BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

DIVERSIDAD CULTURAL, ARTE Y LITERATURA

Héctor Ruíz Rueda y otros




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Desarrollo

I

Antonio Caso, en la célebre obra de La existencia como economía, como desinterés y como caridad, ya prevenía sobre las implicaciones funestas para lo social y lo cultural, de la articulación de la vida en común bajo la primacía de la parcela económica –el imponerse del criterio del “tener” sobre “el ser”, el dominio de la abstracción sobre lo vital– sobre las restantes formas culturales del coexistir humano: los vínculos interhumanos y sus traducciones activas disminuidos en el mero repetirse de un desplazamiento inercial, instintivo, más cercano a una elemental condición biológica, para no jugar más sus posibilidades de despliegue que en el marco estrecho “sin más” de la simple reproducción natural, terreno de la escueta finalidad de preservación exclusiva de lo propio en repudio del concurso de la alteridad. Socavamiento de la vida al ser plegada al mero aspecto de la producción de bienes materiales bajo la tutela del interés propio, condenada a recorrer la temporalidad en experiencias de ruptura incesante en las formas del convivir humano, sometida a la repetición y profundización de la vivencia del conflicto entre unos y otros.

Existencia lanzada a la parcialización de sus proporciones, sujeta al desempeño de una llana función de renovación incesante del control sobre el medio social y natural, sin que las demás formas de expresión del mundo de la vida adquieran significación relevante para su desarrollo. Una situación de la sociedad y la cultura constitutiva de seres humanos dominados por el esquema de la utilidad, de la eficiencia y la eficacia y, por ello, sometidos a la determinación de la dispersión, al agobio impuesto por un instinto egoísta. Porque la vida como economía es lucha, es tendencia hacia el triunfo sobre el medio y sobre el semejante que, por la similitud de sus necesidades, llega a significar el enemigo en potencia y en acto por excelencia. Imperio de una razón que instala la vida en los terrenos del cálculo frío, del mirar indiferente, del sentido único, tornando radicalmente familiares el criterio legitimador y las prácticas de opresión de unos por otros.

El planteamiento de Caso invita y envía a una reflexión sobre las circunstancias del tiempo contemporáneo, sus prácticas y sus condiciones de posibilidad, en cuanto cuestionamiento, ventilación y planteamiento de líneas alternas para la conformación de un ser individual y colectivo más allá de la persistencia de un existir hundido por la desproporción de la fuerza del mercado –unidad básica que sostiene el orden de los intercambios, tanto los concernientes al plano de lo económico, como a los efectuados en el terreno de la ciencia, en la técnica, en las comunicaciones, en las decisiones políticas, en la sexualidad, en la educación, en las creencias y usos religiosos–. Contexto actualizado en procesos globalizadores que han dado paso al poderío inédito, violento, de un capitalismo voraz y salvaje, culminando el añejo ideal del primer liberalismo que viera en el desbordamiento de las zonas fronterizas en la geografía planetaria, el fin primero y último de la aspiración y realización de lo humano, pasando por encima de los ideales de soberanía que acompañaran la conformación de los modernos Estados-nación. A la vez, suspendiendo perspectivas y anhelos de equidad en el concierto general de las instancias nacionales, sometiéndoles al imperio de las finanzas desde donde se decreta lo fundamental de sus líneas de acción, relativas al manejo de sus propios recursos, de sus medios y propósitos de desarrollo. Asimismo, profundizando los márgenes de distanciamiento entre los segmentos sociales inscritos en los espacios internos de las geografías nacionales –acentuación y agudización de los abismos entre los campos del beneficio y de la omisión, de la riqueza y la pobreza, del privilegio y la exclusión–. Formas nuevas del fluir de los vínculos interhumanos y, a un mismo tiempo, el continuarse de una vida impedida para rebasar los márgenes desgastantes y paralizantes de la llana y monótona tarea económica, bajo el amparo de prácticas de renovación de aspectos básicos de lo nocivo de la tradición colonialista, dando cabida a la promoción de la idea errónea de identificar las manifestaciones y efectos negativos del proceso globalizador con cualesquier forma de lo universal, bajo el supuesto indiferenciado de la irremediable exigencia de uniformización de lo diverso, de silenciamiento de las particularidades, una unidad sustentada en la anulación de la diferencia, de lo pluriforme.

