BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

DEBATE DEL MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA

Gerardo Nicolás Contreras Ruiz y Ricardo Contreras Soto




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La parcialización de los alcances de la filosofía.

Un primer escamoteo tiene lugar en la reivindicación rortyana de la concepción de la justicia defendida por Rawls, en contra de ciertas críticas esgrimidas desde la tendencia comunitarista, Rorty se propone fundar la discusión en el rechazo a la idea de una moral universalmente válida como base para una concepción pública de la justicia en una moderna sociedad democrática. Siguiendo uno de los postulados elementales de Una teoría de la justicia, apela a condiciones sociohistóricas que remiten a la coexistencia de una pluralidad de doctrinas y de concepciones del bien, no comparables y conflictivas, sostenidas por los miembros de las sociedades democráticas existentes. Por eso afirma que la tolerancia permitida por esas formas de sociedad democrática realmente existentes debe ser aplicada a la filosofía misma, para elaborar una razonable y practicable concepción política pública de la justicia. Todavía más: si la justicia en cuanto equidad se entiende a manera de concepción política de la justicia aplicada a una sociedad democrática, no hay razones para validar desde asertos filosófico-políticos de cualquier clase, su pertinencia o no pertinencia.

Se trata de instalarse en una concepción práctica de la justicia sustentada al menos en lo que, a decir de ambos autores, tiene que ver con ciertas ideas intuitivas fundamentales que están radicadas en las instituciones políticas de esos modos de sociedad. Tiene razón Rorty en cuanto a la inadmisibilidad de un marco filosófico, si éste aparece remitido exclusivamente a dar cuenta de los principios últimos de una naturaleza humana o de un fin del hombre -en otras palabras, lo innecesario de una orientación universalista ahistórica sostenida en el ideal de que toda individualidad, por ser racional, posee cualidades originarias que le encauzan a la cooperación social-. Un planteamiento pertinente de lo político en las instituciones y prácticas de las sociedades adelantadas de Occidente, no parece requerir efectivamente de la validación de un razonamiento filosófico de ese tipo, si la argumentación se sostiene en el criterio de que una teoría de la sociedad liberal tiene como razones suficientes al sentido común y a la ciencia social que prescinden del yo.

De ahí la justificación de la categoría de equilibrio reflexivo (acuñada por Rawls), traducida en una especie de afortunado acuerdo entre individuos que se reconocen a sí mismos como herederos de las mismas tradiciones y enfrentados a problemas comunes, como la sola autoridad para proceder a la asunción de decisiones en el terreno de la vida social. Individuos felizmente libres al instalarse en la comprensión de que la justicia es la primera virtud de la sociedad. Pero, cabría preguntar al filósofo norteamericano si en una concepción pública de la justicia dentro de una sociedad democrática occidental, si en la idea del despliegue de acciones derivadas de un acuerdo afortunado entre individuos encaminadas a una práctica de la libertad -como lo sostiene también Rawls- a favor de la democracia y de la justicia, ¿no hay otras formas de valoración, otros fundamentos racionales, otras suertes de pretensión ética más allá de la moralidad social efectiva soportada en ese equilibrio reflexivo, para apoyar la idea de que la filosofía no es una actividad de la cual se pueda prescindir en todo razonamiento a propósito de la organización de la vida en común, y que, tratándose de una apuesta por la democracia que le situaría sobrepuesta a toda suerte de discurso filosófico, no sería más razonable considerar los dos ámbitos en una relación de reciprocidad de tal manera que se abriera el curso a mejores condiciones para su justificación?2 ¿Esos otros modos de valoración, esas otras posibilidades de fundamentación racional y ética, no pueden corresponder a formas diferentes de la actividad filosófica respecto de la herencia metafísica de la Ilustración? ¿No sería más prudente abrirse a una perspectiva que formule la viabilidad de una relación quiasmática entre democracia y filosofía, donde la segunda, lejos de ser suprimida definitivamente en los cursos del pensamiento en torno de lo político, proceda más bien a considerarla indispensable en ellos, preservando una mirada racional para ambos planos que les enfoque en su condición de inacabamiento, de realidades humanas que se requieren mutuamente; una dualidad que opera a la manera de entrecruzamiento continuo, dos que hacen uno, uno que hace dos, momentos a la vez inseparables y diferentes, abriendo cauce al pensamiento de otras y nuevas posibilidades de vida democrática en la sociedad?

