DIÁLOGOS SOBRE PARTICIPACIÓN SOCIAL Y TOLERANCIA COMO FUNDAMENTOS DEL ESTADO CONSTITUCIONAL DEMOCRÁTICO

Mario Jesús Aguilar Camacho
Ricardo Contreras Soto

SUJETOS POLÍTICOS EN ÁMBITOS INTERCULTURALES: INDIVIDUO, PERSONA, CIUDADANO

Claudia Salcedo Alfaro

Resumen:

En esta ponencia se pretende abordar los problemas que se presentan en el terreno de la definición de los sujetos políticos participantes en los procesos de democratización en estados nacionales con presencia de pueblos indígenas como es el caso de México.
En el discurso de la democracia moderna el sujeto político es el ciudadano pensado como un individuo autónomo y racional; esta caracterización choca con la concepción de persona que manejan la mayoría de los pueblos mesoamericanos en donde la pertenencia a la comunidad es central.

Palabras clave: Democracia, ciudadanía, sujetos políticos.

Sujetos políticos en ámbitos interculturales: individuo, persona, ciudadano

Para entender el proceso mediante el cual los pueblos indígenas se construyen como sujetos de derecho, es necesario hacer un recorrido por varios conceptos. Primero es necesario analizar las características e implicaciones que tiene el concepto de ciudadanía y las posibilidades que existen de abordar con este concepto la experiencia de los pueblos indígenas. Adicionalmente se abordará la cuestión de la ciudadanía como agencia y el dialogo que se puede hacer con la noción de persona manejada por los pueblos indígenas.
¿Cuál es el lugar que ocupan los pueblos indígenas dentro del Estado nación? En Latinoamérica, estos grupos han sido sometidos a un proceso de conquista y colonización, que durante quinientos años, ha buscado integrarlos a la sociedad dominante. En países con un pasado colonial, la construcción del Estado-nación implicó el sometimiento de los pueblos indígenas a un proyecto nacional que no tomaba en cuenta sus particularidades culturales. Esto se hizo sustentándose en la necesidad de homogeneidad cultural y de modernización, es decir, pasaba por eliminar las diferencias culturales inherentes a la diversidad de pueblos que coexistían en situaciones premodernas.
Sin embargo, detrás de esta intención de homogenización había un trasfondo de dominación que se había conformado desde la Colonia. Esta dominación se condensó en la categoría de “indio”.
La palabra indio se convirtió desde la Colonia en una categoría social que marcaba las diferencias entre españoles e indígenas. Se construyó así un tipo especial de relaciones sociales que organizaron el conjunto de la vida social: la propiedad, la producción, los sistemas de mercados, los derechos jurídicos y políticos, las instituciones y los símbolos. Esta categoría impuso una identidad única a todos los pueblos que los unificó en tanto que dominados frente a los colonizadores. (Pérez-Ruiz, 2005: 36-37)
En un principio, durante el dominio colonial, estas poblaciones pudieron conservar una relativa autonomía frente a la sociedad colonial. La instauración de la figura de “República de Indios” permitió que las comunidades conservaran su organización interna relativamente sin cambios. Su dependencia directa de la Corona española concedió a los pueblos indígenas una serie de mecanismos que le daban, no sin conflictos, independencia frente al resto de la Colonia.
Fue con la independencia de España, cuando se dio una fuerte transformación en las comunidades indígenas. Con la conformación de los Estados nacionales las antiguas “Repúblicas de Indios” se convirtieron en ayuntamientos, esta transformación implico que los miembros de los pueblos indígenas adquirieran el estatus de ciudadanos. Si bien este hecho implicaba dotar de derechos y obligaciones a los individuos, en la práctica este proceso fue deficiente e incompleto pues la ciudadanía se contraponía a su existencia en tanto que colectivos.
Esta situación significó una desventaja para estos grupos que fueron colocados en un lugar subalterno dentro de la comunidad política. A lo largo del siglo veinte las distintas políticas indigenistas buscaron una y otra vez integrar a estos grupos en la dinámica de modernización que experimentaban los estados nacionales.
Y sin embargo, este proceso de descorporativización y ciudadanización que se busco implementar a lo largo de dos siglos, ha resultado siempre inacabado pues al parecer los pueblos indígenas se resisten a abandonar sus prácticas colectivas, al mismo tiempo que se niegan a pensar su participación en lo político desde el concepto de ciudadano. Esta relación ha resultado conflictiva, en la medida que la ciudadanía se refiere a la posición del sujeto con respecto a la comunidad política y al sistema de derechos que esta sustenta.
Por lo menos ese ha sido el tenor en el que se han desarrollado la mayoría de los análisis que se han hecho sobre la noción de ciudadanía, aunque habría que decir que también se han dado algunas discusiones acerca de los problemas de inclusión y exclusión que aparecen al considerar un horizonte político más allá de Europa y Estados Unidos.
Así, el uso de las diferencias culturales como un elemento central para la reproducción del sistema de dominación ha marcado la existencia de los pueblos indígenas hasta nuestros días. A través del tiempo se ha dado un proceso que Lorena Pérez- Ruiz (2005) ha llamado de dominación étnica que se refiere a: “ ...un tipo determinado de dominación que se ejerce y se explica sobre la base de la diferencia cultural, misma que puede referirse sólo a un rasgo, al conjunto de la cultura o la identidad como expresión articulada de la diferencia...no excluye la presencia de otro tipo de dominación y, por el contrario, se emplea precisamente para fundamentar otro tipo de relaciones de subordinación, explotación o exclusión.” (Pérez-Ruiz, 2005: 47)
En este sentido, hay que tener presente que la noción de indígena a la que muchas veces se alude, es una adscripción identitaria que se impuso como el resultado de las relaciones asimétricas establecidas en los procesos de colonización. En su construcción, las diferencias culturales se emplearon para justificar el dominio y la explotación de las poblaciones prehispánicas. Esto significa entre otras cosas que las organizaciones que surgen en el seno de la población indígena, aún cuando reivindiquen se carácter étnico por estar formada por indígenas, no necesariamente tendrán un carácter étnico.
Para Pérez- Ruiz, la condición para ser consideradas como étnicas es que estén encaminadas a transformar las relaciones de dominación- subordinación que se originan en el tipo de inserción subordinada que tienen las poblaciones indígenas dentro del Estado-nación. (Pérez- Ruiz, 2005: 48)
Es en este marco de dominación étnica es que podemos analizar la construcción de ciudadanía en México, pero además debemos retomar la forma en la que la noción de ciudadanía se ha construido a través del tiempo y las relaciones que tiene con la diversidad cultural.

