BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

DIVERSIDAD CULTURAL Y GÉNERO

Rocío Rosas Vargas y Martha Ríos Manríquez




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Ser hombre y cómo ser hombre: paradojas y aciertos para entender la masculinidad

Existe un hecho inamovible, los seres humanos tienen cuerpos sexuados y realizan actividades para su reproducción. De manera más clara, los hombres y las mujeres en el día a día se encuentran dominados por los detalles de su propia existencia, en el quehacer constante del comer, de la moda, del hablar, sentir, caminar.

Para el caso de los varones, dice Lagarde (1990), “ser hombre” es asumir una identidad genérica y una subjetividad que los hombres encarnan y sintetizan mediante la construcción social, cultural e histórica del modelo hegemónico de masculinidad, en un tiempo y espacio concretos. El cumplimiento correcto de los atributos y mandatos masculinos que definen la condición genérica y situación vital de los hombres que está delineado por los pactos patriarcales del grupo juramento de los cuales destacan los siguientes además de los propuestos por Kimmel:

a) La fuerza es un atributo exclusivo, natural e inherente a los hombres, es parte de su masculinidad;

b) Todos los hombres son más fuertes que las mujeres; la fuerza es una ventaja genérica inaccesible a las mujeres;

c) La fuerza masculina es una expresión genérica, cuya vertiente erótica intrínseca frente a las mujeres, va de la potencia a la violación;

d) La violación tiene en la vagina la validez de su sustento político, jurídico, legal, es por la fuerza, por lo que el estupro, la seducción y el engaño son puestas en tela de juicio.

Cada uno de estos mantiene una relación intrincada, compleja, contradictoria, mediante la cual los hombres se conforman como sujetos, individuos y personas de y con poder de dominio.

Según Lagarde (1990), lo mandatos y atributos que conforman la condición genérica de los hombres y su magnificencia, están en relación con la forma como cada hombre, en lo individual, y en lo colectivo, como integrante de los grupos juramentados, hace gala de su fortaleza, en la praxis de una sexualidad que tiene como sustento la virilidad y la hombría.

Núñez (2007, en Amuchástegui y Szasz, 2007), sugiere que el estudio de los varones desde una perspectiva de género no puede desentenderse de una serie de cuestionamientos y reflexiones epistemológicas sin contribuir a lo que tanto ha criticado el feminismo: el desconocimiento de la existencia de un cuerpo masculino de conocimientos y la reproducción de la epistemología.

Así pues, conforme a la perspectiva constructivista, “ser hombre” no es una esencia de algo, ni tiene un significado transparente. Es una manera de entender algo, una forma de construir la realidad, una serie de significados atribuidos y definidos socialmente en el marco de una red de significaciones y con implicaciones de poder. Para “ser hombre”, un hombre está en constante preocupación de cómo ser, querer ser y como llegar a ser. En esta lucha individualizada, los hombres construyen sus propias rivalidades para cumplir los estereotipos que la estructura social delimita, los cuales, no siempre son cumplidos, cabe aclarar que esas otras rivalidades, generalmente son hombres, nunca mujeres.

De acuerdo con Butler (1990), el término hombre se refiere a una ficción cultural, una convención de sentido que ha producido una serie de efectos sobre los cuerpos, las subjetividades, las practicas y las cosas.

Según la autora, no existe en la realidad “un punto de vista de los hombres”, entendidos estos como seres biológicos o como sujetos genéricos, lo que si existe son enunciaciones que adquieren cierta regularidad en la práctica social (verbal no) y que permiten hablar de un discurso dominante del “ser humano”, un dominio simbólico de la “hombría” o del ideal social de ser hombre”. Es decir, un hombre trata de demostrar su hombría mediante la práctica, materializada en una competencia, nunca dicha pero siempre presente.

Este discurso dominante, esta regularidad de enunciados con ascendencia social, implican una serie de expectativas de ser: de percepción, de pensamiento, sentimiento y acción. Se trata entonces de un discurso integrado en una tecnología de poder que opera sobre los sujetos en la construcción de sus subjetividades y cuerpos.

