BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

DIVERSIDAD CULTURAL Y PATRIMONIO

Alejandra López Salazar y otros




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La experiencia del archivo de la palabra, voz y eco de los pueblos originarios de la mixteca

Hilario Topete Lara

Carolina Buenrostro Pérez

Montserrat Patricia Rebollo Cruz

ENAH-INAH

La firma del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) había colocado a México, así como al resto de las naciones signantes, en un camino inusual: “el respeto de las culturas, formas de vida e instituciones tradicionales de los pueblos indígenas, y la consulta y participación efectiva de estos pueblos en las decisiones que les afectan.” Sin embargo, su impacto apenas empezaba a dibujarse y escasamente a los pueblos y comunidades indígenas de México les podría significar la respuesta dada por el legislativo mexicano toda vez que fue elocuentemente medroso al reconocer la pluriculturalidad inicialmente y, finalmente, hasta hoy, el reconocimiento de usos y costumbres y una autodeterminación asfixiada por el sobrepeso del Estado y la nación establecidos en el Artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Pero hace un septenio habría de producirse una válvula de escape más en materia del trato respetuoso hacia las culturas indígenas: los resolutivos de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) de la Organización de las Naciones para la Educación, la Ciencia y la cultura (UNESCO) del 2003, cuya vigencia inició apenas en 2006.

El Texto de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, en su artículo 2º establece que debe entenderse

Por “patrimonio cultural inmaterial” los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana.

Y acota al patrimonio cultural a todas aquellas expresiones compatibles con los instrumentos internacionales de derechos humanos “existentes y con los imperativos de respeto mutuo entre comunidades, grupos e individuos y de desarrollo sostenible.”

Pero lo anterior, aunque pareciese un producto fortuito y una propuesta novedosa, no lo es. En su 25ª Conferencia General del 15 de noviembre de 1989, la propia UNESCO, había emitido una Recomendación sobre la Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular en la que propone la identificación, conservación, salvaguardia, difusión y protección de

el conjunto de creaciones que emanan de una comunidad cultural fundadas en la tradición, expresadas por un grupo o por individuos y que reconocidamente responden a las expectativas de la comunidad en cuanto expresión de su identidad cultural y social; las normas y los valores se transmiten oralmente, por imitación o de otras maneras. Sus formas comprenden, entre otras, la lengua, la literatura, la música, la danza, los juegos, la mitología, los ritos, las costumbres, la artesanía, la arquitectura y otras artes.

En suma, este documento planteó los prolegómenos de lo que sería llamado PCI, con lo que se hace evidente que la preocupación por el tema no es novedoso, no se quedó en una simple “recomendación”. Empero, a casi un lustro de la entrada en vigencia de la Convención, y a más de dos décadas de emitida la Recomendación, la realidad demuestra que los proyectos políticos reactivos son más veloces que la jurisprudencia y las políticas públicas; en efecto, los esfuerzos casi anónimos, aislados, filantrópicos incluso, principian antes que los gubernamentales. La breve historia que ha vivido el Archivo de la Palabra Voz y Eco de los Pueblos Originarios de la Mixteca, así lo demuestra, como veremos.

En el principio, la materia…

Los mitos, las leyendas, los piropos, las danzas con sus músicas, vestuarios y aditamentos, la fiesta patronal o de barrio, las técnicas –además de la confección y uso de las tecnologías agrícolas, la tierra, pero también la manera de entender y cuidar el entorno, las fórmulas de etiqueta, los usos reverenciales, el sentido del vestuario, la lengua, los refranes, los albures, las peticiones de lluvia, las ofrendas de muertos y su significado, la noción de persona, y muchas otras expresiones y significaciones de la cultura, constituyen un patrimonio vivo, intangible, inmaterial, diferente del que se encuentra custodiado y/o exhibido en museos, zonas arqueológicas, en archivos histórico-documentales pero no por ello menos valioso; al contrario, se trata de un tesoro acumulado y enriquecido generacionalmente que, por su cotidianeidad, pasa fácilmente desapercibido.