II

El curso de la vida actual, pese al carácter complejo y ambiguo que exhibe en sus modos de despliegue, dispone a menudo a asumirle bajo concepciones desafortunadas. Hay una marcada propensión a la facilidad, a simplificar y generalizar sus variados modos de manifestarse, las plurales formas en que se le percibe. Con frecuencia se tiende a asimilarle a un fenómeno uniforme de suyo asociado a experiencias de dominación. Los múltiples sesgos en que se traduce ese devenir, no constituyen un impedimento para fijar, sin mediar argumentación pertinente alguna, su correspondencia con una proyección universal única dirigida unilateralmente a la conservación de relaciones de poder concernientes a intereses específicos, cuya factura es la quiebra y destrucción de incuantificables subjetividades y colectividades. Se trata de un razonamiento que operando a partir de la premisa de que si la forma dominante de ese curso se ha concretizado en la conformación de un panorama general fincado en prácticas de opresión, de advenimiento y profundización de la miseria, del dolor, del sufrimiento, un proyecto donde el saqueo y el despojo son experiencias del vivir cotidiano, concluye con ligereza que no hay motivos suficientes para abrirse a la consideración otras formas reales o posibles de expresión en tal curso. Lejos de ver que lo universal ––al igual que otras de las maneras de darse el mundo de la vida para nosotros––tiene un sentido irreductible a una sola de sus manifestaciones ––esa barbarie capitalista refractaria a la intersubjetividad––, se le estandariza y se le dispone en analogía con la injusticia, con la explotación, la rapacidad, del engaño. De ahí, la fácil derivación evidenciada directamente: si las particularidades de la vida humana y sus culturas han de oponerse y resistir al poder brutal de la expansión financiera para asegurar la preservación de sus familiaridades, de sus costumbres y proyectos de vida, de su propia existencia, deben orientarse al cierre sobre sí mismas para protegerse del peligro siempre inminente, sito en el proceso uniforme de la asimilación planetaria desde donde se decretaría su muerte. En ese pensamiento se olvida la cuestión decisiva de que toda forma de vida humana es un aspecto, una parte de la condición total de la humanidad, una condición que no es exclusiva de particularidad alguna de lo humano, un ámbito que tiene precisamente por carácter la universalidad y que por ello, se hace viable la afirmación de que no todas las maneras de darse y advenir de lo humano establecen a priori las vías de su realización bajo el presunto insalvable de la dominación.

En lo anterior, se asiste a una posición infortunada desde la que se desliza un criterio fatalista respecto del organizarse de la vida en común. No sólo se llega a considerar a nuestra realidad como algo inexorablemente condenado al movimiento estrecho de la redundancia, de la repetición incesante que no deja mayor orientación al pensamiento y a la imaginación que la de la conservación, la del mero fluctuar en el espacio del hábito, de lo doméstico, de lo dado. Asimismo, se abre la puerta a la afirmación lapidaria de que en lo humano habita una propensión natural a la dominación, una especie de volición cobijada con el manto de la maldad; la “naturaleza humana” siempre ha aparecido, aparece y aparecerá encauzada a la perversión de lo mejor del pensamiento y de la acción, a la deformación de sus manifestaciones más generosas, consumiendo lo más de lo que toca a su paso. Una supuesta esencia inevitable, algo natural, frente a lo cual poco o nada hay por hacer porque pareciera que la historia está de suyo impedida para sobrepasarse, para proyectarse hacia un porvenir distinto, condenada a oscilar en los puntos trazados por la simetría de una determinación insoslayable, dejando sin lugar a la fisura, al resquicio, al intersticio para la libertad, haciendo del presente un momento que se eterniza en la solidez, vaciado de la eventualidad, de lo aleatorio, una situación concluyente. Apuesta por un escepticismo radical donde habita la impotencia, la desesperanza, la creencia en la esterilidad de la intervención humana en virtud de que la realidad es así y el cambio no es más que vana ficción.

