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DE KEYNES A KEYNES. LA CRISIS ECONÓMICA GLOBAL, EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

Federico Novelo Urdanivia




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LA ERA DE ORO.

“Si algún partido político hubiera de tratar de abolir la Seguridad Social, el seguro del desempleo y suprimir las leyes del trabajo o los programas de agricultura, ten por seguro que no se volvería a oír hablar de ese partido en nuestra historia política. Hay, por supuesto, un reducido grupúsculo que sí cree que puede hacerlo. Entre ellos están H. L. Hunt (seguramente conoces su historia) y otros pocos magnates del petróleo de Texas como él, así como algún otro político o empresario. Su número es ínfimo y ellos, unos estúpidos.”
Carta del presidente (republicano) Dwight Eisenhower a su hermano Edgar, en 1954 .

La Guerra Fría, muy a pesar de la permanente amenaza de nuevas, posiblemente definitivas, hostilidades (ahora nucleares), tuvo como característica fundamental que las potencias, aunque tuvieron importante participación en las guerras de Corea, Vietnam y Afganistán, no se enfrentaron directamente ni hicieron uso de sus pavorosos arsenales, garantes de la destrucción masiva asegurada (MAD –loco-, por su siglas en inglés).

Existieron episodios de gran tensión, como las ocurrencias demagógicas del senador Joseph McCarthy, o la Crisis de los misiles cubanos, en 1962, y alguna otra más bien tragicómica, como la locura, literal, del secretario de Estado para la Marina del presidente Truman, James Forestal, quien se suicidó porque “... veía venir a los rusos desde la ventana del hospital en que estaba recluido” . Pero, tal como lo sostiene Hobsbawm: “La contención era la política de todos (los aliados de los EUA); la destrucción del comunismo, no” .

Durante las décadas de 1950 y 1960, mientras las relaciones entre las superpotencias transitaban de la contención hacia la distensión, el mundo vivió –muy especialmente en el ámbito material- un era dorada:
“El mundo industrial, desde luego, se expandió por doquier, por los países capitalistas y socialistas y por el <<tercer mundo>>. En el viejo mundo hubo espectaculares ejemplos de revolución industrial, como España y Finlandia. En el mundo del <<socialismo real>> países puramente agrícolas como Bulgaria y Rumania adquirieron enormes sectores industriales. En el tercer mundo el asombroso desarrollo de los llamados <<países de reciente industrialización>> (NIC, Newly Industrializing Countries), se produjo después de la edad de oro, pero en todas partes el número de países dependientes en primer lugar de la agricultura, por lo menos para financiar sus importaciones del resto del mundo, disminuyó de forma notable. A finales de los ochenta apenas quince estados pagaban la mitad o más de sus importaciones con la exportación de productos agrícolas. Con una sola excepción (Nueva Zelanda), todos estaban en el África subsahariana y en América Latina. La economía mundial crecía, pues, a un ritmo explosivo. Al llegar a los años sesenta, era evidente que nunca había existido algo semejante. La producción mundial de manufacturas se cuadruplicó entre principios de los cincuenta y principios de los setenta y, algo todavía más impresionante, el comercio mundial de productos elaborados se multiplicó por diez. Como hemos visto, la producción agrícola mundial también se disparó, aunque sin tanta espectacularidad, no tanto (como acostumbraba suceder hasta entonces) gracias al cultivo de nuevas tierras, sino más bien gracias al aumento de la productividad. El rendimiento de los cereales por hectárea casi se duplicó entre 1950-1952 y 1980-1982, y se duplicó con creces en América Latina, Europa occidental y Extremo Oriente. Las flotas pesqueras mundiales, mientras tanto, triplicaron sus capturas antes de volver a sufrir un descenso” .

En el ámbito social, la más visible expresión de la era dorada, sin duda, fue una distribución menos desigual del ingreso, por efecto del incremento de los salarios y la modificación apreciable de las relaciones entre el trabajo y el capital, de lo que resultó un considerable incremento de la demanda en las economías desarrolladas, virtuosamente concurrente con el cambio estructural operado del lado de la oferta. El empuje de la demanda, originalmente en Europa, corrió por cuenta de la gestión gubernamental:
“El control estatal de la demanda (demand management) no se limitó a un esquema de intervención coyuntural, sino que pasó a adquirir rasgos propios de un empeño también estructural. Este tipo de política de bienestar implicaba que el Estado animase la demanda de bienes de consumo duradero, a los que apoyaba también a través de la ampliación de la infraestructura correspondiente. Implicaba asismismo la creación, por parte del Estado, de una demanda de bienes de uso colectivo, introducidos por él en la economía a través de la organización de servicios adecuados. También Japón fue configurándose progresivamente a partir de 1945 como una sociedad de consumo. Al igual que en Europa, en este país la sobrepoblación relativa y el excedente de mano de obra había determinado también que los beneficios de la industrialización hubiesen ido en una primera etapa sobre todo al factor capital. Pero si en la Europa posterior a la segunda guerra mundial, ante la escasez de fuerza de trabajo, la acción de los sindicatos y partidos obreros contribuyó decisivamente a la instauración de un gigantesco mercado interior para los productos industriales, en Japón este papel lo jugó ante todo la actitud paternalista de las grandes empresas modernas” .

