APRENDIENDO ECONOMÍA CON LOS SIMPSONS

Isaías Covarrubias

I. Análisis Económico
1. La elección racional del consumidor

Figura 1. El Homeromóvil

En el episodio “¿Dónde estás hermano mío?” (Temporada 2, Nº 15, 1991) el medio hermano de Homero, Herb Powell, propietario de una fábrica automotriz, le pide que diseñe un automóvil representativo de los gustos de la clase media norteamericana con la finalidad de producirlo a gran escala. Aunque Homero efectivamente parece ser un individuo promedio de esta clase social, el automóvil diseñado por él (Figura 1) resulta extravagante. Una vez producido y puesto en el mercado, es rechazado por los consumidores y las ventas son un fracaso, con las consiguientes pérdidas financieras para la compañía, obligando a su dueño a declararse en quiebra.

Este episodio nos permite discutir sobre uno de los pilares conceptuales  de la economía: la teoría de la elección racional del consumidor. Esta teoría se construye con base a dos parámetros: el ingreso y las preferencias. El ingreso de un consumidor representa las cantidades de bienes y servicios que puede comprar en un periodo, dados los precios relativos de dichos bienes y servicios. Sus preferencias la refleja en una “curva de indiferencia” representativa de las posibilidades de combinación de una determinada cantidad de bienes.

La característica básica de la curva de indiferencia es representar el mismo nivel de utilidad para diferentes combinaciones de una cesta de bienes, entendiendo por utilidad el nivel de satisfacción, placer o bienestar obtenido por el agente de consumir bienes. Si bien el agente no puede “cuantificar” este nivel de utilidad, sí puede ordenar dichas preferencias y esta habilidad, tomando en cuenta la restricción de su ingreso disponible, le permite maximizar su nivel de utilidad.
De esta forma, se asume que las elecciones de compra del consumidor están orientadas por la búsqueda de la maximización de la utilidad y ésta búsqueda supone un comportamiento “racional”. Esta suposición ha permitido elaborar una teoría estandarizada de la conducta racional del consumidor, la cual puede ser expresada en modelos matemáticos y econométricos cuya función es predecir dicho comportamiento.

A contracorriente de lo que comúnmente se cree, el concepto de conducta racional no va en contra de la subjetividad del agente al elegir una u otra opción. Ser racional en este caso no supone ser objetivo, al menos no es un axioma. Significa tener un medio de elección para elegir una u otra opción y una vez elegida ésta no tener motivos para pensar que se podía haber actuado de forma diferente. En respaldo a este enfoque, Becker y Stigler (1977) argumentaron que no tiene sentido discutir sobre los gustos (fines) del consumidor pues cualquiera es tan bueno como cualquier otro. Adicionalmente, según los autores, los gustos no cambian caprichosamente ni difieren sustancialmente de unas personas a otras.

Sobre este contexto, se afinca la idea de que los consumidores son soberanos en sus decisiones de compra porque son libres de elegir racionalmente, exclusivamente restringidos por su nivel de ingreso y dentro del ámbito de sus preferencias (subjetivas) particulares. Sin embargo, esta teoría, arraigada en el centro de la economía convencional, ha sido cuestionada desde diversos flancos. Una primera crítica está dirigida al supuesto relacionado con la libertad del consumidor en la formación de sus preferencias de compra. Un segundo cuestionamiento, más interesante, se refiere a la debilidad de la base analítica de la teoría de la elección racional del consumidor. Se discutirá por separado ambos cuestionamientos.

Con respecto a la primera crítica, fue originalmente el economista John K. Galbraith, especialmente en las ideas vertidas en su obra de los años cincuenta “La Sociedad Opulenta” quien cuestionó el supuesto de la soberanía del consumidor. Según Galbraith (2002), las preferencias de los consumidores de un país desarrollado, una vez cubiertas las necesidades básicas, no se crean espontáneamente, sino que son el resultado de métodos persuasivos ideados por publicistas y empresarios. La producción no se convierte en la respuesta a las preferencias de los consumidores, por el contrario, las preferencias de los agentes se originan de la propia producción, derivan de ésta, pues son inducidos a comprar lo que se produce. En esta situación queda muy debilitada la función activa del consumidor como agente autónomo de sus decisiones de compra.

