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ELEMENTOS FUNDAMENTALES PARA LA TEORÍA Y ESTRATEGIA DE LA TRANSICIÓN SOCIALISTA LATINOAMERICANA Y MUNDIAL

Antonio Romero Reyes



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El desarrollo local en el marco de la problemática de la transición.

Si lo que se quiere es la reconstitución de la soberanía y del Estado nación, bajo otras condiciones, en términos de una democracia inclusiva y participativa, trascendiendo de la declamación que encandila a las masas pobres y necesitadas, la cuestión del desarrollo local debe ser planteada entonces en otros términos y con una perspectiva estratégica. No basta con hacer del desarrollo un objetivo en sí mismo, aun siendo enfocado en sus distintas dimensiones o con distintos adjetivos (humano, sustentable, etc.) si no se tiene claridad acerca de la trayectoria del nuevo curso por el que los actores locales y sus aliados se van a enrumbar. Se trata de establecer una suerte de «carta de navegación» sobre los procesos que van a ser desencadenados de manera conciente, con sus consecuencias e implicancias. Para ponerlo con otras palabras, si el fin último -determinado mediante un horizonte de largo aliento- es la democratización del Estado o su transformación radical, «desde abajo y desde adentro», el desarrollo local tiene que ser asumido como la plataforma de una transición compleja, difícil y diversa, con todos los riesgos, potencialidades e incertidumbres que encierra. Coraggio es también bastante más explícito al respecto:

“El desarrollo local supone la delimitación de un ámbito (local), pero éste usualmente es insuficiente para lograr la organicidad, riqueza de recursos y sinergia que requiere poner en marcha un proceso de desarrollo donde éste no emerge como resultante de las fuerzas del mercado. Es preciso avanzar en armar redes interlocales, urbano-rurales, y allí se afirma la necesidad de ámbitos regionales y otras identidades colectivas para promover el desarrollo y recomponer el Estado nacional sobre bases democráticas.” (Coraggio 2000: 15-16)

La cuestión de la transición fue inicialmente planteada, para América Latina, a partir de las experiencias revolucionarias que atravesaban los países pequeños y periféricos como Nicaragua y Cuba, sometidos además a la agresión militar externa y el bloqueo económico por parte de los Estados Unidos de Norteamérica (Coraggio y Deere 1986). Esta problemática implicaba plantear un conjunto de tareas que recaía en el nuevo estado y el grupo o partido dirigente, principalmente en torno a la transformación productiva, la democratización de la sociedad y la participación revolucionaria del pueblo organizado en la arena pública, pues estaba claro que: “La revolución política no culmina con el derrocamiento de un régimen opresor interno. La cuestión del poder está lejos de haber quedado resuelta”. Esta revolución política debía ser continuada, ampliándola además hacia la “revolución social”. (op. cit., 18)

La idea de la transición venía fuertemente asociada con revolución (la misma idea tenía un sentido histórico desde sus orígenes: transición al Socialismo), sin encontrar eco en el resto de América Latina, donde la mayoría de las fuerzas políticas de izquierda de la región atravesaban por reflujos provenientes de las sucesivas derrotas de los movimientos y protestas populares; habiendo optado más bien por estrategias de participación en las instituciones existentes (elecciones, parlamento, municipalidades) con orientación hacia las reformas y el cambio “en democracia”. Era una izquierda en retirada que, tras la caída del Muro de Berlín, terminó desagregándose aun más hasta disgregarse en grupos casi imperceptibles; muchos ex-dirigentes de izquierda, sea por cuestión de simple sobrevivencia u oportunismo político, terminaron siendo reciclados en partidos centristas o de centro derecha en el mejor de los casos, y otros se retiraron a la cátedra universitaria.

Retomando entonces lo dicho antes, el Estado en la periferia del sistema-mundo-capitalista, particularmente la periferia latinoamericana, atraviesa por una encrucijada, como resultado de lo cual estimamos que la problemática de la transición vuelve a cobrar actualidad y vigencia. A diferencia de los procesos de transformación a partir de una revolución política, y mirado el asunto desde la larga duración, tarde o temprano las cuestiones del poder así como del tipo de sociedad y Estado que se quiera para nuestros países, no podrá ser soslayado esta vez desde las localidades y espacios más abarcativos (regiones).

