PLANTEAMIENTO DE LA NECESIDAD DEL CAMBIO ESTRUCTURAL EN AMÉRICA LATINA

Luis Gutiérrez Santos

La ayuda internacional y su signo

Para los hombres que se reunieron en Nueva Delhi, durante la segunda conferencia de la UNCTAD, no había ninguna duda de que la ayuda económica no resolvía ningún problema, al menos bajo las condiciones que hasta entonces se había otorgado, pues cuando no actúa como un factor de presión política, es un método para la subvención de las exportaciones de quien presta la ayuda. Los resultados concretos de esa reunión, en cuanto a la asistencia económica, fueron la falta de coordinación, entre sí, de las naciones que la conceden y la ausencia de arreglo, a su vez, de las que la reciben. Como es lógico, este fracaso de la conferencia en poder delimitar la ayuda dentro de ciertos preceptos, acarreó que se continuase con la práctica hasta entonces establecida de asistencia bilateral, sin coordinación de fuentes y necesidades, con sus claros efectos influenciadores en las economías receptores. Ello trae a la larga consecuencias benéficas a los países que prestan esta ayuda, como se podrá ver en lo subsecuente.
En efecto y repitiendo, la falta de organización entre los estados otorgantes determina que los convenios de ayuda sean, en la mayor parte de los casos, de carácter bilateral, por lo tanto con una clara tendencia a favorecerlos y a servir como un medio de presión económica y política. En tal virtud, la ayuda se convierte en una tienda de raya.
El empleo que se hace del término “ayuda” es indebido cuando en realidad se trata de préstamos concedidos a los países subdesarrollados. Es decir, se usa este vocablo con claros fines políticos, pues se ha pretendido presentar una operación de crédito común y corriente cuya característica es la obtención, de más beneficios con la caritativa etiqueta de ayuda: cuando los italianos hacen préstamos al 6.5% de interés, hablan de ayuda; cuando los japoneses pagan reparaciones, hablan de ayuda; cuando los Estados Unidos otorgan un crédito para que se le compren mercancías, hablan de ayuda; cuando los británicos pagan por que algunas colonias embarazosas se independicen, hablan de ayuda; cuando los franceses dan dinero a los países africanos para indemnizar a franceses, hablan de ayuda; cuando una compañía petrolera encuentra un yacimiento, habla de ayuda.1 Todo esto es muy extraño; calificar a los préstamos, los créditos atados, las reparaciones, la inversión privada, etc., como ayuda es un error muy injusto, pero explicable.
La falta de coordinación, por el otro lado, de las naciones que reciben esta “ayuda”, hace posible que persista el uso indebido de este término y que la asistencia se oriente hacia casos particulares del desarrollo, o específicos que responden a intereses diferentes a los del crecimiento económico, cuando que el asunto debiera ser considerado en un contexto regional más amplio –ya que no hay sólo problemas aislados, sino cuestiones que remiten, casi siempre, a dilemas más extensos. El caso del Perú es explícito a este respecto: el banco estatal de desarrollo agrícola, apoyado financieramente por Estados Unidos a través de la ALPRO, otorgó desde 1957 a 1967 créditos por 350 millones de dólares a 26,000 grandes propietarios agrícolas, prestando a 230,000 pequeños agricultores apenas 115 millones de dólares.2
Obvio es decir, por supuesto, que se está haciendo una globalización y simplificación del “toma y daca” de esta situación, pero las grandes líneas generales son muchas veces de ese temple; por lo tanto, se justifica la necesidad de la abstracción para estudiar el problema en su magnitud real.
Es conveniente pasar ahora a analizar a donde van a parar finalmente los recursos económicos canalizados a través de la asistencia internacional. La Administración para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos informó que el 9% de los 1,400 millones de dólares en mercancías financiadas con sus programas de ayuda en el año fiscal de 1967 fue adquirido en su país. América Latina fue considerada la segunda gran zona de compras. Más adelante, comentó que el alza, con respecto a los años anteriores, reflejaba los esfuerzos de esta dependencia norteamericana para neutralizar los posibles malos efectos de los programas de ayuda sobre la balanza de pagos: cerca de 1,350 millones de dólares en mercancías se adquirieron en Norteamérica, mientras que solamente 52 millones fueron gastados en productos fuera de este mercado. La mayoría de estos fueron envíos de emergencia a Vietnam.3