Esta circunstancia cobijó un incremento notable de la remuneración a los asalariados como proporción del ingreso nacional que, en sí misma, garantizaba la realización de la oferta industrial de nuevos bienes de consumo, por cuanto la proporción de los salarios destinada al consumo tiende a ser igual a 100:

La experiencia adquirida durante los años de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, respecto a las limitaciones de la mano invisible para equilibrar al sistema económico, más la extraordinaria aportación de Keynes, contenida en su Teoría general, fueron elementos de enorme utilidad para el advenimiento de la más emblemática figura de la era dorada: La economía mixta:
“El economista inglés John Maynard Keynes rindió con su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, publicada en 1936, la contribución más importante a la fundamentación teórica de la economía mixta. Desde su perspectiva, el sistema capitalista de mercado era inestable por su propia naturaleza, pues no contenía ningún mecanismo automático que determinase, en condiciones de pleno empleo, la coincidencia de la producción y el consumo. Según Keynes, el Estado debía utilizar el gigantesco potencial de poder de que disponía a partir de los impuestos y la política de gasto público y monetaria para contener la inestabilidad del sistema de mercado. Ya anteriormente los cristianodemócratas habían formulado serios argumentos morales a favor de una distribución más justa de la renta y de la ampliación de las prestaciones sociales por parte del Estado. Ahora Keynes aportaba los argumentos económicos pertinentes. Si las inversiones privadas no bastaban para llegar al pleno empleo, la mano pública debía gastar más en el sistema educativo y sanitario, en la construcción de viviendas sociales y en la atención a los pobres a fin de mantener la demanda efectiva global en el nivel deseado. El Estado debía velar, a través de medidas de control, corrección y estímulo, para que las decisiones económicas fuesen las apropiadas para el logro de objetivos macroeconómicos como el pleno empleo, la estabilidad del nivel de precios, el bienestar social y el equilibrio de la balanza de pagos. Keynes se atenía en su elaboración teórica al principio del libre mercado, pero complementándolo de manera significativa con las funciones de dirección y control atribuidas al Estado” .

Esta notable criatura, la economía mixta, pudo nacer y desarrollarse por el hecho de no proceder de una ideología específica (en teoría, la que era propia de la socialdemocracia y de los sindicatos; los más visibles beneficiarios), sino de haber disfrutado de un amplio consenso, también, entre los industriales, los banqueros y los intelectuales que le percibieron –junto al resto de las recomendaciones keynesianas- como un cuerpo de medidas de carácter práctico, con el muy adecuado telón de fondo de la reconstrucción europea. Los objetivos de la economía mixta se lograron sintetizar en la llamada fórmula del pentágono: pleno empleo, plena utilización de las capacidades productivas, estabilidad del nivel de precios, aumento de los salarios por efecto de incrementos previos de la productividad del trabajo y equilibrio de la balanza de pagos. El sólido argumento económico descansó en la incertidumbre, y consecuente inestabilidad, con las que –en el libre mercado- se adoptan las decisiones de la inversión privada y su inmediato efecto en ocupación, ingreso, consumo y ahorro:
“Keynes había designado con anterioridad las inversiones privadas como <<el lugar>> de control de la economía de libre mercado. Eran la fuente principal de inestabilidad de la demanda agregada de bienes. El comportamiento tan sensible e inconstante de las inversiones privadas puede explicarse a partir de la revolución tecnológica, la cual se había acelerado desde las guerras mundiales. En una economía libre de mercado podían producirse grandes derroches si un volumen excesivo de inversión conducía a la aparición de capacidades excesivas o si, por el contrario, éstas se aplazaban en exceso. Ambas posibilidades elevaban considerablemente el riesgo de las inversiones. A fin de controlar mejor el ciclo de la coyuntura, tanto las inversiones a corto plazo como las de largo plazo debían ser controladas estatalmente” .

