BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

DIVERSIDAD CULTURAL: CIUDADANÍA, POLÍTICA Y DERECHO

María Teresa Ayllon Trujillo y otros




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Organizaciones indígenas en la ciudad de México: Una forma de exigir derechos y ejercer ciudadanía con dignidad.

Teresa Isabel Villalobos Nivón

Estudiante de Antropología Social

Escuela Nacional de Antropología e Historia.

Resumen

La presente ponencia busca reflexionar sobre la importancia de la lucha que establecen movimientos y organizaciones de autoadscripción indígena en la ciudad de México, como el Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas (MAIZ, A.C.), dentro de un contexto permeado por la estigmatización, discriminación y falta de oportunidades; con el fin de exigir el cumplimiento de sus derechos y el ejercicio de una ciudadanía que los coloque no en la posición de grupos vulnerables como objeto de atención y asistencia de programas y políticas públicas sino como sujetos de derecho, soberanos de sí mismos y constructores de la realidad social en la que están insertos.

Estas formas de lucha y ejercicio de ciudadanía pueden influir en las políticas de estado, aunque en muchas ocasiones funcionan a pesar de ellas por considerarlas ineficientes o insuficientes en tanto a sus objetivos, intereses y proyectos para la construcción de una vida digna.

Palabras clave: Organizaciones indígenas; Ciudad de México; derechos; ciudadanía.

Introducción

La presente ponencia busca reflexionar acerca de la forma de ejercer ciudadanía y exigir el cumplimiento de sus derechos de algunas organizaciones de adscripción indígena en la ciudad de México, más allá de la normatividad y de los programas y políticas públicas oficiales tanto a nivel nacional como a nivel local (influyendo en ellos y a veces, a pesar de ellos); tomando como ejemplo el caso del Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas (MAIZ), organización triqui radicada en el oriente del Distrito Federal, cuya trayectoria ha sido de lucha, a través del trabajo en conjunto, por la construcción de su proyecto de vida digna en un contexto urbano, en el que se enfrentan a múltiples retos y situaciones permeadas por la falta de oportunidades, la discriminación y la estigmatización de sus identidades; además del contacto con una sociedad capitalina, en la que se dificulta la organización y vida colectiva ; una sociedad formada por individuos socialmente heterogéneos cuyos contactos, aunque cotidianos, resultan “superficiales, impersonales, transitorios y segmentarios” (Wirth, 1988).

El trabajo se sustenta en lo que constituye una primera parte del proceso de investigación para tesis de licenciatura que me encuentro realizando desde enero del año en curso. Aunque la investigación se centrara en las perspectivas sobre educación formal y no formal entre los miembros de la comunidad de MAIZ, la información hasta ahora recopilada se centra sobre todo en las formas de organización y los proyectos de dicha organización. Es esto, así como parte de la investigación documental, lo que presento a continuación.

Desarrollo

A pesar de que el discurso del Estado mexicano, así como las políticas públicas, se han transformado de un indigenismo de “integración” a uno de “participación” que supuestamente favorece el respeto a la diversidad cultural (Oehmichen, 1997); la violación a los derechos de la población indígena en México sigue ocurriendo tanto dentro como fuera de sus comunidades. Para Pérez Ruiz esto ocurre por varios motivos, pero enfatiza la persistencia de un contexto cultural, social y jurídico en el que es posible emplear las diferencias étnicas para acentuar las relaciones de dominación, explotación y discriminación de un sector sobre otro (Pérez Ruiz, 2005; 2007).

A nivel nacional, por un lado, se ha denunciado que las reformas constitucionales en materia indígena del 2001 resultan insuficientes, que incumplen con lo estipulado tanto en el Convenio 169 de la OIT, como en los acuerdos de San Andrés. El artículo 2º de la Constitución reitera, en palabras de Pablo Yanes , “el error de considerar a los pueblos indígenas no como sujetos de derecho colectivo y sujetos políticos nacionales, sino como objeto de atención gubernamental en el plano estatal y local; no como constructores de instituciones y políticas públicas, sino como objeto y destinatarios de las mismas” (Yanes, 2004: 194).

A nivel local, por otra parte, tanto el Convenio 169 como las políticas estatales e incluso las demandas de organizaciones como el Congreso Nacional Indígena, se encuentran limitados al no poder esclarecer la aplicación de sus demandas en tanto los derechos de autonomía y autodeterminación (y otros) en contextos urbanos. El tema de los derechos indígenas en las ciudades ha ido adquiriendo cada vez mayor relevancia; diversos autores señalan las dificultades de dicha población en el ejercicio y exigibilidad de sus derechos en tanto el acceso, calidad y aceptabilidad de un empleo, vivienda, educación, salud, justicia y otros ámbitos de la vida social (Albertani, 1999; Audefroy, 2004; Banda, 2006; Czarny, 1995; Espinosa, 2009; G.D.F.; 1999; Molina y Hernández, 2006; Oehmichen, 2001, 2003, 2005; Pérez Ruiz, 2005; Saldívar, 2006; Valencia, 2000; entre otros).

