzgamiento que ejerció el Imperio Wari, proporcionaron muy claras lecciones al pueblo inka y a su grupo dirigente. Una de ellas fue que, en la relación de dependencia o en la relación de sometimiento, el beneficio de un pueblo, el dominante, se da, necesaria e invariablemente, a costa del perjuicio de la contraparte, el pueblo dominado.

De ello el pueblo inka logró colegir –intuitiva pero nítidamente– dos conclusiones: a) que su independencia era requisito para la materialización de su proyecto nacional, y; b) que el dominio y la hegemonía sobre otros pueblos, acelera la captación y acumulación de riquezas. Ambas conclusiones fueron bien asimiladas.

No obstante, en ello no se agotaron las enseñanzas que el pueblo inka obtuvo de su relación de dependencia respecto de kollas y chankas. En efecto, hubo otras.

En ese sentido, aunque probablemente a costa de grandes penalidades, el pueblo inka logró asimilar un sinnúmero de conocimientos.

Ya sea lo que aprendieron en el contacto cotidiano con los funcionarios y especialistas de esos pueblos, que residían o viajaban a Acamama. O lo que asimilaron de aquellos pueblos adonde, por decisión del Imperio Wari, fueron desplazados en calidad de mitimaes.

O, finalmente, todo lo que conocieron como consecuencia de su incorporación al ejército chanka.

Al cesar la hegemonía kolla y liquidado el Imperio Wari, el excedente, que primero había fluido a la hoya del Titicaca y luego al valle del Huarpa, quedó en el territorio del pueblo inka. Con ello se daba la condición básica e indispensable para el desarrollo material y cultural.

Disponiendo libremente del excedente que generaba, recién podía el pueblo inka financiar la materialización de sus objetivos.

El botín que las huestes independentistas inkas trasladaron a Acamama tras el saqueo de Wari en el siglo XII, habría sido, además, y a manera de desquite parcial, un enorme aporte inicial, nada despreciable.

No es pues una simple casualidad que sólo cuando se dio esta necesaria condición de independencia, Acamama, en las nuevas condiciones ya nominada como Cusco, y el resto del territorio del pueblo inka, experimentaron, en los siglos XII, XIII y XIV, trescientos años de acumulativo y sostenido desarrollo.

Las evidencias de ese proceso –en particular en el Cusco–, fueron sin duda destruidas durante el explosivo crecimiento urbano de la ciudad y, en particular durante la fase imperial. No obstante, bajo los cimientos de la ciudad deben guardarse aún muchos secretos.

Pero además, los conocimientos asimilados de kollas y chankas potenciaron las fuerzas del pueblo inka. No eran muy lejanas las lecciones de explotación ganadera, metalurgia del bronce y trabajo de la piedra aprendidas de los kollas.

Pero más frescas estaban aún las lecciones de estrategia militar, organización de ejércitos y expediciones, administración de nuevos territorios, ampliación y mejoramiento de caminos y puentes, uso intensivo de sistemas de correo y quipus, movilización de mitimaes, etc., aprendidas de los chankas.

En adelante, todo ello podía ser implementado por los inkas, pero en beneficio propio.

La composición demográfica del pueblo inka La riqueza que se fue acumulando en esos tres siglos en los valles del Cusco y Apurímac no correspondió sin embargo a todos sus habitantes por igual. La distancia social entre la élite y el pueblo; o entre los funcionarios gubernamentales y el pueblo campesino; o, si se prefiere, entre orejones y hatunrunas, se fue haciendo cada vez mayor.

Aunque a muchos siglos de distancia, aquéllos, los miembros del sector dirigente, reproducían la situación del viejo y dominante ayllu de Pacaritambo, acaparando beneficios y privilegios. Los hatunrunas, en cambio, concentrando obligaciones, reproducían la situación de los remotos ayllus dominados.

Uno de los privilegios de mayor trascendencia para el sector dirigente fue la educación.

Sólo accedían a ella los hijos de los orejones.

Con esa discriminación, la brecha social que existía en el siglo XII entre pobladores rurales y urbanos, fue agigantándose en los siglos siguientes.

Porque con la segregación en la educación los orejones monopolizaron la enorme cantidad de información que controlaban los especialistas –amautas (maestros y/o técnicos y científicos), quipucamayocs (contadores, administradores, estadígrafos), etc.– y con ello, subrepticiamente, alcanzaron otro objetivo de gran significación: asegurar y perpetuar el privilegio del poder.

Desde tiempos inmemoriales, los pueblos andinos, como muchos otros, designaban por líder a quien más dotado parecía estar para guiar al pueblo hacia la consecución de sus objetivos. En los más remotos tiempos, las grandes fieras y los desastres naturales eran los mayores obstáculos que debía enfrentar un pueblo.

No puede extrañar por ello que, en ese contexto –y como afirma John Murra–, los kurakas fueran designados en mérito a su valentía y fuerza física. Pero, sin duda, era exigida también una cierta capacidad organizativa.

Más tarde, los mayores obstáculos los pusieron otros pueblos. Así, cuando las barreras más importantes fueron las guerras, eran designados kurakas aquellos que, a más de fuerza, valentía y capacidad organizativa, poseían dotes de estratega.

Posteriormente, entrados en el estadio en que cada pueblo estaba conformado por miles y miles de individuos, dispersos, conformando núcleos locales con complejos conjuntos de problemas, incluso rivalidades; en que el espacio ocupado no sólo era vasto sino dotado de un sinnúmero de recursos y carente de otros tantos; en que alternaban trabajadores con muy variadas ocupaciones, completamente diferentes unas de otras; en que con la agricultura coexistían múltiples y cada vez más complejos procesos productivos; en que crecían las ciudades creando nuevos retos, etc., el líder, sin duda, tenía que reunir una nueva e indispensable condición: información.

Fuerza, valentía, capacidad organizativa, dotes de estratega e, información, eran los mínimos requisitos que, seguramente, debía reunir –como aprecia Rostworowski– el “más habil y suficiente” de los individuos.

Ése y otros que como él reunían tales atributos, tenían derecho a acceder al liderazgo.

En esas condiciones, es de presumir que al kurakazgo de un pueblo accedieran, indistintamente, individuos de cualesquiera de los diversos ayllus del mismo. Porque era muy poco probable que los individuos de uno solo de ellos monopolizaran esas aptitudes y condiciones.

Todo parece indicar sin embargo que, en el seno del pueblo inka, esa tradición de alternancia en el liderazgo fue sustituida cuando empezó a hegemonizar el ayllu de Pacaritambo.

A partir de ese momento, sólo entre sus miembros y herederos, a quienes se está identificando aquí como los orejones, surgía el Inka. Esta nueva regla habría tenido vigencia durante los períodos “B” y “C” del Gráfico N° 2. Con este primer cambio, sólo el más hábil y suficiente de los orejones resultaba erigido Inka.

Más tarde, quizá como secuela del sensacional triunfo independentista del siglo XII contra el Imperio Wari, Sinchi Roca –que presumiblemente lideró tal epopeya– habría logrado imponer un segundo cambio, aún más restrictivo.

Es decir, que la selección del más hábil y suficiente se hiciera solamente entre los hijos del Inka. Ésa habría sido la norma a través de la cual se ciñeron la mascaypacha casi todos los Inkas hasta Pachacútec. La única excepción habría sido la de Huiracocha. Pues –según dice Del Busto 33–, “no está claro que el Inca Huiracocha fuera hijo de Yahuar Huácac”.

¿Cómo habría resultado elegido entonces Huiracocha? No se nos dice.

Pachacútec, fortalecido a raíz del segundo gran triunfo sobre los chankas, esta vez en el siglo XV –que veremos en detalle más adelante –, habría terminado de concretar un tercer cambio. A partir de él, en efecto, los Inkas ejercitaron el derecho de designar e imponer, entre sus hijos, a su sucesor.

Mas, en todos estos casos, desde que la posibilidad de ser Inka quedó reservada a los orejones, y desde que la educación era también derecho exclusivo de ellos, ésta, inexorablemente, les aseguraba el monopolio de la información y, por consiguiente, el privilegio de ser los únicos que reunían todos los requisitos para ser reconocidos como los “más hábiles y suficientes”.

La cultura urbana suponía para los orejones disponer de un amplio espectro de bienes materiales y servicios de los que no podían usufructuar los pobladores rurales: viviendas sólidas, amplias, iluminadas, ventiladas y suficientemente adornadas; mobiliario, utilería y vajilla de la mejor calidad.

Asimismo vestido y adornos personales finamente acabados; alimento muy variado; algunos disponían incluso de agua dentro de la propia vivienda; plazas, calles y jardines; escuelas y centros religiosos.

Por lo demás, cientos de diferentes oficios se daban cita en la ciudad, demandando sus propios instrumentos, sus propios insumos y sus propias jergas: religiosa, militar, médica, ingenieril, artesanal, contable, astronómica, hidro–meteorológica, etc.

Todo ello configuraba un espectro muy amplio de intereses que, además, sólo podía ser referido con un conjunto también amplio de palabras, o, mejor, con un universo vocabular muy rico. Todo ello contrastaba, sin lugar a dudas, con las carencias, precariedades, discreción y monotonía del mundo rural.

Mundo que, por cierto, podía ser descrito con un reducido universo de palabras.

Es decir, a través de la amplitud del idioma, quizá también por medio de giros idiomáticos y modismos, tonalidades, etc., se manifestaba además, ostensiblemente, el distanciamiento entre orejones y harunrunas.

A adquirir esa diferenciación idiomática contribuyó, seguramente, el hecho de que los orejones actuaron, durante siglos, como interlocutores con los comerciantes kollas y con los administradores chankas. A todo ello debe pues referirse el testimonio de Garcilaso, según el cual los orejones hablaban distinto de como hablaba el resto del pueblo inka –constatación que, por lo demás, se ha hecho en casi todas las culturas y civilizaciones en la historia de la humanidad–.

Pero, además de los privilegios de educación, del usufructo exclusivo de refinados bienes y servicios propios de la vida urbana, y de multiplicidad de elementos diferenciadores en casi todos los aspectos de la cultura; es decir, además de esos intereses, claramente diferenciados de los del resto de los miembros de la sociedad, los orejones gozaban de otro privilegio: la poligamia.

El Inka, por privilegio excepcional, tenía derecho a tener muchos hijos en muchas mujeres (poliginia), la mayor parte de las que, con sus hijos, permanecían en sus tierras de origen.

