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OTIUM SINE LITTERIS MORS EST ET HOMINIS VIVI SEPULTURA (LAS PRÁCTICAS DE OCIO DURANTE EL ALTO IMPERIO ROMANO)

Maximiliano Emanuel Korstanje


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MITOLOGÍA Y OCIO

Comprendemos al mito como una historia fabulada la cual relata un acontecimiento atemporal que ha tenido lugar en un pasado mejor. Como tal, éste adquiere una complejidad que puede adaptarse e interpretarse en perspectivas múltiples. La función del mito es ordenar por medio de un sistema taxonómico la realidad social, influyendo sobre las prácticas presentes y condicionando la cosmovisión del mundo (Eliade, 1968). En este sentido, el mito fundador del mundo romano comienza como Rómulo y Remo (hijos de Rea Silvia y el dios Marte) quienes fundaron Roma al pie de siete colinas tras ser abandonados a su suerte y amamantados por una loba, luego de que su tío el rey Amulio los enviara a asesinar. Al igual que la mitología griega, la romana consta de una compleja trama de personajes que deben ser analizados por separado (Solá, 2004: 12). Por una cuestión de espacio, en este apartado sólo nos ocuparemos de aquellos relacionados al trabajo y al ocio.

La economía estaba centrada en la agricultura y en parte eso explica la cantidad de rituales y divinidades que eran invocadas en su nombre (Grimal, 1985). Cada tipo de actividad como la cosecha o la siembra poseía un dios particular. Cualquier empresa sin interesar su naturaleza, debía ser “inaugurada”. Es decir, que antes de realizar una empresa, el romano invocaba a los dioses en búsqueda de aceptación. Aquellas personas encargadas de interpretar los designios divinos se llamaban a sí mismos “augures” (Solá, 2004:18). “Se nos dice que cuatro eran patricios y cinco pertenecían a familias plebeyas. Los augures no eran celebrantes de ritual, sino intérpretes de los signos enviados por los dioses. Es posible, que en un pasado muy lejano tuviesen un papel más activo. En el tiempo que nos ocupa son esencialmente testigos… los augures tenían también el poder de entorpecer, incluso bloquear efectivamente el funcionamiento de las instituciones políticas. Les bastaba con declarar ante una elección, por ejemplo, que los dioses estaban irritados, para que no pudiera celebrarse el escrutinio. Más todavía: una elección ya realizada podía ser reconsiderada si los augures decidían que adolecía de algún vicio por una u otra razón” (Grimal, 2002:300).

Los signos de los “augures” pueden clasificarse en dos tipos: auspicia caelestia y auspicia ex diris. El primer caso aplica sobre la caída de relámpagos. Según el profesor Zoltan Mehesz, cuando éste se presenta de izquierda a derecha los dioses ven con benevolencia ciertas empresas; por el contrario, cuando caía de derecha a izquierda la voluntad era negativa. En el segundo caso, los dioses transmitían su disconformidad categórica, generalmente con respecto a un acto político o comicio. A su vez, los signos de augurios imperativos se dividían en auspicia pedestria, interpretación del ruido de los cuadrúpedos, auspicia ex Avibus, tomando como referencia el paso y el vuelo de las aves, y finalmente auspicia ex Tripudiis profecías a cargo del hambre de ciertas gallinas sagradas llamadas “popularios” (Mehesz, 1967:19).

Un excelente trabajo del profesor Montero de la Universidad Complutense de Madrid demuestra una tensión política entre la adivinación tomada como una forma discursiva de poder de ciertos grupos sacerdotales en antagonismo con la adivinación que practicaban los esclavos. En efecto, algunos textos antiguos permiten entrever que los esclavos al imaginario colectivo poseían una capacidad natura para la clarividencia. “Quizás mejor prueba de esta antigua consideración de culto de Fortuna la constituye la participación de las mujeres y los esclavos en la fiesta de Fors Fortuna, marcada –por el contrario-por la ausencia en ella de magistrados y miembros del orden social más elevado. La diosa Fortuna, como las sortes practicadas en los santuarios oraculares itálicos … pertenecían a las mujeres y, en general, a corporaciones laborales, libertos esclavos y elementos plebeyos” (Montero, 1995: 152).

