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HISTORIA NATURAL DEL HOMO SCIENTIPHICUS O CARTA DE UN PRIMATE A LOS ANTROPÓLOGOS

Alfonso Galindo Lucas




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5.3. Reproducción y medio acuático

En la fisonomía sexual también se encuentran "indicios vehementes" que han sido atribuidos a la mera selección sexual, pero que apuntan hacia la hipótesis acuática. Aparte de lo que ya se ha comentado acerca del cabello y el vello, en relación con la reproducción humana, se han encontrado caracteres adaptativos que sólo existen en el mundo de los cetáceos, como la existencia de himen o la ausencia de hueso en el pene. Además, de todos los primates, el humano es el único que puede nacer bajo el agua. De hecho, los médicos actuales están de acuerdo en que los nacidos bajo el agua suelen gozar de mejor salud. Hubo una época en que todos los humanos nacían en el agua. Los humanos recién nacidos tienen mayor facilidad para flotar que los demás primates, debido a su grasa sub-cutánea, y son capaces de bucear, aguantando la respiración, hasta que encuentran la superficie.

En relación con la reproducción, es preciso hacer referencia al drama de la historia natural de la mujer, que Morris aborda desde una perspectiva fisiológica en su libro reciente (2004). Voy a contar un hecho que me fue revelado por una matrona.

En algunos asuntos, hubo épocas en que la mujer fue más respetada que hoy, por ejemplo, la forma en que nos traen al mundo. Desde la época en que dejamos de nacer bajo el agua (posiblemente, cuando nos hicimos habilis controlando el fuego), todas las madres primitivas parían en cuclillas, con los pies en el suelo y agarradas a un árbol u otro objeto, asistida por las demás hembras, que recogían al bebé. El parto es más fácil y menos doloroso si se ayuda de la gravedad de la Tierra, de modo que el niño cae, aparte de otros factores fisiológicos de la madre, como el hecho de hacer fuerza con todo el cuerpo, al agarrarse en vertical y no en horizontal. A medida que la profesión médica se desarrolló como un ámbito exclusivo del hombre, la realización de los partos tuvo que empezar a realizarse para mayor comodidad de éste y así fue que a la parturienta (variable exógena) se le obligó a adoptar una postura antinatural, debido al estatus de los médicos y la inconveniencia de verlos agachados a los pies de una mujer. Las botellas de cerámica de la cultura mochica, representan animales, objetos, personajes y escenas de la vida cotidiana. En una de ellas, se representa a una mujer asistida por comadronas; la verticalidad de la botella no admite dudas de que la parturienta está agachada o sentada pero erguida y una de las matronas se sitúa en un plano inferior. Más claro si cabe es la representación de la diosa azteca Tlazolteatl, que se muestra en la figura

Por lo tanto, queda patente la supervivencia de situaciones machistas poco divulgadas, que no son compensadas, de ningún modo con aquellas políticas de paridad que, lejos de solucionar una injusticia, crean otra. Más adelante hablaré, en general, de cómo la mujer ha sido tratada en las distintas sociedades, del significado de la sociedad matriarcal, narrada por Engels (1884) y de la relación entre el matrimonio y la propiedad. Lo que no hay que perder de vista es que, en el estado de normas que se usan en un momento y lugar determinado, están presentes los intereses materiales. Si los médicos no están dispuestos a actuar como las matronas de la antigüedad o las matronas precolombinas, entonces no hay nada que hacer.

5.4. La mujer, variable exógena

La inclusión de este apartado acerca de la mujer en un capítulo sobre la reproducción humana no es fruto del machismo, sino que se ha creído conveniente tratar aquí el tema (hoy llamado de “género”) porque precisamente se pretende denunciar la tradicional discriminación de la mujer, entendida exclusivamente como vehículo reproductivo (la Biblia o el libro de Mormón son dos textos sagrados que dan por sentado este papel meramente vehicular de las hembras humanas). En este apartado no se va a hablar de los logros de las intelectuales o las atletas, sino del papel que ha jugado la mujer en la historia y en sus textos, a veces como mercancía, otras veces como molestia, otras como usurpadora o, en el mejor de los casos, como la gran mujer que hay detrás de los grandes hombres.

