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EL MIEDO EN EL NUEVO MILENIO: UN ABORDAJE ANTROPOLÓGICO PARA COMPRENDER LA POSTMODERNIDAD

Maximiliano E. Korstanje




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REFLEXIONES FINALES: El Miedo en Corey Robin

El miedo político ha sido un concepto examinado por casi más de dos milenios que lleva de existencia la filosofía. Desde Aristóteles hasta Hobbes pasando por las más variadas perspectivas como Montesquieu o Tocqueville, todos han visto en el miedo una variable importante de la vida social y política de un Estado o ciudad. En este sentido, la presente conclusión está dedicada a resumir, analizar y explicar el papel del miedo -tanto interno como externo- como posibilidad de renovación pero también como instrumento de adoctrinamiento interno. En su trabajo El Miedo, Robin asegura una definición certera y profunda de que es y como opera el miedo político en la sociedad estadounidense. Éste sentimiento, como lo imaginamos, conduce voluntariamente al sujeto a la apacible tranquilidad de la vida pero lo obliga a renunciar a ciertas actitudes de resistencia (pasividad). La pregunta subyacente en la lectura a lo largo de la siguiente reseña versa en la necesidad de comprender al miedo ¿como un instrumento de dominación que conlleva a la desconfianza y reclusión o como una forma de lograr la estabilidad? El miedo político es ¿conservador o disparador?.

El profesor Robin comienza su capítulo introductorio reconstruyendo el mito judeo-cristiano de Adán y Eva. Dios descubre que luego de comer del árbol prohibido, ambos tenían miedo y se esconden. Antes del pecado, el hombre caminaba libremente por el jardín del Edén hasta que el rigor del trabajo esclavizó sus cuerpos y sus mentes. En consecuencia, la imposición ético-moral trajo consigo consecuencias indeseables, el miedo. El autor elabora una análoga comparación de la situación de Adán con respecto a los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en donde miles de estadounidenses salieron forzosamente del letargo cultural en el cual se encontraban. La sociedad americana había estado sujeta a diversos miedos asociados a la Guerra Fría o las revueltas raciales, más desconocían su responsabilidad directa en la conformación del problema. Robin persigue la idea que “si bien hay una política del miedo, con frecuencia la ignoramos o la mal interpretamos, complicando la interpretación de cómo y porqué se usa el miedo. Convencidos de que carecemos de principios morales o políticos que nos unan, saboreamos la experiencia de tener miedo tal como muchos escritores después del 11 de Septiembre, pues sólo el miedo, pensamos, puede convertirnos de hombres y mujeres aislados en un pueblo unido” (Robin, 2009: 16-17).

El miedo se construye, de esta forma, como una base o trampolín hacia la dominación de las controversias subyacentes antes del momento crucial que ha despertado a la sociedad. Ese momento mítico es reinterpretado siguiendo una lógica bipolar de amigo/enemigo y genera la movilización de recursos humanos o materiales con fines específicos. En los enemigos, por regla general, se depositan una serie de estereotipos con el fin de disminuir su autoestima y masculinidad. Demonizados no tanto por lo que han hecho sino por sus conductas sexuales, atribuimos a ellos grandes desordenes psicológicos. La incorregibilidad de estas anomalías conlleva a la idea de confrontación y posterior exterminio. El miedo como sentimiento primario sub-político debe ser comprendido en tanto resultado de las creencias se encuentra vinculado a la ansiedad. En este contexto, Robin sugiere que el miedo político no debe entenderse como un mecanismo “salvador del yo” sino un instrumento de “elite” para gobernar las resistencias dadas del campo social. Éste, a su vez, posee dos subtipos: interno y externo. El miedo externo se construye con el fin de mantener a la comunidad unida frente a un “mal” o “peligro” que se presenta ajeno a la misma. En otros términos, esta amenaza atenta contra el bienestar de la población en general. Por el contrario, el segundo tipo surge de las incongruencias nacidas en el seno de las jerarquías sociales. Cada grupo humano posee diferenciales de poder producto de las relaciones que los distinguen y le dan identidad. Aun cuando este sentimiento también es manipulado por grupos exclusivos, su función es la “intimidación” interna. Al respecto, Robin explica “mientras el primer tipo de miedo implica el temor de una colectividad a riesgos remotos o de algún objeto –como un enemigo extranjero- ajeno a la comunidad, el segundo es más íntimo y menos ficticio, se deriva de conflictos verticales y divisiones endémicas de una sociedad, como la desigualdad, ya sea en cuanto a riqueza, estatus o poder. Este segundo tipo de miedo político surge de esta desigualdad, tan útil para quienes se benefician de ella y tan perjudicial para sus víctimas, y ayuda a perpetuarlo (Ibídem, 45).