Una postura que exhibe la desnudez de un medrar en el encomio de la economía de esfuerzo, en la incapacidad de pensamiento donde sólo hay sitio para la respuesta simple y simplificadora. Renuencia y temor al desafío que supone adentrarse en las zonas resbaladizas de la realidad, a perderse en la complejidad del mundo de vida, porque para el espíritu de tedio que domina la atmósfera de los desplazamientos humanos, siempre es más atractiva la opción por lo cómodo, por eso que Carlos Pereda denuncia como principio articulador de los “bloques de pensamiento”, la máxima del “siempre es bueno más de lo mismo , un dejarse llevar por la corriente segura, invariable de la sutura, de la clausura, de la verdad absoluta, de la razón definitiva, donde ya todo aparece previamente definido, donde el esfuerzo por pensar y actuar desde sí mismo es mínimo o no es requerido. Tendencia para la cual pasa inadvertida no sólo la condición de complejidad que asiste a la realidad social humana, sino también la presencia en esa realidad de un pensamiento que la asume en su carácter intricado, ambiguo, una modalidad de la actividad filosófica comprometida con la cultura, impulsando en la conciencia la ejercitación de la reflexión, de la crítica, de la aproximación a nuestra plural experiencia de vivir. Un pensamiento provocador que emplaza a soñar, a repensar la realidad en sus perplejidades y a la condición humana en su “esencia” inconclusa y, con ello, al plano decisivo de la cultura en su sentido más propio, más pertinente desde el que es dignificada la existencia social humana: poder o potencia de creación y re-creación, invención y reinvención, tanteo, ensayo, fuerza de aventura, potencia virtual que se actualiza; apertura a nuevos sentidos, a la tradición alterándola, afán de búsqueda, entusiasmo por enriquecer lo real, por adicionarle nuevos elementos.

Es el carácter abierto de la cultura lo que incita en el ser de lo humano la actitud atenta, meticulosa, ante lo habitual, ante aquellos arrebatos de espíritu afanados en el establecimiento de escalas o parámetros fijos para calificar de manera única a las variantes de la existencia. Una orientación que tiene en la mesura una de sus direcciones privilegiadas, para establecer límites adecuados al pensamiento y a la acción sorteando los funestos escollos de la absolutización, de la falta y omisión de cautela y prudencia característica de los bloques de pensamiento, para impedir el avenirse a otra de las máximas detestables: “la única ruta es la mía o la nuestra”. Cultura en su significación más profunda que se comprende en una indispensable toma de distancia respecto de la precipitación en el dogma, actitud justificada desde distintos planos: lo moral, la ciencia, la política, las instituciones, que envían a la asunción refractaria respecto de todo contacto, a la negación de la alteridad. Cultura, sentido que alerta que un espacio específico de ideas, creencias o valores, no es el único posible; que las nociones de identidad o pertenencia más que afirmarse como barreras infranqueables para lo extraño, responden a una disposición para influir en y ser influido por lo ajeno; que la de autenticidad, lejos de postular una actitud que tiene que ver con lo peculiar donde es invocada la defensa irrestricta de un origen, aparece articulada a la cuestión de la autonomía donde se abre margen a la posibilidad de mejorar lo que se ha sido y lo que se es. En suma, todo un emplazamiento a precaverse de las variantes del pensamiento concluyente, de las tentativas a la absolutización y a la relativización excesiva que derivan en actitudes de sutura donde el umbral hacia el fanatismo es franqueado ágilmente.