Los orejones, dependiendo de la posición que ocupaban en la estructura jerárquica, podían llegar a tener 7, 15, 30 y hasta 50 mujeres –según refiere Huamán Poma–.

Y, aunque con cifras probablemente exageradas, los cronistas han registrado que Mayta Cápac, Inca Roca y Yahuar Huaca tuvieron 40, 300 y 162 hijos respectivamente –según puede verse en Valcárcel–. Más tarde, durante el imperio, Túpac Yupanqui, “en su esposa y hermana (...) tuvo varios vástagos, que añadidos a los bastardos sumaron doscientos” –refiere Del Busto–.

Cossío del Pomar recoge sin embargo la versión de que sólo fueron 92. Y Huáscar, en ocho años, y sólo en la ciudad del Cusco, habría tenido 80 hijos –dice Murúa–.

Ello implicaba, necesariamente, que para el sostenimiento de madres e hijos, el Inka utilizaba una significativa porción del excedente que producía la sociedad.

En la estratificación social, entre orejones y hatunrunas se estuvo formando, desde antiguo, un grupo intermedio constituido por los especialistas y por el personal subalterno ubicado en la administración de la producción y en las esferas militar y religiosa.

Algunos indicios muestran que, además de orejones, hatunrunas y del sector intermedio, el espectro social se completaba con un infeliz estrato de yanaconas, mantenidos en estado de virtual esclavitud. A él pertenecían algunos individuos de los ayllus dominados.

En esa subalterna condición debían estar, presumiblemente, algunos alcabizas y culunchimas.

Ello permitiría explicar, por ejemplo, por qué el que llegaría a ser el Inka Mayta Cápac, siendo aún niño, impunemente, lastimaba y hasta mataba a los hijos de aquéllos –según refiere el cronista Sarmiento de Gamboa–.

Esquemáticamente, en los albores del siglo XV, la sociedad inka estaba compuesta pues por cuatro distintos estratos, cada uno de los cuales tenía su propio conjunto de intereses –Int.– por defender, y a cada uno de los cuales correspondía a su vez un conjunto de objetivos –Obj.– por alcanzar (como se propone en el Gráfico Nº 4, en la página precedente).

Puede suponerse que en ese momento, posesionado sobre un territorio de 30 000 Km2, el pueblo inka estuviera constituido aproximadamente por 500 000 habitantes. Es posible, en consecuencia, estimar el orden de magnitud de cada uno de los estratos sociales.

Es obvio sin embargo que, arbitrariamente –aunque a la luz de la experiencia de las sociedades subdesarrolladas más elitistas y diferenciadas– hemos asignado los porcentajes que aparecen en el Cuadro N° 1.

La concentración de privilegios y, en consecuencia, la concentración social de la riqueza, pudo concretarse porque el excedente, que antes fluía al extranjero, quedó en el pueblo inka, pero centralizado en el Cusco y, dentro de él, sólo en manos de los orejones.

En esas circunstancias, inadvertidamente, se había concretado pues un cambio de gran significación: los orejones dejaron de ser grupo dirigente y se convirtieron en élite dominante del propio pueblo inka.

Repitiendo lo que había acontecido varias veces en distintos rincones del territorio andino, administraron selectiva y discriminatoriamente el excedente. Frente a siempre múltiples posibilidades, los orejones optaron de manera sistemática y obstinada por realizar todo aquel gasto que les permitiera alcanzar sus objetivos de grupo. Y postergaron las inversiones que habrían permitido a los estratos restantes concretar sus propias aspiraciones.

Así, la élite dominante terminó por sustituir el proyecto nacional inka por su elitista proyecto de grupo, centralista, urbano y excluyente.

El fenómeno “excedente –> apropiación –> riqueza” (gráfico en la página siguiente) se repitió una vez más en el mundo andino.

En un caso, se había dado en la relación entre diferentes naciones. En la nueva circunstancia, era, sin embargo, en la relación entre los distintos grupos de una misma nación. El resultado, no obstante, fue siempre el mismo: independientemente de qué sector social generaba el excedente, sólo se enriquecía aquel que se apropiaba de él.

Cuando los orejones, excluyendo al resto de la población, discriminándola, se apropiaban de la mayor parte del excedente generado por toda la sociedad, obtenían beneficio.

Y el sistema total, en apariencia, producía ganancia. Pero, inexorablemente, hacían también daño: la contraparte acusaba pérdida. Objetivamente, con la apropiación excluyente del excedente, la élite perjudicó al resto de la población y, en particular, a hatunrunas y yanaconas.

Así, aunque quizá de manera involuntaria, pero efectiva, hubo grave daño. Y como éste se prolongó durante siglos, la élite puso en evidencia que trataba a hatunrunas y yanaconas, ni más ni menos, que como a enemigos.

Mas, en los siglos anteriores, durante la hegemonía del Imperio Wari, los hatunrunas y yanaconas inkas habían sido tratados también como enemigos por la élite chanka. Es decir, para los hatunrunas y yanaconas inkas, patéticamente, quedaba en evidencia que, de manera coincidente, tanto la élite nacional inka como la élite extranjera chanka los trataban como enemigos, perjudicándolos sistemáticamente.

Las relaciones dentro del trinomio “élite nacional – hatunrunas – élite extranjera” pueden ser vistas desde varias perspectivas. Desde el punto de vista de la élite chanka, por ejemplo, la élite inka era “el enemigo del enemigo”, esto es, un aliado potencial.

Teniendo un mismo enemigo, las dos élites ponían en evidencia que contaban, en eso, con un importante interés común. Independientemente de que intentaran demostrarlo o no. Prescindiendo de si eran concientes o no de esa identificación de intereses. El hecho es que, potencialmente por lo menos, ella se daba y establecía la condición necesaria para que, en algún momento, pudiera concretarse que “el enemigo del enemigo es un amigo”.

¿Qué movía a los grupos a actuar en calidad de amigos, procurando mutuo beneficio, o, alternativamente, en calidad de enemigos? O, mejor, ¿en función de qué argumento, los grupos establecían relación amistosa con un grupo y antagónica con otro? ¿Qué argumento daba además coherencia al hecho de que se establezca en un momento relación amistosa con un grupo y más tarde relación antagónica con el mismo? ¿Hay tal argumento?

Sí: los grupos sociales –como los individuos – actúan buscando obtener beneficio de las acciones que realizan; actúan tratando de alcanzar sus objetivos. Así, descarnada y objetivamente: si hoy “conviene” ser amigo, se va por ese camino; si mañana “conviene” ser enemigo, se vira en ese sentido.

Habiéndose transformado de dirigentes en dominadores, los orejones, para poder alcanzar sus objetivos de grupo, requerían apropiarse del excedente generado por los hatunrunas.

Era imposible concretar el perjuicio a la luz de una relación amistosa. Para materializar la apropiación, para ejecutar el perjuicio, se requería, necesariamente, establecer en la práctica una relación inamistosa.

No obstante, sólo esporádicamente esa relación de oposición se hacía evidente, y con violencia. En manos de los hatunrunas y yanaconas, cuando intentaban o ejecutaban un magnicidio, intentando el asesinato del Inka o lográndolo. O a través de revueltas y asonadas, huyendo de la leva, haciendo sabotaje, etc. Y, en manos de la élite, a través del genocidio, de la represión violenta y masiva, castigando a poblaciones cuando correspondía sancionar a individuos, a través de la crueldad en el castigo, etc.

Quizá los orejones no eran concientes de que daban a los hatunrunas, cotidianamente, el mismo trato que, sólo episódicamente, en las guerras, daban a sus peores enemigos. No era una decisión conciente, pero sí un hecho objetivo que formaba parte de su conducta cotidiana.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, la inamistosa relación orejones–hatunrunas estaba disimulada tras formas no violentas, aunque igualmente perjudiciales para los intereses de la mayoría. Así ocurría, por ejemplo, en la mita masiva de hatunrunas convocados para erigir un palacio en el Cusco o para canalizar el río que pasaba por la ciudad: sólo beneficiaba a la élite. Pero, además, impedía que, con el mismo excedente, se construyera, alternativamente por ejemplo, un puente que acortase las distancias que tenían que recorrer los hatunrunas, o un ducto para incrementar el área agrícola.

Por otro lado, y en rigor, la élite dominante, aunque poco numerosa, no constituía un grupo compacto. Y es que –más allá de las abstracciones– no era en verdad un conjunto social perfectamente homogéneo. Por el contrario, era un agregado de subgrupos o fracciones.

Esa existencia de fracciones daba cuenta de que no hubiese un solo conjunto de intereses y su correspondiente conjunto de objetivos.

Más bien, cada fracción –y con prescindencia de que sus integrantes fueran concientes o no– defendía su propio subconjunto de intereses y objetivos.

La aparición de distintas fracciones se había dado a lo largo de la historia. En efecto, los miembros del triunfante ayllu de Pacaritambo y sus descendientes habían dado origen a una primera élite dominante. La hegemonía chanka, sin embargo, al desplazarla del poder, eliminó sus privilegios afectando así seriamente sus intereses. Entre otras consecuencias, al quedar liquidado el ejército inka, los orejones de Pacaritambo perdieron su condición de jefes militares.

Pero como los dominadores chankas necesitaron funcionarios que mediaran entre ellos y el pueblo inka, crearon, sobre la base de funcionarios subalternos, una fracción de reemplazo, adicta a los dominadores, y con intereses quizá centrados en torno al ordenamiento productivo y la jerarquía religiosa.

Ya para ese momento, sordamente competían entonces dos fracciones dentro de la élite inka.

Y muy probablemente tras la guerra de independencia contra el Imperio Wari, apareció una tercera fracción, la de los líderes independentistas.

Pero además de esas razones históricas, la poligamia bien pudo acentuar el fraccionalismo al interior de la élite inka, desde el momento en que, por lo general, las distintas esposas del Inka, en particular, pertenecían a ayllus distintos. Así, los medio hermanos hijos del gobernante no habrían sido sino la cabeza visible de disputas de mayor envergadura.

En ese contexto, los intereses comunes del conjunto de la élite quizá sólo quedaban reducidos a uno: mantener la apropiación de la riqueza extraída a los hatunrunas; y sus objetivos también a uno: incrementar el territorio y la población a explotar.

Tras la caída del Imperio Wari, los tres siglos de autonomía que se habían sucedido fueron tiempo suficiente para que las élites desplazadas reclamaran y eventualmente obtuvieran el resarcimiento de parte de los privilegios y de los poderes perdidos. El más importante de los cuales fue, sin duda, el control de la organización militar.