La función estratégica a desempeñar por el Estado, requirió de un ingrediente fundamental, la planificación, útil en la definición de medidas contra cíclicas y mucho más útil, si cabe, en la determinación del crecimiento económico a largo plazo: “El análisis input-output de Leontief permitía medir las articulaciones internas del sistema económico. Se hacía así posible formular pronósticos acerca de los efectos de las medidas anticíclicas adoptadas por el gobierno. Esta experiencia posibilitó el desarrollo de modelos macroeconómicos para la planificación a corto y largo plazo, orientados sobre todo a una política estructural realizada por el gobierno. El gobierno fijaba los objetivos cuantitativos a alcanzar en el futuro y se calculaba qué intervenciones públicas serían necesarias para lograrlos. En este momento la política estructural a cargo del gobierno había pasado ya a la fase de planificación tendente a la optimización del crecimiento económico. La revolución keynesiana completó los principios de eficiencia microestática, que se fundamentaban en los mecanismos del mercado libre, con un sistema de eficiencia macroestática basado en la intervención del Estado. Pero cuando a la doble eficiencia estática se le añadió además una dimensión dinámica se traspasó un nuevo umbral. Con la política estatal específica de optimización del crecimiento económico la economía mixta fue elevada a un nivel superior. El crecimiento se convirtió en un objeto en sí mismo, autónomo, y fue integrado como tal en la política económica” .

La economía mixta obtuvo una amplia legitimidad social toda vez que los esfuerzos por incrementar la riqueza se hicieron acompañar por los relativos a buscar la más justa distribución de esos frutos: la progresividad fiscal, la fijación de salarios mínimos, la introducción de impuestos sobre el patrimonio y la elevación de los correspondientes a transmisiones por herencias, fueron medidas con las que la economía mixta proporcionaba cobijo a una doble política, de crecimiento con bienestar, de cuya exitosa combinación provino su notable fuerza. En cuatro casos, y por la presencia de partidos de izquierda en los respectivos gobiernos, se adoptó un cuerpo de medidas, destacada pero no únicamente las nacionalizaciones, que hicieron visible una vertiente colectivista (Francia y Gran Bretaña) o neocolectivista (Italia y Japón), en la gran corriente dominante de la economía mixta.

La economía mixta, del todo contraria a los preceptos de la sabiduría económica convencional, también promovió una trascendental metamorfosis del agente económico, que transita de maximizador de beneficios a la menos espectacular figura de minimizador de riesgos. Las lecciones de la Gran Depresión, con su dilatada carga de inseguridades económicas, aportó a los empresarios el adelgazamiento de un incentivo fundamental de la economía convencional: el riesgo económico, expresado en variaciones imprevistas de los precios, en modificaciones sorpresivas de los gustos de los consumidores y/o en la obsolescencia de productos o procesos que los hacían posibles. La vieja escuela (clásica) y sus derivados neoclásicos convertían en incompatibles la reducción de la inseguridad económica y los incrementos en la producción; y la economía mixta demostró que tal incompatibilidad era un mito:
“No sólo no son incompatibles entre sí la reducción de la inseguridad y el incremento de la producción, sino que se encuentran indisolublemente ligados. Un alto nivel de seguridad económica es esencial para una producción máxima, pero un alto nivel de producción es también esencial para alcanzar la seguridad económica” .

Como puede apreciarse, el incremento en la productividad durante la edad de la seguridad, cuadruplicó a la productividad observable durante la etapa previa, con lo que se documenta la convergencia de aumento de la seguridad económica con el incremento de la producción. Casi sobra decir que la seguridad de la que se habla es aquella que proporcionaron las instituciones del Nuevo Trato y, en una escala occidental, la economía mixta (seguro del desempleo, salario mínimo, pensiones y gasto público en general) más la reorganización empresarial, enderezada en el propósito de obtener poder de mercado, bajo el principio que lleva del control de los precios hacia el control de los beneficios.

La economía mixta, específicamente en los Estados Unidos, produjo una variante neoliberal que, de manera inmediata, se propuso exaltar las bondades de la empresa privada y criticar con severidad la intervención gubernamental:
“Estados Unidos había iniciado ya en la época de entreguerras con la política del New Deal propugnada por Roosevelt la dirección hacia la economía mixta, camino por el que siguió avanzando ese país durante la segunda guerra mundial. Pero inmediatamente después de la guerra resurgió la tradicional desconfianza norteamericana hacia un poder estatal central excesivamente grande. Sólo en años de penuria consintieron los norteamericanos en una ampliación del poder del Estado. Pero una vez pasados esos años volvieron a limitar inmediatamente sus prerrogativas. A finales de los años treinta no quedaba apenas nada en pie de la política del New Deal, salvo la legislación agraria. Y después de la segunda guerra mundial la política de back-to-normality se impuso con sorprendente rapidez.