III

Entre las vías que ofrecen un planeamiento concordante con la apuesta de una filosofía de la cultura en el sentido anotado con anterioridad, una formulación encauzada a situarle como fuente primigenia y espacio permeable abierto a inagotables relaciones, y por lo mismo a la creación de nuevos sentidos, campo ambiguo propicio al encuentro y avenencia entre lo diverso, lo múltiple, lo plural, a un tratamiento plausible de la tensión entre lo particular y lo general permitiendo otro modo de comprensión del mundo y de sus cosas en cuanto unidad que puede alojar la diferencia sin el supuesto de la asimilación, queremos situarnos en la propuesta de dos autores: uno que despliega su aportación en el terreno de la reflexión filosófica, Maurice Merleau-Ponty, y otro que sin asumirse en el marco de esa actividad permite una ubicación pertinente y racional en la heterogénea experiencia de vivir, José Revueltas. Ambos convergen en un aspecto decisivo de sus respectivas obras, en la arista que podemos llamar, siguiendo a Mario Teodoro Ramírez, “apuesta por un concepto estético de cultura”, que aporta el espacio teórico para el despliegue del pensar más allá del marco de una dialéctica que ha mantenido los cursos de la dirección intelectual ocupados y agotados en el juego de la relación entre elementos mutuamente excluyentes, incapaz de concebir más forma de abordar las contradicciones que aquella que exige la supresión, la muerte a manera de premisa ineludible para el cambio, manteniéndose prisionera de la creencia en lo ineluctable de la desavenencia, del distanciamiento interhumano, mostrándose uno más de los modos de esas tentativas de absolutización, de edificación de verdades definitivas, de razones concluyentes y actitudes fatalistas, respecto de la vida humana en el mundo, impidiendo una mirada plausible sobre del plano cultural acorde con su dimensión adecuada.

Uno de los más significativos desarrollos de la propuesta fenomenológica husserliana, la filosofía de Merleau-Ponty, sin conformarse en estricto sentido en una teoría filosófica del arte y sin pretender otorgar a lo estético un estatuto de disciplina específica, como señala Mauro Carbone, aporta una de las mejores vías para el desarrollo de una reflexión viable en torno de los alcances del arte en cuanto momento ejemplar de la creatividad humana, por ende, de la cultura. Un ejercicio crítico cuya justa traducción tiene lugar en un pensamiento estético, que al prolongarse a toda manifestación de la aptitud creativa humana, confiere una posición óptima para una apreciación más profunda del horizonte cultural y su valor, haciendo plausibles las respuestas a cuestiones decisivas de la complejidad del existir humano en común. El despliegue del pensamiento meticuloso del filósofo francés a propósito del fenómeno de la percepción, invita y a la vez provoca a nuestra mirada a advertir lo necesario de volver, de retornar al terreno de la experiencia originaria del mundo humano, campo olvidado, omitido o indiferente para el modelo clásico de la ciencia –soporte de la racionalidad instrumental imperante en el tiempo actual– y sus derivaciones. En ella se asiste a la base primordial, al lugar del cual hay que partir para accesar a una vía justa en la actividad de elucidación de la más auténtica situación de lo humano en el mundo. El análisis de los alcances de la experiencia originaria, aporta al pensamiento las condiciones apropiadas para una aproximación más cabal a esa zona compleja de los vínculos de condición humana con lo real, a su carácter diverso, plural, multiforme, sustrayéndose a los enfoque y concepciones que le visualizan y disponen como un ámbito jugado en una polaridad radical ––lo humano separado del mundo––, como totalidades excluyentes sólo comprensibles a partir de una relación de exterioridad. Lo que la reflexión merleau-pontyana emplaza a considerar es que en el mundo de la vida se asiste a una relacionalidad que tiene por eje a la intersubjetividad, porque lo que ahí se nos ofrece no es una pluralidad de individualidades, una atmósfera conformada por individuos dispersos, sino un campo de ser primigenio, fundamental donde cada forma de vida, cada modo de visibilidad no están cerrados sobre sí mismos, ni agotan lo existente. Nuestra experiencia originaria abierta al mundo por mediación de los cuerpos, de la sensibilidad, niega de entrada cualquier pretensión de escisión absoluta interhumana y de lo humano con los restantes seres y cosas existentes en el mundo.

