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HISTORIA NATURAL DEL HOMO SCIENTIPHICUS O CARTA DE UN PRIMATE A LOS ANTROPÓLOGOS

Alfonso Galindo Lucas




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Capítulo 6: CUESTIONES RELATIVAS A LA INTELECTUALIDAD HUMANA

6.1. El carácter relativo de la inteligencia

Un experimento realizado con simios por Josep Call y Mike Tomasello (en Dunbar, 2004, pp. 61-62) mostraba que se podía acostumbrar a unos chimpancés a elegir la caja sorpresa que designase su cuidador para obtener una golosina que se encontraba en su interior. En un número elevado de casos, los hominoideos, a pesar de haber visto cómo se intercambiaba la caja, en ausencia de la persona encargada, por otra que estaba vacía (es decir, habiendo visto que la caja que contenía la golosina había sido movida y reemplazada) seguían eligiendo la que señalaba dicho cuidador. Esto se interpretó como un déficit de inteligencia o de capacidad para comprender que su amo o encargado humano podría equivocarse, ya que un intruso había manipulado los objetos en ausencia de aquél. Según este experimento, el simio actuaba según un condicionamiento rutinario y no era capaz de razonar que, al cambiar de posición las cajas, el encargado de señalar la opción correcta quedaba engañado.

Sin embargo, los investigadores no tuvieron en cuenta un detalle; es decir, ellos mismos actuaron según un condicionamiento rutinario y no analizaron todos los factores y posibilidades presentes en el experimento. Acostumbrados a tratar temas especializados sobre inteligencia, no quisieron o no supieron entrometerse en las motivaciones sociales del chimpancé. Es posible que el chimpancé estuviera más interesado en consolidar sus lazos de fidelidad hacia la persona que en obtener la golosina. De hecho, bien mirado, el conocimiento del engaño (y la suposición de que los humanos actuaban en concierto) era una buena oportunidad para demostrar la fidelidad; de hecho, el primate puede haber interpretado el experimento como una prueba de fidelidad. Debe ser frustrante para los animales la incapacidad que tenemos a veces los humanos para comprenderlos.

Esta interpretación se basa en el parentesco que el homo scientiphicus conserva con respecto a estos póngidos (y del que hace gala) y en los comportamientos observados por el autor en ejemplares de homo academicus, una variedad humana endogámica cuyos últimos reductos son las universidades (o lo que queda de ellas). Dicho esto con toda la ironía, lo que se pretende ejemplificar es el típico comportamiento del hermano segundón en el mito del héroe. Cuando un investigador de segunda fila (el chimpancé, en el experimento) se percata de algo que resulta ingenioso y que contradice de alguna forma el stablishment (el plátano no está en la caja que la autoridad ha señalado), entonces los demás primates ven una oportunidad para contradecir al héroe y, con ello, afianzar su posición social, mediante demostraciones de obediencia. Entonces, el disidente científico se convierte en disidente ideológico y luego en proscrito, bajo la acusación de ser excesivamente original, ir contra corriente, sacar los pies del tiesto, llamar la atención... (y otras expresiones que a todos ustedes les suenan).

6.2. El cráneo y la inteligencia

Hasta la fecha actual, el hombre blanco se ha estado basando en sus propios criterios para auto-proclamarse raza inteligente. Las pruebas de inteligencia diseñadas por éste le confieren, por término medio, la máxima puntuación, en comparación con otras razas. A pesar de ello, muchos hombres blancos se han dado cuenta de que dichas pruebas de aptitudes mentales, tal y como se establecen, recogen en buena medida el efecto de la cultura del evaluado; no sólo su nivel educativo, sino la civilización de la que procede.

Los científicos creen demostrado que el volumen craneal es mayor en las razas blancas que en las negras, hindúes, etc. (de las razas asiáticas se afirma que tienen un volumen craneal ligeramente superior o, en todo caso, un índice de encefalización mayor; Sagan, 1977: 42); sin embargo, existe una serie de circunstancias que impiden deducir de este hecho un diferencial de inteligencia.

