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EL MIEDO EN EL NUEVO MILENIO: UN ABORDAJE ANTROPOLÓGICO PARA COMPRENDER LA POSTMODERNIDAD

Maximiliano E. Korstanje




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La sociedad de los riesgos en U. Beck

En analogía con Bauman, U. Beck propone un modelo para comprender el estado de riesgo continuo que parecen vivir las sociedades modernas capitalistas. El autor entiende que el proceso de la modernidad ha sufrido un quiebre luego del accidente nuclear en Chernobyl, Ucrania. Este hecho ha alterado radicalmente la forma de percibir el riesgo y las amenazas. A diferencia de los viajeros medievales, quienes evaluaban los riesgos personales antes de partir a la aventura, los riesgos modernos se presentan como globales, catastróficos y caóticos, por lo cual el sujeto se ve envuelto en un sentimiento de impotencia. En este contexto, Beck sugiere que la magnitud de este cambio es directamente proporcional con respecto al nivel de producción de las sociedades. A mayor “desarrollo” económico mayor probabilidad de experimentar estos riesgos (Beck, 2006).

Según Beck, las amenazas se forman de pequeños riesgos individuales que la sociedad tolera gradualmente pero que acumulados la hacen colapsar. De esta manera, en oposición con la sociedad burguesa que mantenía una línea divisoria entre la riqueza y la pobreza, la sociedad moderna enfrenta una nueva configuración en su orden social. Esta nueva sociedad recibe el nombre de “Sociedad del riesgo” cuya característica principal radica en que los riesgos son distribuidos a todas las clases o grupos por igual. A la lógica de la apropiación material del mercantilismo se le presenta su antitesis, la lógica de la negación. En parte, por medio del periodismo o la ciencia, los grupos privilegiados esconden información con respecto a los riesgos o minimizan los daños colaterales producidos por el híper-consumo. Así, las responsabilidades y los derechos se desdibujan en un escenario global donde se pierden los límites entre la inocencia y la culpabilidad. Básicamente, el miedo surge como resultado de la negación del riesgo.

Por otro lado, la intervención del mercado se encuentra ligada a la necesidad de alivianar el peso que sienten los consumidores por medio de la introducción de diferentes artículos y bienes de consumo. Si la sociedad burguesa se ha caracterizado por la distinción jerárquica en donde los “ricos” conservaban sus privilegios, la sociedad del riesgo se asume como tal “ya que nadie se encuentra a salvo”. El temor por el descenso social o la pobreza ha sido remplazado por una necesidad de impedir que lo peor suceda. Por ese motivo, Beck argumenta que la producción de riesgos es proporcional a la distribución de la riqueza; su tesis central es que la imposición de riesgos sobre los consumidores los lleva a estimular ilimitadamente al mercado. En definitiva, el temor es la única necesidad que no tiene fondo y siempre se mantiene insatisfecha (Beck, 2006).

Según el desarrollo de Beck, las formas productivas de las sociedades están cambiando, aun cuando se sigue operando en la lógica del “como si”, fingiendo prácticas y costumbres de hace algunas décadas, la esencia del mercado y las formas productivas han sustancialmente cambiado su dirección. En la vida social se observa un estado liminar o de pasaje entre una sociedad industrial a una del riesgo. La globalización del riesgo atenta contra la integridad individual; por ejemplo, Beck pone el ejemplo de las sociedades feudales de los siglos XVIII y su transformación final en el XIX. Mientras en la Edad media los demonios, la brujería y el mal marcaban la conciencia de la teología europea, en la actualidad los riesgos globales aumentan y marcan la conciencia del consumidor y del mercado. El problema que se observa en Beck es poder explicar cómo es que una sociedad que tolera sus propios riesgos puede por esa misma acción colapsar.