El concepto de ciudadanía.

De acuerdo con Yolanda Meyenberg : “El concepto de ciudadanía se encuentra íntimamente ligado a la forma de régimen democrático, a la constitución de normas y procedimientos que enmarca la vida cívica, a la delimitación territorial que conforma primero la ciudad y después la nación, al sentimiento de pertenencia que acompaña a la membresía a una comunidad política, al despliegue de un código de comportamiento acorde con los derechos y obligaciones establecidos para la participación en el espacio público y a las formas que definen el carácter representativo en la toma de las decisiones. (Meyenberg, 1999: 10)
Podemos rastrear los orígenes de esta noción de ciudadanía hasta la Grecia clásica. Esta noción de ciudadanía está profundamente relacionada con la visión aristotélica de la política. Esta visión implica una participación política activa, así los ciudadanos se definen en tanto que: “son todos aquellos que comparten la vida cívica, aquellos con el conocimiento y la capacidad requerida para participar en un encargo deliberativo judicial, aquellos que entienden la complicada dinámica que implican las tareas simultáneas de regir y ser regidos. (Meyenberg, 1999: íbidem)
Sin embargo, esta definición de la ciudadanía tuvo que adaptarse al nuevo esquema de relaciones sociales que implico la creación del Estado Nación, hay que resaltar que el ideal cívico se mantuvo en la concepción moderna de ciudadanía. El ideal cívico cobra importancia en la definición de la ciudadanía, pues es este el que plantea las características del ciudadano en el contexto democrático.
Este ideal incluye los valores de lealtad, responsabilidad, integridad y tolerancia. A partir de estos valores el ciudadano se constituye como un individuo con ciertos atributos: determinación individual, alto nivel de educación, autonomía y capacidad reflexiva para emitir juicios. Estos elementos son al final de cuentas los que permiten la realización del ideal democrático de relaciones igualitarias y con valores individuales a partir de las cuales se construye el bien común.
Se define así el elemento central del núcleo duro de la ciudadanía: la civilidad. Dicha civilidad esta fincada tanto en el ideal cívico como en la educación como un medio para reproducirlo. Podemos distinguir en la civilidad tres dimensiones: la dimensión ética que se refiere a la creencia y confianza de la existencia de una unidad social moralmente válida. La dimensión normativa que nos habla de la creencia en la legitimidad de las instituciones democráticas. Finalmente la dimensión política en la que se definen las restricciones al ejercicio del poder y al uso de la violencia subversiva. Así la civilidad es la virtud central que define las condiciones básicas de membresía incluidas en la noción de ciudadanía. (Meyenberg, 1999: 12-13)
Observamos que en el núcleo duro se encuentran los supuestos normativos que definen a la ciudadanía, Sin embargo, poco nos dice sobre el proceso histórico que fue necesario para que se instaurara estos supuestos normativos. En este sentido el primero en abordar la noción de ciudadanía desde esta perspectiva fue Thomas Marshall (1998) en su multicitado ensayo Ciudadanía y clase social.