Este conocimiento acumulado, que va de generación en generación, de los más viejos a los más jóvenes, de padres a hijos por medio de la palabra, tiene sentido en tanto signifique algo para los miembros de la comunidad que lo conservan, lo enriquecen, lo crean y lo recrean con el paso del tiempo: no se construye de un día para otro, como no se adquiere su sentido o se le otorga su reconocimiento de manera espontánea por la comunidad; por ello, no tiene “acta –ni fecha- de nacimiento” y, eventualmente, su autoría se pierde en el anonimato; empero, en la medida que deviene valorado, significado por ella, es convertido en parte de su cultura, y en la medida que adquiere sentido permanece con la dinámica que le imprima el grupo social.

El PCI tiene que ser creado, valorado y recreado constantemente por los miembros de la comunidad para poseer el estatuto de “patrimonio vivo” y, a pesar del dinamismo de las sociedades y las influencias externas que pueden llegar a modificarlo, permanece en tanto que su esencia va más allá de lo que puedan ver las personas ajenas a la comunidad (y eventualmente las del propio grupo social que generalmente sólo intuye su valor o conserva en la memoria el sentido que le dieron las generaciones pasadas.

Vivido y vivenciado cotidianamente mediante la experiencia, las emociones, los sentimientos, las afecciones, la reflexión cognitiva y/o axiologizada, por citar sólo unos casos, el patrimonio vivo otorga a los miembros identidad, continuidad y pertenencia al grupo, así como colabora para estrechar los lazos de cohesión y solidaridad social que permiten la supervivencia del grupo al que pertenecen; es la argamasa espiritual de las sociedades y su rescate, conservación, investigación y divulgación requiere de la confluencia de diversos especialistas. Y va más allá: proporciona los códigos para descifrar normas, vínculos entre los humanos y de los humanos con el entorno, con el pasado, con los antepasados, con los dioses, los santos. Sin ese patrimonio vivo, los humanos estarían condenados a recorrer el camino desde un “punto cero” hasta los desarrollos logrados por las sociedades humanas (la propia y las ajenas).

Cuando referimos al PCI no pensamos en cultura “original”, “primigenia” o “específica” de un grupo social. No se trata de ubicar al PCI “bueno”, ni al más atractivo, rumboso o estéticamente sobresaliente, sino el que el propio grupo social valora como funcional, valioso, útil, propio, defendible, conservable. Por eso, y en atención a estas consideraciones, un investigador el INAH y un equipo de estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, mientras una estancia en campo en la Mixteca Alta, a sugerencia de un grupo de personas (indígenas casi todos ellas) que deseaban un “libro de la historia del pueblo”, decidimos que, en calidad de antropólogos y poco expertos en el manejo del tiempo y los acontecimientos en él expresados, debíamos renunciar a tal deferencia y pasar la estafeta a un etnohistoriador o a un historiador. Un poco más de profundidad en las conversaciones y empezaron a delinearse dos tareas simultáneamente que, para ellos, eran indisolubles, como de hecho ocurre a la mirada del antropólogo: por un lado, se proponía el rescate de los contenidos de la memoria histórica, digna de un trabajo microetnohistórico; de otro lado, se sugería pasar a formato libro sus tradiciones, sus usos y costumbres para que los jóvenes –al paso del tiempo- al menos recordasen o tuvieran referencia de lo que eran, hacían, pensaban, creían, los viejos, los muertos. Una idea nos llevaba más al terreno de la historia y el otro más al de la antropología (al menos a la etnografía). Ambos, inevitablemente, debían incursionar en la investigación.

Pero había algo más: No sin cierta amargura escuchamos en la Mixteca Alta, como en muchas otras etnorregiones de México comentarios del tipo: “Pues aquí vinieron unos antropólogos, tomaron fotos, película, grabaciones… se fueron y nunca regresaron… ni supimos qué hicieron con lo que se llevaron”, o bien: “Nadie se ha interesado en escribir nuestra historia”, o del tipo: “algunos dicen que publicaron un libro o que hicieron una tesis, pero nunca trajeron ni uno para muestra”… palabras más palabras, menos. Y en un intento de respuesta nosotros adujimos, casi defendiéndonos: “Pues no permitan que se llevan sus cosas, su memoria, sus imágenes, su palabra…”. El problema era cómo.


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