Se trata de un argumento intuitivo que, no obstante, pierde fuerza al descansar en una sobrevaloración del poder de la publicidad como mecanismo persuasivo del consumidor. Si bien es cierto que la publicidad influye en las decisiones de compra, la idea de un consumidor completamente pasivo en su respuesta a las necesidades de producción de las empresas y a los designios de la poderosa industria publicitaria no tiene asidero teórico ni empírico firme. Que las empresas no pueden manipular a su antojo las preferencias y deseos de los consumidores, se ha demostrado con muchos casos de productos y servicios cuyos prototipos ofrecían un gran potencial de aceptación en el mercado y luego han resultado tener muy poco éxito de ventas.

Curiosamente, para la misma época en que Galbraith cuestionaba la soberanía del consumidor, se produjo el famoso caso del derrumbe de las ventas del automóvil modelo Edsel de la compañía Ford. Este automóvil fue lanzado con un gran despliegue de publicidad y constituía un modelo novedoso de la firma. A pesar de ello, el consumidor estadounidense rechazó el producto y resultó un fracaso comercial. Es posible que el episodio de Los Simpsons mencionado se haya inspirado en parte en este suceso.

El segundo tipo de críticas no se relaciona directamente con la teoría de la elección racional del consumidor ni con la soberanía del consumidor. Pero la emergencia, a mediados de los años cincuenta, de un marco novedoso para el análisis de los supuestos en los que los agentes económicos basan su toma de decisiones, indirectamente implicó a las elecciones de compra.

Al respecto, el Premio Nobel de Economía Herbert Simon, formuló un primer cuestionamiento a los principios de racionalidad de la teoría económica convencional. Para él, el supuesto de “racionalidad instrumental”, postulado por la economía convencional, según la cual los agentes al recibir información la incorporan rápidamente en su proceso de formación de los precios y toman decisiones óptimas de acuerdo a su función paramétrica de utilidad, no es realista o, dicho de otra forma, no toma en cuenta ciertas restricciones relevantes (Simon, 1978).

El hecho de que las decisiones de los agentes se realizan en un contexto con limitaciones, llevó a Simon (1978) a destacar cuáles son las más importantes de estas restricciones. En términos generales, son las siguientes: a) la información disponible; b) la limitación cognoscitiva y c) el tiempo disponible para tomar la decisión. Considerar estas tres restricciones supone asumir que el agente toma sus decisiones dentro de un contexto complejo, donde la decisión más racional puede ser inalcanzable, por lo cual la elección termina siendo el resultado de operar con unos recursos de información y cognoscitivos limitados, exigida además por la resolución de situaciones que muchas veces requieren de una acción expedita.

La existencia de una “racionalidad limitada” no supone que el agente no tomará buenas decisiones; simplemente supone que el modelo de racionalidad perfecta es sustituido por uno más flexible, que se contenta con encontrar soluciones suficientemente buenas para los problemas y vías suficientemente buenas para la acción.

Los supuestos de la racionalidad limitada de Simon impulsaron, desde mediados de la década de los setenta, un cúmulo de investigaciones en el ámbito teórico y experimental, especialmente a partir de los trabajos del Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman y su colega Amos Tversky. La finalidad fundamental de estos estudios es explorar y ampliar una visión no convencional de la forma como los agentes económicos se comportan. A este campo de investigación se le conoce como “economía conductual” y es, según dos de sus investigadores más relevantes, una combinación de sicología y economía, indagando sobre lo que sucede en los mercados cuando los agentes muestran limitaciones humanas y complicaciones en su toma de decisiones (Mullainathan y Thaler, 2000).

