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ELEMENTOS FUNDAMENTALES PARA LA TEORÍA Y ESTRATEGIA DE LA TRANSICIÓN SOCIALISTA LATINOAMERICANA Y MUNDIAL

Antonio Romero Reyes



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La herejía del autocentramiento: economía nacional con poder popular

En abril 2010, el destacado economista Félix Jiménez, Ph.D. y profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), divulgó un artículo en tres partes a través del suplemento “Domingo” del diario La República (Jiménez 2010); donde sintetiza su propuesta de desarrollo económico y social para el Perú, que hace descansar en tres pilares: “creación de capacidad empresarial nacional”; “vinculación del corto con el largo plazo” y “nuevo contrato social”.

El Dr. Jiménez invita a participar en un debate sobre alternativas al neoliberalismo “que trascienda el razonamiento dicotómico Estado-Mercado”, pero su razonamiento justamente demuestra moverse dentro de la susodicha dicotomía: pasa de una economía basada en el mercado (tal como hacen los neoliberales) a otra sustentada en el Estado. A través de las propuestas que hace, como cuando habla de vincular estabilización con crecimiento económico, sus referencias no son los actores sociales y políticos concretos sino la relación entre dos grandes entelequias (Estado y Mercado).

Consideramos que para ofrecer una propuesta de desarrollo alternativo es necesario cuestionar no solamente la teoría y práctica de la concepción económica dominante (en este caso, del neoliberalismo), como nuestro autor –ciertamente— lo ha venido haciendo desde los lejanos años 80 (Jiménez 1986) ; igualmente es importante asumir una actitud crítica (teórico-metodológica y epistemológica) con respecto al contenido y alcance de las categorías (generales y específicas) provenientes de la teoría económica a la que se recurre para encontrar el contrapeso en el terreno de las políticas y estrategias de desarrollo, como el keynesianismo. No solamente el autor que comentamos, sino también la generalidad de los economistas keynesianos y aun poskeynesianos, carecen de dicha actitud crítica con relación a la teoría de Keynes, cuya lógica, filosofía y disposición de ideas son adoptadas acríticamente.

En ese marco, al “modelo económico neoliberal desnacionalizador” Jiménez le opone la tesis de la “economía nacional de mercado”, que él expone en términos de otro “modelo” en clave keynesiana. Es necesario recordar que durante años y décadas (el periodo que comprende la revolución keynesiana, contando desde el año de publicación de la General Theory de Keynes en 1936, y la contrarrevolución monetarista que se inicia –mejor dicho, toma cuerpo— en la primera mitad de los 70, aproximadamente cuatro décadas), la literatura económica especializada, la enseñanza en las facultades o escuelas de economía de las universidades, así como el debate sobre las políticas económicas, estuvieron influidos (si es que no determinados) por una línea divisoria que estaba definida por la supuesta antinomia entre Estado o Mercado. Esta aparente contradicción se había instalado como tal en todo el mundo occidental, tanto en la conciencia y hábitos de pensamiento de los economistas, como entre la opinión pública y a través del discurso de los políticos y gobernantes; provenía del hecho histórico de que la crisis financiera de 1929 y los años de la “Gran Depresión” que le siguieron en los años 30, fueron mayoritariamente atribuidas a los “mercados”. Esos acontecimientos acarrearon el fin de la economía ortodoxa que descansaba en la “Ley de Say” y el principio (modelo) de los “mercados perfectos”, consagrados por la literatura académica del último tercio del s. XIX (en realidad era la segunda gran crisis epistemológica pues la primera había ocurrido con la economía ricardiana, después de la muerte de David Ricardo; pero todo esto es otra historia). J. M. Keynes desde la teoría macroeconómica y Karl Polanyi desde la historia fueron dos de las figuras emblemáticas cuyas obras ayudaron a terminar con la hegemonía de la ortodoxia decimonónica, no del sistema capitalista. Además, para la ideología burguesa de la época, como hoy, capitalismo y democracia eran indisociables y estos “valores” los compartían tanto ortodoxos como no-ortodoxos. De todas las premisas, la que postula la identidad capitalismo=democracia, y la que hace del capitalismo sinónimo de modernidad, son premisas eurocéntricas que siempre se dan por sentado (por eso nunca son mencionadas), porque están estrechamente asociadas con el carácter incuestionable del orden existente. El capitalismo es un sistema históricamente determinado, dentro del cual se encuentra el modo de producción predominante, esto es, la economía capitalista; pero la consideración de su transitoriedad (la “prehistoria de la humanidad” según Marx) normalmente queda expurgada de todo horizonte ontológico.