En este ensayo, se explora las relaciones entre ciudadanía e igualdad social dentro del desarrollo progresivo de las instituciones democráticas dentro de Inglaterra. Desde su perspectiva la ciudadanía se fue construyendo a partir de un doble proceso: de fusión geográfica y de separación funcional. Marshall distingue aquí tres elementos de la ciudadanía: el civil, el político y el social.
Cada uno de estos elementos está relacionado con una serie de derechos que se han ido conquistando a través del tiempo. Así el elemento civil se refiere a la dimensión de libertad individual (derechos de libertad y propiedad); el elemento político se refiere al derecho de participar en el ejercicio del poder político como miembro de la comunidad política (derechos de sufragio y representación), por último el elemento social se refiere al derecho vivir con bienestar conforme a los estándares predominantes en la sociedad(Marshall, 1998: 22-23)
A partir de este análisis Marshall define que: “La ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica. Aunque no existe un principio universal que determine cuáles son los derechos y las obligaciones, las sociedades donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean la imagen de una ciudadanía ideal que sirve para calcular el éxito y es objeto de las aspiraciones” (Marshall, 1998: 37).
Es necesario resaltar que es de este trabajo de Marshall de donde parte la idea de relacionar los elementos de la ciudadanía con un determinado proceso histórico de desarrollo institucional y de instauración de nuevos derechos. Esta es una idea que generalmente se encuentra implícita en la mayoría de los abordajes sobre ciudadanía. Otro elemento relevante en el abordaje de Marshall tiene que ver también con la creación de una relación entre igualdad y construcción de la ciudadanía.
Este es un punto de suma relevancia en nuestra investigación pues nos obliga necesariamente, a indagar sobre las particularidades que este proceso tuvo en nuestro país. Un acercamiento a esta indagación nos la da el trabajo de Philip Oxhorn (2001) quién se propone contrastar estas concepciones con las experiencias de América Latina región en donde la democracia es todavía débil.
En su trabajo, Oxhorn retoma la discusión abierta por Marshall entre ciudadanía e igualdad social. La principal crítica de Oxhorn al modelo de Marshall es su enfoque evolucionista que sitúa como el desarrollo de los derechos ciudadanos como un proceso continuo: “En un patrón muy diferente del descrito por Marshall hace casi medio siglo, la garantía de los derechos políticos en muchas democracias nacientes ha ido acompañado por una naturaleza precaria de los derechos civiles, así como por los crecientes límites—cuando no revocaciones—de los derechos sociales de ciudadanía.” (Oxhorn, 2001:156-157).
En este sentido la propuesta es que los derechos ciudadanos son socialmente construidos y se desarrollan en estrecha vinculación con el desarrollo de la sociedad civil. Así si la sociedad civil es débil, la construcción de los derechos ciudadanos es precaria. Podemos observar esto en el caso de las nacientes democracias latinoamericanas. Oxhorn propone tres elementos para superar esta debilidad de la sociedad civil: primero, una mayor inversión de recursos para el ejercicio de la ley, segundo, utilizar la dimensión de los derechos humanos para fortalecer los derechos civiles y finalmente reformar el aparato estatal para garantizar la eficacia de los derechos políticos y sociales. (Oxhorn, 2001:185)
La discusión abierta por Oxhorn nos sitúa en la reapropiación contemporánea del concepto de ciudadanía, de suma importancia para este proyecto, que se centra en discutir el principio de universalidad frente a las diferencias de grupo. En esta línea se inscriben las aproximaciones de Iris Marion Young (1996) y de Will Kymlicka (2002).
En su trabajo, Young distingue por lo menos cuatro significados de universalidad presentes en la idea de ciudadanía: como sentido de inclusión, como participación de todo el mundo, como generalidad y como igual tratamiento para todas las personas. Estos significados se encuentran en mutua tensión pues en la práctica en lugar de incluir a todos los individuos han tendido a perpetuar la opresión y las desventajas de los grupos más desprotegidos. (Young, 1996: 100)
El argumento es que al intentar realizar un ideal de ciudadanía universal se ha tendido a excluir y poner en desventaja a algunos grupos: “En una sociedad donde algunos grupos son privilegiados mientras otros están oprimidos, insistir en que las personas, en tanto que ciudadanos/as, deberían omitir sus experiencias y afiliaciones particulares para adoptar un punto de vista general solo sirve para reforzar ese privilegio, puesto que las perspectivas e intereses de los privilegiados tenderán a dominar ese sector público unificado, marginando o silenciando a todos los grupos restantes” (Young, 1996: 106)
En esta dirección, esta autora piensa en una ciudadanía diferenciada que permita desarrollar un espacio público heterogéneo, en donde se expresen las voces de los diferentes grupos, donde se reconozcan las diferencias y se acepten públicamente. La propuesta es: “...desarrollar una teoría democrática participativa basándonos no en la asunción de una humanidad indiferenciada, sino en la asunción de que existen diferencias grupales y que algunos grupos están, potencial o realmente, oprimidos o en situación de desventaja.” (Young, 1996: 111)
Para realizar este ideal democrático, nos dice, es necesario que existan mecanismos para la representación y el reconocimiento efectivo de las distintas voces. Para ello propone necesario contar con mecanismos institucionales dirigidos a tres actividades básicas: la autoorganización de los miembros de los grupos que permita un empoderamiento colectivo; la expresión de la postura del grupo frente a las propuestas de políticas sociales y finalmente la posibilidad de tener poder de veto frente a las políticas que afecten directamente al grupo. (Young, 1996: 111)