Entonces, lo primero que hay que destacar, y esto es lo fundamental, debido a nuestro carácter de seres en el mundo y con el mundo, eso donde vivimos, que vivimos o nos ha tocado vivir, es el que nuestra experiencia vivida de ese mundo invalida el considerarnos separados de él; nuestra posición, al contrario de lo que se supone en el esquema clásico –del cual participa en cierta medida Husserl– operando la primacía del problema del conocimiento sobre el del ser, no es la que concierne a subjetividades, a sujetos relacionados con objetos situados exteriormente a ellos. La relación de lo humano con su realidad no constituye un vínculo establecido entre conciencias dirigidas hacia los objetos dispuestos fuera de ella a la manera de su plano exterior; sujetos en un mundo de objetos o entidades que les son radicalmente diferentes. Se trata de una relación donde lo humano es un ser más al lado de otros seres, un ser con, un existente en un mundo de existentes. El ser humano, con lo que se ha entendido en la tradición filosófica como una realidad de cosas y objetos, no aparece ajeno a ella sino siendo una de sus partes. Se trata ahí de una relación efectivamente negada a la exclusión, pero esto no supone una unidad toda ella armonía; se trata de una asociación que remite a lo incompleto, a lo inconcluso –por ello mismo abierta–, incluso a cierto distanciamiento, mas no un distanciamiento definitivo, irreversible, sino un movimiento de vaivén entre el alejamiento y la aproximación en una comunidad de influencias recíprocas. El mundo aparece conformado por subjetividades pero éstas aparecen interpenetradas en una realidad mundana que les es común, y esto porque más que disponer de un cuerpo son –somos– un cuerpo que comunica, que permite de suyo la reciprocidad, el intercambio, la mutualidad, una efectiva unidad que no llega a conformarse en uniformidad.

En estos planteamientos del fenomenólogo francés, se asiste al configurarse de un enfoque filosófico alternativo que impulsa a cuestionar y cuestionarnos sobre la legitimidad del reclamo a concebir la instancia de lo humano como el foco a partir del cual se hace posible el sentido del resto de los seres y las cosas que comparten con él el mundo, deslizándole en una suerte de arrogancia que le ubicaría como el demiurgo que articula, dispone, estructura al mundo y sus cosas. Con ello, a una misma vez, se nos devuelve, en esa condición primigenia, a interrogarnos sobre la validez del criterio de sobreposición unilineal de unos seres humanos respecto de otros, de unas formas de vida colectivas con relación a otras, si en lugar de esto, nuestros vínculos no remiten más a un plano complicado, equívoco, incierto, un devenir de intercambios, de inversiones permanentes, de sobreposiciones recíprocas, un horizonte de multiplicidades y multivocidades en relaciones de coexistencia nunca terminadas, un ámbito relacional de fuerzas e intensidades. Si de alguna especie de proporción interhumana se puede aludir en ese sentido, es de aquella que envía a una interactuación siempre abierta y continua. Pero no sólo eso. Asimismo, queda en entredicho la idea de una dispersión categórica, pura, inevitable, en las formas de advenir del juego de los vínculos interhumanos en los variados escenarios de concreción de los modos de convivencia, en virtud de la diferencia que nos concierne. El que nuestras conciencias-cuerpos, nuestras carnalidades, nuestra condición originariamente corporal-sensible, perciban de modos diversos el mundo, no implica un distanciamiento definitivo porque somos ajenos a toda suerte de plenitud ontológica –como lo es el mundo mismo–, es esto lo que permite formular que, a pesar de lo aparente de nuestras distancias insalvables, aparecemos dispuestos en el juego de los contactos con lo que nos es diferente, nos mantenemos en un impulso a la búsqueda de lo nuestro, de lo propio en la alteridad, sin que las respuestas logradas sean algo concluyente. Si entre el ser humano y las cosas hay una cercanía tal que hace a éstas cobrar atributos humanos, y a lo humano acaecer impregnado de las cosas, por qué no podríamos suponer al mismo tiempo que en las relaciones entre humanos se dan influencias afectivas reversibles, intercambio de rasgos y bienes, sobrepasando la orientación imperante de negarnos unos a otros, la vocación de cierre que limita nuestro alcance.