Godelier parafraseando a Adorno y Horkheimer (1969), establece que la universalidad de la dominación masculina, así como su presencia transhistórica en cualquier sociedad conocida. Su explicación, sostiene, que debe considerar que los seres humanos no solo viven en sociedad sino que deben producir la sociedad, producir a sus miembros como seres sociales. Entonces el problema es “entender” por qué los hombres ocupando un lugar altamente valorado en los procesos materiales de la vida, dominan a las mujeres, quienes ocupan un lugar excepcional en los procesos de reproducción de la vida. Ya Adam Smith (1776), lo explicaba sutilmente; a los hombres siempre se les asocia como los dueños de los procesos materiales de producción, y debido al intercambio dinero-mercancía-dinero es que ejercen control sobre las mujeres, no en tanto como productoras sino como reproductoras de vida y quienes hacen posible la sobrevivencia de los grupos.

Godelier plantea además la existencia de una “violencia simbólica” que se configura con el control que ejercen los hombres sobre las mujeres fértiles y sobre su fertilidad.

Para Bourdieu (2008:8), la dominación masculina es un ejemplo paradigmático de la perpetuación del orden establecido “con sus relaciones de dominación, sus derechos y sus atropellos, sus privilegios y sus injusticias”, consecuencias de lo que el autor denominan de manera homologa a Godelier “violencia simbólica”, violencia amortiguada, insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente del desconocimiento.

Para Bourdieu (1988; 1998) , “un hombre” se constituye mediante una serie de significaciones y simbolismos internalizados en los varones, con los que luego, construirán el orden social que se inscribe en los cuerpos, en las posturas, en su habitus. Mediante el cuerpo se aprende, en sus haceres. Lo que se aprende no es algo que se posee, como un saber que uno puede mantener delante de si, sino algo que se es. Por ello, hombres y mujeres al insertarse en un espacio público adoptan maneras especificas de andar, de mirar, de hablar, de “se hombre” y “ser mujer”.

Una de las contradicciones que se pueden construir alrededor de este conjunto de descripciones del “ser hombre”, se materializa cuando un varón no muestra esa regularidad de comportamientos y marcas que distinguirían a un hombre, cuando eso sucede, se vuelven “sospechosos en su naturaleza”, se les exhorta a que su comportamiento social se adapte a la “naturaleza de los hombres” o se les excluye del concepto de hombres y son etiquetados frecuentemente como “poco hombres”.

De acuerdo con Núñez (2007), el sexo biológico, es destino para los hombres, un destino indisoluble que los liga a un régimen de saber, volviéndolos cómplices del patriarcado con el que excluyen y dañan a las mujeres.

Núñez (2007) encuentra que los hombres están en constante lucha para cumplir con su destino biológico y consideran el espacio donde trabajan, un espacio donde se confirman las identidades masculinas. En entrevista para una de sus investigaciones, un informante le señala a Núñez que para sentirse hombre “hombre”, lo logra a través del trabajo y la sexualidad.

Según Núñez (2007), hay dos términos que condensan las concepciones de género dominante aplicadas a la división de trabajo “adecuada” en la pareja: “mujer a su casa” y “hombre a su trabajado” (La misma hipótesis lanzada por Sherry Ortner que surgió de la idea de Lévi Strauss).

Al respecto del trabajo, todos los estudios, coinciden que es un elemento identitario clave en la configuración de la masculinidad. Los hombres difícilmente se conciben como individuos ajenos a él. Es tal la fuerza del mandato social que da la apariencia de un elemento consustancial a “ser hombre”, llegar a ello encierra la responsabilidad que implica el trabajo. El tipo de trabajo constituye un elemento secundario que contribuye a la jerarquización de los hombres como factor de diferenciación entre ellos. El trabajo es una constante en la vida de los hombres (Rodríguez y Uribe, 2008).

Hay un consenso respecto a que el trabajo, por el que se gana dinero, es un componente esencial de la configuración de género masculino. Constituyendo un núcleo importante de respetabilidad social (Fuller, 1997, Valdés y Olavarría, 1998, Viveros, 1998). La autosuficiencia económica es uno de los emblemas masculinos y la masculinidad de mide, en gran parte, en dinero (Burin y Meler, 2000). Pero también el trabajo exige sufrimiento, crea obligaciones y establece jerarquías entre los varones, y entre ellos y las mujeres.

Podemos decir entonces que para un hombre, el “ser hombre” representa una experiencia social que condiciona puntos de vista, una visión del mundo y una posición de insubordinación mediante las cuales se materializan múltiples formas de excluir a las mujeres, Dentro de esa experiencia que representa ser hombre está la administración y manejo del dinero, este elemento le crea respetabilidad, poder, obligaciones que aluden dominación y mandatos.


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