Adicionalmente a lo expuesto, hay otra idea bastante interesante en la propuesta de Iris Marion Young: la noción de diferencia. El principal problema para poder construir una ciudadanía diferenciada se encuentra con el problema de cómo entendemos la diferencia: “Reconocer las diferencias grupales en capacidades, necesidades, cultura y estilos cognitivos supone un problema para quienes pretenden eliminar la opresión solo si la diferencia se entiende como desviación de la norma o deficiencia.” (Young, 1996: 119) El punto es, sin embargo, que el objetivo de la propuesta de la ciudadanía diferenciada no es compensar las deficiencia para que las personas sean “normales”. Al contrario de lo que se trata es de desnormalizar la diferencia para que en ciertos contextos y a ciertos niveles de abstracción las personas puedan tener derechos especiales de acuerdo a su pertenencia a determinado grupo. (Young, 1996: 120)
Observamos como el problema de la diferencia es central en las nuevas concepciones de la ciudadanía. Esto no es un hecho fortuito, más bien es algo que constantemente observamos en las sociedades modernas caracterizadas por una creciente diversidad. Para Will Kymlicka (2002) este es el elemento medular del análisis: el dilema de las democracias modernas para resolver el problema de la diferencia.
Kymlicka distingue tres etapas en el debate del multiculturalismo: el multiculturalismo como comunitarismo, el multiculturalismo dentro del marco liberal, y finalmente el multiculturalismo como constructor de la nación. En un primer momento, el debate se veía como equivalente al debate entre liberales y comunitaristas, en este caso los derechos de las minorías se incluyen dentro de la defensa de la idea de comunidad. En la segunda etapa la discusión se centro más en entender cómo hacer compatibles los principios liberales con los derechos de las minorías culturales existentes dentro del Estado- nación. Finalmente en el tercer periodo, el debate se centra en el dilema de considerar o no la diferencia cultural como un elemento neutro para el desarrollo de La democracia. (Kymlicka, 2002: 336- 347)
Kymlicka distingue cinco tipos de grupos etnoculturales que se desenvuelven dentro de las democracias occidentales: minorías nacionales, inmigrantes, grupos religiosos “aislacionistas” grupos raciales y grupos meticos. Cada uno de estos grupos muestran las diferentes maneras en que pueden ser entendida la inserción de los grupos minoritarios dentro del marco de las democracias liberales. El argumento de Kymlicka aquí es que las políticas multiculturales deben de establecerse respondiendo a un principio de justicia que permita a estas minorías disfrutar de derechos grupales sin afectar el marco de la democracia liberal.
Finalmente, la propuesta de Chantal Mouffe (1999), plantea construir una nueva concepción de la ciudadanía que combine las instituciones de la tradición liberal y de la tradición republicana que se adecue al proyecto de la democracia radical. Una ciudadanía concebida así debe ser vista no como un estatus legal sino como una forma de identificación. Desde este punto de vista lo que propone Chantal Mouffe es considerar la ciudadanía como algo que debemos construir y que no está dado empíricamente.
En primer lugar, la ciudadanía vista de esta manera implica una concepción particular de comunidad política; en este sentido se trata de pensar en una asociación política en la cual si bien no existe una idea sustancial de bien común, si una idea de comunalidad un vinculo ético que cree lazos de solidaridad entre los participantes y que nos permita conservar los postulados normativos que el liberalismo ha aportado a la democracia moderna. (Mouffe, 1999: 96-97)
Un segundo punto a considerar en esta perspectiva es la forma en la que se puede formar parte de esta comunidad política. Para ello es necesario aceptar un lenguaje específico de intercambio civil: la respublica. Así es la identificación con estas reglas de intercambio civil la que crea una identidad política entre personas que de otra forma no estarían unidas. Para redondear su postura Mouffe agrega: “...hay que reconocer que la respublica es el producto de una hegemonía dada, la expresión de relaciones de poder, y que es posible desafiarla.” (Mouffe, 1999: 100).
Es así como Chantal Mouffe llega a su noción de ciudadanía: “...la ciudadanía no es sólo una identidad entre otras, como en el liberalismo, ni la identidad dominante que se impone a todas las otras, como en el republicanismo cívico. Es un principio de articulación que afecta a las diferentes posiciones subjetivas del agente social...aunque reconociendo una pluralidad de lealtades específicas y el respeto a la libertad individual.” (Mouffe, 1999: 101)
La propuesta de Mouffe nos previene sobre dos condiciones necesarias para esta concepción de ciudadanía radical. Primero, es necesario “...que no conciba el agente social como un sujeto unitario, sino como la articulación de un conjunto de posturas objetivas, construidas en el seno de discursos específicos y siempre de manera precaria y temporal, suturada en la intersección de esas posiciones subjetivas” (Mouffe, 1999: 103) Es necesario extender esta postura antiesencialista a las nociones de respublica, societas y comunidad política. Mouffe pone énfasis en esto, estas nociones no pueden ser vistos como referentes empíricos sino como superficies discursivas.
Hasta aquí este recuento de la noción de ciudadanía nos permite resaltar los siguientes elementos para la investigación: La ciudadanía tiene como elemento central de su núcleo normativo a la civilidad. Se ha construido históricamente a través de un proceso de fusión geográfica y de separación funcional, el cual en América latina se ha caracterizado precisamente por la precariedad de los derechos civiles. Si bien implica un principio universal de igualdad que determina los mismos derechos y las obligaciones para los miembros de la comunidad política, es necesario entender que el espacio de esta comunidad política, el Estado nación, no ha sido neutral culturalmente hablando. Es necesario entonces discutir el principio de universalidad de la ciudadanía para incorporar los grupos que esta supuesta neutralidad ha ignorado, se trata pues de incluir las distintas voces. Esta inclusión puede hacerse si vemos a la ciudadanía como un principio de articulación de las diferentes posiciones subjetivas del agente social.

