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ELEMENTOS FUNDAMENTALES PARA LA TEORÍA Y ESTRATEGIA DE LA TRANSICIÓN SOCIALISTA LATINOAMERICANA Y MUNDIAL

Antonio Romero Reyes



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La transición como movimiento histórico.

Con respecto a la primera distinción, postulamos que el poder real, desde la perspectiva y estrategia transformadora a la que queremos contribuir, radica en las organizaciones populares que deciden abocarse a la construcción de un poder alternativo cuya propuesta programática exprese el proyecto de una sociedad cualitativamente diferente a la actual; mediante un proceso que se inicia desde sus espacios de existencia (local, barrial, sectorial, sindical, regional, etc.) y desde la misma vida cotidiana; que a lo largo del tiempo va configurándose y proyectándose como un movimiento global que apunta a la transformación de las relaciones de producción y de todo lo que está comprendido en esta expresión (aprovechamiento de los recursos naturales y relaciones con el entorno, relaciones de propiedad, desarrollo de fuerzas productivas, división del trabajo, innovaciones y cambio técnico, relaciones de distribución, comercialización y consumo), pero también a la modificación sustantiva de las relaciones/estructuras de poder y del régimen político imperante.

En todo eso y seguramente mucho más consiste la transición que proponemos iniciar en términos de un conjunto de actos y procesos, que pueden incluso empezar siendo “espontáneos” pero que a la larga se van haciendo concientes. Ciertamente, se requiere la participación de fuerzas políticas dispuestas a “comprarse el pleito”. La dirección política, la conciencia de los intereses compartidos y las instituciones del poder popular solamente pueden surgir en el mismo proceso de lucha, es decir, desde la dinámica relación de fuerzas políticas y sociales que se ponen en movimiento. Los aspectos económico y político siempre van juntos en todo momento y circunstancia, no separados ni en secuencia lineal (primero lo económico y después lo político como cristalización del anterior), interactuando y madurando a distintos niveles de lucha y escalas territoriales.

En América Latina la cuestión de la transición fue planteada, por primera vez, a finales de los 80 tomando en consideración las experiencias revolucionarias que atravesaban los países pequeños y periféricos como Nicaragua y Cuba, sometidos además a la agresión militar externa y el bloqueo económico por parte de los Estados Unidos de Norteamérica (Coraggio y Deere 1986). Esta problemática implicaba plantear un conjunto de tareas que recaía en el nuevo Estado y el grupo o partido dirigente, principalmente en torno a la transformación productiva, la democratización de la sociedad y la participación revolucionaria del pueblo organizado en la arena pública, pues estaba claro que: “La revolución política no culmina con el derrocamiento de un régimen opresor interno. La cuestión del poder está lejos de haber quedado resuelta” (Coraggio y Deere 1986: 18). La propuesta lanzada consistía en que la revolución política debía abrirse también hacia la “revolución social” como una forma -pensamos además- de reducir o al menos neutralizar el riesgo de degeneración burocrática. La idea de la transición venía fuertemente asociada con revolución (ella misma tenía un sentido histórico definido: transición al Socialismo).

Uno de los más grandes pecados del socialismo como sistema político (el socialismo realmente existente), ha sido el rechazo programático del concepto de libertad y el sometimiento del individuo al poder del Estado, el partido y la burocracia. Una cosa era criticar la libertad y la moral burguesas, por su hipocresía y fariseísmo, pero otra muy diferente es haber hecho de esa actitud un instrumento de opresión cuando se estuvo en el poder. Y esta ha sido una de las tragedias del socialismo en todas partes donde llegó como revolución triunfante, produciendo grandes frustraciones, éxodo y defección social.

La propuesta de Coraggio y Deere no tuvo eco en el resto de América Latina (exceptuando posiblemente a Nicaragua y Cuba), donde la mayoría de las fuerzas políticas de izquierda de la región se estaban replegando ante los reflujos provenientes de las sucesivas derrotas de los movimientos y protestas populares; optando más bien por estrategias de participación en las instituciones existentes (elecciones, parlamento, municipalidades), orientándose hacia las reformas y el cambio “en democracia”.