Todo parece indicar que hacia el siglo XV dos fracciones de orejones compartían el poder y la condición de dominantes dentro del pueblo inka. Una con importantes intereses administrativo–religiosos; y la otra con intereses estrechamente relacionados al renovado aparato castrense.

Según claros indicios, ambos subgrupos se disputaban la hegemonía total sobre el pueblo inka. Y recurrieron en algunas ocasiones a los métodos más violentos, incluyendo el asesinato por supuesto, para dirimir sus diferencias e imponer sus apetencias.

Al cabo de tres siglos de vida autónoma, el pueblo inka no había podido concretar pues su proyecto nacional. En su reemplazo se fueron incubando, por lo menos e implícitamente, dos proyectos distintos: el de los hatunrunas y el de los orejones.

La mayor fuerza que fueron capaces de aglutinar y concretar en torno a sí estos últimos, les permitió imponer el suyo. Las evidencias de centralismo, énfasis en el desarrollo urbano, y elitismo, muestran que, en efecto, el conjunto del pueblo inka fue movilizado para alcanzar, prioritaria y selectivamente, los objetivos que persiguió la élite dominante.

No obstante, y mientras la unidad interna fuera precaria, tanto al interior de la sociedad inka como dentro de la élite, el proyecto era intrínseca y estructuralmente frágil. Y en algún momento, más temprano o más tarde, habrían de patentizarse las fatídicas consecuencias.

Sarmiento de Gamboa registra el levantamiento de los dominados ayllus de alcabizas. Cabello de Valboa a su turno registró la invocacion que realizó Cápac Yupanqui en la ceremonia en que se le reconoció como Inka, pidiendo a sus hermanos que le guarden lealtad y no fuesen sus competidores y perturbadores de la paz.

Yahuar Huaca murió asesinado 46. El propio Túpac Yupanqui, el segundo Inka imperial, “en la flor de la edad”, habría muerto envenenado –según refiere Del Busto–.

Murúa por su parte consigna que el Inka no bebía en vasos de oro o plata, sino en keros de madera que ponían de manifiesto el veneno cuando la bebida había sido deliberadamente emponzoñada 48. El mismo cronista afirma que el Inka no dormía de día, y que en las noches mudaba de cama para huir de las acechanzas.

De allí que Hernández y otros enfaticen que dentro del grupo dominante las intrigas eran cosa frecuente, las pugnas entre facciones muy intensas, y la eliminación física de los rivales moneda corriente.

Incluso en circunstancias difíciles, como cuando los chankas volvieron a aparecer a las puertas del Cusco, en el siglo XV, había disputas intestinas. Quizá la mejor evidencia es el hecho de que Pachacútec, uno de los hijos de Huiracocha –el entonces Inka gobernante –, “estaba desterrado del Cusco” –conforme refiere Pease–.

Es probable sin embargo que, siendo eventualmente Pachacútec de un ayllu distinto al que gobernaba en el Cusco, la referencia a “destierro” no haga sino alusión al hecho de que vivía con su madre en la tierra de sus ancestros maternos.

Pues bien, en ese contexto, cuando el pueblo inka cumplía tres siglos de vida autónoma y en trance de consolidación territorial, pero con resquebrajaduras en el frente interno, asomaron nuevamente los chankas sobre la ciudad del Cusco. Este episodio, azarosamente, habría de constituirse en el detonante que dio paso a la formación del Tahuantinsuyo.

La invasión chanka: detonante del imperio Los ayllus chankas que sobrevivieron a la caída del Imperio Wari habían estado constituidos por campesinos pobres y rústicos de las áreas ayacuchanas más alejadas. Sin duda tuvieron que subsistir en medio de las terribles restricciones que sobrevinieron tras la derrota militar del imperio que había sido forjado y liderado por su élite.

A partir de esa población supérstite, la nación chanka se recompuso, encerrada 300 años dentro de sus fronteras, con una producción agrícola de subsistencia, casi sin intercambio con sus vecinos. ¿Cómo solventaron el desarrollo de un poder militar suficiente como para emprender una nueva aventura bélica y expansionista? Es un misterio.

No obstante, es obvio que los estrategas chankas, que sin duda ambicionaban reeditar las glorias –y dividendos– de su viejo y recordado Imperio Wari, habrían evaluado a todos sus distintos vecinos. Quizá no tanto para decidir en qué dirección expandirse. Sino para resolver por dónde comenzar. El primer golpe debía ser no sólo de rápida ejecución, sino poco riesgoso y rentable.

Hacia el norte, suficientemente guarnecido tras las caudalosas aguas del río Mantaro, moraba el pueblo huanca. Hacia el occidente, en la costa, estaba asentada la nación ica. Ésta, hegemonizada desde Chincha, sustentaba su existencia en la agricultura y la pesca, pero, sobre todo, en el comercio internacional.

Tanto el marítimo, desde el centro de Chile hasta México; como terrestre, enlazando casi todo el territorio andino.

Equidistante, en el sureste cordillerano, se ubicaba el pueblo inka. Con su centro de poder en el Cusco, la producción inka era básicamente agrícola y ganadera.

En esas condiciones, la costa resultaba un hábitat desconocido a los nuevos estrategas chankas; el pescado, un alimento sin mayor atractivo; la actividad comercial y el mar, dos grandes enigmas; y la producción agrícola ica quizá no dejaba satisfechas sus ambiciones.

Por lo demás, bajar a la costa era librar peligrosamente la retaguardia a los inkas, con los que se venían dando permanentes conflictos fronterizos. Resultaba pues una empresa riesgosa que, por añadidura, no reportaría grandes beneficios inmediatos.

El sureste cordillerano de los inkas tenía, en cambio, un territorio y un clima que les resultaba enteramente familiar. Lo mismo que su producción agrícola y pecuaria. Y si optaban por tomar esa dirección, pequeños contingentes en las agudas gargantas que comunicaban con la costa eran suficientes en ese caso para controlar la retaguardia. La división en el frente interno inka –de la que sin duda estaban bien enterados– fue quizá otro elemento que facilitó la decisión.

Los chankas, en efecto, asomaron a las puertas del Cusco, vencieron transitoriamente a los inkas y saquearon y destruyeron la ciudad –según refiere Pease 52–. Siglos atrás, durante la expansión del Imperio Wari, cuando por primera vez se dio una situación de esa naturaleza, nada pudo impedir el torrente chanka.

Esta vez, sin embargo, las cosas fueron distintas. Entre los inkas, bajo el gobierno de Huiracocha, la victoria inicial de los chankas precipitó la solución de conflictos que se venían gestando desde tiempo atrás.

Frente a la agresión e invasión chanka, la fracción de orejones a la que pertenecía Huiracocha se mostró partidaria de la rendición: huyó y se refugió en el valle de Yucay, entre Cusco y Ollantaytambo. La otra, liderada por Pachacútec, uno de sus hijos, optó en cambio por enfrentar a los invasores.

Pachacútec desplazó de hecho del poder a Huiracocha. Asumió la conducción de la guerra y lideró las tropas que finalmente derrotaron y expulsaron a los invasores chankas.

Y tras superar emboscadas, acciones sediciosas y ataques armados de la fracción rival 54, Pachacútec obtuvo un segundo triunfo, derrotándola. En uno de los enfrentamientos murió Urco o Urcón 55, máximo exponente de aquélla, hermano y rival de Pachacútec, e hijo predilecto y “heredero” 56 de Huiracocha.

Pachacútec –dice Rostworowski–, expropió finalmente los bienes de la fracción competidora, con lo que terminó de liquidar su poder.

T No debe estar muy distante de la realidad –insistimos– la hipótesis de que, en el contexto de la ya mencionada poliginia imperante entre los Inkas, Pachacútec y Urco fueran hijos de madres distintas de ayllus también distintos. Muy posiblemente, pues, pertenecían a fracciones de la élite que, directamente a través de ellas o escudados en ellas y sus hijos, se disputaban la hegemonía.

En general, y las más de las veces por omisión, la historiografía tradicional sigue minimizando el papel de la mujer en la historia andina. En el terreno económico –como veremos más adelante–, su rol fue descollante: aportó tanto como el hombre. En la esfera militar su apoyo logístico fue sustancial. Y, aunque absolutamente anónimo, su apoyo anímico a uno y otro lado de las líneas de combate debió ser importantísimo.

En el terreno político, a su vez, más allá de lo que simplemente puede sugerir el párrafo anteprecedente, hay serios indicios de que dentro de la élite las mujeres llegaron a tener un rol trascendente.

Tal habría sido por ejemplo –adelantándonos a las postrimerías del imperio– el caso de Paccha, la principal mujer quiteña de Huayna Cápac. Todo parece indicar que tuvo participación definitoria en la decisión del Inka de “convertir a Quito en otra capital del Imperio, con igual categoría política a la del Cusco” –según refiere Cossío del Pomar–.

Paccha –agrega el historiador–, será “el instrumento conciente” de la fracción quiteña de la élite imperial para empezar a quebrar la hegemonía de la mayoritaria fracción inka cusqueña.

Las distintas esposas del Inka de turno, pero en especial las que estaban más cerca de él, debieron tener mayor o menor conciencia de que, de hecho, participaban en las luchas por el poder. Más aún cuando a tal efecto eran objeto de las ambiciosas presiones de sus familiares. Éstos y ellas tenían la convicción de que desenlaces favorables podían cambiar radicalmente sus vidas, obteniendo beneficios que de otra manera eran inalcanzables.

Así, cuando Túpac Yupanqui, relegando a muchos de sus hijos, escogió como sucesor a su hijo Titu Cussi Huallpa –que la posteridad conocería como Huayna Cápac–, la madre de Cápac Huaira inició una conspiración, aunque finalmente fracasó.

Pero no sólo una sino varias ambiciones se encresparían en tales –y similares– circunstancias.

De allí, por ejemplo, que Huayna Cápac admitiría más tarde que varios de sus hermanos “habidos de otras mujeres pretendían” su cargo.

Quizá pues directas o indirectas participaciones femeninas estuvieron también presentes durante la feroz disputa final entre Huáscar y Atahualpa.