El ciudadano como agente

En el apartado anterior se hizo un breve recorrido sobre las discusiones conceptuales de la noción de ciudadanía, sin embargo es necesario abordar también la ciudadanía en su interrelación con la construcción de la idea de democracia.
Como plantea David Held en su obra Modelos de Democracia, la noción de ciudadanía hasta la Grecia clásica estuvo, en un principio, profundamente relacionada con la visión aristotélica de la política. Esta visión implicaba una participación política activa, así los ciudadanos se definían en tanto que eran participes de las decisiones judiciales y deliberativas de la polis y en donde la dimensión cívica era central. Sin embargo, esta definición de la ciudadanía tuvo que adaptarse al nuevo esquema de relaciones sociales que implicó la creación del Estado Nación. La visión del ciudadano se transformo pero el ideal cívico se mantuvo en las concepciones modernas de la democracia.
La mayor transformación que encontramos es la relacionada con las implicaciones que tiene la ciudadanía como membresía a una comunidad política. Para Guillermo O´Donell precisamente éste es un punto ciego dentro de la teoría democrática contemporánea que omite considerar y teorizar sobre su nacimiento y desarrollo dentro del marco de un Estado- Nación. La democracia adquiere entonces, también un sentido de nacionalidad.
Estos dos elementos democracia-nacionalidad están entrelazados y no pueden ser entendidos independientes de esta conexión.(O’Donell, 2004:19-20) Una consecuencia de esta relación es que la ciudadanía tiene dos caras:
1) La ciudadanía implicada por el régimen democrático y por los derechos que éste asigna a los ciudadanos, especialmente los derechos para participar en diversas actividades políticas.
2) La ciudadanía derivada de la nacionalidad, que establece un estatus adscriptivo, atribuido antes de cualquier actividad o acción voluntaria.