El programa económico y político del neoliberalismo, que es la ideología más fundamentalista del capital, ve al Estado como un estorbo para el despliegue pleno y óptimo de las “fuerzas libres del mercado” en la sociedad, pero también es considerado un “mal necesario” con el cual hay que contar para el ejercicio de la dominación, en tanto que medio eficaz de control y represión de toda forma de sedición o rebeldía. Ello sin embargo, no ha sido un obstáculo para socavarlo y debilitarlo, desde las privatizaciones hasta estrategias hemisféricas como la del Consenso de Washington o, más recientemente, a propósito de las negociaciones y acuerdos de comercio como el TLC. En cambio, un proyecto de desarrollo en la transición, que se aborda como un largo y contradictorio proceso de transformaciones, buscando la reconstrucción del Estado sobre bases verdaderamente nacionales y democráticas, es decir, desde los intereses y aspiraciones de las mayorías postergadas, podría transitar por varios caminos no necesariamente excluyentes. Entre las propuestas más recientes de la literatura sobre el desarrollo latinoamericano, destacamos tres: i] La desconexión selectiva de la llamada cadena imperialista, o desarrollo autocentrado; ii] La vía del desarrollo humano y sustentable; y iii] El desarrollo de una economía del trabajo, popular y/o solidaria.

La segunda de las mencionadas es la que goza de mayor popularidad y aceptación entre propios y extraños (es decir, incluidas las clases dominantes), debido posiblemente a la generalidad y ambigüedad que ha llegado a adoptar; la última ha venido ganando adhesiones en los últimos años, particularmente en el ámbito de las ONG, aunque circunscrita todavía a pequeñas experiencias focalizadas; en tanto que la primera podría decirse que es la menos conocida de todas, si bien ha sido prácticamente desechada debido probablemente a un malentendido (se le identificó con autarquía), pero más aun por el reconocimiento de que la globalización es un proceso ineluctable e irreversible.

Fue Samir Amin el primero en plantear el problema (y la necesidad) de la desconexión, al concluir en un conocido libro suyo de los años 70:

“En realidad, para la periferia, la alternativa es la siguiente: o bien desarrollo dependiente, o bien desarrollo autocentrado necesariamente original en relación con el de los países actualmente desarrollados. Encontramos de nuevo la ley del desarrollo desigual de las civilizaciones: la periferia no puede alcanzar al modelo capitalista, está obligada a superarlo.” (Amin 1978: 372-373)

Las tres propuestas comparten -con distintos grados e intensidad- la tesis de un Estado promotor del desarrollo (diferente al paradigma del Estado desarrollista del pasado) al que se le requieren determinadas políticas y estrategias. Mientras el desarrollo autocentrado plantea un conjunto de reorientaciones de la política macroeconómica que acompañen ese proceso, las otras dos toman las políticas sociales como eje junto con aspectos parciales de la política económica (principalmente la gestión del gasto público y de la tributación). Las tres también tienen como punto de partida y objeto de desarrollo a los espacios locales; asumen la necesidad de procesos de concertación o alianzas entre fuerzas políticas y sociales heterogéneas, tanto al nivel de distintas escalas territoriales como con el Estado mismo. La dificultad estriba en que tienen al frente un Estado en crisis, más preocupado por mantener los equilibrios macroeconómicos y las finanzas públicas “en orden”, así como por satisfacer las condicionalidades impuestas a toda la economía desde fuera para garantizar el pago de la deuda al exterior.

Es una crisis también de gobernabilidad por el debilitamiento de los partidos políticos en general, la inoperancia de los regímenes que se suceden en el poder para atender a la sociedad y sus necesidades, y la corrupción generalizada que corroe a todas las esferas del Estado y la gestión gubernamental. De ahí también la limitación para la praxis que implica poner en práctica una u otra propuesta, ya que se carece de actores políticos relevantes, así como de sujetos sociales y/o colectivos que las encarnen. El Estado ha sido prácticamente capturado por los actores de la globalización y los grupos de poder internos: la política relevante se hace ahí, mediante lobby’s y negociaciones secretas, so pretexto de asuntos “técnicos”, dejando para el consumo de la opinión pública los discursos sobre los supuestos beneficios para el país de temas tales como las privatizaciones y los acuerdos comerciales en curso (el TLC).