De otro lado, corresponde resaltar aquí que la historia inka, preimperial e imperial, muestra reiteradas evidencias de que el flagelo de división fratricida ha estado muy presente al interior del grupo dirigente inka. Pero además, sorprendentemente, siempre en los capítulos estelares de su historia: • en sus mitos fundacionales, y específicamente en los célebres conflictos entre los hermanos Áyar; • en el momento dramático en que se inicia la construcción del imperio, es decir, en la disputa entre Urco y Pachacútec, y; • durante la crisis final: la guerra civil imperial que enfrentó a Huáscar y Atahualpa, en la que las intrigas de los consejeros juraron un rol decisivo.

La centenaria relación inkas–chankas en cuestión

Para terminar este capítulo de la historia inka preimperial, habremos de recordar –a partir de un dato proporcionado por María Rostworowski en su Historia del Tahuantinsuyu 63 –que “Pachacútec” (“el que renueva el mundo” 64), fue en realidad el apelativo que habría tomado Cusi Yupanqui, o, simplemente, Yupanqui, siguiendo la tradición de cambiar de nombre al asumir el poder.

¿Habían acaso razones especiales para escoger ese nombre –podemos preguntarnos con María Rostworowski –? Si bien el asunto no nos parece en sí mismo relevante, en su discusión surge, sin embargo, un dato de gran importancia. Veamos.

Rostworowski hace la siguiente conjetura, que nos permitimos desagregar en varios supuestos:

1) “en el caso de ser los chancas y tribus emparentadas los destructores de la hegemonía wari...”;

2) la victoria inca (de Pachacútec) sería –entonces – una remota revancha por un suceso legendario acaecido siglos atrás (p. 59), y;

3) “nos permitimos aventurar que algunos soberanos waris llevaron el apelativo Pachacútec”.

Con todo ello llega a la siguiente conclusión: “Cusi Yupanqui optó por el nombre que le recordaba antiguas grandezas de aquella hegemonía, y que posiblemente se sintió heredero de los legendarios señores waris y deseó emularlos” (p. 60).

Al no tener en cuenta Rostworowski que aquel “suceso legendario acaecido siglos atrás” –al que con impresición refiere–, no habría sido otro que el sometimiento inka al Imperio Wari, llega entonces a la insólita conclusión de que Cusi Yupanqui habría adoptado nada menos que un apelativo caro a quienes fueron los conquistadores, sojuzgadores y más grandes enemigos de su propio pueblo. Y ello –francamente–, nos parece muy poco probable, adolece de inconsistencia.

Alternativamente, es posible construir una hipótesis más verosímil y coherente con la historia.

Para ello deberá tenerse en cuenta los siguientes supuestos:

1 Invasión y conquista chanka del del pueblo inka.

Inicio de la expansión imperial Wari y de varios siglos de sojuzgamiento y explotación a los inkas.

2 Liberación inka de la dominación chanka (presuntamente bajo el liderazgo de Sinchi Roca).

Saqueo de Wari y toma de botín.

3 Frustrada invasión chanka.

4 Réplica, victoria de Pachacútec y captura de botín.

Inicio de la expansión imperial inka y de un siglo de sojuzgamiento y explotación a los chankas.

Pugnas y conflictos fronterizos en los períodos inter-imperiales.

A) la relación chankas–inkas tenía, hacia aquel 1400 dC, ya muchos siglos de vigencia: vecindad territorial, comercial, cultural, militar, idiomática, etc.;

B) esa relación incluía un periódo de 3 a 4 siglos en que los chankas, bajo el Imperio Wari, habían sojuzgado a los inkas, y bajo el que,

C) inexorablemente se formó un vasto campo de mestizaje étnico e identidad cultural entre uno y otro pueblo; al fin y al cabo, 3 o 4 siglos de historia común son argumento demás suficiente para ello (como después ocurriría durante la Colonia, por ejemplo), y;

D) nada de ello obsta sin embargo para que entre ambos pueblos se mantuviera vigente una enorme rivalidad, dentro de la que el sentimiento inka anti chanka guardaba una gran dosis de anhelo revanchista (equivalente al sentimiento independentista criollo anti español).

Pues bien, si como parece lógico el nombre “Pachacútec” tenía origen wari, esto es chanka, es harto razonable que, en el intenso y complejo mestizaje chanka –inka, hubiera sido desde muchos siglos atrás asimilado como propio por el pueblo inka (así como los criollos y muchos otros mestizos peruanos asumieron como propios nombres de la cultura hispana).

Así, para Cusi Yupanqui, no habría sido entonces un nombre ajeno sino familiar. Y su adopción, pues, no habría representado ninguna ambición de emular a los viejos conquistadores de su pueblo.

Parece pues razonable asumir que “Pachacútec” habría sido un nombre mestizo chanka-inka. Es decir, de gran significación para uno y otro pueblo. Y Cusi Yupanqui necesariamente lo sabía. Como sabía cuán simbólica y sicológicamente útil podía y habría de serle para cuando, derrotados, conquistados e incorporados al ejército imperial inka, los soldados chankas de una u otra manera compartieran los éxitos militares con que se formó el tercer y último imperio andino.

Así, pues, el análisis de un asunto tan aparentemente irrelevante como el cambio de nombre de un Inka –pero sobre el que no obstante volveremos más adelante–, nos está permitiendo afianzar la presunción de cuán sólida e intensa debió ser la relación histórica entre chankas e inkas.

La historiografía tradicional, sin embargo, dista mucho de compartir dicha hipótesis: virtualmente ignora por completo la larga e intensa relación inkaschankas.

Una muy elocuente prueba de ello nos la ofrece la Gran Historia del Perú, de reciente edición, en la que dicha relación apenas se insinúa haciéndose pobre y superficialmente referencia anecdótica a la extensión geográfica y altura de las paredes de Pikillacta, el asentamiento administrativo–militar que los chankas construyeron en el Cusco para controlar y sojuzgar al pueblo inka.

Pero más patético resulta el caso de la aún más reciente edición de Culturas Prehispánicas 64a. Son penosas y ostensibles las contradicciones en que incurren sus múltiples autores. Veamos.

– Denise Pozzi-Escot reconoce explicitamente la existencia del Imperio Wari, en el que, entre otros pueblos, fue conquistado el pueblo inka (p. 130).

– Pero Ruth Shady pone en tela de juicio la existencia del Imperio Wari. El “Horizonte Medio” se habría caracterizado, más bien –afirma–, por la existencia de múltiples “emporios regionales” (¡?), “una serie de naciones y estados regionales independientes y prósperos que ejercen control político, económico y cultural sobre sus propias áreas...” (p. 136).

¿Cuál fue –nos preguntamos entonces– el próspero “emporio” y estado regional del Cusco durante tal Horizonte Medio? ¿Y cuáles las evidencias culturales y materiales del mismo?

¿Acaso Piquillacta, por ejemplo?

– Sorprendentemente, entre una y otra página un autor anónimo afirma que Piquillacta “es uno de los sitios más grandes del Horizonte Medio (...y...) se piensa que era la residencia de una élite política y religiosa que administraba [el territorio del Cusco] según los intereses de los huari” (p. 135).

Y, convalidando este último concepto, antes otro autor ha dicho (pág. 131) que uno de los tres caminos más importantes, y por consiguiente más costosos de la época era, precisamente, el de casi 600 kilómetros que unía Wari con Piquillacta, esto es, la sede de la nación chanka con una de las áreas más importantes de la nación inka.

¿Puede, ingenua e idealistamente, imaginársele una gran vía internacional, construida de común acuerdo por ambas naciones que presuntamente en dicha época habrían sido independientes, ateniéndonos al criterio de Ruth Shady? No, sin duda. Bastante más verosímil –como ha ocurrido en todos los imperios en la historia de la humanidad–, es que fuera una vieja vía internacional, ampliada y mejorada por decisión del poder imperial chanka, para unir su sede y el territorio del Cusco.

Esto es –como razona Denise Pozzi-Escot–, para “el control” –y extracción de riquezas– de la nación inka, no sólo la geográficamente más proxima, sino una de sus colonias y despensas alimentarias más importantes.

El gran camino debió servir pues para el transporte anual a Wari de miles de toneladas de tubérculos, en cientos y miles de animales de carga. Y para el desplazamiento incesante de los destacamentos de control administrativo y sojuzgamiento militar .

Pero el texto de Culturas Prehispánicas habrá de sorprendernos nuevamente más adelante (p. 172), cuando un autor innominado nos dice que “hay estudiosos que cuestionan (...) la existencia de los chancas...” (los que asaltaron el Cusco en las primeras décadas del siglo XV –3ª guerra en el Gráfico Nº 6a–), “sugiriendo más bien que fue una fabricación de la historia oficial del estado incaico...”.

“De cualquier forma –dice acto seguido asombrosamente el autor anónimo– la derrota de los chancas y la ascensión de Pachacútec” marcaron el inicio del Tahuansintuyo. ¡Cómo “de cualquier forma”¡ ¡Existían o no existían¡ No hay otra posibilidad. Si no existían no podía derrotárseles.

Pues bien, María Rostworowski sale al paso de los escépticos y, enmendando además la plana a nuestro anónimo autor, cree que la imponente y costosísima fortaleza de Sacsahuamán fue –nada más y nada menos – que “un monumento a la victoria sobre los chancas” (p. 183).

Y Luis Millones abunda precisando que la pequeña pero principal estatua de oro en el templo de Coricancha, en el Cusco, conmemoraba “la legendaria victoria sobre los chancas” (p. 186).

Es obvio, pues –para Rostworowski y Millones, como para nosotros–, que existieron los chankas. Y que en aquel siglo XV debieron constituir un pueblo grande y poderoso, con un ejército igualmente grande y poderoso, como para que el memorable golpe que le infligió el ejército inka fuera celebrado con un gigantesco y costoso monumento, como jamás se había erigido en los Andes; y con una imagen mítico-religiosa cargada del más alto simbolismo y significación; a menos que se asuma que Pachacútec era un megalómano que, tras una victoria insignificante, ordenó tan desproporcionados y onerosos recordatorios).

María Rostworowski, sin embargo, debería contribuir a desentrañar el “misterio” de cómo las que denomina “hordas chankas dedicadas al pillaje”, que saquearon la gigantesca ciudad Wari en el siglo XII –2ª guerra en el Gráfico Nº 6a–, dieron paso, tres siglos más tarde –3ª guerra–, a un ejército suficientemente grande como para que su derrota justificara un monumento tan imponente como Sacsahuamán.

Entre tanto, parece razonable asumir, cuando menos, una mínima coherencia entre la magnitud del monumento y la magnitud del ejército al que derrotaron las huestes dirigidas por Pachacútec –4ª guerra–.

