PLANTEAMIENTO DE LA NECESIDAD DEL CAMBIO ESTRUCTURAL EN AMÉRICA LATINA

Luis Gutiérrez Santos

Un solo camino: ¿la violencia?

La tendencia al cambio ha sido una constante en el devenir humano. Siempre ha perdurado la esperanza de una transformación socioeconómica que establezca la justicia en las relaciones entre los hombres. El momento que hoy en día vive América Latina es de cambio y revolución inminentes. El sentimiento de descontento y desconfianza de los latinoamericanos en la década de los 60 está ubicuo y no se podrá detener indefinidamente.
La evolución de Latinoamérica requiere de constantes modificaciones estructurales para actualizarse. El cambio revolucionador tiende a la verdad y a la libertad; es el agente reformador y creador más grande de la naturaleza; es innovador, rompe los viejos moldes y configura nuevos patrones, destruye las tradiciones que se oponen al progreso, abre nuevos caminos al arte, etc. Un cambio revolucionador es preferible a un cambio revolucionario, que conlleva el cambio de estructuras mediante la violencia.
El cambio se hace necesario visto desde cualquiera de sus ángulos –económico, político, social, científico y cultural. Ello es evidente y se comprende que soluciones superficiales no resuelven nada. Por eso los cambios necesarios, ya inaplazables, se harán –si no se presenta una evolución promovida por los dirigentes latinoamericanos y por las gentes en el poder a escala internacional– a través de una revolución violenta.
La capacidad de sufrir de la inquieta y hambrienta población de América Latina tiene un límite. Y así como los obreros del capitalismo del Siglo XIX y las masas de proletarios de la Unión Soviética a principios de este siglo, rehusaron continuar creyendo que su destino había sido ordenado por la ley divina o la ley social, la mayoría de los habitantes de las naciones atrasadas empieza ahora a no aceptar su pobreza como algo natural. Exige la libertad política, trabajos dignos, la reforma agraria y una rápida industrialización, junto con otras medidas económicas, para alcanzar un nivel de vida que se aproxime al de los países ricos.
Los obstáculos a estas fórmulas para alcanzar el desarrollo integral y la falta de conciencia de los poderosos del mundo subdesarrollado y de las naciones industrializadas, quienes no tienen el coraje de desembarazarse de sus privilegios y de rendir justicia a millones de personas, han ocasionado agudas tensiones sociales en América Latina, que con frecuencia se han traducido en movimientos estudiantiles y violentas manifestaciones de descontento.
Las crisis socioeconómicas en los países iberoamericanos han alcanzado un nivel peligroso. La mayoría de estas naciones sufren constantemente las demostraciones de rebeldía de los estudiantes y de las masas. En réplica, los gobiernos ponen en marcha medidas de excepción que detienen por momentos estas convulsiones, pero que ayudan a que más tarde cobren más fuerza. Como es lógico, estas vicisitudes sociales se han vertido en levantamientos armados de izquierda en Guatemala, Venezuela, Colombia y Bolivia, entre las más importantes. La ira y el furor, la impetuosidad y el arrebato, la brutalidad y el fanatismo, la pasión y el salvajismo, están omnipresentes. Claro, la violencia ha pertenecido a todas las épocas, pero probablemente ahora es más masiva que nunca.
Ante todo ello, una serie de plumas del continente ha señalado que América Latina se encuentra bajo una maquinación internacional subversiva. Las respuestas a la realidad con justificaciones exóticas provienen en forma más radical de las oligarquías nacionales, entre las cuales aparecen como corolario de su posición privilegiada dueños de la riqueza y mantenedores de la indigencia ante la creciente inestabilidad que coadyuvan a crear.
El autor considera que sí hay aliento a las guerrillas por parte de Cuba, pero no entrará en detalle a que si existen a no planes internacionales, pues si no hubiesen las condiciones económicas y sociales de atraso en la mayoría de países de América Latina, no serían tierra fértil a estos movimientos. Claro, en las circunstancias actuales, están sumamente marginalizados, como en situación histórica reciente se ha comprobado dramáticamente.
El gran problema de la región, como se ha venido viendo en este trabajo, no es otra cosa que el estado de atraso imperante; existe un régimen semi-feudal con ausencia a los derechos de las personas, condiciones de vida infrahumana y una verdadera esclavitud. Los trabajadores rurales son auténticos parias, no tienen acceso a la tierra porque los grandes propietarios la mantienen sin cultivar, por falta de incentivos, o por estar esperando el valor futuro que alcanzará. Hay una gran dependencia del exterior y la mentalidad social de las clases dominantes sigue siendo, en suma, colonial. Estas injusticias ya no se pueden permitir por tiempo indefinido y aquí es donde entra la revolución como agente del cambio, revolución que puede presentarse si no se hacen los cambios revolucionadores, los cambios necesarios en las estructuras económicas, políticas e institucionales.
Es cierto que la pobreza no engendra por sí misma la revolución. Pero la miseria y el progreso, a escala internacional, al lado una del otro, crean un nuevo estadio: la esperanza del cambio socioeconómico, estimulado por la revolución en los transportes y telecomunicaciones. El acceso a la información y a la educación, aunque ésta sea mínima, produce un nuevo fenómeno social: el pobre ambicioso, el pobre rebelde, los jefes de la revolución, que no tienen nada que perder y ven en torno suyo mucho que ganar. Gran cantidad de recursos, de técnicas y de medios de información están hoy a disposición de las clases dirigentes, empleándose en la especulación en torno a procesos particulares del desarrollo o al despilfarro en base a su beneficio, mientras que presionan a las masas psicológica y socialmente.