Desafiar a los dioses y a sus designios, embarcándose en una empresa con pocas posibilidades (augures) implicaba para los gobernantes un serio costo político y social. Nos cuenta Grimal, que durante las guerras púnicas los senadores romanos acusaron públicamente a Claudio Pulcro, de no haber oído los presagios dados por “las aves sagradas”. Producto de esta “supuesta” omisión, la flota fue aniquilada por los cartagineses en Drépano (Grimal, 2002:288). Para los desplazamientos o viajes, existían dioses lares también llamados viales a los cuales se invocaba implorando protección. Se utilizaba, un altar específico situado dentro del hogar lararium. Tanto Mercurio (padre de todos los dioses lares) como los lares viales protagonizaban un papel fundamental cuya misión consistía en ayudar a que el viajero no se perdiera y que retornara sin haber sido dañado. Las capillas entre el punto de salida y el de llegada, contribuía como base para la comunicación con los dioses. Así el viajero, antes de proseguir buscaba la protección por medio de la confección de diferentes rituales (Solá, 2004:22). El miedo a la diosa Hécate llevaba a que los viajes no se emprendieran de noche, pero si no había más remedio debían hacerlo bajo la protección de la luna llena o de la diosa Diana.

Pan, dios de la sexualidad irreprimible, se creía que acosaba a todo aquel que se internará en los bosques. Se lo representaba como mitad humano y mitad cabra, y simbolizaba “los instintos sexuales más bajos del ser humano”. Sin distinción alguna de sexo o jerarquía, Pan violaba a todos aquellos que osaran atravesar los bosques. De su figura, proviene la actual palabra “pánico” pues ese sentimiento era el que despertaba sobre todo en mujeres y niños. (Solá, 2004: 77) . Existen testimonios que indican que ya la figura de Pan era invocada por los griegos en el siglo III AC. Cuenta Grimal, que tras la derrota gala en Lisimaquia a manos del ejército de Antígono, se crearon algunas leyendas con el objetivo de apuntar al dios Pan como aquel quien había generado en aquellos barbaroi (bárbaros celtas) el miedo y la confusión. (Grimal, 2002:116).

Hemos de suponer entonces, que en similitud con la modernidad, en la antigüedad existían una gran cantidad de expatriados que retornaban en épocas de receso a las ciudades que los vieron nacer. En parte como una forma de reificación de los lazos sociales, cierto revanchismo, pero también como mecanismo de evasión ante las presiones que exigía la vida urbana. Es de conocimiento común que la adivinación por medio del uso de arúspices o augures estaba difundida en la antigüedad, y también en Roma. Sin embargo, algunos testimonios como los de Cicerón apuntan a que ya para el I AC sus resultados estaban en duda. Particularmente, no se atacaba a la disciplina en sí misma pues se argumentaba había sido practicada no sólo por los fundadores de Roma sino por varias civilizaciones entre ellos los griegos, de quienes se guardaba una grata admiración. En este sentido, escribe Cicerón “primeramente, según la tradición, Rómulo, padre de esta ciudad, no solamente no la fundó antes de consultar los auspicios, sino que él mismo fue excelente augur. También los consultaron los que le sucedieron, y una vez expulsados los reyes, no se emprendió negocio público de paz o guerra sin observar los auspicios. Considerándose grandemente importante el arte de los arúspices, ora para conseguir algo de los dioses, ora para consultarlos, o bien para interpretar los prodigios y conjurarlos” (Cicerón, I, v. II, p.26).

En ciertas ocasiones, cuando los viajantes debían emprender sus travesías quizás debido a los diferentes peligros que les acecharían, se recurría a diversas técnicas de adivinación para garantizar una buena partida y regreso. Un viajante, como cuenta Suetonio sobre Augusto puede ser presa de un rayo u otra calamidad. Los romanos no sólo estaban conscientes de estos peligros sino que además fomentaban la adivinación como una forma de prevenirlos. Véase en su verso decimoquinto, “¿en qué su fundan vuestros auspicios?. Verdad es que los augures romanos (lo diré con tu permiso) ignoran lo que tan perfectamente saben los cilicios, panfilios, pasidios y licios. ¿Habré de recordarte el excelente y esclarecido varón, nuestro ilustre huésped del Rey Deyatoro?. Nunca hizo nada sin consultar a los auspicios; advertido un día por el vuelo de un águila, suspendió la marcha decidida y comenzada, y la habitación en que, de haber continuado el camino, debería haberse detenido, se derrumbó a la noche siguiente. Oídle decir que con frecuencia había retrocedido en caminos por los que marchaba ya algunos días. Pero lo más preclaro de su vida es que, despojado por César de su tetrarquía, de su reino y riquezas, persiste en no arrepentirse de haber seguido los auspicios que le impulsaron a seguir a Pompeyo” (Cicerón, I, v. XV, p. 32-33).