Pues bien, avalando esa coherencia, María Rostworowski 65 afirma que el trascendental triunfo militar de Pachacútec representó al pueblo inka apoderarse de un “cuantioso botín”.

Sin embargo, la razonable y rotunda afirmación de Rostworowski sobre la magnitud del botín capturado a los chankas, coloca en serios aprietos a la historiografía tradicional, pero por cierto también a la propia historiadora. Porque ella misma define a esos chankas que derrotó Pachacútec como rústicos guerreros “con sus caras pintadas de negro y ocre, sus largos cabellos aceitados y menudamente trenzados” 66.

¿Idénticos –nos preguntamos– a las “bárbaras hordas de pillaje” que saquearon Wari tres siglos antes? Tal parece que sí, o –debemos admitirlo–, ésa es cuando menos la imagen que nos queda de dichos guerreros.

Resulta sin embargo muy difícil imaginar a esos rústicos y casi primitivos guerreros como poseedores de una riqueza que para el pueblo inka constituyera un enorme botín. Ante la ostensible inconsistencia –de la que obvia e implícitamente se hace eco–, Rostworowski explica entonces que dicha riqueza habría sido la suma de “los bienes logrados anteriormente por [las hordas chankas de pillaje] en acciones de rapiña”.

El parche, sin embargo, resulta todavía menos feliz. No sólo porque no parece históricamente sólida esa imagen de “Uscovilca y sus 40 ladrones”, en la que por ningún lado aparecen –ni habremos de encontrar – los ricos pueblos del entorno ayacuchano que habrían sido víctimas de dicha rapiña. En las fronteras del área ayacuchana la única población donde podía considerarse que había riqueza era la costeña Chincha.

Pero no hay la más mínima evidencia de que los chankas hubieran estado acosando y saqueando a los chinchas antes de arremeter contra el pueblo inka.

Así las cosas, ¿de dónde reunieron entonces los presuntamente rústicos, rapaces y carapintados chankas la enorme riqueza con la que se terminó alzando Pachacútec? ¿Será necesario explicitar que robando sistemáticamente a los campesinos pobres del entorno inmediato de Ayacucho, que por cierto también eran chankas, mal podía reunirse riqueza, y menos todavía riqueza considerable? El artificioso recurso de la rapiña tribal o “bárbara”, grotescamente deja de reconocer la verdad histórico –social e histórico–económica. Esto es, que el pueblo chanka que en el siglo XV –3ª guerra– arremetió contra los inkas, tenía un territorio, una población y una riqueza agrícola y ganadera tan grande como la de los éstos.

Así, el botín material, territorial, agrícola y ganadero –porque difícilmente puede imaginarse de otro género–, apareció aún más cuantioso de lo que efectivamente debió ser. Porque siendo poblaciones numéricamente equivalentes, la riqueza de los triunfadores quedó virtualmente duplicada. Y de la noche a la mañana, lo que todavía era más significativo.

Y a ello debe agregarse que el triunfo militar permitió a los inkas, además, apoderarse de miles y miles de prisioneros de guerra, hombres y mujeres que, de suyo, por mil razones, constituían una enorme riqueza efectiva. Y, potencialmente, generadora de más riqueza.

Por si no estuviera del todo claro, las conjeturas históricas se plantean allí donde hay vacíos de información –económica, social, etc.–. Pero allí donde está a la vista, y con contundencia, ¿para qué plantear inútiles hipótesis de ficción cinematográfica? En este gran capítulo de la historia andina, el grave desaguisado de la historiografía tradicional se origina desde que:

1) no se quiere admitir que el Imperio Wari, él sí, como todos los imperios en la historia de la humanidad, fue rapaz con los pueblos a los que sojuzgó;

2) que éstos, con legítimo derecho, acometieron contra él una gran guerra revolucionaria de liberación, y;

3) entre los pueblos que se liberaron de la hegemonía de la élite imperial chanka estuvieron pues los propios campesinos chankas.

Negándose a admitir esto y aquello, la historiografía tradicional ha tenido entonces que “inventar” “bárbaros” para explicar la caída del Imperio Wari. Y, para tres siglos más tarde, ha “inventado” que, a pesar del tiempo que había transcurrido, ese mismo pueblo de “bárbaros”, sin un ápice de progreso, fue el que asomó ante el Cusco en el siglo XV.

No, las cosas han sido bastante más coherentes, y bastante más simples:

– miles de campesinos chankas contribuyeron a la liquidación del imperio que construyó su élite, y participaron del saqueo de la sede imperial.

– tres siglos después, sus herederos –que constituían una nación tan grande y rica como la inka– intentaron conquistarla pero, contraproducentemente, fueron derrotados y luego conquistados, contribuyendo con su patrimonio territorial, material y humano, a duplicar la riqueza del pueblo inka, catapultándolo así a la conquista de todo el territorio andino.

De Sechín a Pachacútec

En otro orden de cosas, vale la pena recordar aquí, además, que en Los abismos de cóndor, Tomo I, hemos advertido del muy probable remoto origen geográfico del nombre “Pachacútec”, tanto por la presencia de la “ch” como de la terminación en “ec”.

Decimos allí, en efecto (pág. 119), que:

a) la terminación “ec” es característica de innumerables topónimos de México, y en general del área meso-americana, pero sobre todo del entorno inmediato a Oaxaca, como Teotopec, Ometepec, Zacatepec, Jamiltepec, entre otros; estando además la “ch” presente en nombres tan característicos de la historia centroamericana como “Tenochtitlán” y “Chichén Itzá”, y ambos fonemas en el no menos emblemático “Chapultepec”.

b) que Sechín habría sido fruto de una remota migración, precisamente del entorno de Oaxaca, a la costa del Perú (ver Mapa Nº 10, pág. 108);

c) que la impronta de sechín, siguiendo la ruta Casma – Lima – Ica – Nazca (ver gráfico del Anexo Nº 5, pág. 108), se habría simultáneamente esparcido desde Nazca, tanto en Ayacucho, cuando el pueblo chanka desarrollaba la Cultura Huarpa; como en el Altiplano, cuando el pueblo kolla desarrollaba aún la Cultura Pukara, de donde pasó a Tiahuanaco; y siglos más tarde, de allí, pasando por el Cusco, volvió nuevamente a impactar en Ayacucho, cuando ya el pueblo chanka desarrollaba la cultura Wari y estaba a las puertas de la formación del Imperio Wari, y;

d) que además de innumerables topónimos en el norte y centro del Perú, la presencia de la partícula “hua” y la “ch” en “Cahuachi”, la capital de los nazcas; la partícula “hua”, esta vez en “Tiahuanaco” y muchos topónimos del Altiplano y del territorio del Cusco; la “y” y la “ch”, en “Ayacucho”; y esta última en el propio y emblemático gentilicio “chankas”; y la partícula “hua” y la “y” nada menos que en “Tahuantinsuyo”, insinuarían origen meso-americano impuesto a través del pueblo sechín y su diáspora en los Andes, tal como también hemos planteado en Los abismos del cóndor, Tomo I.

Pues bien, de lo que acabamos de terminar de plantear, y de la valiosa aunque parcialmente convergente presunción de María Rostworowski, en el sentido de que “Pachacútec” habría sido un nombre frecuente y prestigiado en Ayacucho durante el Imperio Wari, nos queda aún más clara la sospecha de que el nombre el primer emperador del Tahuantinsuyo tendría en realidad un origen aún más remoto que el del Imperio Wari.

Habría llegado a la Cultura Wari a través de la Cultura Huarpa pero también de Tiahuanaco, a éstas a través de la Nazca, a ésta a través de la diáspora andina de los sechín que a su vez la trajeron desde América Central. De confirmarse la hipótesis, quedaría plenamente demostrada la enorme y trascendente influencia que las viejas culturas centroamericanas tuvieron en la historia andina.

Con otros elementos de juicio y razonamientos, habremos sin embargo de abordar nuevamente la relación sechín – Pachacútec algo más adelante.

Más de un centenar de gobernantes inkas Muchos debieron ser pues los personajes que tuvieron la responsabilidad de dirigir al pueblo inka en esos casi 3 000 primeros años de su historia. Y varios otros los que la tendrían en el período siguiente.

En el transcurso de la ocupación inicial del territorio (período “A” del Gráfico N° 2), de aproximadamente 1 000 años de duración, habría correspondido el encargo a los numerosos y anónimos kurakas de los primitivos ayllus que, desperdigados, se asentaron en los valles de lo que hoy son los departamentos de Cusco y Apurímac.

A partir del proceso de conquista y unificación que se habría iniciado inmediatamente después –bajo la hegemonía del ayllu de Pacaritambo–, es decir, en los siguientes 2.000 años de historia, más de 100 otros gobernantes habrían tenido entonces esa misma responsabilidad.

Según el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara, el pueblo inka reconoció a la inmensa mayoría de sus gobernantes simplemente como “curacas” (“señores”). Y, de entre los que vendrían después, sólo los últimos, Túpac Yupanqui, Huayna Cápac, Huáscar y Atahualpa, habrían sido denominados “Inkas”.

Las consecuencias de un grave error historiográfico La historiografía tradicional, en sus ya centenarias y más difundidas versiones, sigue empecinada en inculcar la idea de la existencia de 14 Inkas. Nos la ofrecen, por ejemplo, el reputado historiador Luis G. Lumbreras, en la novísima y costosa edición de Mi tierra, Peru; y, en Los Incas, el no menos renombrado historiador Franklin Pease.

Sin embargo, algunas versiones menos recientes ya habían restringido a 13 el número de ellos. Así, Amaru Inca Yupanqui, que figura en innumerables textos, no aparece ya en Perú Incaico de José A. Del Busto. Como –recogiendo al historiador John Rowe– no aparece tampoco en la recientísima edición de Culturas Prehispánicas.

Pues bien, la reiterada relación de presuntamente sólo poco más de una docena de Inkas, que sin excepción se inicia con el nombre de Manco Cápac, ha tenido implícitas aunque lamentables consecuencias para la cabal comprensión de la historia andina, en general, y la inka, en particular.

Por de pronto, y durante muchísimo tiempo, coadyuvó a dificultar grandemente la distinción entre la “historia del pueblo inka” y la “historia del Imperio Inka”. O, más precisamente, cuándo el pueblo inka pasó a convertirse en el protagonista del tercer imperio de los Andes.

Diversos textos en circulación siguen diciendo, por ejemplo, que el imperio quedó constituido casi desde el momento en que Manco Cápac llegó al territorio del Cusco.