En el capítulo primero, el autor examina en profundidad las contribuciones y limitaciones de la teoría política de Thomas Hobbes. El miedo, en tanto que condición necesaria para salir del estado de naturaleza y entrar a la civilidad, deviene como creación disuasiva para la convivencia social. Enfrentado directamente a los pensamientos revolucionarios de Cromwell y sus seguidores, Hobbes enfatizaba que existen en el hombre dos tipos de pasiones. La primera se refiere a la búsqueda y el apetito de poseer un objeto específico mientras la segunda tendencia es conservadora y se explica por la aversión a ser despojado de los bienes adquiridos. Si la avidez, entonces, deja al hombre en una especie de actitud maníaca con respecto a los riesgos de desear lo que es de otro, el miedo restaura los desequilibrios de la pasión anterior previniendo que otro me someta a su voluntad. Con el objetivo de evitar la “guerra de todos contra todos”, los hombres crean un Leviatán a quien le confieren el uso exclusivo de la fuerza o coacción. El imperio de la ley protege al hombre en forma integral, incluso de sí mismo.

Por el contrario, en el segundo capítulo Robin revisa críticamente la posición de Montesquieu con respecto a Hobbes. Tan diferentes debido a las condiciones socio-históricas que ambos pensadores atravesaban, pero tan similares en la esencia de su pensamiento, sus contribuciones han resistido el paso del tiempo. En contraposición al régimen despótico de Luis XIV, y en tanto perteneciente a la nobleza, Montesquieu prefiere hablar del “terror despótico” para denunciar las atribuciones de este monarca. Si bien, Montesquieu recurre como Hobbes al miedo político para explicar porque el Estado se mantiene unido, el terror avasalla al individuo despojándolo de todas sus virtudes. La solución a esta condición sería el Estado Liberal y la distribución tripartita de poderes los cuales ayudarían al pueblo a limitar los deseos atemorizantes del príncipe. Las contribuciones de Montesquieu al estudio del miedo político versan sobre dos canales importantes. Por un lado, advierten sobre el doble juego que mantiene el déspota e iluminado en política exterior pero cruel y autoritaria en cuanto a asuntos internos. El príncipe lleva una doble vida mintiendo ambas imágenes en forma separada. Por el otro, el miedo no adquiere una característica irracional sino todo lo contrario. Resultado de las expectativas, ambiciones y estrategias de los sujetos el miedo se constituye como tal tejiendo los hilos de la motivación. Los individuos desean concretar ciertos fines en su vida, mas lo hacen no por voluntad sino por miedo a fracasar y por enfrentar los sacrificios que ese beneficio promete. Precisamente, este es el punto de coincidencia entre Montesquieu y Hobbes.

En la sección tercera, Robin introduce en la discusión a Alexis de Tocqueville quien a diferencia de los autores antes mencionados, veía en la mayoría una temible amenaza para la democracia. Particularmente, Tocqueville creía que las mayorías populares subsumían el yo político de los ciudadanos en una masa impersonal la cual no permitía disidencias. Si bien, este nuevo régimen político no castigaba directamente a quienes pensaban diferente, los aislaba condenándolos a la soledad y el ostracismo. Las mayorías, según su visión, logran mayorías automáticas sin ningún tipo de liderazgo. Basada en un poder político que otorgaba el derecho a la igualdad, la masa crea el riesgo dentro de sus propias filas y no fuera de él. En este sentido, Robin sugiere que “la descripción de Tocqueville de la mayoría tiránica, pues captaba, su compleja y confusa sensibilidad sobre esta nueva era democrática. Por una parte, Tocqueville tenía una exagerada perspectiva de la omnipotencia de la mayoría y suponía, equivocadamente, que la lucha política entre las fuerzas de la igualdad y las elitistas habían terminado, y que la igualdad había triunfado. Las víctimas del miedo no eran las de abajo, sino las de arriba” (Ibídem, 157).