Es cierto, entonces que nada considerado de gran importancia y trascendencia era emprendido si los dioses no promocionaban dicha aventura por medio de los augures. Habrá, en consecuencias, que tener ciertas consideraciones en afirmar que los viajes se caracterizaban por una tensión cuya ambigüedad era evidente. Los viajes en el mundo romano se manifestaban en dos sentidos, por un lado necesarios, ya sea por educación, aprendizaje, por asuntos migratorios, para asentarse definitivamente en otra ciudad, por curiosidad y descanso, para hacer la guerra etc. En este sentido, el individuo estaba obligado por las normas sociales de la época a viajar, mientras que por el otro esos viajes implicaban un resultado incierto. Y es precisamente, la incertidumbre del regreso lo que llevaba a los hombres a consultar la voluntad de los dioses. Así continúa Cicerón “nada importante se emprendía antes, hasta por los particulares sin consultar a los augures; hoy mismo en todos los matrimonios hay auspicios, aunque solamente de nombre. Actualmente (aunque el uso va perdiéndose) se consultan las entrañas de las víctimas, mientras que los antiguos confiaban más en el vuelo de las aves: cara hemos pagado la culpable negligencia que nos hace descuidar los malos presagios” (Cicerón, I, v. XVI, p. 33).

En efecto, el texto que precede de gran valía para nuestro estudio confirma la siguiente premisa. Los rituales adivinatorios se llevaban a cabo según ciertos parámetros específicos que debían repetirse metódicamente para que el mismo tuviera eficacia. Esta repetición compulsiva no sólo venía garantizada por un arquetipo mítico basado en la eficiencia y eficacia de los “antiguos” (más aún que los romanos), sino en su reglamentación presente. Nuestro filósofo trae a cita las grandes pérdidas que sufrieron tanto Apio Ceco como Lucio Junio cuando se vieron sometidos a un mal augurio. En este contexto, la posición de Cicerón es clara y sigue las enseñanzas de los estoicos. La adivinación como pensaban los griegos, es una prueba de la existencia de los dioses, así como los dioses existen también la adivinación. No obstante, Cicerón sugiere que es posible o que los dioses no quieran avisarnos sobre el porvenir, o simplemente (aún sin poner en tela de juicio su existencia), siquiera deseen intervenir en los miedos humanos.

Otros testimonios, como el de Simónides que enterró el cadáver de un desconocido sintió que el mismo a quien estaba enterrando le vaticinara su muerte en un naufragio éste desistiera de tal viaje viendo esa premonición cumplirse, o los sueños que llevaron a un viajante a descubrir el asesinato de un posadero. “Dos arcádes, ligados con amistad, caminaban juntos, y habiendo llegado a Mégara, paró uno en casa de un amigo y el otro en una posada. Habiéndose acostado los dos después de cenar, el que se hospedaba en casa del amigo vio sueños al que quedo en la posada implorar auxilio porque el posadero quería matarlo. Asustado por este sueño se levantó, pero habiéndose convencido de que la visión no tenía nada de real, se acostó otra vez y se durmió, presentándosele la misma visión y rogándole que no habiendo acudido a socorrerle vivo, que al menos vengara su muerte. Refiriole que el posadero le había asesinado, que había puesto su cuerpo en una carreta cubriéndola con estiércol, y le rogó que se encontrase al amanecer en la puerta de la ciudad, antes de que saliera la carreta. Impresionado por el sueño, marchó muy temprano a la puerta; preguntó al boyero qué llevaba en el vehículo; asustado aquel hombre huyó; descubriéndose el cadáver, y poco después, convicto el posadero fue castigado” (Cicerón, I, v. XXVII, p. 41).