Los esfuerzos de esta dependencia se tradujeron en 1968 en un gran beneficio para la balanza de pagos de Estados Unidos. En efecto, el administrador de la AID, Sr. William Gaud, reveló ante la Comisión Mixta Económica del Congreso de su país en enero de 1969 que en el transcurso de 1968 la asistencia económica de EE. UU. a las naciones en vía de desarrollo se había traducido en un beneficio aproximado de 175 millones de dólares para la balanza de pagos norteamericana.4
Pero, ¿cómo es posible que el benefactor sea el principal beneficiario de la ayuda que se supone otorga? El caso es simple: los países que reciben este tipo de asistencia se comprometen a destinarla a compras en los Estados Unidos, con la agravante –según propias palabras del ex administrador de la AID5– de que “ciertos productos pagados con créditos de la Agencia pueden costar entre un 10% y un 40% más caros que con otros proveedores cuando llegan al mercado de un país particular”.6
Se prestan dólares, se cobran intereses y se obliga a invertir el empréstito en la compra de productos norteamericanos a un precio superior a lo normal, lo cual tiene repercusiones positivas para las exportaciones y la balanza de pagos del país acreedor. Para el deudor, tiene efectos similares a los que reciente el trabajador que se ve obligado a recurrir a la tienda de raya para adquirir sus subsistencias.
El negocio es redondo y los números no mienten. En 1968 las salidas directas en moneda estadounidense alcanzaron la cifra de 178 millones de dólares, del total de 1,914 millones de dólares con que se cubrieron los programas de ayuda económica. En este mismo lapso, por concepto de intereses y devolución de préstamos anteriores, las naciones subdesarrolladas pagaron 259 millones de dólares.7 El saldo favorable al país acreedor 50 fue de 81 millones de dólares. Agregados a los 94 millones de dólares que, según estimación del Sr. Gaud, constituyeron los beneficios por las compras obligadas y a precisos no competitivos en el mercado norteamericano, que realizaron los países deudores, hacen el gran total de 175 millones de dólares que la asistencia externa aportó al fortalecimiento de la balanza de pagos de esa potencia.
Volviendo al caso concreto de Iberoamérica, se considera que de 1961 a 1968 la ayuda neta de los Estados Unidos a la región fue de 3,000 millones de dólares, o sea, una cifra anual que no llega a los 430 millones de dólares.8 Gran parte de esta contribución, en realidad préstamos, América Latina la ha estado amortizando desde entonces.
En suma, a tenor de los datos del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso, resulta que las naciones latinoamericanas amortizaron ya 2,000 millones de dólares del principal en 1968 y pagaron otros 734 millones por concepto de intereses. Ello hace posible que la asistencia neta procedente de los EE. UU. se estime sólo en 1,000 millones de dólares9 –lo cual, repetimos, no es ayuda como la del tiempo del Plan Marshall, sino préstamos atados, con intereses, lo que en realidad no constituye ninguna colaboración sino un buen negocio. En suma, la “ayuda” externa a un país subdesarrollado se convierte en un préstamo circular, que pasa por el país deudor y regresa a la nación prestataria en forma de utilidades incrementadas.
Es claro que, bajo este contexto, existe una crisis de la asistencia internacional de efectos catalíticos para los pueblos subdesarrollados. Efectivamente, en 1967, el octavo año de la década del desarrollo, las naciones de bajos ingresos en su conjunto recibieron, en promedio, tres dólares per cápita de ayuda oficial externa. Como todos los años anteriores, 1967 se caracterizó por una distribución sumamente desigual, comprobando una vez más los móviles políticos que hay detrás de ella. Solamente ocho países atrasados obtuvieron en dicho año más de 10 dólares de asistencia económica por habitante. Estos fueron: Israel (48.10), Laos (23.50), Vietnam del Sur (22.20), Túnez (18,00), Chile (15.60), República Dominicana (14.40) y Argelia (14.30).10