La pobreza, la ignorancia y el hambre no son sólo meros datos estadísticos, sino valores resultantes de una dicotomía económica basada, además, en la injusticia sostenida por la fuerza. Claro es que mucha gente se complace en perpetuar juicios decadentes en contra de la realidad – irreflexiones que comienzan así: “Todos fuimos jóvenes. Todos pensamos en utopías, en mejorar al mundo y sin embargo, aquí estamos”. No se percatan de que en el presente la generación actual, la del movimiento del 68, es la primera generación de la posguerra, vive de cara ante la ruptura histórica basada, justamente, en el cumplimiento económico y científico de lo que hace una generación se podría calificar como utopía y hace unos siglos conducía a las gentes a la hoguera por anunciar profecías o ideas que contravenían las aparentes y ciegas leyes de la naturaleza.
El momento presente marca la necesidad de que se acepte el cambio tendiente a la mejora económica y social del hombre y de que se comprenda con serenidad de que la “utopía” es posible y que es parte del mundo real del hombre contemporáneo. No entenderlo significará que la revolución violenta será el único camino.
La rebelión de fuerza aparece irreversible dentro del statu quo y no es producto de una moda intelectual. Quienes promueven inicialmente el movimiento armado parten de un punto de vista práctico ante la creciente animosidad de los poderosos frente a las necesidades de modificaciones estructurales en Latinoamérica: la revolución es la única alternativa al cambio.
La orientación de la revolución en cuanto a la renovación institucional, en la proclamación de los derechos humanos, en la abertura del mundo y en el aprecio de sus valores específicos, en el reconocimiento de la autonomía de lo temporal, en la declaración de la libertad política y el respeto a las diferentes formas de relación con la economía, encuentra sus raíces en parte a la falta de oportunidades que mantiene a las masas en una frustración constante y ante un futuro desconcertante, el cual es urgente y necesario modificar.
Los marxistas sostienen que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo diferente, tal vez las revoluciones son el freno de emergencia que tiene el ser humano que viaja en ese tren.
Los hechos, datos y aclaraciones que ilustran este trabajo están en función de una reflexión constante por parte del lector en base a la necesidad del crecimiento económico más el cambio, uno de cuyos entendimientos es la formación de la conciencia de promover el desarrollo humano por el reconocimiento de la dignidad del hombre, su liberalización económica y la afirmación creciente de las relaciones interpersonales equitativa y fraternalmente.
En suma, la cuestión que se plantea es la de si esta revolución se producirá pacíficamente – lo que parece posible si Estados Unidos acepta la tendencia histórica y da los pasos anticipados adecuados. Si no comprende la urgencia del cambio, no por ello detendrá la revolución latinoamericana, aunque pueda hacerla retroceder por un lapso relativamente corto.
Si las fuerzas armadas norteamericanas –como dice Robert Taber– no pueden suprimir la insurrección en Vietnam del Sur, que sólo cuenta con una población de 16 millones de habitantes, ¿cómo podrán imponerse en otros países como, por ejemplo, Brasil, con una población casi cinco veces mayor y una extensión territorial de más de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, la mitad de los cuales se hallan cubiertos por bosques tropicales y no hay de ellos casi un sólo mapa o plano?
Cierto es que se puede sostener a gobiernos dictatoriales con ayuda militar y económica, pero no podrá ser por mucho tiempo. Es posible también obtener cooperación por medio de sobornos y coerción económica. Incipientes movimientos guerrilleros pueden ser aplastados antes de que maduren. Pero, permaneciendo la misma situación sin producirse el cambio, surgirán sin duda otros movimientos armados.
Parece lógico que las potencias industriales, al tratar de impedir las revoluciones de los países pobres, generarán tensiones entre los bloques, en pugna el uno con el otro con sus modernas armas, dejando en tal virtud pocas esperanzas de paz y de supervivencia de la humanidad.
Para concluir, por un lado está el progreso, la prosperidad y la seguridad; por el otro, el desastre seguro. Sólo hay una manera de evitar la guerra de guerrillas: la evolución, el cambio revolucionador. Y para ello, sólo la equidad, la justicia y la paz. Algunos podrán afirmar que esto es rendirse. Si lo es, es en todo caso la rendición de la fuerza a la razón, basada en el entendimiento de que “a ningún pueblo, a menos que acepte la derrota, se le puede hoy someter o mantener subyugado”.


Mediante la propaganda publicitaria se les arranca el poco dinero que les sobra, haciéndoles consumir los subterfugios alimenticios adulterados que envilecen aún más su debilidad calórica y proteínica. Pero, por si fuera poco, se ilustra ese régimen de consumo con bellas imágenes de opulencia y confort que provocan tensiones psíquicas incalculables.

Robert Taber, La guerra de la pulga (México, 1968), p. 180.

Ibid., p. 191.

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