BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

LA CIENCIA Y TECNOLOGÍA EN EL DESARROLLO
UNA VISIÓN DESDE AMÉRICA LATINA

Silvana Andrea Figueroa Delgado y otros


 

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UN ESTADO Y UNA DEMOCRACIA PARA LA CIENCIA Y TECNOLOGÍA: COMPOSICIÓN APREMIANTE PARA MÉXICO

Leonel Álvarez Yáñez*

Introducción

Desde nuestra perspectiva, el impulso a la actividad científica contribuye a elevar el grado de desarrollo económico, social y cultural, y bajo esta premisa yace una relación intrínseca entre Estado, ciencia y democracia (Álvarez, 2008b). Es innegable que el Estado es el principal responsable de promover a la ciencia, tarea que se provee de certezas mediante la convocatoria de los distintos actores involucrados. Sin la existencia de tal vínculo, difícilmente se puede concretar una ciencia para el bienestar social y económico. En este trabajo abordaremos algunas de las principales causas y dificultades que han impedido la cristalización de una política científica-tecnológica; en especial nos referiremos al caso mexicano. Saltará a la luz, la incapacidad que ha prevalecido para lograr impactar sobre la conciencia de los empresarios en torno a las ventajas que supone la creación propia como elemento intrínseco a su actividad productiva. La discusión aquí propuesta se entablará en el seno del sistema político, haciendo alusión a mecanismos y herramientas que el gobierno tiene a su alcance en cuanto a generar capacidades científicas y tecnológicas.