Como vimos anteriormente, desde Atenas hasta nuestros días, la ciudadanía ha sido un estatus por el cual se ha reconocido a una clase privilegiada de individuos dentro de la comunidad política, pero es a partir de los procesos democratizadores que se extendió a prácticamente toda la población adulta de un Estado. Nos encontramos así con que la ciudadanía es básicamente una capacidad que puede elegirse mientras que la nacionalidad es pasivamente adquirida, Sin embargo en los procesos de profundización de la democracia, éstas se entrelazan para dar a la ciudadanía su carácter complejo y dinámico.
Si se reconoce la ciudadanía como nacionalidad a partir de la pertenencia al Estado, la pregunta es ¿por qué la ciudadanía política del régimen democrático no puede extenderse a toda la población? Contrario a lo que podría parecer, el desarrollo de los regímenes democráticos ha sido la historia de la renuente aceptación de la apuesta inclusiva. Se ha movido en un terreno de enfrentamiento entre sectores de la población que desean acceder a este estatus y aquellos sectores privilegiados que los consideran “no merecedores” o “poco confiables” (O’Donell, 2004: 29-30).
A pesar que todos los individuos pueden apelar a su adscripción a la nacionalidad por nacer y vivir en un territorio, la adscripción democrática frecuentemente ha sido negada aduciendo falta de autonomía y de responsabilidad. Esto porque la ciudadanía política se ha desarrollado bajo el supuesto de que todos los individuos son real o potencialmente agentes. Así, la lucha por extender la ciudadanía pasa entonces por el terreno de demostrar que se cuenta o no con la capacidad de agencia. Desde el punto de vista de O’Donell, un agente es “un ser dotado de razón práctica: usa su capacidad cognitiva y motivacional para elegir opciones que son razonables en términos de su situación y sus objetivos para los cuales , excepto prueba concluyente en contrario, es considerado el mejor juez” (O’Donell, 2004: ibid)
La agencia tiene además dos características más. En primer lugar, la capacidad de elegir sus propias opciones convierte al agente en un ser moral, es decir con la capacidad de hacerse responsable de sus elecciones. En segundo lugar la agencia en el régimen democrático, constituye a cada individuo como una persona legal portadora de derechos subjetivos, es decir que se supone autónoma, responsable y razonable.
Habría que decir que esta concepción del individuo como agente tuvo un largo proceso de elaboración antes de ser el elemento de la ciudadanía política. Este desarrollo se dio dentro de las doctrinas religiosas, éticas y filosóficas que acompañaron a la expansión del capitalismo y del Estado moderno. Esta construcción del ciudadano como agente portador de derechos subjetivos, al omitir las condiciones reales del ejercicio de tales derechos ayudó a reproducir en muchos casos relaciones extremadamente desiguales.
Sin embargo, hay dos corolarios señalados por O’Donell que vale la pena destacar aquí. Primero, si la agencia puede ser atribuida a los individuos en ciertas esferas de la vida (como en lo laboral o en la propiedad privada) ¿por qué entonces debería ser negada en otras esferas de la vida social y política? ¿quién tendría autoridad para decidir esta cuestión?
Segundo, si la agencia implica elegir ¿qué opciones reales o capacidades, serían razonablemente consistentes con la condición del individuo? Estas preguntas nos conducen a la dimensión moral de la agencia, pues lo que está en el trasfondo del conflicto es la idea de que un individuo no debe ser privado de los derechos y las capacidades básicas que normalmente lo habilitan a ser un agente. (O’Donell, 2004: 67)
La identificación del ciudadano como agente portador de derechos subjetivos, al omitir las condiciones reales del ejercicio de tales derechos ayudó a reproducir en muchos casos relaciones extremadamente desiguales. Es precisamente en esta doble faz de la ciudadanía donde podemos ver reflejada la dominación étnica a la que han estado sometidos los pueblos indígenas, pues a la vez que son sujetos de derecho en tanto son individuos que nacieron en el territorio mexicano, por otra parte en tanto que pueblos indígenas, no son considerados como miembros del Estado nación.
La dominación étnica, se ejerce y se explica sobre la base de la diferencia cultural, ésta misma es la que evita la inclusión dentro de la nación, pues por definición apunta hacia la homogeneidad. En este sentido, se observa que la exclusión no se debe a la ausencia de derechos, sino a la caracterización de estos pueblos como no-sujetos de derecho. Así cualquier aproximación que se haga en el sentido de demostrar que existen derechos para la población indígena, se dirigirá a un callejón sin salida. Al indagar en la dimensión de la agencia se intenta averiguar la manera en cómo la participación en las organizaciones elegidas, posibilita a los individuos para establecer una base de comprensión para verse a sí mismos como sujetos de derechos. Esto apunta necesariamente a la existencia de un horizonte normativo por encima del grupo étnico y del Estado Nación.