Desde la orientación fenomenológica en el análisis radical de la percepción de Merleau-Ponty, dice Mauro Carbone, se confiere un énfasis decisivo a las formas en que se expresa nuestro contacto con lo sensible, con la otredad humana y los seres que acompañan nuestra estancia mundana, traducida en una permuta incesante de fuerzas e intensidades que tiene por muestra ejemplar a la actividad artística. De ahí que en ese espacio sea resuelto el aspecto fundamental de la cultura: la acción creadora en cuanto proceso que coimplica los planos material y espiritual de la actividad humana. Materialidad en cuanto poder, potencia capaz de poner en juego esas fuerzas e intensidades sorprendentes, insólitas, exóticas; espiritualidad que al materializarse cobra forma en un estilo, articulación de sensibilidad y significación, una vasta operación expresiva desdoblada como aptitud que prosigue indefinidamente la tarea de crear. En el arte, para el filósofo francés, estamos ante la actividad humana que mejor recoge la riqueza de elementos del mundo que nos sale al encuentro enriqueciéndolo a su vez, inaugurando otras realidades, actualizando la potencia humana de innovación. En cuanto manifestación cultural, la praxis artística es la modalidad que mejor expresa el poder o potencia coimplicado en la articulación compleja de lo humano con las cosas, esa investidura de lo humano en las cosas y de las cosas en lo humano, ese hacerse uno de lo humano con las cosas. En el arte se alcanza a visualizar esa potencia y fuerza de la imbricación, de la intercalación seres humanos-cosas, irradiada al resto de las parcelas de la cultura (la filosofía, la ciencia, la técnica, la producción, …), poder de actualización de virtualidades, de generación de nuevos significados, de desbordamiento de lo dado, del hábito, en suma, el carácter de fuerza de lo cultural en cuanto poder de creación, es intensidad recuperadora de la tradición que le renueva re-creando lo humano, reinventándole, es energía donde lo humano se autocrea impulsándole hacia nuevas formas de vida, renunciando a las actitudes de resignación ante lo fijado, lo confirmado, a la paralización o inmovilidad receptiva, orientándole siempre hacia un ser más.

La reflexión filosófica merleau-pontyana en torno del arte, mostrando su condición de praxis abierta, pluralista, donde los cuerpos y las almas humanas encuentran su poder actualizando su potencialidad interconectados con el mundo, abre su vez la perspectiva, a un pensamiento concordante con el contenido de lo cultural y manifestación de lo humano en el mundo: la pluriformidad, la multivocidad, la polifonía, la policromía. Composición diferente en tensión con la unidad, abriendo horizontes al pensamiento que desde y para la cultura, permita generar condiciones de posibilidad para abordar y comprender de una manera más amplia nuestra experiencia del ser. Sustraerse a la consideración deplorable de que la realidad que se vive, está condenada a permanecer supeditada a esquemas y prácticas cuya dimensión simbólica se reduce a ese tipo de riqueza que paradójicamente empobrece los cuerpos y las almas, el espíritu humanos, que necesita de la dominación de unos por otros, de su distanciamiento y dispersión. El aporte de Merleau-Ponty en torno de la praxis artística sienta las bases para una concepción de la cultura en favor de un sentido pluralista sin que ello implique adentrarse en una toma de partido por la fragmentación. El desarrollo de esa contribución da a pensar a lo cultural bajo la perspectiva estética, a la manera de vía que puede dar cabida al arribo de otra forma de experiencia y vida sociocultural, pensar y pensarnos, ver y vernos en una ubicación pertinente y racional en presencia del mundo vivido. El poder creativo dispuesto en la actividad del arte, hace derivar la consideración de que tal potencia puede ser extensiva a otras formas de la actividad humana, que tal fuerza no es exclusiva de alguien en sentido individual o colectivo, ella es una experiencia que tiene lugar en ámbitos diferentes y que por ello todos poseen un valor propio. Al expresarse esa experiencia estética de diversas maneras y al entenderse que ninguna de ellas posee de suyo un rango de superioridad por su carácter irreductible con relación a las demás, se torna apropiada la reflexión sobre lo posible de su avenimiento en la recepción recíproca de elementos para sus respectivas realizaciones en un ejercicio libre de decisión de fines y valores racionalmente preferibles. No hay una apropiación exclusiva de la riqueza y belleza de la vida, en esa unidad intervenimos, participamos todos.