De igual manera, al aludir al problema de la tensión entre lo particular y lo universal, ¿sólo podemos hacerlo a partir de reducirle al significado de un vínculo unitario supuesto en la orientación a la uniformización u homogeneización de lo diferente, en lo imposible e impensable de otras formas de unidad que permitan considerar una especie de interpenetración de lo individual y lo colectivo, ampliando el horizonte de la reflexión a propósito de la libertad en la existencia en común? ¿No existen otros modos de pensar lo universal, de manera análoga a la apelación que establece el mismo Rorty prosiguiendo los postulados de Rawls, de que la realidad aparece conformada por un irreductible pluralismo de la cultura contemporánea,4 por lo cual también siguiendo esa condición de lo cultural no sería admisible la afirmación de que lo universal es irreductible a una sola de sus expresiones? La tentativa de Rorty a desautorizar toda intervención de la filosofía en los procesos concernientes a la vida democrática implícitos en el funcionar de las instituciones que le sostienen, orientado hacia el propósito de la justicia como primera virtud e invocando sólo la aptitud del sentido común y del ámbito disciplinar de la historia y la sociología, aproxima peligrosamente al autor estadounidense al dormitar en el mullido lecho de los dogmas incontrovertidos.

5 Es la actitud denunciada por Isaiah Berlin,6 que, en el caso que nos ocupa, cobra traducción en una parcialización de los alcances del pensamiento filosófico al ceñirlo a una sola de sus modalidades --aspecto de la modernidad ilustrada--, y cerrando cualquier otra vía para una lectura más profunda sobre las vicisitudes en que son jugadas democracia y justicia en la vida en sociedad. El pliegue de la actividad filosófica a una sola expresión de la moralidad social efectiva, exhibe en el razonamiento rortyano un marcado desdén por la parte más penetrante del discurso filosófico expuesta en ese ámbito del ordenamiento social humano: el lado crítico de la ética, aspecto que señala con la excelente claridad que le caracteriza Luis Villoro.7 Por eso no parece gratuito, en aquella reflexión, el remitir a la filosofía a la zona de lo privado de la vida humana, otorgándole sólo el alcance de un discurso abstracto, meramente especulativo, inviable para cualquier intervención en la efectividad de las relaciones interhumanas en lo político, en el espacio de lo público.

De no llevar a cabo esa especie de impostura reduccionista, habría que observar que la moralidad social posee un significado complejo que obliga a asumirle en algo más que en una sola de sus manifestaciones, la de los preceptos normativos implícitos o explícitos seguidos por una colectividad para realizar valores compartidos o virtudes admitidas, esa moral consensuada que prescinde de la crítica porque su orientación está adecuada a las convenciones de un convivir ordenado, un avenimiento con el orden de la colectividad, con el sistema de poder que le regula. Pero también es preciso el señalamiento de la existencia de condiciones en las que la moralidad social llega a oponerse a ese orden, haciendo emerger intensamente esa faceta crítica de lo ético antes apuntada.

La parcialización del concepto de democracia. La necesaria crítica del poder.

En la justificación de excluir toda forma de recurrencia a una doctrina filosófica para validar procedimientos democráticos reales, una defensa de la democracia al margen de cualquier discurso fundamentador racional, Rorty pone en juego otros escamoteos dando una aparente pertinencia a su posición. El concepto de democracia tenido en cuenta por el autor norteamericano remite a lo que él entiende por la única democracia realmente existente y que corresponde, de manera particular, a la efectuada en Norteamérica que da a considerar que las personas inscritas en esa forma de vida social han arraigado en su interior aspectos básicos de las tradiciones concernientes a la justicia, como lo es la tolerancia y el bagaje de los derechos humanos. Un ámbito no invadido por las exigencias y los intereses existentes, en cuanto que el fin general de la sociedad está definido en sus lineamientos generales, independientemente de todo deseo y necesidades personales de su componente humano; lo cual, sostiene Rorty prosiguiendo la línea de Rawls, permite una concepción ideal de la justicia en la medida en que son las instituciones las instancias promotoras de la justicia, las que desalientan todo deseo y toda aspiración incompatible con ellas. Puesto que ahí se asiste al compartir ciertas convicciones a partir del consenso mayoritario sobre lo que se debe hacer -pretensiones éticas-, para marchar juntos, no hay nada más que apegarse a ese marco preceptivo tácito soportado en la equidad para asegurar un ejercicio viable de la democracia. Lo que termina siendo omitido en esa tentativa son los límites en que funciona prácticamente el ámbito de las instituciones democráticas: el juego siempre presente de los deseos, intereses y prejuicios excluyentes que aparecen mezclados en los modos en que se despliega la coexistencia humana. En la medida en que los grupos sociales no mantienen una composición homogénea en la vida en común de una democracia liberal, la diversidad de intereses, de aspiraciones, de pretensiones, instaura procesos de reversión sobre el funcionamiento real de las instituciones en esas formas de convivencia social, muy distantes de una concepción ideal de justicia como la sostenida por Rorty. Luis Villoro no ha dejado de alertar y advertir acerca de los alcances del operar real en que se desplazan la normatividad y las prácticas de convivencia de las sociedades liberales democráticas.

