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DE KEYNES A KEYNES. LA CRISIS ECONÓMICA GLOBAL, EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

Federico Novelo Urdanivia




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EL MUNDO DE LA POSGUERRA.

“No necesito decirles, caballeros, que la situación del mundo es muy seria. Ello debe ser claro para toda persona inteligente. Considero que una dificultad radica en que la situación es de tan enorme complejidad, que el mero conjunto de hechos que se presentan al público por la prensa y la radio hacen extraordinariamente difícil que el hombre de la calle alcance a valorar la situación. Asimismo, el pueblo de este país se halla alejado de las zonas de conflicto, por lo que resulta difícil que comprenda los compromisos y las reacciones que surgen en pueblos que han sufrido por mucho tiempo, así como el efecto de esas reacciones en sus gobiernos, en relación con nuestros esfuerzos para promover la paz en el mundo” .

Existe una larga lista de razones por las que el propósito estadounidense de imponer una economía mundial abierta, tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, se encontraba ante enormes dificultades. Tanto en el frente interno como en el exterior, se hacía visible un abultado cuerpo de oposiciones que, para el primer caso, se podían leer en el resurgimiento del aislacionismo o del antiinternacionalismo tradicional, con expresiones puntuales en el Congreso; en el escenario internacional, la devastación de la economía europea y el desasosiego social imperante, se combinaba –adversamente para la causa de Truman- con la emergencia en Europa de una izquierda (extremista, en unos casos y reformista, en otros) poco amigable, por decirlo con indulgencia, con la hegemonía de los Estados Unidos; la rápida consolidación de fuerzas nacionalistas, anticolonialistas y revolucionarias en el subdesarrollo, tampoco era una buena noticia. Simultáneamente, el fortalecimiento y expansión de la Unión Soviética encarnaba el más claro desafío para la edificación de un multilateralismo construido con arreglo a los planes estadounidenses. Este panorama, más la absurda pretensión de imponer el derrumbe arancelario en casi todo el mundo, con excepción de los propios Estados Unidos, obligaban a la realización de importantes y urgentes concesiones, en primer lugar, a Gran Bretaña y a algunos de los países aliados, y, en segundo, al establecimiento de medidas de apoyo al crecimiento económico de Europa.

El préstamo británico, con la imposición de su inmediata convertibilidad, parecía un primer paso en la dirección correcta, de no haberse topado con la fuerte oposición del senador Robert A. Taft y de otros conservadores del Medio Oeste, del todo indispuestos a aprobar la movilización de recursos en beneficio del extranjero. La ocurrente descripción de Churchill del área soviética, la Cortina de Hierro, y las advertencias de la amenaza comunista hechas por Vandenberg en el Senado y por McCormack en la Cámara de Representantes, acabaron logrando la aprobación del préstamo en julio de 1945, mientras que en el Parlamento de Gran Bretaña, que en un notable Quid pro quo debía aprobar simultáneamente los acuerdos de Bretton Woods y el mismo préstamo, ambos temas contaron con la fallida oposición de Winston Churchill y el apoyo decidido de John M. Keynes, inclinándose la balanza a favor de este último. Casi sobra señalar que el extraño proceso de atracción-repulsión, que con antelación a Bretton Woods presidía las relaciones entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, acabó produciendo una sólida y perdurable política antisoviética, de una importancia decisiva en el inmediato programa de ayuda estadounidense a Europa, conocido como Plan Marshall.

En diciembre de 1947, el gobierno envió al Congreso el proyecto de ley relativo a la creación del Plan Marshall, con la solicitud que aprobara 6 800 millones de dólares para los primeros quince meses de operación del programa y 17 000 millones para los siguientes cuatro años. Las predecibles resistencias de los legisladores antiinternacionalistas se disolvieron con una sólida campaña gubernamental que alertaba sobre la amenaza soviética y con el acceso al poder de los comunistas, durante febrero de 1948, en Checoslovaquia.

Pese a los temores sobre la inminencia de una guerra contra la Unión Soviética, el Congreso impuso importantes modificaciones al proyecto gubernamental:
a) Se privó al Departamento de Estado de la administración de la ayuda y se creó la Administración de la Cooperación Económica que, además, sería encabezada por un empresario republicano, y
b) Se negó la plurianualidad de la aprobación de los recursos, con la evaluación anual de resultados como base para subsiguientes ministraciones.