IV

José Revueltas, una de las grandes anomalías dentro de la tradición marxista, intolerable a sus manifestaciones ortodoxas ––personalidad constituida en una fidelidad a toda prueba por la apuesta de ver en el ser lo humano una condición siempre inacabada, algo haciéndose y siempre por hacerse, desde donde se puede hacer derivar el criterio pertinente de que todo ideal, toda idea, toda creencia, toda práctica y costumbre, requieren ser sometidas al trabajo de la duda; de que el ejercicio de la crítica, de la discusión, conforman el plano vital del existir humano en común––, nos dispone ante otra perspectiva del pensamiento de, desde y frente a la cultura, a partir de la reflexión sobre lo estético. El escritor mexicano parte de la consideración de que la experiencia humana en el mundo contemporáneo, aparece sometida y reducida en amplio margen al dominio de una fuerza afirmada en la separación, en la escisión, en la fragmentación de la vida social, de los planos comunitarios. Un dominio que se actualiza lo mismo en el tópico de la individualidad que en el de los modos colectivos de existencia, lo mismo en las variadas formas de relación interhumana que en la relación de lo humano con la naturaleza y con las cosas: nuestra condición es aquella que responde a la de seres enajenados. Una condición sobre todo manifiesta en la desarticulación profunda de los vínculos entre los seres humanos en la variación de los sitios ocupados en la organización social, económica, política, en el conocimiento, en el ámbito religioso, etc.

La enajenación afecta por tanto a la cultura: al contrario de conformarse a manera de fuerza e impulso creadores, a manera de espacio propicio a la generación de condiciones de posibilidad para el despliegue de la aptitud humana de cuestionamiento, de crítica y autocrítica ––carácter que le es inmanente––, aparece extrañada de ese sentido al hallarse condicionada al movimiento de una tendencia pragmatista insustancial, que tiene por sustento el magro criterio unilateral, elemental, intransigente de la utilidad, reivindicado por igual desde la apoteosis de la “libertad individual” del campo del capitalismo imperialista, como la de la “libertad colectivista” por su opuesto socialista. La actividad humana, su fuerza, su poder de despliegue, a partir de lo cual se produce el encuentro armónico del cuerpo y el espíritu, el enriquecimiento del mundo con nuevas significaciones, con nuevas formas de percepción de la cotidianidad más allá de un transitar constante de lo rutinario donde el disfrute marque los ritmos, el sentido más apropiado de la praxis, aparecen reducidos al constreñimiento de la mera necesidad económica. La sensibilidad es jugada en una suerte de desgaste, en el divorcio entre lo corporal y lo espiritual; una esfera sensible atenuada las más de las veces al extremo en la dislocación entre los marcos del creador y sus creaciones. Por eso, para el escritor duranguense, la cuestión fundamental en que se juega el mundo contemporáneo es la lucha por la libertad, lucha que debe librarse, en ese ambiente general dominado por el desborde del cierre, por el pensamiento y la práctica inerciales privados de espiritualidad, mantenidos en lo doméstico, ajenos al impulso creador, reducidos a la estrechez de la mera repetición, del más de lo mismo, en la generación de condiciones y ampliación de espacios apropiados al libre ejercicio de la conciencia crítica.