Al desdibujarse los límites de cada individuo tan ampliamente, el yo democrático crearía un mundo cada vez más aterrador no sólo porque aumenta el nivel de egoísmo, violencia y crueldad sino también la ansiedad. El peligro nace desde dentro de la sociedad expresado tanto en la constitución cultural como psicológica de la personalidad ansiosa. En este caso, la ansiedad no se da por un proceso de individuación y fragmentación del lazo social, sino todo lo contrario: por la sumisión impersonal del yo a una masa anónima. La ansiedad, en otras palabras, es condición in facto esse de la formación cultural de los Estados Unidos de América por ausencia de estructura, línea jerárquica y autoridad. El miedo no viene dado por el uso de la fuerza del Leviatán o del déspota, sino por la ausencia de límites. La propia ansiedad crea las amenazas internas, pone a los hermanos uno contra otro, y los predispone a la desconfianza y pasividad, listos para sacrificar sus propias libertades personales. Tan reaccionario como a veces conservador y revolucionario, Tocqueville clamaba por un papel activo de Europa en la política mundial. No sólo veía con buenos ojos las incursiones europeas en África y Asia sino que vivió con gran entusiasmo la conformación del etnocentrismo del siglo XIX. El profesor Corey es más que elocuente cuando dice “era un gran acontecimiento empujar a la raza europea fuera de su hogar y someter a todas las otras razas a su imperio o influencia. En contra de aquellos, como él, que normalmente difamarían a nuestro siglo por su política insignificante, Tocqueville insistió en que nuestra época está creando algo más grande, más extraordinario que el Imperio Romano sin que nos demos cuenta; es la esclavización de cuatro partes del mundo a manos de una quinta” (ibídem. 176).

Aclarados los puntos principales en pensadores como Hobbes, Montesquieu y Tocqueville, Robin examina en el capítulo cuarto el terror totalitario. Para nuestro autor, fue precisamente H. Arendt quien a su manera criticó el papel del totalitarismo tanto en la Alemania Nazi como también en el Régimen Soviético estalinista. En palabras de Robin, “si a algún otro pensador le debemos nuestro agradecimiento, o nuestro escepticismo, por la noción de que el totalitarismo fue antes que nada una agresión contra la integridad del yo inspirada por una ideología, es sin dudas, a Hanna Arendt” (Ibídem, 188). Pero sin lugar a dudas, Arendt es la contratara de T. Hobbes; si en Hobbes el miedo lleva a la idea de una pacificación forzosa, en Arendt la sumisión se corresponde con una evidente falta de confianza personal. ¿De donde proviene tanta disparidad en el pensamiento de ambos filósofos?. Robin parece encontrar una respuesta tentativa asociada a la visión (en Arendt) de un yo cada vez más fragmentado y débil, perspectiva que no tenía (obviamente) Hobbes. Entre Hobbes y Arendt, el yo había sufrido cambios sustanciales producto de revoluciones y contrarrevoluciones políticas. Las contribuciones de Tocqueville en la conformación de una idea que implica “la pequeñez del yo” frente a la libertad han permanecido en la forma de concebir el miedo político de Arendt.