1) En primer lugar, se sabe que el volumen y el peso cerebral están directamente relacionados con el tamaño del cuerpo; lo cual juega a favor de la inteligencia de los orientales y de la mayoría de las etnias negras.

Sagan (1977: 40) comparaba la masa cerebral de Lord Byron (2.200 gr.) con la de Anatole France (justo la mitad), para expresar el peligro de relacionar la inteligencia con la masa o la capacidad craneal. Efectivamente, la vida de Lord Byron requirió una mayor capacidad física, en todos los sentidos, aparte de que era más corpulento. Pero hay otro factor que no considera Sagan; en realidad esos datos lo que demuestran es que la vejez conlleva un deterioro también a nivel cerebral, pues Lord Byron murió a los 36 años y Anatole a los 80. Difícilmente habría conseguido el premio Nobel si le hubiesen extraído el cerebro a los 36 para compararlo con el de Byron, pero la medición le habría resultado mucho más favorable.

2) Por otra parte, la complejidad de los surcos del neocórtex parece ser un elemento más directamente relacionado con la inteligencia que el tamaño del cerebro.

3) En tercer lugar, esta proliferación de surcos se desarrolla en función de la posición social que haya desempeñado el individuo. Si ha estudiado desde pequeño de manera cualitativa y cuantitativamente aventajada, puede desarrollar un cerebro más complejo, con mayor ramificación de sinapsis neuronales. En cambio, si el individuo ha sido porteador toda su vida y se ha limitado a obedecer órdenes rutinarias, puede ser que su cerebro se haya desarrollado menos. Incluso cabe la posibilidad de que la selección artificial hacia ciertas razas termine por volverlas menos inteligentes que la media. También hemos visto que ningún proceso es irreversible.

4) En cualquier caso, aunque el tamaño del cerebro pueda ser un indicio, la inteligencia se mide también en las realizaciones. En este caso, los mismos resultados, si se obtienen con un cerebro más pequeño indicarían que, en términos relativos, éste es más eficiente que el grande. Uno de los inventos más sofisticados y espectaculares, el boomerang, no es un éxito de la civilización y mucho menos del método científico. Probablemente fue fruto del aburrimiento y del azar. El modo de comprender que usan los occidentales confiere a ese y otros inventos una gran complejidad intelectual, pero ¿es que un invento para el que no hemos sido aptos los occidentales fue realmente creado por un ser menos inteligente?

También el exceso de intelectualidad puede ser un lastre, puesto que puro el ejercicio de las capacidades mentales no garantiza que se tengan mayores probabilidades de supervivencia. A diferencia de otros seres inteligentes, como el lobo o el oso, los humanos (y especialmente, los estudiosos) tenemos una intelectualidad ontológica (que en una futura obra, tendré que criticar con detalle) o lo que denominarían los programadores, un razonamiento “orientado a objetos”. Otros animales (y otras comunidades humanas) utilizan más bien una lógica orientada a acciones (el condicionamiento a estímulos, que el hombre ha sabido utilizar para domesticarlos) y ninguna de las dos alternativas es, por principio, mejor indicativa de las posibilidades de reproducción. De hecho, autores como el que escribe, por un uso excesivo de la utilización de razonamientos orientados a objetos (como los derechos y libertades fundamentales), en vez de respuestas previsibles a estímulos (amenazas, carguitos, consignas ideológicas y modas), pueden terminar perdiendo su puesto de trabajo, lo que disminuye las probabilidades de reproducirse con éxito.