Desde una perspectiva exegética, el mito (fundador) de Prometeo destaca la visión que se tenía sobre el trabajo y el ocio. Recordemos que castigado por haber otorgado al hombre el dominio sobre el fuego, Prometeo (hijo del titán Jápeto) fue condenado por Júpiter a que sus entrañas fueran devoradas por un águila durante el día mientras se regeneraban por las noches para ser comidas nuevamente al día siguiente. Luego, Hércules libera a Prometo matando al Ave y dándole al hombre el fuego. Los elementos analíticos que surgen de este relato son claros a grandes rasgos. Dicha visión concuerda con mitos de diversas civilizaciones en cuanto a que existe un proceso cíclico de creación, destrucción para una nueva creación. Análogamente, este proceso obedece a lógica existente entre trabajo y ocio (Eliade, 2006) (Korstanje, 2008b). El trabajo cuya expresión es la desagradable sensación de ser picoteado por un águila, simboliza al trabajo durante el día mientras que la regeneración de los órganos dañados simboliza al descanso. Producto de esa relación cíclica y de la ayuda de Hércules (ser sobrenatural) surge el fuego el cual hace clara referencia a la avidez de conocimiento y manejo en la tecnología. Hércules otorga esas facultades al hombre en contra de la voluntad del dios Júpiter. Desde una perspectiva exégetica, podemos conformar al mito de prometeo según el siguiente modelo: a) el fuego simboliza la tecnología, b) los hombres adquieren la tecnología por una lucha interna y política entre los dioses, c) al desprenderse de su castigo, Prometeo le ha dado al hombre (sobre todo a Roma) la posibilidad de dominar tecnológicamente el mundo natural y cultural. En este contexto, Roma no sólo se conforma como una gran estructura política (donde los hijos pueden derrocar a sus padres) sino además como la civilización que maneja las técnicas más sofisticadas de la época y a través de ellas “ordena” el mundo (y la naturaleza) circundante por medio de la razón.

En conjunción a lo expuesto, el mito homérico de Ulises como aquel eterno viajero, explica el profesor Ruiz Doménec, le ha dado primero a Grecia y luego a Roma la habilidad del asombro por lo desconocido. “La cultura greco-romana utilizó la figura de ese hombre ambulante para abrir un nuevo capítulo de la historia del mediterráneo; delimitó la geografía de la expansión marítima, fijó la frontera entre civilización y barbarie y situó la herencia griega como el punto de partida de un espacio común a los pueblos del mediterráneo” (Ruiz Doménec, 2004:26).

Este hecho, marca la diferenciación del hombre con respecto a los animales y su “superioridad” como administrador y dominador de ella. No era extraño, en años posteriores observar en los espectáculos de gladiadores (ludi gladiatorii), el enfrentamiento de éstos con animales salvajes. El discurso, era claro a grandes rasgos, Roma como civilización dominante no sólo tenía acceso a la tecnología sino que además se configuraba como administradora del orden natural. (Duby y Aries, 1985) (Veyne, 1985) . Cuenta Anthony Birley que con motivo de su cuadragésimo tercer cumpleaños en el 119 D.C el emperador Adriano “organizó un espectáculo de gladiadores que duró seis días seguidos y en el que se sacrificaron un millar de animales salvajes. Dion añade el detalle de que entre ellos había cien leones y otras cien leonas, es decir, un espectáculo caro, pero Adriano era consiente de las necesidades del pueblo. Panem et circenses, pan y espectáculos de circo era lo único que importaba al pueblo romano, soberano en otros tiempos como comentaría escuetamente un satírico contemporáneo, Juvenal” (Birley, 2004:136)

No obstante, el ocio y el placer no era exclusividad de los humanos sino también de sus propios dioses. En efecto, durante sus ratos de ocio (los romanos) creían que sus deidades también se relajaban y distendían. Con características muy similares a las humanas, el dios Momo (o dios de la locura), era aquel cuya función consistía en divertir a los integrantes del Olimpo. La figura de los “bufones” en los reyes medievales deriva en gran medida de este mito (Solá, 2004:80). Las diversas aventuras amorosas de Júpiter, lleva a una compleja y difusa descendencia. En una de sus incursiones, Júpiter se le presenta a Alcmena como el Rey Anfitrión (su marido) y juntos engendran a Hércules. El punto, es que Alcmena tardó un tiempo en darse cuenta “de la farsa”. Anfitrión se convirtió en un buen padre para Hércules, se ocupó de su educación y de inducirlo al mundo de las armas. El dios Ismeno le enseño Literatura y Ciencias. Con una eximía disciplina, que lo distanciaba bastante de su padre biológico, Hércules es adoptado por los romanos dándole ciertas características latinas. La historia de este héroe mitológico estuvo plagada (doce) de combates contra el orden imperante (incluyendo los deseos de su propio padre al privarle del fuego a Prometeo). Pero, se le agregó otra hazaña más (latino en su forma).