Hasta los estudios de Mendel, la versión oficial asumía que los genes se heredaban exclusivamente del padre.

El libro El origen de la familia, la propiedad privada y el estado contiene una historia de la evolución social, desde el paleolítico hasta la actualidad. Entre los asuntos que se tratan en ese agradable libro, el papel de la mujer es tal vez el más importante. Sobre esta importante función, yo voy a dar una visión ligeramente diferente. Es cierto que si una mujer tenía muchos hijos varones, éstos podían quedarse con ella para defenderla y que, de este modo, podía establecer un clan matriarcal; así pues, muchas sociedades primitivas europeas (pueblos bárbaros) son estudiadas en función de una estructura de predominio femenino. En aquella época, la mujer era un bien preciado y se suponía motivo de riqueza. Cuando los tiempos se tornaron claramente patriarcales (consecuencia de la revolución agrícola), se convirtieron (a efectos institucionales) en una carga e incluso una desgracia. Robert Graves y Engels coinciden en mostrar este cambio de tendencia como una liberación del hombre, en una sociedad femenina claramente opresiva. Sin embargo, lo que en su literatura es visto como una hegemonía de la mujer en tiempos prehistóricos, tal vez no fuera exactamente así, a pesar de haberse comprobado la existencia de gens o grupos de derecho materno.

El hombre, siempre que no actuara ningún tipo de presión social, podía forzar a la mujer, ya que ésta seguía siendo físicamente más débil, y por eso la raptaba de otros clanes para poderse aparear con ella. Normalmente, debido a los problemas de consanguinidad en la reproducción, sólo han sobrevivido los grupos exógamos, es decir, de individuos promiscuos racial y culturalmente, propensos activa y pasivamente al rapto. Los hombres cazadores iban a aparearse fuera de su grupo de parentesco (perdiendo el derecho a permanecer en él, si la sociedad era claramente matriarcal) y posiblemente usaban a sus parientes femeninos como moneda de cambio (en aquellos casos en que el dominio social de la mujer no era tan patente).

Llegado el momento en que se extendió la ganadería, como explica Engels, surgió la propiedad. A partir de ese momento, la mujer no sólo era un derecho de disfrute y vía de procreación al que se accedía negociando con otros hombres o raptando, sino que llegó a convertirse en un objeto de propiedad oponible erga omnes. Ese es el origen del matrimonio. El hombre ganadero no sólo podía disfrutar con las hembras, sino también excluir a los demás de dicho uso, como hacía con el ganado. Los más ricos en ovejas y cabras tenían también más mujeres y llegaron a inventar la figura del eunuco como medio para controlarlas. Pero rara vez la mujer tuvo el poder de impedir al marido que frecuentara a otras rivales. Pudo llegar a tener derecho a procrear con quien ella quisiera, especialmente, antes del surgimiento de la propiedad, pero también tuvo otras veces la obligación de hacerlo, cosa que casi nunca le ocurrió al hombre (salvo que se tratara de reyes, en culturas muy matriarcales con tierras comunales).

En relación con el derecho de propiedad sobre las mujeres, viene muy a cuento citar las teorías de Freud acerca del “mito del héroe”. Este mito relata que, en la antigüedad, el primogénito representaba una amenaza para su padre, porque éste poseía un harén; existía un incentivo al parricido, que era mayor para los príncipes, hijos de grandes terratenientes, que para los menos favorecidos. El complejo de Edipo puede ser un rasgo evolutivo que la naturaleza ha seleccionado favorablemente. En la actualidad, este perfil antropológico puede aplicarse a las revoluciones políticas, en las que el héroe, nada más instalarse, no puede evitar convertirse en su enemigo derrocado; en estos casos, los argumentos revolucionarios (religión, socialismo, etc.) serían sólo el pretexto del héroe.