Stavenhagen daba cuenta de ello en el 2002, en su calidad de Relator Especial para los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de los Pueblos Indígenas ante Naciones Unidas, al manifestar, después de una conversación sostenida con diversas organizaciones en la ciudad, que la problemática de los derechos humanos de los pueblos indígenas no es “nada más un tema del medio rural, del medio agrícola, de las llamadas regiones apartadas de los grandes centros, sino que, por el contrario, es una problemática que se agrava en los centros urbanos, precisamente, porque no ha sido considerada lo suficiente” (Stavenhagen, 2002: 426).

Recientemente, en el marco del discurso del respeto a la diversidad, y producto de la creciente visibilidad y presencia de la población indígena y sus demandas en la ciudad de México, se han elaborado varias políticas públicas y programas de apoyo para la educación o la producción para población indígena en la ciudad por parte la Comisión Nacional de Derechos Indígenas (CDI); del Gobierno del Distrito Federal; y de instituciones y Organismos No Gubernamentales (ONG). Entre estos programas podemos mencionar los del Instituto Nacional de Vivienda del Distrito Federal (INVI) (Audefroy, 2004), o en materia de educación, el Programa de Educación Intercultural Bilingüe del Distrito Federal (Crispín, 2006; Saldívar, 2006). Sin embargo, comenta Pérez Ruiz (2005), estas políticas se siguen discutiendo en tanto su necesidad, pertinencia y efectividad con respecto a las necesidades y objetivos de los grupos sociales que cada vez más piden y adquieren voz en el espacio público.

Es por ello que planteaba Yanes en el 2004 la necesidad de seguir pensando en torno a los derechos indígenas en, desde y para ámbitos urbanos. Actualmente se espera que este año se apruebe la iniciativa para una Ley Indígena de la Ciudad de México la cual, de acuerdo a diversos medios de comunicación, pretende ser la primera en incorporar a nivel local las recomendaciones del Convenio 169 y los compromisos de los acuerdos de San Andrés (Bolaños, 2010). Será labor de futuras investigaciones el evaluar el contenido y aplicación de esta ley en el Distrito Federal.

Algunos académicos e investigadores, como Consuelo Sánchez y Pablo Yanes, han comentado sobre el contenido que deberían tener los derechos de los pueblos indígenas (incluyendo aquí a los llamados pueblos originarios y los indígenas “residentes” ) en el contexto urbano, tomando en cuenta, sobre todo, las principales problemáticas que enfrenta dicha población en la ciudad que constituyen las demandas ya existentes de las organizaciones.

Consuelo Sánchez, por su parte, firme apóloga del sistema de autonomías regionales, señala que para el caso de la población indígena en el Distrito Federal, sus derechos a exigir serían de carácter “sociocultural”, (y no político), a fin de que puedan expresar y recrear su particularidad cultural. Entre ellos se encontraría el derecho a la educación y la enseñanza bilingüe, a la salud, el acceso un proceso judicial justo, a programas de vivienda, a oportunidades laborales y productivas y la apertura de espacios permanentes para la venta y producción de artesanías. El derecho a la autonomía territorial, en cambio, quedaría demarcado a los lugares de origen (Sánchez, 2004: 77 – 81).

Para Yanes, por otra parte, lo principal es construir más que programas, políticas públicas que tengan continuidad, cuyo elemento constitutivo sea la diversidad con un enfoque de derechos. Para el autor, las transformaciones en la política social del estado deben encaminarse a que ésta “construya al mismo tiempo autonomía social, capacidad de movilización, de organización, de ejercicios de derechos”, es decir, “que la política social tenga como propósito construir ciudadanía social en un marco de multietnicidad y pluriculturalidad” (Yanes, 2004: 212).

Sin embargo, como habíamos mencionado, ni las leyes a nivel federal, ni los programas a nivel local en la ciudad de México, han podido acabar con las viejas prácticas de dominación, discriminación y diferenciación étnica. De acuerdo a Oehmichen (2005), ser identificado dentro de la categoría general y homogeneizante de “indígena”, resta posibilidades de vida a los individuos y los inhabilita para la plena aceptación social; así como los enfrenta a situaciones desventajosas en su lucha por aquellas garantías y derechos que señalaba Consuelo Sánchez: empleo, vivienda, educación, salud, justicia, etc.