Tras asesinar al ladrón Caco, Hércules es invitado por el hospitalario rey Faunus, quien buscaba la gloria a expensas de éste. La idea, era simple, y consistía sorprender y dar muerte al legendario héroe mientras era huésped del codiososo rey -con el objetivo simular como aquel que venció al invencible-. Este mito demuestra la naturaleza ambigua que los antiguos le daban a la hospitalidad. Por un lado, ésta ofrecía un aspecto sensual y agradable mientras que por el otro se hacía expresa referencia a la farsa, la mentira y la traición. Esto demuestra que la fascinación por los romanos por la sensualidad (ostentación) y el poder fue una constante a lo largo su historia como civilización. Si bien existen evidencias empíricas que atestiguan sobre la hospitalidad romana (hospitium). Las últimas investigaciones demuestran que este concepto no era originario de los pueblos italos, sino que por el contrario fue tomado de los celtas. Efectivamente, el término hospitalidad deriva del latín hospitium que significa alojamiento. Según Ramos y Loscertales, los celtas (antes que los romanos) manejaban dos significaciones totalmente diferentes para este vocablo. La primera de ellas, se vincula al hecho de recibir a un peregrino y aceptarlo como enviado de los dioses. Se comprendía que el viajero debía ser asistido y hospedado ya que este acto derivaba de un mandato divino; la raíz de este ritual era puramente religiosa. Por el contrario, la segunda significación era netamente jurídica y sólo podía pactarse por convenio entre las partes. En este caso, el hospicio representaba y aseguraba el equilibrio político de los pueblos celtas, y por medio de estos convenios un pacto de no agresión entre ellos. (Ramos y Loscertales, 1948)

Diversos testimonios apuntan a que los galos ya entablaban en épocas de Julio César pactos de amistad y hospitalidad entre ellos, como el mismo Dictador sugiere en el siguiente texto: “Los menapios estaban cerca del territorio de los eburones, defendidos por lagunas y bosques, y eran los únicos que nunca le habían enviado embajadores para tratar la paz. Sabía que entre ellos y Ambiorix había lazos de hospitalidad. Se había enterado también de que, por medio de los tréveros, había estrechado amistad con los germanos” (César, 2004:190). Asimismo, Grimal nos explica que los celtas, ofrecían y recibían “magníficos” regalos por parte de las tribus vecinas, este hecho marca una especie de peaje hacia los viajeros que tenía su base en una necesidad de libre tránsito y recaudación monetaria (Grimal, 2002:101).

Si nos imaginamos por un momento, Roma habría sido un centro cosmopolita en donde confluían personajes de diversas partes del mundo entonces conocido. El calendario religioso romano reflejaba una mezcla de jovialidad, divinidad y hospitalidad. Si bien en sus orígenes, eran pocas las festividades religiosas, lo cierto es que en un momento de su historia llegaron a contarse más días festivos que laborales. Las fiestas religiosas ocupaban 45 días del calendario, a las que había que agregar las particulares, barriales y de otra índole. Así, encontramos juegos públicos con arreglo a las fiestas Saturnales, Lupercales, las Equiria y los Seculares (Solá, 2004:33) (Bringmann, s/f). Al respecto, el testimonio de Séneca es más que elocuente cuando afirma “estamos en el mes de Diciembre, cuando es mayor la fiebre en la ciudad. Las pasiones parecen gozar de absoluta licencia. Por todo se oye el rumor de grandes preparativos, como si entre las saturnales y los días de labor no existiese ninguna diferencia; y de tal manera no hay ninguna, que me parece que tuvo harta razón quien dijo que antes diciembre era un mes y ahora es un año entero” (Séneca, V. I, cart. XVIII, p.48).

Las Saturnales se llevaban a cabo del 17 al 23 de Diciembre, durante el solsticio de invierno. Los esclavos eran temporalmente liberados e imperaba una atmósfera de intercambio y solidaridad. Las Lupercales (en honor a Luperco dios pastoril) tenía lugar el 15 de Febrero y su función era recrear el mito fundador romano por el cual Rómulo y Remo habían sido amamantados por una loba a orillas del Monte Palatino. Las Equirias, por el contrario, se llevaban a cabo en honor al dios de la guerra Marte, aproximadamente del 27 de Febrero y el 14 de Marzo. Su función estaba vinculada a la preparación de próximas compañías militares. El símbolo dominante en esta clase de rituales era el valor y la destreza física cuya máxima expresión era la carrera de caballos. Por último, los juegos Seculares se realizaban cada 100 años; en ellos confluían diversos sacrificios y juegos atléticos con el objetivo de dar la bienvenida al nuevo siglo (Solá, 2004:33).