Podría objetarse que esta postura, al conducirnos a la acentuación de principios universalistas, tendría como contrapartida la supresión de la diferencia, y para nuestro caso en particular, podría llevar a una supresión disfrazada de la diversidad cultural.
Sin embargo, esta objeción es equivocada, en tanto apunta a visiones esencialistas de la identidad étnica, que ubican a los individuos como sobredeterminados por su adscripción a un determinado grupo étnico, sin ninguna posibilidad de actuación autónoma frente a dicha identidad. Este es precisamente uno de los trasfondos de la dominación étnica. Por el contrario, si nos posicionamos desde la perspectiva de un horizonte normativo abarcativo observamos que la única manera en la que se puede conservar dicha diversidad es a partir de la defensa de los principios democráticos. (Wellmer, 1996: 100).
Esto no significa que las particularidades culturales se mantengan inmunes. Esta relativización de las tradiciones culturales particulares trae consigo su transformación y su depotencialización. Desde el punto de vista de Wellmer este es el precio de la modernidad y una condición para la existencia de las actuales democracias liberales. Este hecho podría parecer pernicioso para la existencia de los pueblos indígenas, sin embargo, es precisamente a partir de este proceso que se puede subvertir la dominación étnica. Primero, porque al incentivar la transformación de las identidades particulares, se subvierte el presupuesto de que son identidades monolíticas, atemporales, tradicionales y lineales; y segundo, porque su depotencialización puede contribuir a que no surjan fundamentalismos étnicos, que proporcionarían nuevamente un pretexto para la dominación.
Pero si se subvierta la dominación étnica, no significa que necesariamente se logre alcanzar un nivel de compresión para que los individuos se vean a sí mismos como sujetos de derechos. Para hablar de ciudadanía sería necesario indagar hasta qué punto éstas influyen en los individuos para incentivar en ellos los tres elementos de civilidad: la autodeterminación individual, la reflexividad y la autonomía política. Para ello se tienen que analizar dos momentos precisos. Primero, cómo la participación en las organizaciones elegidas proporciona elementos para la construcción de agencia; y segundo, cómo estos elementos de agencia influyen para el desarrollo de ciudadanía.
Para ejemplificar esto retomo aquí los resultados de mi investigación de maestría (Salcedo, 2006) que se llevo a cabo en el estado de Oaxaca con dos organizaciones indígenas de la región del Istmo de Tehuantepec y que hizo un análisis de la eticidad democrática en los niveles de la esfera pública y la agencia individual de estas dos organizaciones.
En el nivel de la agencia individual, se observó que la articulación de sus dimensiones dentro de la trayectoria de los miembros de la organización, permite que los individuos se cuestionen acerca de su ciudadanía. Así éste se dirige no sólo sobre la exigencia de derechos, que en muchos casos existen, sino también se orienta hacia la pertenencia al Estado- nación que les ha sido regateada.
En la COCEI, la primera de estas organizaciones, el desarrollo de agencia es limitado porque en la articulación de sus elementos se privilegia al grupo sobre el individuo, esto hace que se inhiba la participación individual y las decisiones se den desde las esferas de liderazgo. En el caso de UCIZONI, la segunda organización, sí se incentiva la participación individual y se cuenta con mecanismos que regulan la diversidad de narrativas que construyen los individuos. Ambas organizaciones, han permitido que los individuos puedan tener mayores elementos sociales y culturales para determinar su actuación frente a nuevas situaciones desarrollando elementos de reflexividad y autonomía política.
Por otra parte, el análisis realizado de estas dos organizaciones, muestra que la dominación étnica es un factor que puede determinar el despliegue de los ideales democráticos. Se observó que la COCEI, aunque retoma el elemento étnico, no pone en duda el orden establecido por la dominación étnica. Al contrario, al retomar los valores de la cultura zapoteca como valores exclusivos de grupo, está ratificando la diferencia en la que se sustenta dicha dominación. Por su parte UCIZONI, ha puesto especial énfasis en señalar que dicha diferenciación está sustentada en una falta de reconocimiento, que se justifica valiéndose precisamente del elemento étnico.