Además de los objetivos específicamente económicos, el Plan Marshall perseguía objetivos políticos, en ciertos casos, contradictorios con la supuesta proclama libertaria que los aliados convirtieron en emblema durante la guerra. Es el caso de algunas ayudas a las potencias europeas en sus guerras coloniales, específicamente en Malasia e Indochina, y en contra de movimientos nacionalistas juzgados como radicales; de manera menos contradictoria, se apoyaron medidas en contra de comunistas y sindicalistas europeos, todo bajo el cobijo de la incipiente Guerra Fría. Tanto en el continente beneficiario como en el Tercer Mundo, se consideró fundamental impedir la difusión del comunismo.

En el terreno económico, en el que resultaba indispensable el acceso de los países europeos a crecientes ingresos de dólares, se hizo visible una notable paradoja: Para mantener el superávit de exportación estadounidense, era necesaria la expansión de las exportaciones europeas a los Estados Unidos, como la mejor vía para impedir el resurgimiento de nacionalismos económicos en Europa y el consecuente aislamiento continental o, en el peor de los casos, la intensificación del comercio con Europa Oriental y con la URSS. El plan, entonces, debía mejorar la capacidad competitiva de Europa Occidental para ganar dólares (que seguían siendo moneda escasa) mediante el aumento de las exportaciones. El propósito, sobra decirlo, requería cambios fundamentales en la organización de las economías a las que se deseaba convertir en altamente competitivas.

Las tres metas económicas del Plan Marshall –la restauración del multilateralismo, la estabilidad de los precios y la recuperación de la producción- estaban realmente interconectados, pero respondían a estatutos particulares y requerían de medidas visiblemente contradictorias, arrojando resultados sensiblemente desiguales.

En el caso del multilateralismo, la inercia del comercio bilateral, intraeuropeo en el mejor de los casos, establecido por Gran Bretaña, impuso una enorme resistencia a los intentos estadounidenses por lograr algún compromiso tangible con el multilateralismo. Mayores avances pudieron observarse en la estabilidad de los precios:
“En los países donde la izquierda era particularmente fuerte, no resultaba fácil la reversión de las normas inflacionarias. Empresarios y políticos titubeaban para asumir los riesgos de una línea dura en materia de salarios y de gastos gubernamentales. Pero la política norteamericana encontraba a menudo aliados en la comunidad bancaria, donde la oposición a la inflación era una convicción profunda. Con esta clase de apoyo, entre 1947 y 1949 se realizaron deflaciones drásticas en Italia, Francia, Alemania y otros países. Estas deflaciones produjeron niveles notablemente elevados de desempleo, lo que a su vez permitió resistir directamente las demandas salariales. El peligro de la agitación social se minimizó por los esfuerzos norteamericanos tendientes a debilitar a las fuerzas de izquierda. La táctica norteamericana básica consistía en dividir el movimiento de la clase obrera en grupos comunistas y anticomunistas. Las operaciones de la CIA, los representantes de los sindicatos norteamericanos, y la retórica de la Guerra Fría, ayudaron a persuadir a los sindicalistas no comunistas para que cooperaran con políticas económicas que eran desastrosas para la clase obrera. Por supuesto, la rigidez, la inclinación hacia la Unión Soviética, y los errores estratégicos de los diversos partidos comunistas, facilitaron esta tarea” .

Durante sus cuatro años de existencia, el Plan Marshall se mostró incapaz de coordinar las decisiones económicas fundamentales, especialmente de inversión, en las escalas nacional y regional. El plazo fatal y la casi segura indisposición del Congreso para prolongar la vida del plan, eran elementos que apremiaban por la búsqueda de nuevos derroteros para favorecer el acceso de Europa a la captación de liquidez internacional, particularmente de dólares con los que pudiesen importar bienes estadounidenses. Estos derroteros tomaron la forma de nuevos planes, descritos a continuación:

En el primer caso, el de las devaluaciones, se estimó que permitirían mayores ventas europeas a los Estados Unidos y a otros mercados; el realineamiento de las tasas de cambio era, en la lógica del Departamento del Tesoro, el procedimiento adecuado para desarrollar la capacidad exportadora europea, tras la conclusión del Plan Marshall: “Una vez que la devaluación hubiese restablecido las tasas de cambio realistas, quedaría abierto el camino para una multilateralización completa del comercio internacional. El avance hacia el multilateralismo se pospondría indefinidamente si no se seguía este camino y se mantenían las tasas de cambio vigentes” .