Los deportes y las artes eran auspiciados por dios Febo/Apolo (hijo de Júpiter y la ninfa Leto) y hermano de Diana. Si bien al principio, se lo consideró como la divinidad de los pastores (sol) y consecuentemente su protector. Luego fue considerado también el protector de las artes, los deportes y la música. Febo, era de todos los dioses el más hermoso. Esto no era casualidad, ya que los romanos tenían por el arte una consideración muy especial. Sus fiestas eran celebradas en otoño y en primavera (Ibid: 155). Sin embargo, como la mayoría de los dioses romanos, Febo no sólo era conocido por un atributo en particular, en este caso la belleza, sino que tenía otros tales como la destreza, la juventud, la virilidad y el valor (Solá, 2004:158). Como cuenta Ovidio, una de las primeras hazañas de Febo fue dar muerte a un reptil que azotaba la zona de Tesalia (Ovidio, s/f). Esta alimaña (Pitón) cayó muerta bajo sus flechas en cuya memoración se llevaban a cabo los juegos pitios. No obstante, la arrogancia de Febo llegó a ser tal que se enfrentó directamente a Cupido. Este último, subió al monte Parnaso, y atinó una de sus flechas de amor “contra el pecho de Febo”. A su vez, Cupido lanzó a Dafne un dardo de desamor. El resultado, una pasión incontrolable por parte de Febo que se estrellará una y otra vez con el desprecio de Dafne. (Ovidio, s/f)

Pero años más tarde, Febo conocería a Talía, una de las nueve musas quien personificaba la comedia, lo lúdico y la festividad. Aunque en ocasiones, también se la relacionaba con la agricultura, la geometría y con el campo. Si bien no existen muchos elementos en la literatura de la época sobre ese vínculo, se piensa que fue una de las más amorosas (Solá, 2004:166). En este sentido, y aunque despreciada por ciertos grupos terratenientes, la agricultura y la naturaleza eran contempladas por los romanos con gran delicadeza y admiración . A lo largo de los años y a medida en que Roma se transformaba en un imperio las costumbres y los mitos fueron cambiando. Así como los romanos colonizaban lejanas, y distantes tierras, diversos objetos, mitos y leyendas eran incorporados en una especie de sincretismo religioso. Esta fue la manera, no sólo como se fueron modificando sus costumbres, sino también las relaciones sociales se fueron tornando cada vez más complejas. El apego por la tierra y al trabajo comenzó a ser mal visto por ciertos grupos, dando origen a lo que Thorstein Veblen denominó una clase ociosa (Veblen, 1974).

La leyenda de voluptuosidad y Psyché no hace más que recordarles a los filósofos romanos y griegos, la naturaleza entrópica que implica la satisfacción del placer constante y la diferencia con la felicidad auténtica; y este mito va a ser invocado una y otra vez, por todos aquellos que critiquen los lujos desmedidos y las prácticas de los ciudadanos urbanos, resumiendo el triste final de Psyqué que perdió a su amor (desconocido) como producto de su curiosidad y la intriga que supieron en ella despertarle sus envidiosas hermanas (Robert, 1992:43). Sin ir más lejos podemos señalar que las ciudades romanas, eran sinónimo de placeres, comodidad y ostentación. El trabajo en el campo, era desdeñado por los aristócratas, recurriendo a éste sólo en épocas de verano. La caza, parecía ser la actividad de ocio más representativa de esa clase privilegiada en el campo, dividiéndose en venatium aquella destinada a los animales de cuatro patas y aucupium, para las aves o similares. “De las dos maneras que los hombres usan para matar, la venatio representa la violencia; el aucupium, el engaño; de la una son víctimas predestinadas los animales que corren; de la otra, los que vuelan; la primera es un enérgico ejercicio de hombres fuertes; la otra es agradable y sedentaria ocupación que requiere únicamente habilidad.” (Paoli, 2007:355)