Los años de penuria, sin embargo, habían alterado la relación entre el Estado y la sociedad. El cambio de escenario halló su expresión en la ley de empleo (Employment Act) de 1946, que obligaba al Estado a alcanzar un alto grado de ocupación a través de una política coyuntural adecuada. La ley era la respuesta a la tesis del estancamiento de Hansen, quien creía que el fin de los avances y desarrollos de carácter pionero (new frontiers) en el marco del capitalismo y la economía de mercado conducía irremediablemente a nuevas depresiones con alto nivel de paro si el gobierno norteamericano no intervenía sistemáticamente para apoyar la demanda, es decir, si no instrumentaba una intervención de tipo keynesiano. A fin de dar a la política anticíclica del Estado una base institucional suficiente, la ley de 1946 preveía la instauración de un consejo de asesores económicos (Council of Economic Advisers) para el presidente. Éste quedaba obligado a presentar anualmente un informe económico ante el Congreso. La ley de empleo de 1946, con todo, no fue mucho más allá de fijar legalmente principios de economía mixta. Por otro lado, de inmediato se tomaron medidas de carácter estructural encaminadas a dejar funcionar al mecanismo de mercado. La Taft-Hartley Act de 1947 intentaba quebrar a través de múltiples limitaciones una posible posición monopolista de las organizaciones de los trabajadores, mientras que una aplicación estricta de la legislación antitrust debía impedir la formación de monopolios en la gran industria. En consecuencia, se seguía viendo en el mecanismo de mercado el sistema más eficaz para coordinar las decisiones económicas individuales [...] De esta manera mantuvo el gobierno estadounidense en vigor, tras la segunda guerra mundial, la estructura del libre mercado. Okun piensa que sólo una afortunada colaboración entre Estado y mercado puede <<compensar la relación de tensión que se establece entre igualdad y eficiencia>>.

El Estado introdujo el control sobre la demanda a través de la ley relativa a los ingresos estatales (Revenue Act) de 1945 y de 1948 en calidad de medida política coyuntural. Sin embargo, el control de la demanda permaneció vinculado a una política presupuestaria en gran medida ortodoxa. El déficit presupuestario –una consecuencia de la guerra fría- fue cubierto durante el gobierno de Truman sobre todo a través de nuevos aumentos de impuestos. Sin embargo, Eisenhower redujo además los gastos” .

De cualquier modo, el telón de fondo de la guerra fría y, más específicamente, el rearme, posibilitaron una vía de acercamiento entre los intereses públicos y los privados, mediante la creación de nuevas armas y, después, de nuevos materiales e instrumentos útiles en la exploración del espacio. En tal acercamiento, en el que convergen las planeaciones respectivas de ambos actores, se fundamentó la economía mixta estadounidense, al calor de la cual se construye una sociedad de clase media, en la que se hace visible la Gran Compresión en las diferencias socioeconómicas. Una sociedad mucho más igualitaria que la que antecedió a la Gran Depresión.

Las instituciones del Nuevo Trato, particularmente las relativas al Estado de Bienestar (seguro de desempleo, salario mínimo y pensiones de jubilación), al lado de la expansión de membresía y actividad sindicales y de los subsidios agrarios, son los ingredientes que hicieron posible esa comprensión.

La dureza de la Ley de Inmigración de 1924, que produjo una escasez relativa de fuerza de trabajo, acompañada por el auge de los sindicatos, a partir del Nuevo Trato, favoreció un incremento notable en los ingresos de los trabajadores. Dos elementos convergieron en el establecimiento del papel protagónico de los sindicatos: Primero, la normatividad del nuevo trato, la Ley de Relaciones Laborales Justas de 1935, que abordó claramente la cuestión: “Esta ley define, como parte de nuestra ley sustantiva, el derecho de los trabajadores de la industria a organizarse por sí mismos de cara a la negociación colectiva y provee los métodos mediante los que el gobierno puede salvaguardar ese derecho legal” . Segundo, la dinámica interna de los sindicalistas que, a lo largo de la Gran Depresión, fueron sumando fuerzas para recuperar la tradición del activismo sindical de comienzos del siglo XX. De un lado, el gobierno abandonaba el papel de agente represivo de los empresarios y, de otro, los trabajadores recuperaban conciencia plena, y capacidad de poner en ejercicio, su propio poder; con ello, la actividad sindical provocó dos resultados ampliamente favorables al combate a la desigualdad:
“En primer lugar, los sindicatos promovieron un aumento de salario para sus afiliados, contribuyendo también, de forma indirecta y en menor modo, a que trabajadores del mismo sector percibieran también mayores salarios, incluso si no estaban representados sindicalmente, en la medida en que las empresas en las que no existía dicha representación trataban así de hacer menos atractiva a sus trabajadores la sindicación. En segundo lugar, los sindicatos también contribuyeron a acortar las distancias que separaban a las retribuciones de que eran objeto los propios trabajadores, negociando mayores subidas para los peor pagados y menores para aquellos con un mejor salario” .