Mediante la macroeconomía keynesiana, entonces, el capitalismo pudo recuperarse y reiniciar así un ciclo ascendente conocido como “los 30 años gloriosos” (1945-1975). Sin embargo, fue desde la microeconomía y la visión monetarista de los procesos económicos que resurgió desde las catacumbas lo que hoy conocemos como neoliberalismo; resurgimiento que se encontró históricamente con la nueva etapa de crisis del capitalismo a nivel internacional (“crisis del dólar”; “crisis del petróleo”; “crisis de la deuda”, entre sus manifestaciones más conocidas), es decir, la fase B del ciclo Kondratieff, detrás del cual o con relación al cual ubicamos el crecimiento espectacular de los mercados financieros, la revolución de las fuerzas productivas (tercera revolución tecnológica), y, entre otros, los procesos de internacionalización/transnacionalización de la economía mundial (hoy denominada con el eufemismo de la “globalización”). Pero la gran novedad, quizás la más importante de todas, es que esta crisis estructural tiene también como protagonistas, desde los años setentas, a los países del “Tercer Mundo” y ex-colonias.

Con Keynes (o a pesar de este), y mediante la aplicación del recetario keynesiano como política anticíclica, los países centrales (Estados Unidos, Europa occidental y Japón, liderados por el primero) pudieron recuperarse de la ruina y construir un “nuevo orden internacional” en el contexto de las tensiones y potenciales conflictos armados con la URSS y el llamado “bloque soviético”. Sin embargo, el capitalismo tendió a globalizarse aun más, y resultaba vital –digamos, de vida o muerte— ganar como sea la “guerra fría”, entre otras razones porque estaba en disputa el control de las fuentes estratégicas de energía (petróleo), especialmente lo que hoy se conoce como el “triángulo petrolero” de Eurasia-Cáucaso-Medio Oriente (Freytas 2009). Recién podemos decir que esa fue la verdadera madre del cordero; control sin el cual la gigantesca maquinaria industrial del capitalismo no podría funcionar ni seguir produciendo/acumulando capital.

Decíamos hace algún tiempo:

«El "triunfo neoliberal" en la década de los ochenta tiene una doble lectura. De un lado, la apertura total del comercio así como la libre flotación de las monedas que requerían los capitales en expansión, encontraron en el recetario neoliberal la respuesta "científica" que necesitaban para justificarse. De otro lado, los neoliberales tuvieron la audacia de presentarse como una solución en el momento preciso, con un discurso económico que le daba en la yema del gusto a los intereses del capital, es decir, que el nuevo "modelo" prescindía del Estado e inclinaba la balanza de la economía hacia las fuerzas más dominantes del mercado (las grandes empresas, corporaciones y banca internacional).» (Romero 2003)

Para decirlo en pocas palabras, si bien mediante el neoliberalismo el capital retoma la retórica de los mercados, en la práctica va más allá de este rol ideológico, pues su misión política consiste en asegurar la reproducción y perpetuación de todo el sistema, aun a costa de ahondar la debilidad estructural de los estados-nación de la periferia y otros territorios donde existan “recursos”, incluida la Naturaleza.