El Culto a los Muertos

En cierta forma, el culto a los muertos es una parte importante de la estructura cultural de los pueblos sedentarios. Quien mejor ha estudiado la relación del culto a los antepasados con la imagen, ha sido el antropólogo alemán H. Belting. Para Belting, el “qué” se encuentra vinculado al “cómo”; en efecto, la imagen no sólo habla de su constitución ontológica sino también del medio o soporte que la transfiere y la difunde. De esta forma, existe una inseparable relación entre la imagen y los medios de comunicación la cual amerita también ser analizada. La distinción entre uno y otro despierta la conciencia corporal. El cuerpo no es exclusivamente un medio de imagen sino también un productor de la misma. La imagen se ubica más cerca de la realidad que en la forma del ser; por tal, la sustancia orgánica no puede ser transferida en imágenes externas. Según el autor, la dicotomía entre cuerpo e imagen explica el horror causado por los muñecos en tamaño natural. La imagen, lejos de poseer un cuerpo, requiere de un medio para presentarse y re-presentarse a sí misma; en el antiguo culto a los muertos, se intercambiaba por el cuerpo en descomposición un recordatorio (duradero) en barro o piedra. El renacimiento y la historia del arte como disciplinas, excluyeron de alguna manera “todas aquellas imágenes que tuvieran un carácter artístico incierto”; como las máscaras funerarias. En este sentido, Belting advierte “el dominio de la imagen de los muertos en la cultura occidental cayó completamente bajo la sombra del discurso del arte, por lo cual en todas partes en la literatura de investigación se encuentra uno con material sepultado” (Belting, 2007: 22).

La producción de imagen es un hecho simbólico, colectivo y netamente material, producto de la modernidad; el medio que la transporta le otorga una superficie con un significado y una forma perceptiva. Pero Belting es consciente de que la imagen es mucho más que una producción estereotipada; e insiste en clasificarla en externas e internas. Las imágenes exteriores son creadas por un soporte determinado, mientras las internas son procesadas por el propio aparato perceptivo. El poder institucional opera sólo con imágenes externas por medio de la fascinación de los medios tecnológicos que en algunos casos seducen (o lo intentan) al espectador; empero en otros consiguen el efecto inverso. La división dialéctica entre medio e imagen es la pieza clave que le permite al autor todo el desarrollo posterior que realiza en su libro. La imagen digital, como un espejo, se constituye en la utopía del hombre, al proveerle (al cuerpo) aquello que no es pero que de alguna manera anhela ser. El espejo, como medio, captura la imagen y la devuelve según nosotros la percibimos. Belting sostiene que desde su creación, diferentes mecanismos han tratado de imitar su función (como por ejemplo la pintura). Por otro lado, se instaura en la mesa de debate un punto importantísimo: ¿cómo diferenciar un medio verdadero de un medio portador?.

Cuando un medio es utilizado por el cuerpo para plasmar una imagen, se está en presencia de un medio portador mientras que, por el contrario, el medio verdadero es el propio cuerpo captado por alguna tecnología (la misma analogía establece Belting entre lenguaje y escritura). Asimismo, la imagen externa, ajena al cuerpo y su experiencia, le da mayor credibilidad; a través de los medios de comunicación construimos nuestra propia realidad tomando fragmentos de ella según nuestras propias intenciones. Se rompe definitivamente la relación entre medio y cuerpo para orientarse hacia un auto-expresión del medio sobre el sujeto. El cuerpo puede convertirse en anfitrión de una imagen, como los clásicos cultos espiritistas invitan al espíritu a manifestarse en sus cuerpos; una especie de proyección del propio cuerpo en la imagen.

Sin embargo, el medio de la imagen adquiere la naturaleza inversa: escapamos de nuestro cuerpo para proyectarnos en un espacio mediático a través de la verosimilitud. La animación se convierte, de esta manera, en la encargada de darle vida a esa imagen fuera del propio cuerpo. Una máscara o un vestido puede ponerse o quitarse de un cuerpo sin que sus características varíen; por el contrario, en el cine, como con el espejo, existe una objetivación de imágenes mediante roles específicos asignados previamente. La pintura, significó (en la historiografía de la imagen) uno de los primeros mecanismos por el cual el hombre pudo ejercer el control total sobre un medio o paisaje virtual. A diferencia del libro, en donde el sujeto indaga e imagina decodificando una realidad que se encuentra sólo en quien escribió, en la pintura se reproduce una mirada “estandarizada” de un cuerpo. Uno de los mayores interrogantes teóricos, que plantea Belting es la desvinculación entre cuerpo, medio e imagen por medio del movimiento o su ausencia. En el cine, el espectador, sigue las diferentes escenas sin moverse físicamente sino sólo en el medio por el cual se producen; pero estas imágenes internamente percibidas difieren taxativamente con referencia a otras manifestaciones como los sueños.