Estos resultados si bien abonaron a la hipótesis planteada en dicha investigación, dejaron varias problemáticas para abordar en el futuro. Me gustaría plantear por lo menos dos. Primero, Si bien se puede concluir que sólo con la construcción de un horizonte normativo que se situé por encima del grupo étnico y del Estado nacional, se podrá avanzar en la construcción de una comunidad política más incluyente; la información recabada es aún insuficiente para declarar contundentemente esto. Lo único que se puede sacar en claro con los resultados obtenidos, es que si bien la eticidad democrática implica una eticidad de segundo orden por encima del grupo étnico y la nación, también es cierto que ésta no borra las eticidades primarias que se alimentan de ellos. Se necesitaría dirigir la mirada hacia la interconexión que estas tienen al nivel del individuo.
Y es que aunque, como lo hemos dicho, el poner énfasis en los valores exclusivos de grupo en muchos casos se apela a la supresión de la autonomía individual, esto no nos debe conducir a una visión reduccionista en donde la conducta colectiva dicte la conducta de los individuos. Por el contrario, un abordaje intercultural puede ayudarnos a abrir nuevas líneas explicativas sobre las formas de construcción de ciudadanía.
Si bien la investigación dio luz sobre las formas en la que los sujetos políticos indígenas retoman, reconstruyen y adaptan las nociones relacionadas con la democracia como son la ciudadanía, la esfera pública y la participación política; poco nos dicen sobre las formas de subjetivación que de su propia cultura hacen del gran fenómeno de lo político.
Es aquí donde se hace necesario la perspectiva intercultural, que articule estas dos visiones, para ello una de las condiciones fundamentales es partir del hecho que toda actuación se hace desde un lugar: el sujeto; y a través de un proceso intersubjetivo de construcción de experiencias concretas. (Pazos Garciandía, 2005) En este caso, nos encontramos con individuos que pertenecen a organizaciones indígenas que de algún modo conocen y reproducen nociones como las de democracia, ciudadanía y derechos, pero que sin embargo, también cuentan con nociones étnicamente construidas sobre la política, el individuo y el bien común.
Como ya lo había mencionado Guillermo Bonfil en su conocida obra México Profundo, los pueblos indígenas de México extraen estas nociones de la matriz cultural mesoamericana en donde más que individuos en el sentido occidental del término, los sujetos se reconocen como personas, con una serie de características especificas que los hacen pensar y actuar de una determinada forma sobre la política, la democracia y la ciudadanía.
Para empezar, la persona está constituida por dos elementos fundamentales: el cuerpo y el conjunto de atributos que va más allá de la explicación de las funciones fisiológicas y anatómicas, mismas que definen la diferencia de atributos, capacidades y personalidad evidente entre los hombres (Romero, 2008).
Desde este punto de vista, la persona: “es pensada no solo como un cuerpo físico sino como una multiplicidad de elementos interdependientes. Todo ser humano está conformado por una o más entidades anímicas fuera o dentro de la envoltura material que es el cuerpo” (Romero, 2008: 8)
Romero además nos dice que esta complejidad constitutiva no se agota en la distinción hecha entre sus componentes materiales e inmateriales, por el contrario, existe una cuestión fundamental: la persona no se agota en los límites marcados por su cuerpo sino que los traspasa. Así, encontramos que la persona se extiende en diferentes espacios y tiempos y puede actuar y existir simultáneamente en ellos. (Romero, 2008: 14)
Tradicionalmente la antropología se ha enfocado a este fenómeno de persona extendida a través del estudio del nagualismo y el chamanismo. Sin embargo, parece pertinente enfocarse en los efectos que tiene ésta en el ámbito de lo político, pues permite entender con mayor claridad la relación que se establece entre intereses individuales y colectivos.
Si analizamos la forma en que esta noción de persona interviene en la construcción de las demandas de los movimientos y organizaciones indígenas y lo interconectamos con la forma en la que se ha conceptualizado la ciudadanía occidental es posible que encontremos los puntos de convergencia, a la vez que encontraremos claves para desenredar los conflictos con los que frecuentemente se embarcar el Estado y los propios pueblos. En particular, tendríamos que mencionar que todo indica que podría darnos mucha luz sobre el constante conflicto entre individuo y comunidad.
Finalmente, habría que decir que esta perspectiva nos plantea no solo un cambio de visión del proceso de construcción de la ciudadanía, sino que además nos muestra los retos metodológicos para apropiarnos de estas dimensiones, pues implica dejar de ver a los grupos indígenas como un bloque homogéneo y ahistórico. Esta postura nos plantea los problemas de abordaje de lo intersubjetivo, de las cosmovisiones y de la autonomía personal, temas que pocas veces se abordan en los procesos políticos de los pueblos indígenas.

Referencias bibliográficas

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