La economía conductual tiene dos objetivos básicos: a) identificar el modo en que el comportamiento de los agentes económicos difieren del modelo racional, denominando “sesgos”, “anomalías” o “atajos heurísticos”, a este tipo de comportamiento y b) demostrar cómo influye este comportamiento en el curso de los sucesos económicos. Una de las primeras implicaciones de estos estudios dejó claro que, puesto a tomar decisiones en un contexto restrictivo y complejo, el agente hace uso de métodos no necesariamente racionales. Algunos de los ámbitos de aplicación de la economía conductual abarcan las decisiones sobre consumo, las finanzas, las decisiones en las organizaciones y en el campo de las políticas públicas.1

Los sesgos o anomalías son expresiones de recursos a los cuales se apela en el momento de la toma de decisiones, permitiendo neutralizar la incertidumbre derivada de la falta de información o la premura exigida para tomar la decisión. La elección se desarrolla entonces dentro de un marco prospectivo ampliado, apelando a recursos como las experiencias pasadas, su reconocimiento y la categoría representativa de la información disponible. Los atajos heurísticos a menudo están determinados por hábitos más o menos arraigados, ocupando un lugar entre los juicios que responden a operaciones automáticas de percepción y los juicios asociados a las operaciones deliberadas de razonamiento (Kahneman, 2002).

 El contexto como es presentada una cierta información también influye en la toma de decisiones. Esta sería la razón para observar por qué, a contracorriente de los principios de racionalidad de la economía convencional, en algunas situaciones los agentes perciben una menor utilidad derivada de obtener una ganancia (monetaria o de otra naturaleza, exacta o probabilística) comparada con la utilidad negativa o desutilidad derivada de tener una pérdida equivalente, lo cual se conoce como “aversión a la pérdida”.

En las decisiones que implican “aversión al riesgo” se ha observado que el agente sigue este patrón estándar allí donde una de las alternativas expuestas supone una ganancia segura frente a una pérdida con una probabilidad de ocurrencia. Pero, paradójicamente, asume mayor riesgo allí donde las dos alternativas representan probabilidades (diferentes) de ganancia o de pérdida, algo no estipulado dentro de los principios de racionalidad de la teoría económica convencional (Kahneman y Tversky, 1979).2

En relación con lo anterior, Elster (1991) plantea problemas adicionales alrededor de la toma de decisiones del agente, como el problema de que generalmente las alternativas no son estrictamente comparables, o la limitación en ciertas situaciones asociadas a la incertidumbre de no permitirle asignar valores fiables a las distintas alternativas. Por otro lado, la elección puede requerir formarse expectativas sobre las elecciones de otros agentes, los cuales son parámetros no controlados por el agente decisor.   

Este mismo autor sugiere además que mecanismos como las normas sociales y las emociones son dos fuentes de motivaciones independientes para la toma de decisiones. Estos mecanismos originarían situaciones en donde, en algunas oportunidades, el agente parece adaptar sus preferencias a lo que pueden obtener (preferencias adaptativas), mientras que en otras ocasiones desean sistemáticamente lo que no pueden obtener (preferencias contra-adaptativas).

Cualquiera de estas situaciones altera relativamente la lógica de la elección, pues se modifican las opciones disponibles. Sin embargo, no se puede derivar de este análisis una teoría general capaz de predecir las decisiones, pues no se puede predecir ex ante cuando será accionada una u otra motivación (véase Elster, 1997).

De las aplicaciones de estos nuevos enfoques en el análisis de la toma de decisiones en relación con las finanzas y el ahorro, destaca el trabajo ya mencionado de Mullainathan y Thaler (2000). Estos autores analizan las anomalías en el comportamiento de los agentes en estos dos ámbitos, considerando tres tipos de restricciones. La primera restricción es la racionalidad limitada, la cual restringe la capacidad del agente de resolver problemas. La segunda limitación es de voluntad, la cual hace al agente tomar decisiones a contracorriente de sus intereses de largo plazo. La tercera es la restricción del auto-interés, la cual supone una disposición del agente a sacrificar su propio interés por el interés de otro u otros.