Participación e involucramiento de los actores relevantes

Si bien es cierto que la ciencia es una actividad que se justifica por sí misma -pues es sabido que el avance en el conocimiento científico deriva en una serie de progresos para la vida humana-, su impulso no está al margen de las intenciones gubernamentales y empresariales. El Estado promueve intereses concretos y de acuerdo con ellos realiza la gestión y gobierno. El ejercicio del poder político centrado en el partidismo político y distintas formas patrimonialistas y clientelares -experiencia que se repite a lo largo del continente-, elimina la posibilidad de constituir una agenda consensada debido a que la amplia gama de actores, instituciones y procesos no han sido coordinados bajo el mismo supuesto: lograr la organización del trabajo general, aquel enfocado a la creación científica y tecnológica (Figueroa, 1986). Vale reconocer que "a través de sus organismos y funciones, el Estado adquiere (o puede adquirir) capacidad para incidir en lo que ocurre o no ocurre con la ciencia... en el mundo contemporáneo, sobre todo en los países altamente desarrollados, se ha establecido una relación compleja entre la ciencia y el Estado. La ciencia se ha vuelto un asunto de Estado" (Kaplan 2003: 197). La ciencia ha sido un instrumento del poder, cuya influencia en los países desarrollados ha marcado el dominio de los aparatos del Estado -desde el educativo hasta el policiaco-militar (Althusser, 1985)- y, con ello, sus capacidades intervencionistas. Por tanto, la ciencia implica poder y éste, a su vez, impacta en el carácter político de la relación Investigación y Desarrollo (IyD), representado por intereses y requerimientos del grupo gobernante y secundariamente de la sociedad en su conjunto. En otro sentido, vale reconocer también que la ciencia puede ayudar al Estado a satisfacer necesidades -y no sólo a manipular-, tanto como a realizar y consolidar la voluntad de poder de los políticos, gobernantes y técnicos. En los países desarrollados es un aspecto comprobado la influencia positiva que tiene la IyD en la generación de empleos y en el mejoramiento de la calidad de vida; y, en sí, sobre el crecimiento económico. Los elevados niveles de pobreza presentes en México, y de exclusión económica y social en general, al igual que la desprotección frente a la violencia, se vinculan a la ausencia de un ejercicio democrático por parte del Estado. A su vez, estos indicadores sociales expresan el fracaso del mercado para crear condiciones favorables al juego democrático (PNUD, 2004)1. A través de la democracia, expresada en un conjunto de prácticas, estructuras e instituciones, el impulso de la IyD se erige en lo que Rousseau llamó la "voluntad general", que obliga a los políticos a darle curso a la acción colectiva como generadora de consenso y expectativas "realistas" (Sartori, 1999) para tomar decisiones orientadas al desarrollo de capacidades autónomas. Proponer que la ciencia sea uno de los motivos centrales de existencia de los Estados Latinoamericanos, implica la integración de toda una serie de compromisos aislados entre funcionarios, empresarios, científicos y productores en un plan soberano que otorgue efectivas posibilidades de crecimiento y desarrollo. Con un mayor dinamismo y consolidación de la ciencia, los grados de autonomía, así como de viabilidad económica, de los agentes involucrados, serán mayores. Los datos revelan el comportamiento positivo de este ciclo (Albornoz, 2007). Las políticas científicas en Latinoamérica no han logrado tener una jerarquía social de primer orden. Este hecho pudo haberse visto influenciado por el bajo nivel educativo, las condiciones sociales empobrecidas o la mala organización de las instituciones encargadas de elaborarlas y ponerlas en práctica. Lo cierto es que tampoco dichos fenómenos encontrarán salida en un contexto donde el Estado no convoca a la participación que implica la promoción de la actividad científica-tecnológica. Por otra parte, las prioridades de los capitalistas latinoamericanos no han estado asociadas, en términos generales, con el desenvolvimiento de empresas dedicadas a la IyD, pues ha resultado muy cómodo descansar en la importación de estos bienes. Hemos de insistir en que el conocimiento obtenido por un claro y decidido empuje a la ciencia y tecnología, deviene en un abastecimiento inacabable para la creación de riqueza. La acumulación en América Latina, hasta el momento, ha sido llevada a cabo primordialmente mediante el usufructo de los recursos naturales, los cuales tienden al agotamiento y, por tanto, también tiende a sucumbir la capacidad para producir ganancias. Es por ello que resulta crucial estimular una política científica estructurada con base en nuevos intereses de la relación capital-trabajo, que en México y América Latina ha sido concentrada en la explotación del trabajo inmediato, aquel que pone en operación los medios tecnológicos no creados por él (Figueroa, 1986). No obstante las posibilidades de participación y los canales de comunicación se hayan ensanchado entre el Gobierno y los científicos, dichas condiciones aún son insuficientes para que los implicados puedan generar progreso técnico y disfruten de sus beneficios. Es evidente entonces, que, hasta la actualidad, la política científica -incluso cuando en el discurso se reconozca su utilidad- no ha tenido un lugar preponderante en los planes de gobierno, ni mucho menos se le ha relacionado con una estrategia de desarrollo. Esta última, si acaso reconocemos su existencia, sólo ha convocado a los diferentes actores relevantes a atestiguar las intenciones, sin pretender lograr que ejerzan nuevas funciones, actividades y procesos en lo inmediato; producto también de la carencia de un plan a largo plazo. Por ejemplo, la Ley de Ciencia y Tecnología de 2002 planteó la creación del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, en el cual se incluyen a nuevos actores que serán "consultados" por las instituciones de gobierno, sin embargo, su participación se limita a "opinar, pero no a decidir sobre las medidas de política pública, ni sobre las asignaciones presupuestales" (Oliver, 2006: 11). No existen, más allá de los arranques aislados de los programas gubernamentales de corte coyuntural, esfuerzos coordinados con la intención de generar "la política científica" que vincule al trabajo científico para el desarrollo económico con el ejercicio de la democracia en México, y ya no digamos en América Latina. En otras palabras, no se aprovechan los aportes del conocimiento obtenido a través de la ciencia para impulsar mejoras en la sociedad, en su calidad de vida y en su convivencia con otras "dimensiones del Estado" (Sonntag y Valecillos, 1999). Una consecuencia más de lo expuesto hasta ahora, es que el Estado mexicano del presente (como agente de la clase dominante) aparece desligado de un movimiento global -de trascendental significancia- que ahora enfoca su interés en la búsqueda de fuentes alternativas de energía. Ello llama a una fuerte inversión en IyD, que en el contexto actual de crisis económica, ecológica y política, se presenta como la necesidad vital. Si no se organizan los procesos científicos en bien de la protección del medio ambiente y la exploración de fuentes energéticas en los ritmos en los que la economía y el crecimiento están demandando, se estará condenando a nuestra población a una dependencia vil, externa y eterna, de recursos, materiales y alimentos.