Su vasta lucidez y comprensión respecto de la dimensión del ejercicio de la filosofía, que cobra una de sus formas más elevadas en la crítica, permite la recuperación de una lectura que distingue y vincula los varios aspectos en que se juega aquel territorio de lo real, situándonos ante una mirada más profunda de su situación, sus prácticas, sus alcances y sus posibilidades. ¿Qué es lo que caracteriza principalmente a una sociedad liberal democrática? Desde la asunción del rigor teórico que acompaña a su obra, Villoro lleva a cabo una exploración cuidadosa y atenta de la cuestión de la democracia, matizando y sopesando los elementos implicados en ella, problematizando el esquema de valor admitido por el consenso más o menos general en esa forma de asociación humana. Con ello nuestro filósofo hace recordar que se trata de la preservación de los derechos individuales derivando en la protección de la vida privada, permitiendo el pliegue de cada individuo a la zona de la vida personal y familiar, al aseguramiento de sus intereses particulares y al desentendimiento de los colectivos. Con ello aparecen realmente dispuestas las tendencias privativas de esas modalidades de la vida social liberal, en prácticas de competencia universal: pugna incesante en los espacios del mercado, del mundo profesional, de la política.8 Un escenario asaltado frecuentemente por interpretaciones y usos deformados de la democracia y de la justicia.

Porque como bien señala Villoro a propósito de las sociedades democráticas occidentales: "En la moralidad social efectiva se recogen ideas éticas, pero se reinterpretan y adaptan a los intereses particulares tejidos en las relaciones concretas de poder".9 La incorporación del problema del poder hace ver que la democracia ejercida en las sociedades liberales no es tan aséptica como se entiende en el supuesto esgrimido por Rorty, en el sentido de que bastan las convicciones de los componentes humanos traducidas en acuerdos sobre cuestiones de procedimiento, lo que se debe hacer para marchar juntos, debido a que pertenecen a un mismo cuerpo de tradiciones y enfrentan problemas que les son comunes, para derivar que hay ahí una práctica apropiada de la democracia. Pero si se toma en consideración el estado de competencia que priva en esas sociedades, el deseo de sobresalir las más de las veces traducido en afán excesivo, ¿no impone la disolución o fragmentación de la vida en común, la confrontación de intereses particulares que restringe a su mínima expresión la conciencia de pertenencia a un mismo ámbito social, instalando la prioridad del interés personal sobre el colectivo? El ideal de justicia al que apela Rorty tiende a desvanecerse. Las relaciones de dominación instaladas por la libertad individual y la competencia desbordan esa tentativa de conversión de la justicia en primera virtud.

En las instituciones de una sociedad liberal a pesar de que aparece cierto reconocimiento a la igualdad, la equidad de los que conforman su componente humano, no todos ellos están ante las mismas condiciones de posibilidad de acceso a esa situación, su composición estratificada desplaza hacia espacios de exclusión en esas formas de vida a la mayor parte de su componente humano social, trazando límites rigurosos a la posibilidad de su participación en la cosa pública, reduciéndola a la inercia de un mero ejercicio de emisión de sufragios al margen del desarrollo una conciencia valorativa sobre las ofertas y opciones políticas en juego.10 Entonces ese equilibrio reflexivo invocado por Rorty aparece siendo sólo facultad exclusiva de una minoría que representa, administra y resuelve, desde su posición cupular, lo que es bueno, adecuado y valioso para el conjunto de la sociedad.


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