Aquel es para nosotros el marco histórico apropiado para enmarcar la lucha política contra el neoliberalismo. No se trata de entender el neoliberalismo solamente como una “ciencia económica” ideologizada, que cumple la función de ser una ideología del engaño, oponiéndole otro “modelo”, como el keynesiano, que ya desempeñó un papel en la historia del capitalismo del siglo XX, tal como acabamos de ver, y hoy se recurre a ese recetario para salvar bancos, financieras, compañías aseguradoras y grandes especuladores, echando mano del erario público. Esto no fue el colapso del neoliberalismo (Klein 2008) como muchos vaticinaron con apresuramiento, sino el triste final que el capital le tenía reservado a la economía keynesiana, al menos en EEUU y Europa. En cambio, el neoliberalismo sigue siendo la ideología hegemónica (no solo económica) del capital a escala global, en el actual periodo histórico que muchos identifican con la crisis civilizatoria del capitalismo.

Félix Jiménez enmarca su propuesta a nivel de país, siendo su punto de partida el neoliberalismo “desnacionalizador”, en lugar de hacerlo teniendo como escenario las relaciones de fuerzas a nivel mundial. Esto es un error no solamente de él, también caen en lo mismo todas las propuestas “progresistas”, centro-izquierdistas, o “nacionalistas” –incluso de los movimientos indígenas— que han aparecido en América Latina en las últimas décadas. Frente a lo que representa –en palabras de Bourdieu— “un programa de destrucción metódica de los colectivos” (léase: organizaciones sociales, comunidades, localidades, regiones, territorios indígenas, países como Afganistán e Irak, patrimonios culturales, biodiversidad y naturaleza, en suma: destrucción de colectividades y del bien común; todo a escala planetaria) para terminar de imponerle al mundo el individualismo unidimensional –el mismo que fuera caracterizado por Marcuse (1989)— y alienado, a lo más que se atina proponer es la “nacionalización de la economía”, el “fortalecimiento del Estado”.

La economía y el conjunto de las ciencias sociales son afectas al (y son prisioneras del) estadocentrismo, aunque aquella –nos atrevemos a decir— es la más eurocentrista de todas. El estadocentrismo es una modalidad de reduccionismo en la explicación de los procesos sociales, ya que en él se exageran “los márgenes de acción autónoma atribuidos al estado capitalista” (Boron 2003: 286) soslayando las contradictorias relaciones con la sociedad. Algo similar ocurre con los movimientos que pregonan “Otro mundo es posible”: se habla mucho de la globalización en términos de las contradicciones sistémicas que aquella encierra como proceso histórico, pero se abandona el escenario mundial como la arena de lucha más pertinente para acabar con el capitalismo, privilegiándose más bien cada “estado nacional”. Tomando prestadas algunas palabras de Galeano, en América Latina cunde “la inflación palabraria” (Galeano 2010).