Por su parte, Hirshleifer (2001) ha identificado tres tipos de sesgos implicados en el comportamiento de los inversionistas en los mercados financieros. Un primer sesgo es la simplificación, una tendencia a centrarse en el análisis de la información disponible fácilmente o la tendencia a medir los resultados con base a un valor de referencia. Un segundo sesgo es el “exceso de confianza” el cual supone una subvaloración de la información objetiva por contra a una sobrevaloración de la capacidad de decisión con base a la información propia, subjetiva. Un tercer sesgo se identifica con una variable emocional, que al introducirse en los parámetros de decisión a menudo distorsionan el razonamiento.

En otro trabajo, Barberis y Thaler (2002) indagan sobre el papel que cumple la aversión a las pérdidas, el efecto de fijar un ancla para el precio de los activos, o el rechazo a cambiar (el sesgo del status quo) en la determinación de la conducta de algunos inversionistas en los mercados financieros. La consideración de este tipo de sesgos ha supuesto explicaciones más plausibles del comportamiento financiero de los agentes.

En varios episodios, Homero ha aplicado algunos de estos sesgos en sus decisiones financieras. En el episodio “Burns y los alemanes” (Temporada 3, Nº 11, 1991) posee unas acciones de la planta de energía nuclear donde trabaja; un broker venido a menos ofrece negociarlas en alza en ese momento por 25 dólares, lo cual Homero acepta de inmediato e imagina que obtuvo una importante ganancia. No obstante, los rumores de venta de la empresa a un grupo alemán elevan significativamente el precio de la acción en un solo día, con lo cual Homero es el único trabajador de la planta nuclear que no obtiene un alto rendimiento de la venta de sus acciones.

En otro episodio, “Homero contra Patty y Selma” (Temporada 6, Nº 17, 1995), siguiendo su intuición, utilizó todo su dinero en la adquisición de acciones en alza de una compañía dedicada a la producción y venta de calabazas; las potenciales ganancias a obtener van muy bien mientras la acción de las calabazas se mantiene en alza. Pero esta expectativa se derrumba al quedarse Homero con las acciones posterior al “día de brujas” (Halloween), pues el precio de las acciones de calabazas se desploma.

En ambos casos, Homero parece haber sido víctima del sesgo del status quo, pues se hizo una opinión del valor de sus activos y ya luego actuó inercialmente, sin querer en ningún momento replantearse su decisión evaluando nueva información relevante. En el caso de las acciones de la planta, no se molestó en revisar la información sobre su posible venta, lo cual le habría planteado la posibilidad de modificar su decisión de vender sus acciones antes de su negociación a los alemanes. En el caso de las acciones de las calabazas, el sesgo de “exceso de confianza” junto al sesgo del status quo lo llevó a pensar que su alza se mantendría por mucho más tiempo posterior al día de brujas.

En el tema que nos atañe directamente, el de la elección racional del consumidor, recientes estudios del comportamiento del consumidor, basados en trabajos experimentales como los de Oxoby y Finnigan (2007) y Merlo, Lukas y Whitwell (2008), han revelado que los atajos heurísticos y los juicios intuitivos, como las experiencias pasadas, la percepción rápida de los atributos de un bien, o las motivaciones emocionales representativas de lealtad hacia el bien o servicio, juegan un papel importante en las elecciones de compra.

Estos atributos de la experiencia de compra han sido respaldados por Ariely (2008), para quien el contexto en el que se evalúan las diferencias de los precios relativos de bienes y servicios similares también influye en dichas decisiones. Al contrario del postulado de la economía estándar, de un agente estableciendo siempre sus “precios de reserva”, es decir, el valor de su disposición a comprar o a vender, el impacto sicológico que tiene en la conducta del consumidor la valoración de unos bienes que se ofrecen “rebajados” de precio o “gratis”, a menudo altera la decisión de compra.3

La obtención de un bien rebajado o gratuito no significa que el agente  está tomando la mejor decisión (en términos de incremento de la utilidad o del bienestar). Lo que en realidad se produce es una suerte de “trampa” en las decisiones de compra, reveladora de un componente irracional de las mismas,  aunque, según Ariely, estas trampas no son totalmente impredecibles. Existe un patrón sistemático en este tipo de errores, lo cual induce a pensar que podrían ser, hasta cierto punto, evitados.