Respecto al más reciente dato de sindicalización en los Estados Unidos, Galbraith hace el siguiente señalamiento: “Mientras esta edición va a imprenta (1998), se han producido algunos cambios en relación con lo dicho. Los Estados Unidos han visto algunos años de relativamente bajo desempleo e inflación muy suave, aunque el miedo no ha disminuido. La nueva situación refleja el declinante poder de los sindicatos y la creciente importancia de industrias –servicios, espectáculos, artes y profesiones, y tecnología muy avanzada- en que no cuentan con representación, o ésta es poco significativa. Aquí la interacción salarios-precios y su espiral no constituyen un factor. Como sucede a menudo en la vida económica, el cambio en las circunstancias determinantes ha producido un cambio económico apreciable, cuyo grado de permanencia desconocemos” .

La era dorada no sólo fue posible por la edificación de una sociedad igualitaria; se requirió, también y con cierta antelación, de una convergencia política, hacia el centro, de los dos principales partidos políticos estadounidenses. La aceptación, por parte de un gobernante republicano, al mediar los años cincuenta, de las instituciones originadas por el Nuevo Trato rooseveltiano (la del epígrafe de este apartado) no era nada más que el reconocimiento de la indispensable intervención del Estado, tanto en el ámbito económico cuanto en el social.

Esta sociedad, de clase media en su estructura socieconómica y colocada al centro en la geometría ideológica, se cocinó al calor de una percepción generalizada sobre el papel que la producción desempeña, a los efectos de brindar la más amplia protección sobre las recurrentes amenazas depresivas y a los efectos, también, de acercar al sistema económico a una situación de pleno empleo. De tales circunstancias, junto con la institucionalidad rooseveltiana y la expansión y activismo sindicales, surgió una elevación sostenida de los ingresos que lo era, también, de los gastos en consumo, con lo que la producción recibía nuevos incentivos. La imperfección del mercado estadounidense, con la notable dominancia de estructuras oligo y monopólicas y sus no menos notables poderes de mercado desde el lado de la oferta, dio origen a una peculiaridad extraordinaria: la creación de necesidades de los consumidores; con la que el núcleo emisor de dichas necesidades, correspondiente a las crecientemente sofisticadas campañas publicitarias, correspondía al mismo núcleo que habría de satisfacerlas, la gran empresa monopólica. El asunto hace que el énfasis del análisis se traslade de la idea abstracta de la producción como mecanismo de seguridad, a la muy concreta cuestión sobre qué es lo que se produce.

La emulación del consumo de quienes más tienen, la ampliación extraordinaria del crédito para hacer realidad tal emulación, la competencia que –en el uso de los ingresos- se establecía entre el consumo y el pago de deudas y la ruptura del equilibrio social, los gastos públicos que son indispensables para el disfrute del consumo de los bienes producidos en la empresa privada (carreteras y estacionamientos para el incremento en el consumo de automóviles, por ejemplo), se rezagan, y comienzan a ser mal vistos por la comunidad, respecto a la producción privada; todas éstas, fueron circunstancias que, al lado de imprevistas presiones inflacionarias, favorecieron una desaceleración del crecimiento económico y la sorprendente e inmerecida elevación del prestigio de la sabiduría convencional, con el retorno del conservadurismo y la desigualdad, entendida como una especie de mal necesario.

El prolongado efecto benéfico, de crecimiento con equidad, arrojado por la institucionalidad que fue repuesta a la Gran Depresión, a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra de Corea (el boom de la posguerra) alcanzó hasta el año de 1973, y fue interrumpido con el incremento alucinante de los precios del petróleo y, más específicamente, con la aparición de un notable estancamiento de la actividad económica asombrosamente acompañado de una no menos notable espiral inflacionaria. La historia de este período progresista, con los inquietantes paréntesis del macartismo y el rearme cobijado por la Guerra Fría, fue el resultado de un, no tan duradero, acuerdo bipartidista (demócratas y republicanos), recurrentemente puesto en tensión por las divergencias visibles en materia racial y, por supuesto, en el complicado tema fiscal.


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