BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

POLÍTICAS PÚBLICAS DE EDUCACIÓN SUPERIOR INTERCULTURAL Y EXPERIENCIAS DE DISEÑOS EDUCATIVOS

Eduardo Andrés Sandoval Forero y otros




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INTERCULTURALIDAD EN LA EDUCACIÓN: UNA RESPUESTA A LA CRISIS DE LA MODERNIDAD

Nancy Peregrino Pasaye
Mayra Araceli Nieves Chávez
Escuela de Enfermería del Hospital Nuestra Señora de la Salud

Resumen

El problema latinoamericano es la unión, pero no asimilación de la cultura occidental, y cierto complejo de inferioridad ante ésta. La vida cultural, como construcción histórica-social y proyecto de un pueblo, está dominada por un eurocentrismo capitalista que obstaculiza valorar la cultura regional y nacional, en ese contexto el propósito del documento es reflexionar sobre la educación como ámbito donde es posible debatir y desarrollar el problema cultural que se genera en nuestro país a partir de lo ya mencionado; espacio que consideramos es en gran parte, imitación de los procedimientos de búsqueda del conocimiento del mundo formulado y racionado desde la visión occidental; la educación, como actividad de culturización, se ramifica en diversos apartados, que permean la concepción de la actividad humana, actividad que a su vez refleja los condicionamientos sociales que actúan sobre el individuo. La interculturalidad es una respuesta al intento de uniformidad de la modernidad occidental. Es necesario un proyecto de educación intercultural que lleve al reconocimiento y apropiación de la propia cultura e intercambio dialógico con otras culturas que enriquezcan la vivencia cotidiana. La interculturalidad es la utopía de la modernidad de la diversidad y pluralidad que explore nuevas formas de comunicación intercultural.

Palabras clave: modernidad, interculturalidad, cultura, educación.

Modernidad e interculturalidad

En la época que vivimos nos parece que debemos enfrentar la problemática social que en múltiples aspectos ataca la historicidad reconocible del sujeto contra un algo llamado modernidad. Para darnos a conocer el momento de la historia del lado occidental que refleja la fe en el progreso, la duda inherente avivada por el pensamiento. Sumando la racionalización (orden y clasificación) de la vida moderna; demás de la aceleración del tiempo: el rápido avance de todo lo que hacemos, pensamos, comemos, sentimos, producimos, compramos, asimismo la tecnologización de las comunicaciones; y un largo etcétera. Estas características de la modernidad, entre sus narrativas y discursos científicos, la estética, códigos de valores y ética, etc., fue construyendo lo dado por supuesto y así se fue dando forma a una nueva época. A una percepción de la realidad social a partir de teorías científicas dominantes, el sentido común mayoritario, la cultura, las ideologías y la interacción social.

Entre ese devenir de asuntos, para la modernidad se concibe “la sociedad como un objeto a administrar, como una colección de distintos “problemas” a resolver, como una “naturaleza” que hay que controlar, dominar, mejorar o remodelar, como legítimo objeto de la ingeniería social y, en general como jardín que hay que diseñar y conservar a la fuerza en la forma en que fue diseñado” (Bauman, 1998: 23). Esta visión moderna fue teniendo múltiples consecuencias en nuestra forma de interpretar y relacionarnos con muestro mundo inmediato. Uno de ellos, fue la descontextualización de las realidades sociales, se pretendió la universalización; de ahí que el problema de la identidad cultural fue trastocado. Porque se buscó la homogeneidad identitaria y se tuvo como resultado la discriminación y exclusión del otro diferente.

Entendamos y traspasemos el termino identidad a las ciencias humanas como aquel concepto que nos confiere un estado individual, una esencia particular de nuestro ser y que nos define y nos presenta ante otros sujetos. La identidad, más allá de un catálogo homogeneizante, es aquello que sustenta nuestra personalidad, estructura psíquica y socialmente las relaciones humanas cotidianas. Y dónde más se desarrolla nuestra propia historicidad sino en el ámbito identitario y cultural que se ve directamente permeado por categorías y conceptos impuestos así como por los asumidos libremente. La identidad se forma en un entretejido de aspectos sociales, objetivos y subjetivos que nos confieren un lugar en tiempo y espacio en el mundo y que por ello determina nuestra historicidad y el papel que habremos de hacer con ella para actuar en dicho mundo.

Entendamos pues, con Habermas (2001), que estamos compuestos, como individuos, de tres mundos, a saber: el mundo social, objetivo y subjetivo, sólo por establecer una clasificación. En este fluir moderno estas partes que nos conforman se fragmentan en el rápido transcurrir, entre las relaciones sociales efímeras, lo subjetivo supra individual y lo objetivo superestructurado, cerrado. El sujeto tiene que habérselas con este discontinuo fluir que separa las formas y maneras de trabajar cada uno de los mundos en cada uno de los momentos de la vida, del día, es el discurrir del sujeto entre estos mundos por una dialogicidad que se requiere sea ajena entre cada mundo. Que se ha vuelto ajena por el rápido devenir que impone el sistema moderno y que nos configura y estructura desde el aprendizaje inicial como entes fragmentados donde coexisten los mundos más no conviven. Así como entre las culturas, los mundos de vida no establecen verdaderos puentes, verdaderos diálogos de los que se desprendan acuerdos, por ello el problema de la cultura es también y a su vez un problema del individuo.

La fragmentación de la identidad es uno de los puntos que conlleva el avance de la modernidad en las sociedades occidentales, porque para cerrar los círculos de conflicto que provoca en el individuo dicha fragmentación, el sistema que de manera contradictoria sustenta dichos círculos desvinculantes, crea un modo globalizante y homogéneo de formar a los nuevos individuos aptos para su sistema. Al buscar que el sistema se sostenga para beneficio de unos cuantos, se alecciona a las nuevas generaciones en un modelo único pero fragmentado. La contradicción que ha generado el sistema en cual nos desenvolvemos es una contradicción que se escurre a los mundos del sujeto y se hace interna, propia y asumida para volver a emerger en conflicto. Pero un conflicto de principio irresoluble y negado por el sistema que hace oídos sordos a la queja del sujeto por dicha contradicción. Las manifestaciones que Habermas (2001) supone son expresión de aquella queja son los movimientos sociales de rebelión, que gritan los grupos sociales contra el sistema, contra la fragmentación de la identidad, contra la perdida de la misma.

Los rasgos culturales de una sociedad, elemento por donde comienza la sublimación sistémica, son los más propicios a movilizar cualquier adiestramiento y a la vez cualquier revolución. Para evitar la ruptura sistémica de nuestra sociedad se deben olvidar y borrar las culturas no formadas para el modelo, o en el mejor de los casos adaptarlas al modelo. De ahí el grito de reconocimiento de aquellas culturas que transitan agraviadas en el trayecto homogeneizante impregnadas con la esperanza de retornar a una organización de su realidad por este movimiento de cultura: la interculturalidad. Es un grito de inconformidad y de reconocimiento a esas identidades olvidadas, un grito del sujeto fragmentado. De ahí que sea necesario la reflexión de la interculturalidad como un hecho que parta de la “pluralidad de las culturas, simultáneas y sucesivas, en la historia” (Villoro, 2007: 139).


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