Ni apropiación privada ni monopolización del conocimiento

Desde hace ya bastante tiempo, la importancia de la ciencia para el desarrollo económico ha sido reconocida. Autores como Braverman (1974), Mandel (1980) y Sabato y Mackenzie (1982), han dejado muy claro que el fomento que se le da a la ciencia desde el Estado rinde frutos para todos los actores involucrados. Aun con toda la experiencia brindada y los ejemplos de éxito en otros polos, en Latinoamérica los Estados, en general, no advirtieron el significado del avance científico para el desarrollo, y no se entregaron a la tarea de organizar el progreso auto-generado a través de implementar políticas bien estructuradas de IyD. Incluso un organismo tan importante como la CEPAL en 1995 reconoció que "la adopción, adaptación y difusión de las tecnologías actualmente disponibles internacionalmente por parte de la gran masa de empresas que trabajan con equipos obsoletos y métodos atrasados...es más importante que las altas metas en investigación y desarrollo" lo cual interesaría sólo a un grupo de empresas que se encontraría cerca de las mejores prácticas. Para este organismo "la esencia de una política de desarrollo productivo, al menos en la actual etapa de desarrollo -tan distante de la actual frontera internacional- es acelerar el proceso de difusión de las mejores prácticas" (CEPAL, 1995: 6). En México, ante el escaso interés de los empresarios por invertir en IyD, el gobierno instituyó nuevos programas y una nueva ley de ciencia y tecnología en 2003 con la esperanza de elevar la competitividad y el "espíritu innovador de las empresas" (DOF, 2002 citado en Villavicencio, 2008: 105). Sin embargo, el gasto privado en los años recientes no se ha incrementado, ni siquiera para asegurar el siguiente ciclo de inversiones.

documentan haber detectado 50 grandes contribuyentes cuyos pagos individuales de ISR en 2005 -deducidas las devoluciones- fueron menores a 74 pesos, debido a que las devoluciones efectuadas en el periodo 2001-2005, por 604 mil 300 millones de pesos, superaron 216 por ciento el incremento en la inversión privada, que fue de 279 mil 832 millones de pesos. 'Esto contradice la hipótesis de que una menor tributación (como en rigor implican las devoluciones) libera recursos a los particulares para incrementar la inversión en capital. Por eso se genera una situación de privilegio para unos cuantos contribuyentes que contraviene el principio de equidad fiscal' (Garduño y Méndez, 2009).

En sintonía con lo expresado, otros reconocen que existen instrumentos de política científica aplicados en años recientes por el gobierno mexicano, dentro de los que destaca el Programa Especial de Ciencia y Tecnología 2001-2006 (PECyT). No obstante, también advierten que "un problema de diseño llevó a la aplicación individual de cada instrumento, olvidando la necesaria visión sistémica y articulada, así como la obtención de posibles complementariedades entre éstos" (Dutrénit, 2008: 151). Ello podría explicar, en parte, la falta de respuesta del lado del sector empresarial. En Latinoamérica "el gasto en IyD lo financia principalmente el gobierno; el sector privado financia sólo un tercio del total de esas actividades, situación que contrasta con la de Estados Unidos, cuyas empresas financian 69% de la investigación y desarrollo" (Cimolí, 2008: 76)2. Más todavía, en este último país buena parte de la constitución de las empresas conlleva capital nacional, situación contraria para América Latina, en general. En México, el número de patentes otorgadas en el año 2006 a iniciativas nacionales fue tan solo de 145, pero para las extranjeras fue de 7 538, destacando las estadounidenses con 5 180 patentes (CONACyT, 2007). Puesto así las cosas, ni siquiera nos acercamos a lo que se ha convertido en un problema en otras naciones, el cual consiste en lograr mecanismos de control a la férrea competencia llevada a cabo por los agentes privados locales, que resulta en el desplazamiento de unos y la apropiación monopólica del conocimiento por parte de otros. El problema nuestro es, con mucho, mayor: la apropiación se efectúa por agentes externos; los locales no compiten. Es comprensible que la atención prestada a la relación que prevalece entre la ausencia de la organización del trabajo científico al interior del país, respecto de la gran masa de los procesos industriales y el ejercicio de la democracia, sea inexistente. En otras palabras, si no hay progreso, no hay problemas de democratización del mismo3. Lo anterior se consolida con la noción de que los productos de la ciencia aparecen disponibles en el mercado mundial y, de esta manera, se deposita toda la confianza en la ciencia y tecnología producida en el exterior desarrollado. Por tanto, pensarían muchos: qué necesidad hay de crear lo que ya fue creado afuera y con mayor calidad. Sin duda, también ha habido una tendencia a reafirmar la independencia de lo político, lo cual ha impactado en el pensamiento colectivo para restarle responsabilidades al Estado, incluyendo su papel como promotor del esfuerzo científico para el desarrollo económico y para la democracia.


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