Por esta razón, en la actualidad, son los movimientos y organizaciones indígenas en la ciudad los que, sobre la marcha, construyen esta forma de ciudadanía, una forma propia de exigir y ejercer sus derechos y libertades de acuerdo a sus proyectos de vida y objetivos tanto personales como colectivos. En esta construcción, la identidad estigmatizada y desvalorada se vuelve, en muchas ocasiones, bandera y estandarte de estos movimientos. Se ha observado que, desde la década de los 90, (influenciada por las transformaciones en el discurso político y social, la firma de tratados internacionales y el levantamiento zapatista en 1994), la identidad llamada “étnica” ha ido adquiriendo una nueva funcionalidad, sirviendo a grupos y organizaciones indígenas como bandera de lucha por distintos objetivos de acuerdo al proyecto de cada una.

La identidad, vista como un proceso dinámico de construcción constante en el que intervienen distintos factores sociales, materiales y personales que son procesados por el individuo e interiorizados de acuerdo a su propia experiencia y a una estrategia definida (Romero, 2003) y que, por otro lado, engloba las ideas de pertenencia, diferenciación y continuidad (Barth, 1978; Aguado y Portal, 1991); no es meramente una cuestión simbólica y subjetiva, sino que se expresa en acciones y formas de interacción entre las personas que comparten o no esta identidad (Oehmichen, 2005: 58).

La identidad y la cultura, entonces, pueden constituirse como una estrategia para la acción social y política en la realización de los proyectos de personas y colectividades. Es entonces cuando esta identidad se expresa en lo que Bartolomé denomina etnicidad, como manifestación de la identidad en un contexto hostil y discriminatorio (Bartolomé, 2005; Coronado, 2004).

Así, varios grupos han luchado en primer lugar por mantenerse unidos y organizados, en el contexto de la ciudad de México, a través de relaciones de parentesco, compadrazgo, amistad, o militancia; exaltando su adscripción y pertenencia a un grupo o comunidad particular o incluso formando organizaciones de carácter pluriétnico. De esta forma han surgido ya varias organizaciones con distintos proyectos y objetivos que van desde lo cultural hasta lo económico, social y político. Entre ellas se encuentran: la Asamblea de Migrantes Indígenas (AMI); la Organización de Mazahuas de San Felipe del Progreso; la Cooperativa Flor de Mazahua; la Unión de Residentes Triquis en el Distrito Federal; el Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas (MAIZ); y de reciente formación la Coordinadora de Organizaciones Indígenas Residentes en la Ciudad de México; entre otros.

MAIZ, por ejemplo, actualmente conformado por alrededor de 40 familias que habitan juntas en un predio de 3 000 m2, la mayoría proveniente de los barrios de San Juan Copala, Oaxaca, se fue conformando con los años a través de las relaciones de parentesco, compadrazgo y amistad, ante la imperante migración que ocurría desde la región debido a la situación política (de violencia y represión) y económica (debilitamiento del agro mexicano, falta de oportunidades laborales) (López Bárcenas, 2009a; 2009b; Martínez Delia, 1978); así como de la necesidad de agruparse para buscar posibilidades de acceso a una vivienda sin necesidad de rentar y de exigibilidad de sus demandas en cuanto a la venta y producción de artesanías. El proceso comenzó desde la década de los 70, haciéndose más fuerte en los 80; pero MAIZ se conformó como tal, con ese nombre, a mediados de la década de los 90 (desde el 94, y hasta el 95 se registraron como asociación civil).

Oehmichen señala que la pertenencia comunitaria permite mantener la unidad grupal y negociar hacia el exterior con el Estado por un conjunto de derechos e intereses comunes. La pertenencia a la comunidad, explica, posibilita acceder a una serie de demandas que difícilmente conseguirían si sus miembros estuvieran atomizados o dispersos. Para la autora, la amplia red de parientes y paisanos constituye un capital social que puede ser movilizado para la defensa de intereses comunes, pues la acción comunitaria se muestra eficaz para la acción social en distintos frentes, específicamente en la competencia por el espacio y la vivienda, así como los conflictos con el Estado y sus instituciones (Oehmichen, 2001: 266).