Como pronosticó Engels, la liberación de la mujer no podía producirse sino a consecuencia de cambios en la producción material; Su incorporación al mercado de trabajo. Cierto es que, tal y como está funcionando dicho mercado, a veces sería preferible quedarse en casa y padecer la apacible tiranía de un marido manejable que tener que conocer a determinados patrones . Es innegable que las familias que una vez vivieron con un sueldo, ahora apenas pueden apañarse con dos, pues deben contratar servicio doméstico, en régimen aún más precario. Desde el punto de vista económico, es correcto decir que la mujer inunda el mercado por el lado de la oferta y que la supuesta emancipación de la mujer occidental se ha realizado a costa de la mujer tercermundista (actual criada o empleada de hogar, véase Galindo, 2009a). Es cierto que tiene un sueldo más bajo, pero en general, eso no se debe únicamente a un trasfondo cultural o ideológico discriminatorio, sino a que llegan a ese mercado en un proceso de disminución de salarios y pérdida de derechos, en parte provocada por el incremento de mano de obra que supone la propia incorporación de la mujer. Éstos derechos, como los complementos por antigüedad, ya habían sido consolidados en los puestos de los hombres y esto puede explicar, al menos en parte, el hecho de que los sueldos medios de éstos sean más altos que los de las mujeres.

Al decir esto, no se está justificando el hecho de que las mujeres cobren menos, sino explicándolo, es decir, no se está utilizando el demagógico enfoque místico, consistente en culpar a las ideologías (el mundo de las ideas, de Platón), sino de estudiar las causas materiales. Por eso, no creo oportuno cerrar este apartado sin comentar la situación actual de la mujer en occidente y los gestos que simbólica e innecesariamente se están llevando a cabo a nivel institucional para confirmar el fin de la opresión. Creo que es suficiente con decir que la liberación de la mujer no consiste en una lucha genérica contra el hombre, sino en la creación de una sociedad igualitaria frente a tradiciones discriminatorias (asumidas en el pasado por hombres y mujeres y repudiadas hoy por unos y otras). Por eso, creo que las mujeres de hoy no merecen que los gobernantes las ridiculicen mediante "discriminaciones positivas" y disputas lingüísticas, que sin duda reflejan la reticencia de las clases dominantes en el tránsito desde el machismo tradicional.

Para empezar, como se ha comentado en el caso de las parturientas, la discriminación seguirá existiendo mientras determinados capitales estén interesados en que existan, al menos, en el lamentable estado en que se encuentran las democracias actuales. Véase por ejemplo, la obligación de vestir faldas que existe en determinados trabajos (hospitales, compañías aéreas, congresos, etc.). Sin embargo, en otras ocasiones (y sin que una injusticia compense las otras), se está introduciendo el elemento de la discriminación positiva, para crear discordia y ningunear los procesos democráticos.

Centrémonos en un caso que se ha dado con frecuencia en España, en diversos órganos públicos representativos. Después de una elección, una mujer es nombrada en sustitución de un hombre que obtuvo más votos que ella, porque hay una ley “de paridad” que dice que éste será el procedimiento correcto. Desde el punto de vista de la mujer, si realmente quisiera un papel activo y merecido en la sociedad actual, debería empezar por dimitir, por considerar que la ley es inconstitucional. Aquellas mujeres que se conforman con este tipo de situaciones, en realidad aceptan el cliché de oportunistas, que no cree en principios de justicia o que tratan de aprovechar estos resquicios provisionales, porque creen que unas injusticias se compensan con otras. Por otra parte, es preciso notar que este tipo de normas no sólo suponen una abolición parcial de la democracia, desautorizando el resultado de la votación, sino que presupone una ideología machista en el votante desautorizado.