Es explícitamente, por ejemplo, el caso del ya citado texto de Cossío del Pomar. Y nada menos que el de la Gran Historia del Perú, en tanto plantea la existencia del Tahuantinsuyo desde los tiempos de Manco Cápac, que, por añadidura, sorprendentemente ubica “recién” en el siglo XIII.

Del Busto, en su también referido texto, a este respecto no es precisamente claro. Su distinción entre Inkas legendarios, pro–históricos e históricos, no resulta esclarecedora.

Y tampoco dilucida mejor las cosas el historiador inglés Geoffrey Barraclough en el Atlas de la Historia Universal.

Cómo puede extrañar entonces que, todavía hoy, la inmensa mayoría de los peruanos desconozca la verdad sobre un asunto tan sustantivo. Incluso, como nunca fue bien precisado cuándo habría ocurrido la legendaria epopeya de Manco Cápac, muchos siguen teniendo la absurda idea del “milenario imperio incaico”.

Y –como en el caso de Del Busto–, mientras los autores más difundidos sigan sosteniendo el trillado lugar común de que “como siempre ha sucedido con las grandes civilizaciones de la antigüedad, el origen del Imperio de los Incas también se pierde en la leyenda”, poco estaremos avanzando hacia el cabal conocimiento de nuestra historia.

Es inobjetable, sin embargo, que en las últimas dos décadas se ha producido un notable progreso en la definición de a partir de qué fecha puede realmente hablarse del Imperio Inka.

Federico Kauffmann Doig, quizá el más renombrado y leído de los modernos arqueólogo –historiadores peruanos, publicó en 1983 su célebre Manual de arqueología peruana.

Ya en dicha valiosa fuente precisaba que, en rigor, el Imperio Inka sólo habría empezado a formarse en una fecha tan “reciente” como 1438 dC 76, cuando, tras la victoria sobre los chankas y la conquista del territorio de éstos, Pachacútec accedió al poder.

En tal virtud, el Imperio Inka apenas habría tenido 87 años de vida.

El historiador sueco Carl Grimberg, en su extensa Historia Universal, específicamente para lo que denomina “Tawantinsuyo o Imperio de los Incas” recoge exactamente el mismo dato, de manera además bastante destacada.

Podría pues creerse que ya hay unanimidad en la materia. Nada más lejos de la verdad.

Porque no sólo hay discrepancias cronológicas que dejan aún mucho que desear.

Sino también serias discrepancias conceptuales.

Veamos.

Lumbreras habla de 100 años de “gobierno Inca” 78. Pease da los mismos 100 años de duración, pero al Tahuantinsuyo 79. La Gran Historia del Perú 80 plantea de manera imprecisa y ambigua que la “gran expansión incaica se llevó a cabo durante el siglo XV”.

Sin ambigüedad pero con la misma imprecisión en Mi tierra, Perú, se dice que “los Incas empezaron a construir su imperio en el siglo XV dC”. Pero, penosamente, páginas más adelante dice que el imperio “tuvo en realidad sólo 250 años de vida”.

Barraclough, por su parte, precisa la fecha de 1438 dC, pero para el momento en “que se estableció el estado inca fuertemente centralizado”, cuando –según él –el imperio tenía ya casi un siglo de existencia.

El Culturas Prehispánicas, por último, puede leerse: “Los incas conquistaron el Tahuantinsuyo en un lapso aproximado de 100 años”.

Conceptualmente, ¿puede considerarse que significan lo mismo:

– gobierno Inca (Lumbreras),

– Tahuantinsuyo (Pease, Rostworowski, etc.),

– estado inka fuertemente centralizado (Barraclough); e,

– Imperio de los Incas o Imperio Inka (Kauffmann, Espinoza, Del Busto, Grimberg, etc.)?

¿No es evidente la necesidad de una dilucidación definitiva, y de una convención?

A nuestro juicio, el fenómeno histórico que definimos como:

hegemonía –militar, organizativa, económica y cultural– absoluta de la élite de la nación inka, sobre el vasto conjunto de naciones que conquistó y sojuzgó en el territorio andino entre 1438 y 1532 sólo corresponden dos nombres, que debemos entender como exactamente equivalentes:

– Tahuantinsuyo, o

– Imperio Inka.

Tahuantinsuyo, por su legítima y remota prosapia andina –sin desconocer que la partícula “huan” se insinúa como de aún más remota raíz meso–americana–; y porque es la versión castellanizada largamente más difundida; Tawantinsuyu, en cambio, es una relativamente nueva, legítima y erudita versión quechua (que sin embargo no aporta nada a desentrañar los aspectos esenciales del tema).

E Imperio Inka, porque en sus dos términos define exactamente el fenómeno histórico en cuestión: • el dominio absoluto de una élite sobre muchas naciones, y, • el sujeto protagónico fue específicamente la élite de la nación inka.

Sólo por una ya vieja –e implícita– convención no nos parecen adecuadas las versiones “Imperio de los Inkas” e “Imperio de los inkas”. Porque, en equivalencia, casi ningún texto dice “Imperio de los Césares” ni “Imperio de los romanos”. Como casi nadie dice “Imperio de los Faraones” ni “Imperio de los egipcios”.

Por otro lado, ¿qué decir respecto de las hipótesis de que el Tahuantinsuyo o Imperio Inka surgió con Manco Cápac –ya fuera en el siglo IX o en el XII o XIII–, y la que postula que surgió con Pachacútec en el año 1438 dC?

Sin duda –por lo menos con la información que hasta hoy se maneja–, sólo la última hipótesis merece seguirse postulando. Y esgrimirla supone, necesariamente, descartar la endeble y vetusta hipótesis de que el presunto pequeño imperio que nació con Manco Cápac, se agigantó en el siglo XV.

Por último, en relación con la propuesta que se hace en Culturas Prehispánicas, es equívoco sostener que “los incas conquistaron el Tahuantinsuyo”. No, no podían conquistar lo que no existía. Recién con las primeras conquistas militares inkas empezó a constituirse el Tahuantinsuyo.

Y como ello ocurrió recién a partir del gobierno de Pachacútec, es a éste, en rigor, a quien la Historia debe considerar el primer Inka, el primer “emperador” del Tahuantinsuyo.

Sin embargo, dando pie a incomprensión y confusión, la historiografía tradicional, al seguir haciendo suya la mítica relación de “13–14 reyes o emperadores del Cusco”, a la que dio pie Garcilaso de la Vega, nos sigue presentando como noveno Inka al que, con rigor histórico y científico, fue objetivamente el primero.

La mítica relación de 13–14 Inkas –como la leyenda de Manco Cápac y la de los hermanos Áyar–, forman parte del milenario, vasto, noble, legítimo e incuestionable acervo cultural del pueblo inka. En perspectiva antropológica, como creación de un pueblo, son irreprochables “datos de la realidad”, con total prescindencia de cuánta verdad encierran.

Para la que ahora nos convoca, no está en cuestión si la mítica relación de 13–14 Inkas refleja o no la verdad. La ciencia tiene la certeza de que las leyendas y mitos de la antigüedad son “recreaciones” de la verdad histórica, formuladas en función de los conocimientos que se había alcanzado en la época en que fueron primigeniamente elaboradas y de las épocas en que fueron reprocesadas.

Así las cosas, cabe sucesivamente a la ciencia tres responsabilidades: recopilar, difundir y analizar los mitos y leyendas; siendo objetivos del análisis distinguir lo verosímil de lo inverosímil, la fantasía de la verdad.

En tal virtud, sí está en cuestión el hecho de que la historiografía tradicional andina no haya asumido a cabalidad el exhaustivo análisis de los mitos y leyendas y, en la que aquí nos concierne, específicamente, la mítica relación de presuntos 13–14 Inkas.

Prescindiéndose del análisis correspondiente, y habiéndosele asumido casi a rajatabla como verdad, se ha inoculado en la Historia, como defectos, la imprecisión, la ambigüedad e incluso la ambivalencia, que más bien son virtud en la Leyenda.

Así, el estereotipado cliché del “milenarismo” no se condice en nada con una lista de 13–14 Inkas que, inexorablemente, nos remite más bien a una historia dos a tres siglos.

Por lo demás, y a pesar del “apasionamiento” –que Pease reconoce que pusieron los especialistas–, la historiografía tradicional no ha llegado nunca a definir bien cuándo –en qué época –habría míticamente “surgido Manco Cápac de las aguas del lago Titicaca”, o, mejor, en términos de Garcilaso, cuándo habría llegado Manco Cápac al Cusco procedente de Tiahuanaco.

Así, el supuesto origen, y, en consecuencia, la duración de la trayectoria histórica del pueblo inka, se han mantenido durante muchísimo tiempo en la más notoria indefinición.

Pero a su vez, la implícitamente corta trayectoria histórica a la que remite la relación de 13–14 Inkas, inadvertidamente insinuaba también que el pueblo inka había sido el último pueblo en “aparecer” o en “hacerse presente” en el territorio andino. En –inaudita– pero absoluta coherencia con esa presunta “tardía presencia”, las versiones historiográficas más conocidas no mencionan nunca al pueblo inka sino hasta después de la caída del Imperio Wari, en torno al siglo XII dC.

Del Busto, con su extenso texto Perú Preincaico, ofrece un magnífico ejemplo. Conforme a él, no hubo inkas contemporáneos con el Imperio Chavín, ni coetáneos con los paracas, ni con los nazcas y mochicas y tampoco con Tiahuanaco.

También según él, el Imperio Wari conquistó, entre muchos otros, a los mochicas de la lejana costa norte, a los huancas de la zona cordillerana central y a los nazcas de la costa sur. Pero en la vecindad de su sede central, en dirección sureste, conquistó “el Cusco”.

¿Qué pueblo o nación ocupaba ese agrícolamente rico territorio? No lo dice.

En la Cronología prehispánica de la Gran Historia del Perú, los nombres “Cuzco” e “Inca” son aún más postreramente citados.

Sólo se les ubica en el “Horizonte Tardío”, para los años 1400 y 1500 dC. No obstante, el mismo texto dirá más adelante “a fines del siglo XII, el antiguo Cuzco se convertía en la ciudad más importante de ese entonces”. ¿Quién ha podido imaginar tan inverosímil “prodigio histórico”? Por su parte, el renombrado historiador inglés Geoffrey Barraclough, en el Atlas de la Historia Universal, afirma que “la tribu” que dio origen al “más grande de todos los estados precolombinos” se asentó en el Cusco “alrededor de 1300”. ¿De dónde llegaron? No nos lo dice.