La problemática de la transición aparece claramente en el debate sobre las alternativas cuando se hacen preguntas como las siguientes: ¿Con qué reemplazamos al mercado?, o ¿qué hacer con el mercado como mecanismo de asignación de recursos?; ¿en base a qué condiciones (re)fundar el estado nacional? Durante mucho tiempo a la hegemonía del mercado se le opuso el fortalecimiento del Estado, o el intervencionismo estatal en la economía, es decir, una dicotomía que consideramos es falsa ya que la historia de nuestros países demuestra que las fuerzas del mercado nunca han podido prescindir del Estado. Sin embargo, el pensamiento sobre el desarrollo latinoamericano terminó envuelto y atrapado dentro de esos tradicionales parámetros, como ha querido siempre el paradigma dominante del desarrollo, y aun se continúa siendo prisioneros entre uno y otro.

Para la construcción de una economía política que tenga en cuenta la problemática de la transición, se hace necesario entonces superar y trascender el marco ideológico de la contraposición falaz del Mercado versus Estado en que nos han encerrado. Mientras ello no ocurra, toda propuesta concreta de desarrollo desde los espacios locales y sectores populares, se verá limitada por un clásico listado de reivindicaciones y demandas sociales, que podrían lograr la movilización para presionar al Estado centralista, a un determinado gobierno regional o municipal, pero no necesariamente llevará -por el camino de la transición- hacia una alternativa de poder, como tampoco permitirá el empoderamiento de los actores del cambio social y estructural.

En consecuencia, al hablar de la transición se quiere indicar el tránsito a una nueva sociedad “que debe constituirse como proceso concreto de transformación a partir de una sociedad nacional históricamente determinada, con características propias, lo que impide acudir a una secuencia ineluctable de fases o a un destino común a plazo fijo” (Coraggio 1987: 142). Este tránsito para que sea conciente, endógeno y autónomo necesita de líderes y actores, de una teoría crítica del sistema de dominación existente pero también orientadora de la sociedad, de condiciones subjetivas, institucionales y culturales, así como de instrumentos y metodologías que vayan de la mano con las situaciones concretas de la realidad que se busca transformar a distintas escalas territoriales.

La dicotomía mercado vs. Estado, en cuanto a dónde poner el énfasis del desarrollo, esconde asimismo la separación entre estado y sociedad. Ocurre que el estado capitalista es un organismo exterior, distante y desentendido de las necesidades más apremiantes de la sociedad, mientras que ésta es percibida y manejada como una constelación de individuos y grupos que compiten por recursos escasos, atravesada además por procesos de alienación, disgregación y anomia colectiva. De allí el mayor reto para toda estrategia de transición: la socialización del poder, la apropiación por la sociedad democráticamente organizada de las funciones del estado y no al revés. La transición consiste -nada más y nada menos- en un proceso de socialización y democratización lo que implica, entre otras cosas, la participación social en las decisiones, el control, la fiscalización y la capacidad de revocación.

“Para la tradición oficial, en suma, el Estado es el alfa y omega del proceso de socialización, que funciona principalmente como un proceso de absorción consensual; para Marx, por el contrario, la socialización se completa precisamente cuando la sociedad misma... reabsorbe las funciones públicas. No se trata de hacer ‘más eficiente’ la comunidad ilusoria del Estado, sino de hacer real comunidad la disgregada sociedad atomizada de los individuos aislados, que deben liberarse simultáneamente de la explotación clasista y de la gestión política separada.”

De lo dicho anteriormente, la transición desde el desarrollo local tiene ante sí una perspectiva más compleja que apunta hacia un proyecto de país, de transformaciones, de democracia y desarrollo nacional; entretejiéndose desde el principio dentro de una trama contradictoria dada por las estructuras de opresión imperantes y por las desigualdades en el desarrollo. Si la utopía del neoliberalismo, que encierra la ideología más exacerbada y el programa político más radical del capital, es deshacerse del Estado o reducirlo al mínimo, en aras de las “fuerzas del mercado” y la libre concurrencia; el proyecto alternativo y transformador de las condiciones existentes pasa por la supresión del Estado clasista y su reemplazo por un Estado nacional y democrático, es decir, de las mayorías, que en virtud de la socialización del poder va dejando asimismo de ser Estado.

La transición es un movimiento histórico, un proceso social y político donde se va configurando la nueva sociedad, y que requiere necesariamente de conducción por parte de actores organizados y líderes populares, no de vanguardias iluminadas y sectarias.


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