PLANTEAMIENTO DE LA NECESIDAD DEL CAMBIO ESTRUCTURAL EN AMÉRICA LATINA

Luis Gutiérrez Santos

La cooperación internacional

Desde hace muchos años ha sido en América Latina y las demás regiones subdesarrolladas muy grande la preocupación por obtener cambios en las relaciones con los países más poderosos. A finales de la década de los 50 y principios de la de los 60, como consecuencia del persistente deterioro de la relación de intercambio de 1954 a 1962, esos esfuerzos se renovaron y condujeron a la creación en 1964 de un organismo mundial dedicado a este problema: la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y Desarrollo (UNCTAD).
Como la UNCTAD se creó bajo la presión de los estados pobres, su propósito era el de solucionar el problema heredado de la colonización económica y sus armas para resolverlo eran la superioridad numérica, la coacción política y moral y la persuasión. Se esperaba que el uso conjunto de dichos medios les proporcionara el suficiente poder de negociación. En tal virtud, se efectuaron reuniones entre las naciones atrasadas para poder ofrecer un frente común a las adelantadas. En esta forma se llevó a cabo la primera conferencia en Ginebra, del 23 de marzo al 15 de junio de 1964, con el claro intento de tratar de acelerar la cooperación entre los países y solventar el problema del trato económico injusto.
La cuestión proviene de la dicotomía existente entre las naciones del orbe. Los estados de Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá –con el 16.5% de la población mundial– controlan el 54% del ingreso y de ellos solamente EE. UU. –con el 6.4% de la población– monopolizan el tercio del ingreso.1 Del otro lado, Asia, que representa el 50.2% de la población global, apenas disponía en 1966 del 13.7% del ingreso total.2
Esta discrepancia es todavía más profunda y se refiere, aparte de los valores concretos –aviones, automóviles, maquinaria, etc.– a dimensiones más abstractas del poder como son las esencias que implican, en última instancia, el factor de decisión: esto es, la distancia entre los países opulentos y pobres no sólo ha persistido, sino que aumenta año con año, obedeciendo teóricamente a leyes rigurosas y descarnadas que se llaman la capacidad de inversión, la potencialidad de utilización del capital humano, etc.
Viendo el problema a través de otras variables económicas, como la riqueza impresionante de los 3,800 dólares por habitante en los Estados Unidos en contraste con los 120 dólares per cápita de una cincuentena de pueblos subdesarrollados y que mientras los países industrializados agregaron, en lo que va de la década actual, 69 dólares anuales a sus ingresos por persona, los atrasados no consiguieron elevar sus bajos ingresos per cápita más que en dos dólares por año,3 la atrocidad de esas diferencias es un hecho angustioso.
A pesar de ello, cada año que pasa las potencias industriales comercian más entre sí y expolian más a las regiones subdesarrolladas a mayores precios, importando comparativamente y relativamente menos de estas últimas. Sin embargo, en las sociedades adelantadas la situación no es mejor: el dólar se tambalea frente a la actual crisis monetaria mundial y la economía opulenta produce “subproductos” trágicos como la guerra del Vietnam, o presupuestos inflacionarios que culminan en gastos colosales en la defensa, que a la vez impiden la redistribución equitativa del ingreso. Ejemplo de esto es que en los Estados Unidos 32 millones de personas, entre negros, mexicanoamericanos, puertorriqueños y blancos empobrecidos, viven en situación bastante precaria, presentándose entre ellos el hambre y la desnutrición. En la reservación de los Navajos, en los EE. UU., se registra un índice de mortalidad infantil de los más altos del mundo: 40.3 por mil; siete adultos de cada diez no saben leer.4
Es extraño –pero explicativo– que los pueblos opulentos no se den cuenta de estos grandes problemas. Habría necesidad de poner en la mesa de su comedor un muerto por inanición, tal y como falleció –medio desnudo y sucio– para que entonces comprendan la gravedad del problema y presionen a sus gobiernos para la resolución de la pobreza mundial. Ellos cierran los ojos para que la verdad no se interponga en el disfrute de sus comodidades.
A pesar de lo anterior, en el actual decenio del desarrollo se siguieron beneficiando los países ricos, en detrimento de las naciones atrasadas; parece ser que la década para el desarrollo fue exclusivamente en provecho de los estados adelantados. Estos continúan con sus prácticas establecidas, anteponiendo innumerables condiciones para la transferencia de recursos financieros, convirtiéndola en una gestión que comienza fuera del país, pero termina retribuyéndoles ingresos adicionales por concepto de dividendos y exportaciones aseguradas.
Dentro de este contexto, los planteamientos de los estados en desarrollo dentro de la UNCTAD, en relación a la cooperación con los países ricos, se han referido principalmente al acceso de productos semi-manufacturados y manufacturados a los mercados de las naciones industriales; a la eliminación de impuestos internos, tarifas y trabas a la importación de los productos básicos que exporta la periferia; a los convenios de estabilización de precios de estos productos o mecanismos de compensación financiera; a un mayor grado de elaboración de los bienes primarios en los países subdesarrollados; a términos menos onerosos en el financiamiento externo; a mayores inversiones privadas extranjeras; a una mayor ayuda financiera y técnica apropiada.
En torno a esas cuestiones, los países de América Latina, África y Asia coincidían. Desgraciadamente, los delegados de los estados opulentos aunque reconocieron la necesidad del cambio, no estaban facultados para suscribir compromisos que afectaran sus intereses. De esta forma, la primera y la segunda confrontación entre ricos y pobres fueron estériles.
En vez de cumplirse la promesa formulada el año de 1964 en Ginebra de dedicar el 1% de su PNB a la ayuda del Tercer Mundo, el promedio ha descendido desde el 0.95% en aquel año (en 1962 era del 1.02%) al 0.88% en 1966.5
En lugar de llevar a cabo las reformas del sistema monetario internacional susceptibles de fomentar la ayuda sin condiciones, cada día se “ata” más esta asistencia; la promesa de colaborar en la instauración de convenios internacionales de estabilización de los precios de los productos primarios no gozó del respaldo efectivo de los países industrializados.
La segunda conferencia de la UNCTAD, llevada a cabo en Nueva Delhi, India, en 1968, se caracterizó por discusiones agudas sobre puntos muchas veces sin importancia y por una serie de dificultades opuestas por los estados desarrollados. Esta reunión terminó con resultados desalentadores. En el tema central de las preferencias a acordar a las exportaciones de manufacturas de las naciones en vías de desarrollo, se lograron algunos resultados concretos, pero se vieron nulificados con las experiencias recientes. En efecto, Occidente ha dado a entender –a través de su actitud– que no se comprometió irremediablemente. En cuanto a la ayuda financiera, en la que los países industrializados se supone aceptaron dedicar el 1% de su PNB, en vez del 1% de su renta nacional, no se fijó una fecha límite, ni se mencionó el problema concreto que acarrearía su aplicación.
Estas conferencias que tanto significaban, que eran de vital importancia para tantos seres humanos, fracasaron, defraudando brutalmente muchas esperanzas. Fallaron porque no satisficieron las aspiraciones de los pueblos pobres. Entre las causas del fracaso se pueden citar:

  1. La insuficiente voluntad política de los países desarrollados;
  2. La falta de poder de decisión de los delegados;
  3. La falta de agilidad de la maquinaria institucional de la UNCTAD;
  4. La excesiva rigidez de las plataformas en cuestión de todas las naciones.

Como es fácil darse cuenta, las causas principales son las dos primeras, pues es ahí donde reside la voluntad y el poder de llevar o no a cabo una cooperación eficaz y justa que solucione los problemas al Tercer Mundo.
La cooperación solicitada por los países en vías de desarrollo, de los cuales forma parte América Latina, no se obtendrá –y no sólo por el egoísmo impresionante, feroz y terrible de las sociedades adelantadas, sino porque éstas padecen, a nivel de riqueza, la enfermedad misma de las atrasadas: la desconfianza, sectores pobres, dentro de su sociedad opulenta, la crisis entre crecimiento económico y estratificación estructural. Las naciones ricas, cuando actúan en el marco de sus países respectivos, lo hacen sin consideración de las repercusiones que sus medidas correctoras de carácter económico tendrían para el resto del mundo; ejemplo de ello es el programa del ex presidente Lyndon B. Johnson para solucionar el déficit de la balanza de pagos de Estados Unidos puesto en marcha en 1968. Este estado es el primer exponente de esta actitud.
Ante estos hechos, América Latina debe sacar una conclusión esencial: que el mundo entra en una fase de crecientes tensiones económicas, políticas y sociales, o sea, una tirantez revolucionaria que es preciso entender y racionalizar. El progreso de los pueblos en vías de desarrollo no se va a lograr por la ayuda, la cooperación o el desprendimiento de las naciones industriales, sino por su propio esfuerzo. Esta es la verdad que es necesario entender.


1 El Día, abril 12 de 1968.

2 Ibid., febrero 25 de 1968.

3 El Día, abril 12 de 1968 y octubre 29 de 1968.

4 Elías Condal, Imagen estructural del gorila (México, 1968), p. 8.

5 The Economist para América Latina (enero 26 de 1968), p. 8.

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