Nos responde en cambio la Gran Historia del Perú. Mas veamos cómo lo hace: “es probable que los incas hayan hecho un recorrido de varios años antes de llegar [al Cusco].

Habrían pasado por distintos lugares como Pacaritambo, Guainacancha y Guanacaure, y dominado, a su paso, territorios y poblaciones”.

¡Pero si esos territorios están en el área del Cusco, a sólo 30 kilómetros al sur de la ciudad! ¿Puede esa corta caminata reputarse como la gran migración originaria? Sin embargo, y más allá de tan poco significativa referencia geográfica, ¿cuál fue el punto de partida de tales migrantes? Tampoco se nos dice.

¿Cómo explicar que la historiografía tradicional, durante siglos, haya hecho oídos sordos del tan valioso y preciso dato de Garcilaso de que Manco Cápac llegó al Cusco procedente de Tiahuanaco? ¿Qué ha impedido que los historiadores asuman ese dato como hipótesis, para tratar de contrastarlo con los datos de la realidad, y eventualmente hasta precisar la fecha de tan célebre acontecimiento? Quizá nunca lo sepamos. Mas nos aventuramos a postular una conjetura que, por lo menos en parte, podría ayudar a resolver el enigma de tan grande tozudez: el chauvinismo al ultranza.

A ese respecto Del Busto nos ofrece una buena pista. Dice él en efecto que “en la actualidad la version boliviana acepta que Tiahuanaco fue la cuna indiscutida de los Incas (...) La tesis peruana, por el contrario, prueba que los Incas fueron quechuas...”.

¡Oh sorpresa, rebasándose los límites del lenguaje científico, se nos habla de la confrontación entre la versión boliviana y la tesis peruana de tan importante cuestión (como si también pudiera hablarse de discrepancias entre la versión boliviana y la tesis peruana de la ley de la gravedad)!

La hipótesis de que la cultura Tiahuanaco, en las proximidades de la orilla sur del Titicaca, fue la cuna de los inkas, es objetivamente insostenible por el solo hecho de que, en efecto, éstos hablaban quechua en tanto que hablaban aymara los protagonistas de aquélla. ¿Pero acaso ello justifica que –como viene ocurriendo–, tercamente se desconozca también el importantísimo vínculo histórico que a todas luces hubo entre uno y otro pueblos?

¿No se han percatado los historiadores bolivianos y peruanos de que, en su esencia, sus postulados no son incompatibles, sino más bien consistentes, y consistentes además con la ya vieja propuesta que hizo llegar Garcilaso? ¿Acaso la hipótesis que hemos formulado antes, en el parágrafo sobre la procedencia altiplánica de los inkas, no muestra cuán congruentes son los aportes de Garcilaso, y de los historiadores peruanos y bolivianos? ¿No parece obvio que, en una especialísima coyuntura histórica, buena parte del pueblo inka habría vivido siglos, aunque transitoriamente, trabajando en Tiahuanaco?

¿Puede alguien a partir de esa estadía episódica seguir sosteniendo que Tiahuanaco fue la cuna del pueblo inka? Por analogía, ¿puede acaso afirmarse que el pueblo judío es oriundo de Egipto, por el hecho de que por siglos buena parte de sus integrantes estuvo en esa tierra? ¿Denigra acaso ésto a los judíos y aquéllo a los inkas? ¿Enaltece especialmente ésto a los egipcios y aquéllo a los bolivianos?

Pues bien, más allá de sus clamorosos vacíos, inconsistencias, deplorables argumentos y eventuales chauvinismos, el común denominador de la historiografía tradicional es pues seguir presumiendo como “tardía” la aparición del pueblo inka en el escenario andino.

Y de ella se deriva una segunda y antihistórica consecuencia.

En efecto, constatándose que los inkas alcanzaron el pináculo de su poderío en el siglo XV, invariable e implícitamente ha sido presentada entonces, por añadidura, la imagen de una asombrosa “precocidad” como característica especialísima de ese pueblo.

¿Pero puede acaso esa presunta y asombrosa precocidad explicar sólida y consistentemente que –como afirma Barraclough–, “el Imperio inca se basó en antiguas tradiciones” incluyendo Chavín, Tiahuanaco y Wari? ¿Cómo y cuándo las aprendió, y de quién, si cuando supuestamente llegaron los inkas al Cusco sus vecinos más próximos, chankas, al norte, y kollas, al sur, estuvieron entre los siglos XII y XV en franco estancamiento? ¿Y cómo explica la historiografía tradicional que, viniendo de “afuera”, los inkas también hablaran quechua, que –como se verá extensamente más adelante– era ya el idioma que más se hablaba en los Andes, desde épocas probablemente tan remotas como Chavín?

A nuestro juicio, el cúmulo de inconsistencias y desaguisados en que con empecinamiento sigue incurriendo la historiografía tradicional a estos respectos, es una lamentable consecuencia de haber aceptado a rajatabla la tradición “oficial” inka de la existencia de 13–14 Inkas.

Los cien Inkas (de Montesinos)

Asumiendo en cambio que, como todos los grandes pueblos y naciones de los Andes, la inka tuvo también un milenario enraizamiento en este territorio, adquiere gran verosimilitud la versión de 103 Inkas que, casi –solitariamente–, sostuvo el cronista Fernando de Montesinos.

A la hipotética cifra de poco más de cien Inkas se llega, por ejemplo, asumiendo que: a) se denomina Inka a quien ocupó el punto más alto de la jerarquía de poder en el pueblo inka;

b) que se considera sólo como tales a quienes gobernaron desde el período de consolidación territorial del pueblo inka (lapso que se está identificando con “B” en el Gráfico N° 2);

c) que de dicho período en adelante, y hasta 1532 en que fue capturado Atahualpa, el pueblo inka tuvo una vida de 2 000 años;

d) que el promedio aproximado de gobierno de tales Inkas fue 20 años.

En tal virtud, el primer grupo de gobernantes correspondería entonces a los legendarios e innominados Inkas del triunfante ayllu de Pacaritambo y sus sucesores (período “B” del Gráfico N° 2). Ellos, con autonomía y durante un período muy dilatado, habrían liderado entonces el inicio de la materialización del proyecto nacional inka.

Una segunda generación de Inkas (en el período “C”), si bien habrían estado dotados de poder formal, habrían gozado de un poder efectivo muy limitado: a gran parte de ellos les cupo ser intermediarios entre su pueblo y los poderosos dirigentes de la nación kolla de Tiahuanaco de la que virtualmente dependieron, ya sea residiendo en los valles del Cusco, o como parte del enorme contingente inka que temporalmente migró al Altiplano.

Es en relación con ese contexto que adquieren gran significación las palabras de Simone Waisbard cuando dice: “estoy convencida de que entre el primer Manco y la aparición del inca del Lago Titicaca (...) se sucedieron en los Andes numerosas generaciones de reyes que llevaban un mismo nombre patronímico hereditario: Manco”.

No obstante, es verosímil suponer que, entre muchos o varios, a un Manco Cápac habría correspondido el privilegio de ser el Inka que lideró el retorno a los valles del Cusco del pueblo inka que durante varias generaciones estuvo asentado a orillas del lago Titicaca.

Así Manco Cápac habría dado inicio a un nuevo período de autonomía que, sin embargo, sería brevísimo pues casi inmediatamente después sobrevino la conquista chanka que sojuzgó al pueblo inka como parte del Imperio Wari.

¿Manco Cápac, inka; los hermanos Áyar, chankas?

Tanto la Leyenda de Manco Cápac como la de los Hermanos Áyar hacen referencia a la mítica “fundación del Cusco por Manco Cápac”. Ésta pues –como estamos conjeturando–, habría sido “fundada” inmediatamente después del arribo de Manco Cápac y los suyos desde el Altiplano, e inmediatamente antes de que el pueblo inka volviera a sucumbir, pero esta vez bajo la férula militar del Imperio Wari.

[Uno y otro acontecimientos, virtualmente casi simultáneos, los hemos representado con asterisco rojo en los Gráficos Nº 1, 2 y 3].

Pues bien, a diferencia de la pacífica Leyenda de Manco Cápac (migratoria y fundacional del Cusco), la de los Hermanos Áyar –Cachi, Uchu, Auca y Manco (Cápac)– sugiere un muy acusado clima de violencia.

¿Será un reflejo de la violencia con que, casi inmediatamente después de la “fundación” del Cusco, se concretó la conquista imperial chanka y el consiguiente inicio del sojuzgamiento del pueblo inka? ¿Será ella, en definitiva, una forzada versión mestiza chanka–inka, en la que los conquistadores chankas se retrataban como “hermanos” de los conquistados inkas?

Confirmando la pertinencia de la hipótesis, ¿acaso los nombres “Áyar”, “Cachi”, “Uchu” y “Auca” no nos remiten a la geografía del territorio ayacuchano de los chankas? Porque en efecto no es difícil asociar “Ayar” con “Ayacucho”; ni probablemente sea una simple coincidendia que en ese territorio haya poblados de nombre “Cachi”, “Uchuraccai” y “Aucayacu”.

Convergente y sorprendentemente, según Garcilaso de la Vega –cuya información a este respecto puede considerarse muy autorizada–: Áyar no tiene significación en [el quechua].

¿No resulta ello de veras extraño e intrigante, tratándose del nombre más importante de la presunta segunda Leyenda más importante de la historia inka? También según Garcilaso Cachi, es la “sal”; Uchu, el “pimiento”; y Sauca [sic], quiere decir “regocijo”.

Y líneas después, refiriéndose a los pobladores inkas, dice muy sugerentemente nuestro cronista: de los otros tres hermanos no hacen mención, [y en cambio] por la vía alegórica los deshacen [–¿critican, ridiculizan?, nos preguntamos–] y se quedan con sólo Manco Cápac.

Y agrega de manera todavía más significativa: nunca después [Inka] alguno ni hombre de su linaje se llamó de aquellos nombres...

¿Por qué tanta aprensión, cómo explicar tan poco simpatía o indiferencia, e incluso hasta desprecio hacia esos cuatro vocablos? ¿Serían efectivamente –y como entonces cada vez más sospechamos– nombres no inkas impuestos en la Leyenda de los Hermanos Áyar por los odiados y despreciados conquistadores chankas?