Alternando la teoría del “terror despótico” de Montesquieu con la auto-humillación del yo de Tocqueville, Arendt propone una nueva forma de concebir lo político. El “terror total” se encontraba orientado a destruir de raíz la libertad y la responsabilidad por los propios actos en aras de la eficiencia racional. No es en así, enfatiza Robin, la brutalidad de los crímenes cometidos por los Nazis o los Bolcheviques contra los disidentes, lo que hace al totalitarismo sino la impersonalidad y sistematicidad con que a diario se ejercían. El objetivo se presenta como externo al sistema ético-moral por voluntad del más fuerte. Esta forma de pensar, propia del existencialismo alemán del cual Arendt no se podía desprender, le causó serios dolores de cabeza ya que fue acusada por sus propios correligionarios judíos de “traidora”. Las respuestas culturalistas que apuntaban al holocausto y o terror total como resultados de la herencia cultural alemana o rusa, no la convencían en absoluto. Ella sostenía, quizás erróneamente, que lo sucedido en Alemania o Rusia podía ser replicada en cualquier otra nación. Fue así que en su desarrollo, Arendt presentaba a un Eichmann (Eichmann en Jerusalén) desprovisto de una “maldad extrema” casi diabólica, sino como un producto acabado de la lógica legal-racional cuya voluntad crítica había sido colapsada por la ideología Nacionalsocialista.

Tan similar en su argumento a los primeros frankfurtianos (como el caso de Fromm), Arendt insistía en que el miedo político se estructuraba alrededor del hombre-masa cuyos intereses son sacrificados a favor de un líder. Carente de expectativas, política y objetivos, la masa poseía una personalidad patológica de anomia y desarraigo. Esta desorganización era potencialmente funcional a los intereses a los caudillos totalitarios quienes brindaban (temporalmente) un alivio a la ansiedad del aislamiento. Lo cierto parece ser que: “así anunció Arendt desde muy pronto su orientación tocquevilliana; fue Tocqueville quien primero recurrió a la masa como fuente generadora de la tiranía moderna y quien argumentó que la experiencia primaria de la masa no era el miedo hobbesiano ni el terror de Montesquieu –ambos respuesta al poder superior- ara más bien la ansiedad del desarraigo. Como Tocqueville, Arendt creía que la masa era el motor primario de la tiranía moderna y que la ansiedad anómica era el combustible. Si bien apreciaba que los gobernantes totalitarios como Stalin habían creado las condiciones sociales para esa ansiedad –y que otros regímenes totalitarios podían hacer lo mismo-, el impulso primario de su argumento fue que la ansiedad de la masa era resultado de una anomia persistente y que producía un movimiento a favor del terror totalitario” (ibídem, 196).

No obstante, a diferencia de Tocqueville quien asumía que la ansiedad era causa de la igualdad, Arendt la considera como resultante de la desestructuración de las clases sociales y el desempleo. A diferencia del aislamiento el cual implicaba que el sujeto siguiera inserto en un ámbito laboral con relaciones ciertamente estables, la falta de empleo depreciaba la calidad humana confinándola a la desesperación, a la soledad. El problema central en la tesis de Arendt sobre el terror total es que despoja a los actores de toda responsabilidad ética y moral por sus actos. Convirtiéndolos en casi “niños de pecho” en busca de prestigio y estatus, nuestra filósofa desdibuja los límites entre el victimario y la víctima. Por lo pronto, también pone un énfasis excesivo en la democracia como régimen liberal olvidando que incluso (en ocasiones) ella misma puede ser tan autoritaria como los fascismos o el comunismo. En este aspecto, Arendt se separa radicalmente de Tocqueville y Montesquieu. Empero aceptando, que Eichmann en su ambición por ascender socialmente, se afilió al partido nazi y mando a ejecutar a miles de personas sin causa aparente, Arendt vuelve a los postulados de Hobbes con respecto a la vanagloria. De esta forma, “con su discusión sobre el arribista y el trepador social, Arendt revirtió la tendencia -observada en el espíritu de las leyes de Montesquieu, el segundo volumen de la Democracia en América y los orígenes del Totalitarismo- de equiparar la política del miedo con la pérdida del yo y de jerarquías institucionales. Demostrando que los regímenes del miedo apelaban a la ambición de hombres como Eichmann, volvió a la perspicacia de Hobbes y de Cartas Persas” (ibídem, 227).