Otro tipo de trampas, las ha planteado Ariely, basándose en estudios experimentales, tomando relevancia los estados emocionales en las decisiones de compra. Por ejemplo, las personas que hacen compras con un estado momentáneo de sed y hambre tienden a comprar más alimentos y bebidas que cuando concurren al supermercado completamente saciados.

El hecho de que la elección del agente no dependa exclusivamente de su racionalidad instrumental, sino también de las limitaciones para procesar la información, del contexto, de los sesgos y de las motivaciones, nos lleva de vuelta al planteamiento de si las empresas pueden manipular la conducta de los consumidores. El punto en cuestión es que, si estas conductas, como lo sostiene Ariely, inducen al agente a cometer errores sistemáticos en sus decisiones de compra, entonces las empresas pueden idear estrategias publicitarias o de otro tipo que les permita obtener provecho de estos errores.
 Aunque las empresas no controlan las decisiones de los consumidores, sí requieren prepararse para hacer frente a la competencia en la disputa por sus preferencias, mucho más considerando que a menudo enfrentan una competencia global. Esta realidad supone planificar las actividades de producción de una forma alineada con las tendencias y las proyecciones del mercado. Para ello, se dotan o contratan poderosas organizaciones de marketing, trabajando incesantemente en la posibilidad de adelantarse e interpretar estas tendencias. Por esta razón, la planificación y la prospectiva del mercado se hacen imprescindibles en aras de minimizar el riesgo de fracaso, pero no lo pueden eliminar del todo.

Al respecto, al inicio del episodio “Basura de Titanes” Hall (2005) analiza el poderoso efecto que parece tener la publicidad, al menos en la familia Simpson, en las decisiones de compra de los consumidores y en las tendencias de consumo. Los gerentes de una firma especializada en la venta de artículos para días especiales, como el “Día de San Valentín”, discuten acerca de diseñar una nueva celebración para explotar comercialmente durante el verano, para lo cual crean un nuevo “día del amor”. La familia Simpson se deja seducir por la publicidad de la nueva y extemporánea celebración y adquieren y se intercambian una gran cantidad de regalos inútiles, generadores de una gran cantidad de basura.

En otro orden de ideas, es sabido que las decisiones de los agentes se enfrentan a una decisión más compleja si la cantidad de opciones disponibles es numerosa. Este escenario donde existen infinidad de opciones es muy frecuente en los países ricos, pues con la globalización los anaqueles de cualquier supermercado de barrio ofrecen productos provenientes de una gran variedad de lugares del planeta, compitiendo por atraer las preferencias de los consumidores. Y esto que es válido para productos perecederos, lo es también para una gran variedad de productos tecnológicos de consumo, como los móviles y servicios como los seguros médicos o los planes de jubilación.

Sobre el consumidor de las sociedades opulentas parece operar, según Schwartz (2005), una suerte de “tiranía de la abundancia” sometiéndolo, paradójicamente, a decisiones de compra donde no siempre la variedad existente, aunque refuerza su libertad de elegir, supone un camino expedito para alcanzar una mayor satisfacción. La multiplicidad de opciones abruma la capacidad de elección y ensombrece las ventajas que algunas veces puede brindar contar sólo con opciones predeterminadas.

A diferencia de los países ricos, en los países pobres, siendo alta la proporción de consumidores con bajos ingresos, se presenta el problema contrario, la reducción de las opciones. A menudo, su bajo poder adquisitivo impide que el mercado refleje efectivamente sus preferencias y valoraciones. Es una realidad conocida que las empresas globales prestan una excesiva atención a las preferencias y tendencias de consumo de la población de los países ricos, descuidando o ignorando las demandas de los consumidores de naciones pobres.

Un ejemplo de ello lo constituye el enorme sesgo en la investigación, desarrollo e innovación (I+D+I) y posterior producción de medicamentos a nivel mundial. Esta producción la realizan firmas multinacionales atendiendo fundamentalmente a las necesidades de salud y a la incidencia de enfermedades características de la población de los países ricos. Aunque la población de las naciones pobres africanas clama por medicamentos orientados a paliar los efectos de las enfermedades endémicas, son inexistentes o muy débiles los incentivos de mercado dirigidos a producir medicamentos de bajo costo para estas enfermedades. 