Existe mucha incoherencia entre la prédica del discurso y la propuesta de acción. Lo “global” es utilizado solamente como un referente; en el mejor de los casos lo “global” es sinónimo de las instituciones supranacionales (Naciones Unidas, Tribunal Internacional de La Haya) adonde se puede acudir para apelar/sentar antecedentes o denuncias contra los abusos de tal o cual empresa transnacional, o dirimir conflictos entre estados. Un buen ejemplo es el discurso del presidente boliviano Evo Morales en la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre Cambio Climático (Tiquipaya–Cochabamba, 20 de abril 2010). La primera parte de ese discurso fue un alegato contra los males reales del capitalismo sobre la humanidad, el medio ambiente y el planeta (la “Madre Tierra”) pronunciándose por un “sistema socialista comunitario”; en la segunda expuso “algunas evidencias” de dichos males basándose en la experiencia boliviana y su propia vivencia personal; en la tercera parte abonó en las estrategias y políticas globales para que los países desarrollados “cambien su modelo”, recurriendo al marco institucional existente (Naciones Unidas, Tribunal Internacional de Justicia, Protocolo de Kyoto); y la última parte fue un llamado (una “especie de carta”) a la toma de conciencia no sin organización y lucha (Morales 2010). Al margen que estemos en desacuerdo con el camino esbozado por el presidente boliviano para cambiar el capitalismo de esa manera (reformándolo), la reacción de los medios a ese tipo de discurso siempre ha sido el silencio. En el mejor de los casos, como divulgó El Comercio de Lima en su edición del 25 de abril (cf. Cárdenas 2010), la respuesta consiste en aprovecharse de los deslices para hacer la mofa de ciertas declaraciones o de determinada información empírica vertida por el interlocutor, cuya veracidad es puesta en entredicho por pruebas en contrario. Desde hace un tiempo la derecha ideológica en el Perú (y la que representa el diario El Comercio es bastante representativa) se nutre de esperpentos como el Manual del idiota de Montaner y compañía, para aferrarse a la seudo realidad que descansa en juegos de imágenes y apariencias (el mundo de lo empírico y evidente, avalado además por la ciencia empírica), donde se siente segura, rehuyendo de esta manera el debate político de fondo.

Para nosotros lo “global” consiste en la totalidad del mundo (civilizaciones, razas, clases sociales, modos y relaciones de producción, relaciones de poder, cultura) en el planeta entero (naturaleza, biodiversidad, recursos, paisajes, ecosistemas, territorios, etc.). Hablar de lo “global” es referirnos entonces a la dimensión espacio-tiempo como una construcción histórica y socialmente determinada, superando de esta manera la mistificación de dicho concepto en términos del no-lugar (sin tiempo ni espacio) –tal como hace 10 años lo propusieron entender Hardt y Negri para su noción de Imperio—, que da en la yema del gusto a quienes pretenden la eternización del capitalismo en la posmodernidad. La estrategia, por consiguiente, tiene que ser replanteada.

Resulta claro, pues, la insuficiencia de oponer al neoliberalismo “desnacionalizador” la alternativa de una “economía nacional de mercado”, cuando aquel constituye un programa de envergadura mundial. Mucha gente y no pocos intelectuales se han evitado la molestia de tomar en serio estas palabras de Edgardo Lander:

“[E]l neoliberalismo es debatido y confrontado como una teoría económica, cuando en realidad debe ser comprendido como el discurso hegemónico de un modelo civilizatorio, esto es, como una extraordinaria síntesis de los supuestos y valores básicos de la sociedad liberal moderna en torno al ser humano, la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el conocimiento y la buena vida. Las alternativas a las propuestas neoliberales y al modelo de vida que representan, no pueden buscarse en otros modelos o teorías en el campo de la economía ya que la economía misma como disciplina científica asume, en lo fundamental, la cosmovisión liberal.” (Lander 2000: 11)

Por consiguiente, es legítimo preguntar: ¿es el keynesianismo (incluso en sus versiones más modernas y sofisticadas de post/neo keynesianas) “la alternativa” al neoliberalismo? A la luz de la tesis expuesta de Lander, es obvio que la respuesta se desprende por sí misma, y debe ser buscada fuera del campo de la economía, que está contaminada por la “cosmovisión liberal”. ¿La alternativa se encuentra entonces en la sociología, la ciencia política, en alguna otra disciplina de las ciencias sociales, o dentro de alguno de sus campos de aplicación particulares? Tampoco porque –como señalaba Wallerstein hace bastante tiempo— las ciencias sociales (incluyendo a la economía) siguen siendo tributarias de la epistemología del s. XIX, es decir de muchos de los supuestos y premisas propios de esa época pero que están reñidos con la realidad actual, por lo que se necesita impensar en esos términos y avanzar en la construcción de lo que él propuso bajo el nombre de “ciencias sociales históricas”.