Lo expuesto se corresponde con la lectura objetiva (o subjetiva como se quiera ver) de Robin sobre el tema del miedo político en pensadores de la talla de Montesquieu, Arendt o Hobbes. Pero ¿cual es la propuesta formal de Robin sobre el problema en estudio?, y ¿cuales sus limitaciones o aciertos?. Este es precisamente, el contenido del capítulo quinto en donde el autor revisa el papel de los intelectuales liberales de la década del 60 y 70 respectivamente. Desde su posición, la asunción del libre mercado como forma política es una expresión de triunfo del “liberalismo de la ansiedad” lo cual parece describir (fielmente) la situación política actual en los Estados Unidos. Robin argumenta que los intelectuales han rechazado las creencias ancladas en los derechos sociales y el activismo liberal redirigiendo su crítica fuera de las fronteras, hacia medio Oriente o alguna otra región.

La tesis central de este argumento es que la falta de estructura y coerción constituyen un yo débil (en el sentido tocquevilliano). La falta de un orden social ha reemplazado al miedo político que caracterizaba la sociedad moderna de Hobbes o Montesquieu por la ansiedad. El lugar que ocupaba el miedo ahora ha sido tomado por la ansiedad, y desde ella nacen todas las relaciones sociales. En palabras del propio autor, “el miedo era un instrumento del poderosos contra el impotente y una reacción del poderoso ante la posibilidad de que el impotente lo despojara algún día de sus privilegios. Sin embargo, los teóricos actuales de la identidad conciben horizontalmente la sociedad, de modo que la ansiedad es su emoción preferida. Estamos divididos en grupos, pero no hacia arriba y abajo, sino hacia el centro y los extremos. Le preocupa que su perímetro sea demasiado permeable, que los extranjeros se filtren por sus porosas fronteras y pongan en riesgo su carácter existencial y su unidad básica. Como ni hombres ni mujeres están seguros de dónde empiezan y dónde terminan, hay una apremiante necesidad de diferenciarse de lo que uno no es” (ibídem, 265-266).

La tendencia a identificarse con una cultura o una nación se corresponde con la negación de la sociedad política. Los intelectuales ansiosos identifican a las sociedades civiles como la base sobre la cual debería edificarse las relaciones sociales. Iglesias, universidades y ONGs asumen un papel de protagonismo en la configuración de la sociedad; el la política tradicional los electores ven corrupción y maximalismo utilitarista. El liberalismo ansioso busca un “yo más fuerte” que no logra encontrar, aumento así su decepción y frustración. El liberalismo del terror da, en esta circunstancia, una respuesta a un yo desilusionado. La cuestión es ¿cómo y a que precio?. Enfatizando en la ansiedad de la victoria y no en el fracaso, Estados Unidos en los últimos años ha sobrevivido tanto a la guerra fría como a la democracia social. Pero caída la Unión Soviética, el interés nacional de Estados Unidos quedó desdibujado. Sin el comunismo como contravalor, el capitalismo estadounidense se vio envuelto en un clima de inseguridad y duda. Es en J. Shklar que puede observarse una respuesta tentativa. Según esta autora, escribe Robin, el terror es anterior a la desigualdad entre los actores. El poderoso no usa el terror para mantener la distancia con los demás, sino que usa la desigualdad para infundir terror. La desigualdad hace posible el terror pero no lo dispara. Empero Shklar retorna al reduccionismo del déspota en Montesquieu. Como el despotismo el terror se conformaba como un medio universal que se aloja en las sociedades.