La problemática de la transición vuelve a cobrar actualidad y vigencia, por el hecho de que el Estado latinoamericano en el sistema-mundo-capitalista se encuentra tensionado ante la presión de dos fuerzas con un poder extraordinariamente desigual: las fuerzas provenientes de la globalización de la economía, que son hegemónicas sobre -y disolventes de- toda soberanía; y las demandas sociales por mayor atención provenientes de las localidades y regiones, territorialmente dispersas y fragmentadas, sin un proyecto “nacional-popular” que las articule. A diferencia de los procesos de transformación a partir de una revolución política, y mirado el asunto desde la larga duración, sostenemos que tarde o temprano las cuestiones del poder así como del tipo de sociedad y Estado que se quiera para nuestros países no podrá ser soslayado, esta vez desde las localidades y espacios más abarcativos (regiones).

En el contexto de este trabajo por transición queremos indicar el tránsito a una nueva sociedad «que debe constituirse como proceso concreto de transformación a partir de una sociedad nacional históricamente determinada, con características propias, lo que impide acudir a una secuencia ineluctable de fases o a un destino común a plazo fijo.» (Coraggio 1987: 142). Este tránsito puede ser entonces (re)direccionado hacia cualquier lado, dependiendo -como dijimos anteriormente- de “la dinámica relación de fuerzas políticas y sociales que se ponen en movimiento”. Toda transición histórica comporta también un proceso de ruptura con (o re-adaptación de) las tradiciones, prácticas sociales, modos de pensamiento, matrices culturales, estilos de vida y praxis política arraigadas en el pasado; y esto toma por lo general mucho más tiempo en cambiar que la transformación productiva. En el contexto de la actual revolución tecnológica basada en la informática y el tránsito hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, estamos experimentando más bien una transición en el sentido de regresión hacia la ignorancia, la idiotización masiva por la adicción publicitaria desde los medios y el genocidio cultural (Vega 2007).

En el Perú el decurso histórico de la llamada transición democrática, inaugurada con el gobierno de Valentín Paniagua (del 22 de noviembre 2000 al 28 de julio 2001), pero descontinuada bajo el régimen de Alejandro Toledo, comenzó adoptando la forma de un proceso político-institucional que terminó siendo apropiado y conducido por los grupos de poder, el capital financiero internacional, las transnacionales y los propios intereses hegemónicos del Estado norteamericano. Pese a la apertura de espacios para la participación social, la transición institucional se ha encontrado con la circunstancia de que el Estado peruano está prácticamente capturado por los actores de la globalización en alianza con los grupos de poder internos, a consecuencia del largo periodo de ajustes y cambios en la economía y el patrón de acumulación primario-exportador del país. Tanto en el Perú como en América Latina, el neoliberalismo ha logrado encerrar a los heterogéneos y disgregados sectores populares en una falsa disyuntiva (doble trampa): Estado o Mercado, Mercado o Estado. Como sostuvo Quijano:

«En primer término, sin el mercado nadie puede hoy vivir. Pero con solo el mercado una creciente mayoría de la población no puede vivir. En segundo término, sin el Estado nadie puede vivir. Pero con el Estado una creciente mayoría de esa misma población ya no puede vivir. La población atrapada en esas trampas específicas de la fase actual del capitalismo, de un lado, se ve forzada sea a aceptar cualquier forma de explotación para sobrevivir, sea a organizar otras formas de trabajo, de distribución de trabajo y de productos, que no pasan por el mercado aunque no pueden, aun, disociarse totalmente de él. En un lado, por eso, se reexpanden la esclavitud, la servidumbre personal, la pequeña producción mercantil independiente, la cual es el corazón de la llamada “economía informal”. En el otro lado, al mismo tiempo, se extienden formas de reciprocidad, es decir, de intercambio de fuerza de trabajo, y de productos sin pasar por el mercado, aunque con una relación inevitable, pero ambigua y tangencial, con él. Y también nuevas formas de autoridad política, de carácter comunal, que operan con y sin el Estado, y cada vez más, si no siempre, contra él.» (Quijano 2004: 81)

La extensión de esa doble trampa logra alcanzar también, envolviéndola en sus redes, a toda forma de pensamiento que se alce mediante el cuestionamiento del estatu quo, sea que se impugne el “modelo” económico (pero no la teoría que le da sustento) o cualquier parcela del orden existente.

Para que el proceso de transición sea conciente, autónomo y endógeno, necesita de líderes y actores, de una teoría crítica del sistema de dominación existente pero también orientadora de la sociedad, de condiciones subjetivas, institucionales y culturales, así como de instrumentos y metodologías que vayan de la mano con las situaciones concretas de la realidad que se busca transformar desde los diversos y heterogéneos territorios.


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