La puesta en ejercicio de las presiones para que las economías de Europa devaluaran sus monedas se apoyó en la acción directa del Departamento del Tesoro y en la acción indirecta del Fondo Monetario Internacional, cuya normatividad no le facultaba para cuestionar las tasas de cambio de sus miembros. El país que primero resintió estas presiones fue Gran Bretaña, que el 18 de septiembre de 1949 devaluó significativamente la libra esterlina (30.5 %) y desató devaluaciones inmediatas en Noruega, Dinamarca y Holanda. Paradójicamente, la obtención del realineamiento de las monedas no provocó la restauración del multilateralismo, por cuanto no logró reducción alguna, más bien produjo el incremento, de la discriminación comercial.

La siguiente alternativa, la integración europea, fue enunciada por Paul Hoffman, administrador del Plan Marshall en un discurso pronunciado el 31 de octubre de 1949, como un instrumento que trascendía el umbral de la cooperación y que permitiría “… la formación de un mercado grande en cuyo interior se eliminen en forma permanente las restricciones cuantitativas al movimiento de productos, las barreras monetarias al flujo de los pagos y, con el tiempo, todos los aranceles” . En el sitio de la cooperación, que dependía de un ámbito fundamentalmente político, se colocó a la integración, que implicaba la liberación de las fuerzas del mercado.

En la actualidad, y después de los Estados Unidos, la Unión Europea y su expresión restringida en una Unión Monetaria, representa la experiencia de integración de mayor densidad de las existentes en el planeta; sin embargo, el esfuerzo que la ha hecho posible arrancó con mucha mayor tardanza, y como iniciativa vernácula, a los intentos que aquí se analizan y que provinieron de funcionarios estadounidenses, en atención al interés económico de los EUA. En el crepúsculo de los años 40, el propósito fundamental era lograr un gran superávit de exportación norteamericano montado en un acrecentado flujo comercial entre Europa y los Estados Unidos, en el que el acceso de la primera a las economías de escala y al cambio tecnológico produciría una elevación notable de la modernización industrial y de la consecuente competitividad.

El instrumento elegido para impulsar la integración continental, fue una Unión Europea de Pagos (UEP), fuertemente apoyada por el gobierno de los Estados Unidos, entre finales de 1949 y principios de 1950. La UEP reanimaría el comercio intrarregional actuando como una cámara de compensación en la que los países utilizaran sus superávit comerciales con un país en la adquisición de productos de otro; proveería créditos para evitar las restricciones comerciales y, así, crearía incentivos para el abandono de los sistemas de controles y de comercio bilateral, colocando en su lugar el multilateralismo del comercio regional; la UEP, en fin, sería el elemento clave de un proceso evolutivo y gradual de transición europea del bilateralismo al pleno multilateralismo. El 19 de septiembre de 1950, tras vencer una débil oposición británica, se firmó el Acuerdo que la creó.

El duradero conflicto entre internacionalistas y antiinternacionalistas, dentro del propio gobierno de los Estados Unidos también tomó su sitio en el debate sobre las posibilidades y oportunidad de la integración europea, al menos para ponerse al servicio de los propósitos estadounidenses. Desde el Departamento del Tesoro, se cobijaban enormes dudas respecto a la eficacia de un proceso gradual favoreciera la desaparición de controles y se asumía que la continuación de los mismos sólo acabaría fortaleciendo los intereses que se beneficiaban de ellos, con lo que habrían de prolongarse por tiempo indefinido. La disponibilidad de crédito, a través de la UEP, se interpretó como un mecanismo eficaz de aislamiento europeo, no sólo comercial sino también respecto a la disciplina económica internacional, en previsión permanente del surgimiento de espirales inflacionarias. Por último, se dudaba enormemente de la capacidad de un proceso evolutivo, inevitablemente lento, para empatar una integración de multilateralismo regional con la conclusión, en 1952, del improrrogable Plan Marshall. Todas las oposiciones se resumían en un tema general: La integración de Europa no podía proveer, por sí sola, la solución a las dificultades sufridas por la política económica exterior de los Estados Unidos y, eventualmente, podía originar un bloque adverso a los intereses de ese país.