El terror justifica la presencia de la ley y el poder parcial del Estado. La falta de límites y restricciones predispone al yo psicológico en la más atroz de las violencias, tan desenfrenada como terrorífica. Alternando las contribuciones de Montesquieu con las de Tocqueville con respecto a la ansiedad, Shklar sugería que la importación de la ley y la tolerancia a los países periféricos implicaba una disolución de las estructuras tradicionales vigentes. Como consecuencia, la progresiva desintegración “yoica” daba como fruto un aumento en la ansiedad. A mayor igualdad, mayor ansiedad. Una contra-reacción a la globalización fue el apego a las instituciones tradicionales como la religión. “Optando por estilos represivos de la identidad, como el nacionalismo serbio y el fundamentalismo islámico, los desarraigados por la modernidad eran salvajemente crueles y sembraban el terror entre esos otros” (ibídem, 285). Esta moda en el pensamiento intelectual americano daba origen lo que Robin denomina “liberalismo del terror”, una explicación tentativa pero fallida a los propios problemas de identidad y vínculo. El terror se transforma, entonces, en la base política y la explicación de las luchas inter-tribales en todo el mundo. Dicha idea sienta las bases para la intervención de Occidente para “salvar a otros” y salvarse así misma como civilización. Lo cierto parecía ser que (como afirma Robin): “resignados a una reducción completa del liberalismo nacional, los activistas liberales tenían la esperanza de hacer en otra parte lo que no habían hecho en casa. No sería esta la primera vez que los liberales miraban hacia regímenes extranjeros sumidos en la ignorancia para compensar el estancamiento del progreso nacional” (ibídem, 290). El liberalismo del terror, según Robin, no es otra cosa que la imposición de los ideales propios de la ilustración en el mundo “bárbaro”, precisamente por incapaces e imposibles en el propio hogar. El libre mercado impersonal –tendiente a la estabilidad- y el fin de la guerra fría ponían en riesgo la figura aristocrática-estamental del heroísmo estadounidense, precisamente el terror externo o el terror en tierra extranjera, se lo devolvía.

El 11 de Septiembre de 2001 sintetiza la necesidad de un enemigo externo con el adoctrinamiento de tipo interno. La ansiedad de los perpetradores del atentado a las Torres Gemelas no se debía, según esta elite intelectual, a las intromisiones en materia de política internacional en Medio Oriente por parte de Estados Unidos, sino a una mera patología psicológica asociada al desarraigo y el resentimiento resultado de la modernidad. El miedo como represión de la política se encuentra dentro del corazón de los Estados Unidos desde mucho tiempo antes a esta tragedia, y ya sin la URSS, los intelectuales estaban listos la causa de la globalización como una distinción de su propia civilización transformando la propia ansiedad en un miedo “vigorizante”. De esta forma, la guerra contra el “terror” no sólo acabaría con una amenaza externa sino que además devolvería al letargo estadounidense una grandeza adormecida. En este sentido, una de las contribuciones capitales de Robin al estudio del miedo político es haber descubierto su naturaleza y accionar dentro y fuera de Estados Unidos. Específicamente, el miedo no se constituye como pensaba Hobbes en la base de la civilidad, sino en un instrumento de dominación de los grupos privilegiados sobre los relegados. El poder por el cual las elites protegen a los suyos del peligro extranjero se encuentra unido al mismo poder al que ejercen en quienes dicen proteger.

“El miedo como represión política es mucho más común en Estados Unidos de lo que nos gustaría creer, se trata de un miedo a las amenazas contra la seguridad física o el bienestar moral de la población frente a las cuales las élites se posicionan como protectoras, o bien el miedo que sienten los poderosos respecto de los menos poderosos, y viceversa. Estos dos tipos de miedo –el primero que une a la nación, y el segundo, que la divide – se refuerzan mutuamente y las élites cosechan el beneficio de sus fuerzas combinadas. El miedo colectivo al peligro distrae del miedo entre élites y clases bajas, o da a estas últimas más razones para temer a las primeras… ya sea que el miedo político sea del primero o del segundo tipo, o una combinación de ambos, apoya y perpetúa el dominio de la élite, induciendo a los inferiores a someterse a los superiores sin protestar ni desafiar su poder, sino adaptándose a él” (ibídem, 309). Como resultado, una sociedad potencialmente con miedo es plausible de ser dominada según los intereses de una aristocracia y no de la mayoría. Por tanto, es imposible hablar de un miedo democrático, ningún miedo para Robin puede ser democrático ya que implica sumisión ciega y exclusión. El miedo nace cuando las cosas que hemos aprendido a valorar parecen estar en peligro o en camino a su destrucción (injusticia).