Pachacútec y la sombre de sechín

Asumamos pues por un instante que, siglos más tarde, liquidado el Imperio Wari, el pueblo inka y en particular la élite que lideró la guerra de independencia contra aquél, efectivamente se negó a usar nombres a los que atribuían origen chanka.

Asumamos también que esa comprensible actitud anti chanka del pueblo inka fue coherente y consistentemente mantenida durante décadas.

Así las cosas, la presunción de María Rostworowski –como creemos– estaría errada: el nombre “Pachacútec”, adoptado sin reservas por el Inka victorioso, que se tomó precisamente la revancha contra los chankas, no habría tenido para el pueblo inka ni la más mínima sombra de un aborrecido origen wari –en la terminología de Rostworowski–, o chanka –en la nuestra–.

Tendría pues un origen y una significación que al pueblo inka no le significaba rechazo alguno y, por el contrario, le suscitaba enormes simpatías. Habría pues llegado –postulamos–, de la legendaria y reputada mano de Manco Cápac, desde las orillas del Titicaca.

Allí habría sido adoptado por el pueblo inka con la misma simpatía que se adoptó el mítico origen inka de las espumas del lago.

Es decir, “Pachacútec” sería un nombre asumido y prestigiado entre los inkas desde siglos antes de que fueran víctimas de la opresión chanka o wari.

Habría sido pues adoptado, en el Altiplano, por el pueblo inka que migró y trabajó allí durante el esplendor de Tiahuanaco Y, como se vio, habría llegado a su vez a Tiahuanaco vía Nazca (y la Cultura Nazca), y a ésta vía los sechín que, en su diáspora panandina, recalaron allí.

Pero como vía Nazca, e independiente y paralelamente a Tiahuanaco, también había llegado a la Cultura Huarpa –que allí en el territorio de Ayacucho luego lo tomó la Cultura Wari–, “Pachacútec” era entonces también un nombre largamente prestigiado entre los chankas.

Era, pues, desde siglos antes de la formación del Imperio Wari, un nombre por igual e independientemente apreciado entre chankas e inkas, a quienes, por distintas vías, les llegó pues por terceros: kollas y nazcas, entre quienes, lógica y necesariamente, era también muy acreditado. Y antes, pues, por quienes primigeniamente lo habían difundido: los sechín.

Mas como la diáspora de éstos también incluyó el norte del territorio andino, debió pues también adquirir prestigio entre los moches y mochicas y luego entre los chimú. Mal puede considerarse una simple casualidad que “Pachacútec” tenga precisamente la misma terminación que algunos de los nombres más emblemáticos de estos pueblos de la costa norte: “Fempellec” y “Aiapaec”.

Quizá recién ahora estemos pues en condiciones de comprender porqué el nombre “Pachacútec”, como ningún otro, tiene tanta significación y resonancia en la toda la cultura y el territorio andino –hasta nuestros días–. Es un nombre de milenario origen y milenaria vigencia.

¿Puede considerarse una simple casualidad que, como los nombres más emblemáticos de la historia centroamericana –Tenochtitlán y Chichén Itzá–, casi todos sus correspondientes de la historia andina –Chavín, Moche, Mochica, Chimú, Chan Chan, Pachacámac, Cahuachi, Chancay, Chincha, Chachapoyas, así como Sinchi Roca,Wiracocha y Pachacútec, tengan el sonido de la “ch”?

¿Será también una simple coincidencia que entre las extraordinarias historias de México y Perú, el que presumiblemente es su gran aunque único vínculo histórico–cultural, Sechín, también tenga el sonido de la “ch”?

En fin, dejamos pues planteadas la hipótesis, que quizá los antropólogos y lingüistas tengan mucho por decir. Entre tanto retornemos a lo nuestro.

Durante la dominación chanka (período “D” del Gráfico Nº 2), defenestrado el grupo dirigente inka, el poder fue asumido por representantes de la nación hegemónica. En virtud de ello, el tercer contingente de máximas autoridades del pueblo inka lo formaron aquellos funcionarios cusqueños que sirvieron de nexo entre la autoridad chanka y el pueblo inka.

Sin autonomía, su autoridad fue muy restringida.

Quizá, por concesión de la autoridad imperial chanka, las atribuciones de esos funcionarios estuvieron circunscritas, u orientadas con preeminencia, a menesteres religiosos y cargos administrativos subalternos.

Ésa habría sido, eventualmente, la cantera de donde surgió el grupo dirigente de relevo del pueblo inka que gobernó en el período siguiente (“E”). Alternativamente, e incluso con más razón, puede pensarse que fueron más bien otros, aquellos que más se opusieron a la dominación chanka, y que precisamente habrían liderado la guerra de liberación, los que gobernaron luego de la caída del Imperio Wari.

Todo parece indicar que en este cuarto grupo deben incluirse nuestros conocidos Inkas Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, Mayta Cápac, Cápac Yupanqui, Inca Roca, Yahuar Huaca y Huiracocha.

En relación con ese estadio de la historia, adquiere gran significación un dato también solitariamente sostenido por el cronista Fernando de Montesinos. Éste, en efecto, atribuye a Sinchi Roca, precisamente el primero de los nombrados, una gran victoria sobre los chankas.

¿Fue Sinchi Roca, entonces, quien lideró la independencia del pueblo inka y reinició la ejecución autónoma del proyecto nacional inka? Puede presumirse que sí. Porque, abundando en favor de la hipótesis, en este mismo contexto encajan, además, y consistentemente, otros datos de no poca importancia.

Del Busto 96 aporta los siguientes: Sinchi Roca habría sido, ni más ni menos, que el primero en ceñirse en la frente el máximo símbolo de poder del pueblo inka, la mascaypacha.

Y, tanto o más significativo, fue quien impuso el nombre de “Cusco” al centro poblado más importante del pueblo inka. Tales atribuciones, sin duda, sólo las podía asumir alguien de extraordinaria importancia, un victorioso libertador, por ejemplo.

Es posible –como se ha dicho anteriormente –, que la victoria independentista sobre los chankas significara para los inkas la obtención de un enorme botín. En relación con esta hipótesis, es harto sugerente que los cronistas sindiquen también al mismo Sinchi Roca como el que se encargó de ampliar el Templo del Sol. Y como el que, para poder seguir erigiendo edificios, desecó la zona pantanosa del valle sobre el que se asienta la ciudad, canalizando los ríos Huatanay y Tullumayo que lo atraviesan, obras, sin duda, de gran envergadura –y costo–.

El templo presumiblemente fue adornado con tesoros extraídos de Wari. Al fin y al cabo –siguiendo el rastro del dato que proporciona el cronista Montesinos–, después de liquidar la última resistencia del ejército imperial chanka, las huestes triunfantes de Sinchi Roca regresaron al Cusco ataviados de oro y plata, obviamente como resultado del saqueo de la ciudad.

Por lo demás, es comprensible que la ejecución de las primeras grandes obras públicas del Cusco debía esperar hasta que se dispusiera del excedente necesario para solventar una mita masiva. Presunta y coherentemente, Sinchi Roca fue, entonces, el primero que pudo disponer de esa riquesa con el botín capturado en Wari.

De Sinchi Roca en adelante, ese cuarto y pequeño grupo de gobernantes se erigió en conductor y reiniciador del proyecto autónomo del pueblo inka, liderándolo en el transcurso de los siglos XII, XIII y XIV.

El quinto grupo de Inkas estuvo compuesto por Pachacútec, Túpac Yupanqui y Huayna Cápac. Con su liderazgo reión quedó constituido el Tahuantinsuyo o Imperio Inka.

Es decir, con la direción de esos tres Inkas se materializó, durante el siglo XV (período “F”), el proyecto imperial de la élite dirigente del pueblo inka.

El sexto y último grupo de Inkas, integrado sólo y simultáneamente por Huáscar y Atahualpa, cumplió la paradójica tarea de precipitar la caída del tercer imperio de los Andes, y asistir a su derrota militar y liquidación.

Derrota que, como había ocurrido primero con el Imperio Chavín y luego con el Imperio Wari, también corrió a cargo del conjunto de pueblos dominados. Esta vez, sin embargo, en alianza con la poderosa fuerza conquistadora española.

El memorable y celebrado triunfo sobre los chankas tuvo dos efectos inmediatos: consolidó en la cúspide del poder a la fracción a la que pertenecía Pachacútec, y abrió de par en par las puertas de los Andes al pueblo inka.

Tras el sensacional triunfo militar, incentivado anímica y materialmente por ese acontecimiento, el pueblo inka inició un vertiginoso proceso de expansión imperial.

Si Sinchi Roca había sido el héroe que lideró la guerra de independencia contra el Imperio Wari, Pachacútec representaba el paradigmático personaje que permitía al pueblo inka revertir aquella pasada relación, vengar las humillaciones y dominar a los antiguos opresores.

Si además, y premunido ya de un gran prestigio, logró derrotar a la fracción de la élite que le disputaba el liderazgo, no puede extrañar entonces que Pachacútec ocupara el centro del vasto y novísimo escenario imperial durante 32 años. Esto es, durante todo el primer tercio de vigencia del proyecto imperial inka.

Pachacútec, sin embargo, no sólo era el símbolo de la gloria militar y nacional inka.

Sino que, habiendo la victoria sobre los chankas reportado importantes dividendos materiales, que representaron un gran y singular beneficio dentro de la sociedad inka, aunque por cierto mucho más a unos que a otros, se acrecentó su ya sólida y estable posición de liderazgo, y se afianzó con él en el poder el sector de la élite que comandaba.

El cuantioso botín, en efecto, permitió cumplir con el ofrecimiento de “llamas, ropa, oro y plata, mujeres y yanaconas” que se había hecho a los guerreros inkas. Y al capturarse miles de prisioneros chankas e incorporarse a otros al novísimo ejército imperial, muchos campos ayacuchanos probablemente quedaron desocupados. Así, no es difícil imaginar que en los repartos de tierras a los que recurrió Pachacútec al inicio de su gestión, estuvieran incluidos esos predios.

Es de presumir que, tanto en el reparto de bienes, mujeres y yanaconas, como en la asignación de tierras, tuvieran preeminencia los miembros de la nueva fracción hegemónica de la élite inka, y algunos de los triunfantes militares a los que, en mérito a sus acciones, se les empezó a tratar como si pertenecieran a ella.

Puede suponerse que todo eso exacerbó ambiciones individuales y colectivas. A ello se sumó que los éxitos habrían potenciado un clima triunfal y avasallador en el que –como precisa Rostworowski –el ámbito de los valles del Cusco resultaba pequeño para la ambición inka.

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