Sin embargo, en el caso de MAIZ, las relaciones de parentesco, compadrazgo y amistad no fueron lo principal para mantenerlos unidos. Habiendo existido una fractura interna, lo que hizo que se quedaran los que actualmente constituyen a la organización, fue, finalmente, la creencia y afiliación a un proyecto político y de vida común. MAIZ, como otras de las organizaciones antes mencionadas, ha luchado colectivamente por la vivienda, por espacios para la venta de sus artesanías y por una vida digna en lo que señalan constituiría un “Proyecto de Desarrollo Integral de la comunidad”. Se ha movido en el plano nacional y local para exigir que se cumplan sus demandas y que les sea posible ejercer sus derechos tanto individuales como colectivos. MAIZ, además, comienza a formular reflexiones en torno a lo que significaría para ellos ejercer su derecho a la autonomía y a la autodeterminación en un contexto urbano. Entre otras cuestiones han llegado a la conclusión en este caminar que la autonomía significa, entre otras cosas, independencia de partidos políticos y otras instancias que busquen cooptarlos, comprarlos o dividirlos internamente. No aceptan apoyo de partidos políticos pero demandan, eso sí, de las instituciones del estado y del Gobierno del Distrito Federal, que se cumplan los derechos que por ley ya sea a nivel nacional o por tratados internacionales les corresponden. Esto es tanto derechos civiles y políticos, como económicos, sociales, culturales y ambientales; tanto a nivel individual como colectivo.

Por otro lado, su lucha no era por una vivienda cualquiera; como ellos lo mencionan, su objetivo y necesidad no era “una vivienda por vivienda, […] (sino) un espacio para construir viviendas que sea acorde a la comunidad”; en lo que uno de los líderes llamó “territorio” (Entrevista líder de la organización, Octubre de 2009). Después de una larga trayectoria de luchas, tomas de edificios, enfrentamientos, marchas, plantones y detenciones de compañeros, MAIZ tiene actualmente sus viviendas autoconstruidas de acuerdo a un diseño que realizó la comunidad en conjunto con un colectivo de arquitectos simpatizantes de los movimientos sociales, el cual no coincidía con el diseño ni con el presupuesto de los programas del INVI.

A diferencia de otras organizaciones de lucha por la vivienda, MAIZ ahora trabaja internamente por no dejar de luchar. Los líderes y varios de los miembros ponen énfasis en diversas metas; por un lado se encuentra la cuestión del aprendizaje y uso de la lengua triqui entre adultos y niños y el que las nuevas generaciones, aunque ya hayan nacido en la ciudad, conozcan sus raíces. Por otro, también siguen luchando por lo que les falta aún por construir dentro de su predio para llevar a cabo el ‘proyecto de desarrollo integral de la comunidad’; entre lo que se incluyen espacios de talleres para la producción de artesanías; consultorios de medicina alópata, alternativa y tradicional; una biblioteca; una sala de cómputo; un salón de sus múltiples y una cafetería.

Por otro lado la lucha de MAIZ no acaba con la construcción en el predio de Iztapalapa, sino que es constante y dinámica como la comunidad misma. Una vez “resuelto” el tema de la vivienda, la organización se ha comenzado a centrar en elaborar comisiones para el desarrollo de todos los miembros de la comunidad en tanto a actividades deportivas, promoción de la salud, vigilancia, educación, entre otras.

Por otro lado, comenta el líder de MAIZ que la lucha se habría quedado muy corta si sólo se enfocara en ellos, pero la organización contempla también espacios de vivienda para las nuevas generaciones que van creciendo y formando sus propias familias; así como también ha comenzado a trabajar con otras organizaciones que, con base en la experiencia y habilidades adquiridas de esta organización, han buscado su apoyo y han formado vínculos y alianzas como la mencionada Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la ciudad de México que agrupa a unas 6 organizaciones de autoadscripción triqui, otomí, mazahua, nahua, mazateca, entre otros; con el fin de tener una mayor fuerza en la exigibilidad de sus demandas a las instituciones del estado y del gobierno del Distrito Federal.

MAIZ es considerado un ejemplo para otras organizaciones, y sus miembros cuentan con una mezcla de seriedad, orgullo y burla los procesos de lucha que han vivido en la última decena y media. La señora Carmen reconoce que ha sido cansado, pero también comenta que la da gusto ser parte de MAIZ, que son reconocidos hasta por el gobierno, quienes les dicen que están ahí como chinches, chiquitos pero ¡cómo pican!

MAIZ, sin embargo, no es la única organización que ha luchado por hacer exigibles sus derechos y por acceder a una vida digna de acuerdo a su propia concepción de la misma. Se exige educación, salud y vivienda; pero no cualquier educación, salud y vivienda. Estas organizaciones se han reunido y mantenido juntas, y citando a Oehmichen, “disputan al Estado su derecho de existir y de hacerlo con dignidad en la ciudad de México” (Oehmichen, 2001: 267).

Ésta, como otras organizaciones, no quiere ser considerada como “grupos vulnerable”, quieren ser tratados con dignidad y como actores y constructores de su propia realidad. Los programas de “apoyo” del gobierno, entonces, no serán suficientes para sus propósitos de ser autónomos en la medida de lo posible en la ciudad de México y no tener que depender de la asistencia social; se busca, en cambio, la generación de espacios y procesos de formación y desarrollo integral de la comunidad, en tanto a sus capacidades y habilidades sociales y productivas.


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