En los capítulos sucesivos, articulados en la segunda parte del libro, Robin examina en profundidad el miedo “al estilo estadounidense” desde varias perspectivas. Durante la época del macartismo, muchos intelectuales, escritores y pensadores fueron acusados de comunistas. Es por demás interesante el caso Huggins, afiliado al partido comunista y desafiliado luego de la firma del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. En el año 1952, fue acusado por el Comité de la Cámara para Actividades anti-estadounidenses (HUAC) como colaborador del partido comunista. Huggins no sólo que dio algunos nombres sino que a pesar suyo y por miedo a la cárcel, negó cualquier participación en motivos políticos. Según Robin, la racionalidad en su decisión se debió a un aspecto racional, si Huggins era encarcelado ¿Quién cuidaría de su esposa e hijos?. En parte su miedo estaba justificado por el poder de un estado represor o coaccionario; si bien la amenaza era verdadera, sus consecuencias fueron inmorales ya que el miedo hizo que Huggins traicionara a sus ideales. Paradójicamente, el miedo político inspira mayor horror en el ciudadano de pensar en la falta del Estado que a lo punitivo que puedan resultar las acciones que teme. Mismo ejemplo se aplicaría para el periodo que secundó al 11 de Septiembre. El 70% de los medios de comunicación hicieron una cobertura pro-EUA, no por sus convicciones sino por las represalias de la audiencia y la baja en el rating. El miedo político sabe jugar tanto con el aspecto moral de la identidad como con el racional. El sujeto se aterroriza con sólo pensar en la posibilidad de quedar aislado en mayor medida que con el castigo punitorio del Estado. El miedo al Estado puede tornarse cómplice del compromiso a las causas de la aristocracia que reina en esa estructura, disfrazado bajo figuras como el patriotismo, el amor por la patria o el nacionalismo. Los vínculos sociales y familiares son un fuerte conductor para el miedo, basta con pensar en la tortura o la muerte de nuestros seres queridos para desistir hasta de las más heroicas resistencias. Sin ir más lejos, “si el miedo es una reacción involuntaria al poder puro, si someternos al miedo es la única respuesta posible a dicho poder, no podemos ser considerados como moralmente responsables por nuestra capitulación” (ibídem, 326-327).

Hasta aquí se ha revisado minuciosamente los alcances del trabajo El Miedo Político, historia de una idea política del profesor C. Robin. Enfatizando en aplicaciones prácticas sobre la filosofía de Hobbes, Montesquieu, Tocqueville, Arendt y Shklar en asuntos asociados al 11 de Septiembre, el trabajo de referencia alcanza los requisitos necesarios para ser catalogado como uno de los aportas más importantes en los últimos años traducidos al español sobre el estudio político del temor. Robin continúa con la posición que fijara Aristóteles de Estagira en su preocupación sobre la virtud, el temor y la muerte. Ajeno a las contribuciones existencialistas, Robin considera (como el padre de la escuela peripatética) que la virtud como una medida tendiente al equilibrio previene al sujeto tanto de verse envuelto en una acción temeraria que acabe inútilmente con su vida, como de una reclusión cobarde paralizante ante la acción del estado-ciudad. Versado en la Ciencia Política y abocado a contrastar los hechos políticos más representativos del siglo XX e inicios del XXI, Robin articula una convergencia entre dos tipos de miedos, el externo creado para reforzar el orden interno, y el interno cuya dinámica conlleva a separar a los grupos humanos reforzando el temor externo. Ferviente crítico de los grupos intelectuales por su visión de Montesquieu, Hobbes y Tocqueville con respecto a la construcción de lo político, Robin considera al miedo como un elemento patológico dentro de la sociedad. Una solución tentativa, arguye Robin, es volver al principio igualitario de Rawls o Dworkin. El miedo no debe ser comprendido como prerrequisito para la lógica política sino como un obstáculo hacia ella, una barrera hacia la justicia y la igualdad. A la pregunta planteada en la parte inicial del trabajo, la respuesta sería, Robin asegura que el miedo tiene una tendencia conservadora tendiente a perpetuar los privilegios de ciertos grupos en detrimento de otros. Como resultado, el miedo opera en una inestabilidad manifiesta para preservar el estatus quo.

Referencia

Robin, C. (2009). El Miedo: historia de una idea política. México, Fondo de Cultura Económica.


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