La atmósfera enajenante tiene lugar, de manera más aguda, más directa, en el terreno de lo político. Es ahí donde se exhibe en un más alto grado la enajenación del hombre, la negación de la libertad. Lejos de conformase como el espacio abierto a la realización de las posibilidades de los sujetos, al desarrollo de los mismos en tanto sujetos autónomos y creativos, constituirse en una sabiduría para el ejercicio de la palabra y la disposición a la discusión franca, al pensamiento crítico y a la acción mesurada, se agota en un movimiento mecánico y reiterativo de gesticulaciones, de ceremonias protocolarias, de regodeo en la sutura, en los planos del cierre que consagran el culto a la verdad absoluta, a la pureza del dogma, a la razón impermeable e indubitable. La sobrecarga de elementos ideológicos que acompaña a los procesos que suceden a las transformaciones sociales, su consolidación y fortalecimiento, limitan la acción política a discurrir en el movimiento de las tareas al servicio de la conservación, trazando márgenes categóricos a la orientación crítica y con ello a la libertad, una libertad traducida en el libre cuestionamiento, en libertad de expresión. En ese manifestarse del fenómeno enajenante resulta víctima el arte, cuando se legitima su disposición en la función de apéndice de los dispositivos de justificación de las Razones de Estado, bajo cualquiera de sus formas. El arte al servicio de intereses que le son ajenos, negando, ocultando y deformando la realidad en cuanto ésta tenga de opuesto a ellos.

Revueltas ve en el régimen soviético stalinista el más claro ejemplo de esa tentativa, la desmesura que hace descender al materialismo dialéctico al más burdo de los constructos teóricos: la actividad artística confinada a la defensa de un marxismo ortodoxo, sublimando valores y caracteres del pretendido “hombre nuevo”, existente sólo en el plano de la ficción: alegría, optimismo, puritanismo, buenos sentimientos, héroe absolutamente positivo, cualidades todas al margen del ser humano de carne y hueso. Todo un contrasentido porque, como afirma nuestro escritor “El arte es una desenajenación, por ejemplo, y la filosofía también. Son las únicas expresiones realmente humanas de este mundo prehumano, porque son las más elevadas”. La actividad humana expresada en el arte posibilita la libertad en cuanto ámbito que despliega su poder creador, su fuerza corporal y espiritual que trasciende lo establecido, está al margen de cualquier recurso ideológico dirigido a la justificación y validación de un orden de vida social, a su preservación, porque su sentido tiene que ver, contrariamente, con esa orientación a la inconformidad, con una especie de aversión hacia todo cuanto es tomado o dispuesto en el pedestal de la definitividad. El encuentro armónico entre lo sensible y lo espiritual que da al ser de lo humano el poder de su despliegue, de su potencia imaginativa para dar paso a lo inédito, a lo nuevo, impide toda supeditación a cualquier esquema que aspire a la paralización de la vida en cualquiera de sus manifestaciones. La actividad artística es siempre la apuesta por “un ser más”, una apuesta abierta a nuevas perspectivas, nuevos enfoques de la realidad humana. Por eso afirma Revueltas de frente a las tentativas de violentar su esencia reduciendo su dimensión a una significación de utilidad –intención claramente plasmada en la razón de Estado stalinista–, que se trata de un empobrecimiento banal, un menoscabo tecnicista del más obtuso pensamiento artesanal, cuando se pretende constreñir el arte a un contenido político o a lo que se llama, en una fórmula ramplona, “su mensaje social”. Nuestro autor es partidario convencido de la libertad del arte, de que su carácter responde a una praxis autónoma, sin que ello lleve a suponer que se propone un cierre de ella sobre sí misma, un aislamiento respecto de las demás manifestaciones de lo social y cultural. Hay una unidad tensa del arte con la filosofía, con la política, con ciertas formas religiosas, pero ello no da cabida a alegatos en favor de una relación de dominio-subordinación. Siendo un campo particular de la cultura, abierto, pluralista, naturaleza humanizada en la expresión más alta de los sentimientos, como le llama Revueltas, no hay razón para pensarle instalado sobre los otros aspectos de ese espacio, pero tampoco para considerar su sometimiento a cualquiera de ellos. Se trata, por su carácter de apertura, de una praxis relacional entretejida con ellos, investida de ellos e invistiéndoles, donde no se concede punto de reposo a la invención, a la innovación.


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