En la Teoría General Keynes razonaba teniendo como telón de fondo el “sistema económico en conjunto” y su propuesta de política económica la da al final de su obra, en el último capítulo. Esto dio lugar a que se hablara de dos versiones de su “modelo” en los manuales de macroeconomía: el modelo teórico puro con ausencia de Gobierno –que además ni se aparta ni rompe del todo con la “economía clásica” que le transmitieron sus maestros, Marshall y Pigou—, y lo que llamaríamos la versión realista con presencia de aquel; ambas versiones en el contexto de una economía cerrada. Sus únicas expectativas con relación al Estado eran estas: “Espero ver al Estado [...] asumir una responsabilidad cada vez mayor en la organización directa de las inversiones [...]” (Keynes 1943: 149), es decir, que permitiera contrarrestar las grandes fluctuaciones de mercado que mostrara la eficiencia marginal del capital (la tasa de descuento que iguala los rendimientos de la inversión en un determinado bien de capital con el precio de oferta de este), pues se confesaba “un poco escéptico” con respecto a las posibilidades de la política monetaria. Él estaba muy conciente de las mejoras que era necesario introducir en el funcionamiento del sistema económico occidental; no estaba en cuestión el poder político de ninguno de los países que conformaban el sistema capitalista occidental de la época (hecho añicos con la segunda guerra mundial; reconstruido a partir de la Conferencia de Bretton Woods de 1944). Pero sea que estuviera dirigiéndose al Estado, al gobierno o a la “autoridad central”, en las pocas ocasiones que lo hizo en su libro consagratorio, tenía en mente a Inglaterra, su país, por encima de todo.

En los albores del siglo XXI y a diferencia de la época que vivió keynes, el capitalismo ha sido puesto en cuestión por la crisis ambiental y la amenaza que representa este sistema histórico para el planeta y las posibilidades de existencia de la especie humana. Esto a nivel “global”. En el caso de un país como el Perú, no solamente es el neoliberalismo el que está puesto en cuestión por sus consecuencias económicas, sociales y ambientales; también lo está el capitalismo a la peruana, así como el mismo Estado, las elites que lo conducen, la “partidocracia” y toda la “clase política”.

¿A qué intereses concretos responde la propuesta de la “economía nacional de mercado”? Todas las propuestas inspiradas en el keynesianismo (la del Dr. Jiménez no es excepción) y, en general, en cualquier teoría económica pura, pecan de vaguedad e indefinición cuando son leídas desde los intereses sociales y políticos. Si preguntamos cuáles son las fuerzas sociales detrás del discurso económico que habla de los “mercados internos”, la “demanda interna”, el “mercado de capitales”, la “inversión privada local”, la “capacidad empresarial nacional”, el “mercado laboral”, entre otros, para referirnos solamente a las expresiones “técnicas” más concretas de ese discurso (en apariencia, lo más cercano a la realidad), nos encontramos con que ellas se mueven en un vacío social (los actores están realmente ausentes). Ni qué decir si mencionamos la “productividad”, los “comportamientos ventajistas”, la “competencia internacional”, el “modelo exportador neoliberal”, el “progreso técnico”, las “ventajas competitivas”, etc. Los mercados no son actores, aunque así lo sean para la práctica generalidad de los economistas, lo cual constituye un efecto de la deformación académica que se ha propalado hacia la “opinión pública”. Podríamos hablar largo sobre el carácter fetichista que exhibe el discurso económico (neoliberal o keynesiano) que gira en torno a los “mercados” (cf. Romero 2009b), pero no queremos aburrir al lector ni alejarlo de la cuestión que estamos discutiendo.

El mismo problema del vacío adolecen los conceptos políticos que contiene la propuesta que venimos comentando, porque no permiten apreciar cuáles o quiénes son los actores políticos relevantes que se están considerando. Nos referimos principalmente al “interés nacional” y el “Estado”, aunque también, en cierto sentido, entran los “empresarios” y “trabajadores”. Es legítimo preguntar si el Estado es un actor o un campo de relaciones entre fuerzas políticas –campo dentro del cual se hallan, ciertamente, los aparatos del Estado— que se disputan el poder (repartido funcional y territorialmente, económica e institucionalmente), en base a la pretensión de abrogarse la representación de los intereses de toda o parte de la sociedad, pero que en los hechos obran en función de determinados intereses muy concretos, muchas veces ocultos.