Esta presunción de ideología es el gran problema de las nuevas leyes “de género”. En el caso de los crímenes de maridos y ex-maridos, las nuevas regulaciones penales han coincidido con un incremento alarmante de los casos con resultado fatal. Durante muchos años, los hombres más tradicionales pegaban a sus mujeres (y las mujeres más tradicionales presumían, entre ellas, de dejarse maltratar), pero esos casos, lejos de solucionarse, ahora terminan de forma trágica. Tal vez es sólo que la crisis económica crea delincuencia y descontento general y, en estos casos, se suele atacar a los débiles; en tal interpretación, las nuevas leyes de “género” no tendrían ninguna culpa del aumento de casos con resultado de asesinato.

No obstante, creo que el principal problema de estos planteamientos legislativos (y las campañas mediática que comportan) es que adoptan un enfoque místico, en vez de un enfoque materialista. Los hombres no matan a sus mujeres por ideología, sino por odio y venganza. De la misma forma, los denominados delitos “terroristas”, sobre los que se actúa con una total exceptuación del Estado de Derecho, parecen consistir en tener una determinada ideología, lo cual abre una vía para penalizar el derecho a pensar (y se divulga entre la opinión pública una opinión favorable a la persecución de ideas).

Sin embargo, los hombres machistas son realmente escasos; son tan escasos como las mujeres machistas. Eso se debe a que todos tenemos madres, hermanas, hijas o, en general, seres queridos del sexo femenino y no les deseamos que sean discriminadas. En realidad, los crímenes denominados “violencia de género” (o, peor todavía, “violencia machista”) no se producen por un móvil ideológico, sino por odio y venganza. El motivo de que sean los hombres los que matan a las mujeres, más que en el sentido inverso, es de tipo material: Primero, porque físicamente son más fuertes y culturalmente más acostumbrados a usar armas de todo tipo. En segundo lugar, cuando un hombre se divorcia, normalmente sale perdiendo en todos los sentidos (pierde la mujer, la casa, los hijos, parte del sueldo, más el descrédito social, más tener que volver con sus familiares o pagarse un piso, más los celos, etc.) y no digo con esto que su actitud violenta esté justificada, sino que las leyes deberían incidir en la situación social de los criminales potenciales, en vez de provocar y llevar a las personas a situaciones límite, para que saquen a relucir el criminal que llevan dentro. Es preciso notar que, en muchas ocasiones, los agresores se suicidan o tratan de suicidarse. El culpar de todo a la ideología equivale a mirar para otro lado, por parte del legislador, y es oportuno abundar en este defecto esencial, en un libro destinado a desmentir el enfoque idealista, en favor del estudio de las causas materiales.

Antes de entrar en el tema de la intelectualidad humana (capítulo 6), es preciso advertir de una situación curiosa de discriminación de la mujer que se da en el mundo académico anglosajón, como consecuencia de una tradición patriarcal. En países como Estados Unidos y su área de influencia, las mujeres casadas deben adoptar el apellido del marido y eso significa que las publicaciones académicas con las que cuentan en su currículo, antes y después de casadas, crean un efecto aparente de menor productividad, porque, al ser citadas por otros autores, se hace con apellidos diferentes. En las obras sobre genética es muy citada la investigadora Lynn Margulis, que inició sus investigaciones con su apellido de soltera, Alexander y, entre uno y otro, llevó también el de su primer marido, el célebre Carl Sagan, citado en este libro. Afortunadamente, la investigadora Margulis (que aparece como Sagan en algunos de sus principales trabajos) se ganó un lugar destacado en la biología, al revolucionar la forma de entender el darwinismo, gracias a su incansable labor por consolidar la teoría de la “simbiogénesis” (Sampedro, 2002. pp. 31 y ss.), pero otras investigadoras pueden verse perjudicadas de encontrarse en esta situación: el ser citado en bibliografías es una especie de círculo vicioso, en el que se parte con desventaja si se tiene el apellido repartido.


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