A despecho de la forma de operar de la gran mayoría de compañías farmacéuticas multinacionales, en el escenario de oportunidades y amenazas surgidos con la economía global, para Hammond y Prahalad (2004) los modelos de negocios en servicios como los de salud, educación, finanzas, agricultura y materiales de construcción, se deben transformar vertiginosamente para dar cabida a las necesidades y elecciones de los consumidores pobres. Estos no sólo representan la mayoría, sino que también cada vez tienen más poder para vetar a las firmas incapaces de adaptar sus productos a sus necesidades específicas y a sus restricciones.

Una estrategia con esta orientación de producir servicios para los segmentos de familias de bajos ingresos, ha significado una gran oportunidad de negocios para una empresa proveedora del servicio de T.V codificada en Venezuela, según lo documenta Rodríguez (2007). Un alto porcentaje de la población venezolana se encuentra ubicada en los estratos de bajos ingresos; sin embargo, este grupo socioeconómico tiene preferencias muy bien definidas hacia una programación televisiva de variedad, la cual no es ofrecida por los pocos canales de señal abierta existentes. Esta realidad impulsó a la firma a modificar su target original (estratos con más alto poder adquisitivo) con el objetivo de llegar también a los estratos de menor poder adquisitivo pero amplio en cuanto a su tamaño de mercado, teniendo como resultado una relativa masificación del servicio.
Siguiendo este modelo, otras empresas venezolanas que sólo atendían a los consumidores de estratos de ingresos altos y medios, han visualizado una gran oportunidad de negocios diseñando productos y servicios para consumidores de bajos ingresos, especialmente en sectores como la salud, la estética y los seguros.

En resumen, la teoría de la elección racional del consumidor está sometida a una permanente revisión, pues no representa un enfoque del todo realista para la explicación del comportamiento de los agentes económicos. Restricciones inherentes al procesamiento de información, el contexto en el que se presentan las alternativas, el uso de juicios heurísticos, las motivaciones ligadas a las emociones y las normas sociales, se han adicionado a las interpretaciones del comportamiento y de la toma de decisiones de los agentes económicos, resultando útiles tanto como explicaciones de la conducta de dichos agentes, así como en la predicción de su comportamiento.

Estas interpretaciones no solo se fundamentan en teorías novedosas, también han generado un enfoque renovado para el uso de experimentos en economía. No obstante, la tarea de alentar estas interpretaciones ha resultado compleja por dos razones fundamentales. La primera de ellas es la dificultad de discernir si el marco ampliado de análisis para el estudio del comportamiento de los agentes se podrá integrar con coherencia a la teoría convencional. La segunda razón estriba en que requieren del apoyo de construcciones teóricas y experimentos de otras disciplinas, como la sicología y la sociología, de las que la economía se aisló, al decantarse por la modelación matemática y por el análisis de datos utilizando complejas pruebas estadísticas y econométricas (Covarrubias, 2002).   

Homero Simpson es un excelente sujeto de análisis tanto para corroborar las interpretaciones convencionales de la conducta racional de los agentes económicos, así como para examinar las nuevas interpretaciones basadas en la sicología. A veces se comporta como un homo economicus puro, con actitudes puramente egoístas. Este tipo de comportamiento se ilustra en el episodio “Un momento de decisión” (Temporada 1, Nº 9, 1990) donde regala a Marge por su cumpleaños una bola de jugar bolos, a sabiendas que Marge no juega ese juego, pero él sí. En otros casos, como en ciertas decisiones financieras, Homero se ha comportado más cercano a las explicaciones de la economía conductual, utilizando varios sesgos para respaldar lo que a la postre resultan descabelladas decisiones. Pero no seamos tan duros con Homero Simpson, después de todo, este tipo de “errores” también los cometen brokers y ejecutivos de clase mundial.

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