Durante 1949, el Departamento de Estado propuso dos planes, altamente diferenciados, sobre la base del notable antiinternacionalismo instalado en el Congreso estadounidense. La primera propuesta fue elaborada por George Kennan, jefe del Equipo de Planeación de la Política Económica del Departamento de Estado. En él, existía la convicción que el logro de los objetivos de los Estados Unidos pasaba por una apresurada recuperación de la economía europea que, a su vez, era una función de la recuperación de la Gran Bretaña; la idea derivada de esa convicción era la indispensable fusión económica de los Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña. La absorción de esta última, en opinión de Kennan, bastaría para asegurar una estrecha cooperación económica entre EUA y Europa Occidental; esta fusión económica nunca se llevó a la práctica y tuvo que esperarse por un nuevo, inmediato plan, para darle forma a una suerte de Comunidad Atlántica, montada en una lógica militar, la de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

En ese mismo año, Kennan fue sustituido por Paul Nitze, quien construye una alternativa mucho más viable para mantener un superávit de exportación estadounidense que, desde el presupuesto, requería la aprobación del Congreso, por cuanto descansaba en una elevación estratosférica de los gastos de defensa. Esta alternativa fue el rearme masivo de los Estados Unidos y de Europa, en previsión del avance del comunismo internacional. La revolución triunfante en China, la primera prueba soviética de la bomba atómica y, por encima de todo, el estallido de la Guerra de Corea, en 1950, fueron evidencias que progresivamente disolvieron las resistencias del Poder Legislativo:

Según Block, “Sólo una parte de este tremendo aumento del gasto militar se destinó al esfuerzo de la guerra en Corea: 4 500 millones de dólares de la suma de 10 500 millones pedida en la primera asignación complementaria para la Guerra de Corea se destinaron en realidad para el rearme a largo plazo. Y el porcentaje para fines distintos a la Guerra de Corea aumentó en las asignaciones subsecuentes. Gracias a este rápido aumento del gasto militar, el problema principal de la economía norteamericana era otra vez la inflación. En lugar de capacidad excedente y desempleo, había fuertes presiones de demanda sobre los recursos existentes. El gobierno de Truman respondió a este problema con un gran programa de expansión de la capacidad industrial para que el esfuerzo de la Guerra de Corea y el rearme no significaran una gran reducción del consumo civil. La Ley de Producción para la Defensa estableció extensos incentivos fiscales para que las empresas realizaran nuevas inversiones, y en los términos del programa se invirtieron muchos millones de dólares en la expansión de la base industrial de la economía” .

La política del rearme, en realidad, se venía cocinando con antelación a estos acontecimientos y había tomado su forma fundamental a partir de una Evaluación general de los compromisos extranjeros del país, de sus capacidades, y de la situación estratégica actual, en el Consejo Nacional de Seguridad, cuyo tema original era la decisión acerca de la bomba H; la discusión fue presidida por Nitze y, en general, dominada por el Departamento de Estado, durante enero de 1950. Su resultado, un documento titulado “NSC-68”, que dibujaba un panorama apocalíptico, derivado de la expansión comunista por todo el mundo y construía la única y radical opción del rearme masivo de Europa y los Estados Unidos. Hasta el estallido de la Guerra de Corea, diagnóstico y opción gozaban de enorme descrédito en el Congreso.

Resulta conveniente enfatizar algunas cuestiones relacionadas con estas renovadas capacidades, económicamente expansivas, de la guerra o, más específicamente, señalar que, sin el estallido de guerras –en 1939 y en 1950- el capitalismo de entonces no dispondría de más brújula que la que conducía a las recesiones recurrentes. Este señalamiento, inquietante de suyo, se vuelve mucho más inquietante aún en el momento actual, al crepúsculo de 2009, cuando la crisis en curso parece invencible. También es conveniente rectificar el infundio, más o menos generalizado, de percibir en dicha causalidad (depresión ► guerra ► expansión), una suerte de keynesianismo de guerra, por cuanto con dicho término la vocación pacifista de Keynes queda deliberadamente evaporada, en lógicas propias de lo que la señora Joan Robinson ha definido como keynesianismo bastardo .


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