Y como afirma Sykes (2003: 230), el hacha de mano (v. 6.4) no cambió de diseño en trescientos mil años y los ordenadores personales se quedan obsoletos en un par de años (y además, como se ha dicho, los automóviles y electrodomésticos incorporan tecnologías que aseguran una vida útil bastante corta). Abundando en esta idea ¿es exacto afirmar que los inventos actuales son mejores que los ancestrales? Desde este punto de vista, los grandes inventos del siglo XIX no fueron el telégrafo y la radio, sino el inodoro y la cremallera, porque han durado más. Los grandes inventos del siglo veinte no fueron tanto el monitor de rayos catódicos, ni los rayos X o el cinematógrafo, sino el cubo de Rubik, porque su vida útil o periodo de amortización va a ser muy superior. Desde otro punto de vista, el de la acumulación de capital, los inventos portadores de tecnología basura son mejores para los propietarios de dichas tecnologías.

Pero tampoco la intelectualidad excesiva garantiza que se tenga razón. Esto se ve, por ejemplo, en los fundamentalismos que minan la ciencia (v. Galindo, 2004) y que están tan bien formulados como tiempo atrás las pruebas de Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios (hoy considerados argumentos débiles o falaces).

Sagan detiene su atención en la técnica de rastreo de los cazadores bosquimanos, en peligro de extinción, para atribuirles un "pensamiento objetivo", que viene asociado con la "ausencia de sacerdotes" (1995, pp. 339-343). Asegura que, en su quehacer cotidiano, utilizan el método científico, sin que se halle "indicación... de métodos mágicos". Sin embargo, las expediciones occidentales a esos pueblos menos exploradores, en el sentido de Morris, han ido acompañadas de "misiones" que portaban creencias para-científicas (por ejemplo, la "globalización").

Como reconoce Engels, siguiendo a los clásicos, las dos leyes que mejor explican la evolución (aunque él lo aplica a la evolución social) son el azar y la necesidad. La necesidad es evidente, el cerebro es una herramienta altamente versátil y competitiva; el azar lo proporcionó la postura erguida. Para poder tener un cráneo voluminoso, es necesario que el centro de gravedad del encéfalo descanse en algo, ya sea en el agua o bien en la vertical de la columna. Los demás primates (y en general, los cuadrúpedos) tienen el centro de gravedad del encéfalo adelantado en relación con la columna y la abducción del encéfalo soporta mejor sobrecargas en la mandíbula que en la parte superior. En cambio, el ser humano lo mantiene más bien centrado, gracias a que el cráneo crece hacia arriba (en el hombre de neandertal no ocurría eso, sino que un "moño occipital" contrapesaba ese posible desplazamiento del centro de gravedad).

Como apunta Morris (p. 45), muchos atribuyen a la "neotenia" (también Arsuaga y Martínez) el desarrollo de un cráneo grande en el ser humano. Morris es más cauto al denominarla "truco" o "proceso", (p. 35) porque realmente, el tecnicismo de neotenia no soluciona nada, es el medio o el modo de crecer de un modo relativamente rápido, pero no la causa. En un esquema Darwiniano debe existir un factor competitivo que explique por qué ha tenido éxito un cráneo grande en detrimento de uno pequeño. Otra fase desafortunada del libro de Morris (p. 35) cuenta que "[el ser humano] tenía, por fortuna, un excelente cerebro...". A nivel individual, es evidente que para cada uno de nosotros puede ser una suerte contar con esta herramienta, pero no es por una providencia (que se podría interpretar como una decisión ultraterrena) que la especie humana goza de inteligencia; es por selección natural.

El desarrollo del cráneo conlleva el de la inteligencia. La capacidad y complejidad cerebral no implica necesariamente redondez del cráneo, ya que el hombre de neandertal, con su cráneo alargado, tenía una inteligencia similar a la del hombre moderno. La forma redonda tampoco es, por lo tanto, requisito indispensable de la locomoción bípeda. La redondez de la cabeza actual puede tener dos orígenes; uno sería la hidrodinámica necesaria para la vida acuática, el otro, sería la masticación, que, junto con la barbilla, ejercería una función de molienda, propia de la alimentación con semillas. Este parece ser el origen de la cara infantil o "neoténica" de los cromañones.


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