Cayo Suetonio nos recuerda la popularidad ganada para sí de Julio César que siendo edil organizó juegos, cacerías y combate de gladiadores. Los organizadores de esta clase de espectáculos adquirían cierto respeto y prestigio dentro del pueblo romano. Este tipo de actos, despertaban el apoyo popular y en ocasiones eran fomentados y mantenidos por razones políticas. Una análoga medida tomó César tras la muerte de su hija Julia organizando luchas y festines en su honor cuyo costo ascendía a la suma de cien mil sestersios. El genio político de este caudillo romano no tenía precendentes en la Republica . No obstante, la mayoría de los placeres eran mayoritariamente urbanos. Encontramos, entonces, verdaderas obras de ingeniería como los baños públicos y, los edificios, el coliseo y los anfiteatros entre otros (Veyne, 1985). Recordemos, que los baños tenían para los romanos la misma o análoga significación y uso que los gimnasios para los griegos: la práctica del ocio. Específicamente, los individuos que asistían a estos lugares acostumbraban a untarse con aceites y oleos especiales, distenderse y disfrutar de la compañía de otros ciudadanos (Grimal, 2002:226). No obstante, existen algunas diferencias entre el gimnasio (helénico) propiamente dicho y los baños públicos (románicos).

Los tipos de baños iban desde los más restringidos hasta los populares, de todos los tamaños y colores. Los primeros, estaban orientados hacia una parte de la sociedad romana que no deseaba el bullicio sino una tranquilidad más privada. Por el contrario, el baño público era un lugar de concurrencia masiva en donde se paseaban tenderos, o posaderos ofreciendo sus mercaderías (Paoli, 2007: 321-329). Las Thermae o baños públicos eran parte del Estado, pero éste las cedía en arriendo a un empresario (conductor), quien exigía una módica suma de dinero por el ingreso (balneaticum). En ocasiones, algún político o ciudadano rico pagaba durante un lapso de tiempo el valor de todas las entradas ofreciendo así al pueblo el acceso gratuito (Paoli, 2007: 321-329). Las secciones de los baños estaban determinadas (en su mayoría) en cuatro partes principales: a) el apodyterium, espacio destinado a desnudarse antes de ingresar a las aguas; b) el frigidarium, el cual se destinaba para el baño frío; c) el tepidarium, formado por una sala de paso en donde los individuos se habituaban al paso del frigidarium al calendarium; y por último d) el calendarium, cuya función era emanar calor para que el bañista sude y se relaje. Específicamente, los romanos acostumbraban a alternar calor y frío en sus baños. Se introducían primero en el calendarium hasta que los poros de la piel se abrieran y luego se sumergían en tinas de agua fría. (ibid: 324-326)

En efecto, estima el autor que las termas en Roma abrían alrededor del mediodía y cerraban al caer la noche. Los modos de bañarse eran muy variados dependiendo del contexto social en el cual se desenvolviera el bañista. Muchos asistentes llevaban sus propias botellas de unciones, aceites, paños etc. En el caso, de los patricios, aparecerse en una baño no era algo casual e individual; por lo general estos personajes eran acompañados por todo un séquito de sirvientes los cuales tenían asignado una función muy específica: el balneator, asistía a su amo durante el baño, el unctor le hacía masajes, el alipilus ponía todo su cuidado y esfuerzo en hacerle una buena depilación. La temperatura del agua, era regulada por un horno llamado hipocausis.

Paoli no se equivoca cuando nos dice “nos falta de ocuparnos del modo de calefacción de las termas. Un horno, alimentado con carbón de leña y llamado a la griega hypocausis, servía para el doble objeto de calentar el agua necesaria para el uso de las termas y para irradiar el agua caliente en las cavidades dejadas libres adrede debajo del pavimento y por las paredes” (ibid:329). De todos modos, sobre ese hedonismo romano nos ocuparemos en el próximo apartado. “El placer en Roma toma pues el aspecto del cáncer obligado de toda civilización, un mal que todos toman por un remedio de la existencia, pero que contribuye, a la larga a su decadencia. Es precisamente esta expansión del apetito de goce lo que hemos querido conocer mejor en la civilización romana, tomando el término placer en su sentido más amplio, aplicado a los más variados dominios de la vida cotidiana y que en latín se llama voluptas… la búsqueda de los placeres constituye la mayor preocupación tanto para los romanos del final de la Républica como para los del Imperio. Ellos rechazaban la opresión de la moral y de la política, cuyas elucubraciones les parecían artificiales y obstaculizadoras para la satisfacción de los deseos naturales del hombre”. (Robert, 1992:14)


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