En resumen, la propuesta del Dr. Jiménez, ostenta un vacío conceptual sobre el poder porque como conspicuo asesor del Sr. Ollanta Humala y del Partido Nacionalista, omitió siquiera indicar sobre qué fuerzas sociales y políticas concretas se apoyaría un eventual gobierno “nacionalista” en el Perú, y en particular la estrategia de desarrollo como la que plantea. Si p. ej. habla de “empresarios”, ¿se refiere a los “grandazos” representados en la CONFIEP u otros similares, que desde el fujimorato fueron los más privilegiados por las políticas económicas y toda forma de ajuste “ortodoxo”?; cuando dice “desarrollar la capacidad empresarial nacional”, ¿quiénes van a ser priorizados?, ¿acaso los micro y pequeños empresarios?, ¿está considerando en el concepto de “capacidad empresarial nacional” a los pequeños productores rurales?, ¿a los indígenas y sus comunidades?, ¿qué tipo de organización van a promover para aglutinarlos en función de generar economías de escala o cadenas productivas territoriales e intersectoriales?

Desde nuestra perspectiva, la idea de desarrollar una economía nacional de mercado (esta vez sin comillas), puede adquirir un real sentido histórico si fuese enmarcada como parte de un proceso de transición que descanse fuertemente en el empoderamiento económico y político de los sectores populares y sus organizaciones. Además, en el s. XX el mundo en desarrollo ya experimentó la ilusión del desarrollismo y su concomitante “desarrollo nacional” (véase la nota 135); como antes en Europa fue el nacionalismo con pretenciones imperiales (nazismo alemán y fascismo italiano), financido y apoyado políticamente por los capitalistas de sus países, lo cual ya sabemos hacia dónde llevó a la humanidad y en qué terminó. De la misma manera, en lo que concierne al Estado, consideramos que ya pasó la época del Estado nacional. Que la misma transición adquiera un carácter socialista, que tienda a una suerte de poscapitalismo, o que termine restaurando el neoliberalismo “salvaje” como lo califica el Dr. Sinecio López en su debate con Jaime de Althaus, es una cuestión de correlaciones políticas y sociales que no dependen única ni exclusivamente de lo que se haga desde el Estado que tenemos, pero el comportamiento de este último –como muestra la historia republicana del país— puede llegar a ser determinante en la dirección que se tome en cualquiera de los sentidos señalados. A todo esto lo denominamos un proceso de desarrollo autocentrado de base popular, tanto para el Perú como el resto de América Latina; igualmente –como remarca el Dr. Jiménez en su propuesta— “no significa autarquía ni estatismo”. Tampoco es economicismo puro.

Desde la economía política lanzamos la siguiente pregunta para continuar el debate con los economistas pero también con los no-economistas: ¿podemos con la “caja de herramientas” del keynesianismo (o poskeynesianismo) y sus respectivas categorías económicas, contribuir a los propósitos del autocentramiento, en el Perú o cualquier parte de América Latina? En lugar de una propuesta unilateral y unidimensional que tiene como finalidad el desarrollo de una “economía nacional de mercado”, necesitamos concebir una teoría de la transición (económico-política y socio-histórica) de la que podamos desprender cualquier propuesta de desarrollo coherente. Con “necesitamos” queremos indicar una tarea que sea asumida colectivamente en el Perú y toda Latinoamérica. Abogamos por una teoría de la transición construida sobre todo mediante la praxis, donde la reflexión teórica y la práctica comprometida con el cambio social en sentido amplio se retroalimenten de manera completa y permanente.


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