Los promedios para cuatro repúblicas latinoamericanas que aparecen junto con Chile y la República Dominicana, en las últimas estadísticas de la Organización para el Desarrollo (OCED), son los siguientes: Perú (5.00), Colombia (4.80), Brasil (2.90) y México (1.80). La aportación de la ayuda externa oficial neta al producto nacional bruto de los mismos cuatro países era, respectivamente, en 1968: 2.1%, 1.4%, 1.2% y 0.4%.11
Si a ello se aúna el uso que se hizo de esta ayuda, o sea las compras que hicieron en el país acreedor de mercancías, el pago de intereses y los préstamos o donaciones de la ayuda militar, el resultado es profundamente desalentador. En el año de 1959, por ejemplo, la ayuda internacional se estableció en unos 4,000 millones de dólares, pero el Tercer Mundo gastó en armamentos alrededor de 19,000 millones de dólares.12 Sobra decir que gran parte de la asistencia se dedicó a la compra de armamentos. El caso de Israel es explícito: la ayuda proporcionada por Estados Unidos en años recientes ha estado condicionada a la compra de material bélico en este país.
Esa duplicidad es la que asombra y en cierta medida estremece, ya que revela las crisis de las grandes economías industriales que no encuentran una alternativa creadora que resuelva su propio dilema interno de producir, explotar, donar y financiar hacia otros renglones.13
Estos datos, esas aclaraciones, colocan a América Latina en la realidad. Hasta el momento la ayuda de las naciones ricas, especialmente de Estados Unidos, a la región se ha producida con parsimonia y al servicio de sus intereses económicos, o por motivaciones de simple dominio. En segundo lugar, mientras persistan las relaciones actuales entre países ricos y pobres (neocolonialismo), también persistirán las esferas de interés y esto hace imposible la asistencia coordinada (multilateral) que, de hecho, sería la única forma efectiva de ayuda. Y finalmente, la tendencia que se ha venido observando de la contribución militar augura un desplazamiento de la otra ayuda, o mejor dicho, de los créditos atados, con la caritativa etiqueta de “ayuda”.
Es imperioso que América Latina entienda, de una vez, que el crecimiento económico, en tanto que el aumento de las variables estadísticas anuales, puede significar también el incremento de las distancias entre los ricos y los pobres; y que, al contrario, es preciso luchar incansablemente por el desarrollo –que es el crecimiento económico, pero acompañado de reformas estructurales.
La ley de prioridades para Latinoamérica en el momento actual debe ser su propio destino, esto es, saber “lo que se es antes” y “lo que se quiere llegar a ser”. La verdadera dimensión revolucionaria real se entenderá cuando se exprese en términos propios. Desarrollo es cambio, cambio para lograr lo que queremos ser. Esa es nuestra ley de prioridades: ¿cuáles son los obstáculos a lo que queremos llegar a ser? Y ¿cómo podemos superar esos obstáculos con nuestros propios recursos? Nada vendrá como regalo y, de serlo, sería contrario a la ley de prioridades.


1 “La crisis de la asistencia externa”, Comercio Exterior (agosto de 1968), pp. 643.45.

2 Ídem.

3 El Día, mayo 21 de 1968.

4 El Día, enero 15 de 1969.

5 Ex administrador, pues renunció a su cargo el 14 de enero de 1969.

6 El Día, enero 15 de 1969. El subrayado es del autor.

7 Ídem.

8 El Día, noviembre 4 de 1968.

9 Ídem.

10 Comercio Exterior (agosto de 1968), p. 644.

11 Ídem.

12 El Día, marzo 8 de 1969.

13 Ejemplo de esta situación es el caso de la República Federal Alemana, cuando ha intentado comprar otra clase de mercancías que las bélicas, para poder subvencionar la presencia de las tropas estadounidenses en Alemania, EE. UU. ha insistido en que Bonn tenía que seguir comprando armamentos.

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