Como interrogante intermedio, Belting propone una relación entre las imágenes antiguas (pérdidas) y las actuales (rememorables) como forma de nuestra vida visual cotidiana. Según esta postura, toda imagen se construye por medio de una evocación (o huella mnémica) del pasado reconfigurada y re-significada acorde a un nuevo entorno que le da nacimiento. Aunque una imagen no surja de la misma técnica, rememora la intermedialidad de la historia. Es decir, un paisaje se asemeja en su escenificación a una fotografía y ésta a una animación 3D. Una imagen está sujeta a la “ley de las apariencias” pero se afirma ontológicamente, a través del medio que la proyecta y le da forma en el mundo social y cultural. En sí, no es la imagen aquella que crea el cuerpo, sino es éste quien le da forma a la imagen. Tanto las imágenes sentidas (internas) como las mecánicas van sufriendo mutaciones y alteraciones a través de la historia y de las estructuras políticas que las manipulan. El esquema dualista presupone erróneamente, que una imagen en la mente se distingue de aquella en una pared; y esto dice Belting no es tan simple de distinguir. No todas las imágenes significan lo mismo para todos y en todos los tiempos, por lo que el autor invita a una reflexión histórica y no necesariamente mediática de la imagen; en este punto su postura se configura como una perspectiva novedosa e interesante de analizar.

En los últimos tres capítulos de su interesante trabajo, quizás los de mayor profundidad teórica, el autor hace referencia a la relación entre imagen y muerte. En la modernidad, la antigua fuerza simbólica de las imágenes para con la muerte parece haber desaparecido; “no sólo hemos dejado de tener imágenes de la muerte en la que nos sea forzoso creer, también nos vamos acostumbrando a la muerte de las imágenes, que alguna vez ejercieron la antigua fascinación de los simbólico” (ibid: 178). Relación dura si se quiere, pero esclarecedora en su desarrollo; según Belting el origen de la imagen (como forma social) se relaciona a la encarnación de los muertos; en su rememoración el difunto continuaba presente por medio de la pervivencia y la transmisión (tan censurada por la Ilustración). Análogamente, la imagen hace aparecer algo que por su ausencia no está ahí; así “el muerto será siempre un ausente y la muerte una ausencia insoportable” (ibid: 178). Ese es el motivo que explica por qué las sociedades han ligado la memoria de sus muertos –quienes no están en ningún lado– a un lugar específico cuya formación simbólica se origina en la imagen. Esta es la forma de hacer comprensible aquello que por su ontología no lo es. Es posible, como advierte el autor, que la necesidad de una imagen hubiera sido una forma profiláctica de evitar la desintegración social una vez acaecida la muerte; en efecto, la trascendencia del estatus y rango del muerto podría suponer un mantenimiento del orden jerárquico anterior (una representación en rango y forma y no sólo un mecanismo compensatorio).

En consecuencia, el culto a los muertos debe comprenderse, no como una práctica esotérica antigua, sino como un mecanismo (aún moderno) que exige la presencia en un medio de una ausencia en imagen. Un nuevo rostro simbólico que sirve de puente semiótico (comunicacional) entre el mundo de los vivos y los muertos (como en la modernidad puede serlo un rito espiritista o de posesión). Con el advenimiento del recuerdo por la imagen individual, las costumbres relacionadas a este culto comenzaron a desvanecerse. Con este nuevo ritual, el retrato personal se predispuso a cerrar la brecha que el culto a los muertos había abierto entre medio e imagen. En este último, el vínculo entre la persona (cuerpo) y la imagen se significa por la apariencia, la cual simboliza una presencia; el cuerpo es sustituido por la semejanza en vida. Por el contrario, en la imagen medial, según el profesor Belting, ese abismo creado originalmente por estos arcaicos cultos se cierra. De esta manera, el artista reemplaza al mago fundiendo en una pintura la imagen pintada, el medio para la pintura.


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