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MISTIFICACIÓN DEL LENGUAJE Y PROCESOS PSICOSOCIALES: LOS PROGRAMAS ESOTÉRICOS EN LA RADIO MEXICANA

Gilberto Fregoso Peralta



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2.1.6 Sigmund Freud (1856-1939).

Según Freud, hay una serie de ingredientes que favorecen la interpretación mitológica relacionada con el mundo externo al pensamiento: elementos psíquicos inconscientes. En el mundo primitivo de carácter animista –dice- el yo no se logra todavía diferenciar del entorno que le rodea, y atribuye a los objetos características, intenciones y vínculos que hoy podríamos identificar como estímulos psíquicos proyectados desde dentro del sujeto. Previo a la toma de consciencia sobre la vida anímica propia de la especie, nuestros congéneres la proyectaron en el ámbito de su relación con la naturaleza. El mundo imaginado por los individuos primigenios –añade- podría concebirse a manera de una psicología volcada hacia el exterior que se elucida en lo anímico. Para el creador del psicoanálisis es posible considerar las proyecciones de los primitivos y neuróticos como puerta de acceso para entender los procesos mentales inconscientes y precisar así el significado y la función de las creencias concretas registrables en la historia del desarrollo espiritual de la humanidad, con lo cual ha sido factible decodificar o interpretar el sentido genuino de un sinnúmero de ilusiones y fantasías.

Junto al concepto de mecanismo proyectivo formula Freud el de racionalización, ambos vinculados con la problemática de la ideología. Para explicar este segundo, parte así mismo de la estructura psíquica del sujeto humano, el que a diferencia de los animales es capaz de expresar, por medio del lenguaje articulado, acciones regidas por las pulsiones cual si se tratase de conductas racionales, esto es, apegadas a la moral vigente en un lugar y un tiempo determinados. Dentro de las culturas conocidas, ciertos actos pulsionales arrostran algún tabú por cuanto no se ajustan a los valores y prácticas aceptadas por el colectivo, lo que provoca en los sujetos la necesidad de justificar sus deseos y pretensiones prohibidos. Mediante el mecanismo de racionalización, comportamientos carentes de lógica adquieren la apariencia de sensatez; en su conciencia las personas encubren ante sí mismos y frente a los demás la motivación irracional de su actuar, cuya actitud se presenta plena de cordura: se confunde la causa con el efecto.

La compulsión a acreditar la conducta de los hombres –sostiene este autor- evidencia la actitud autoritaria de todas las culturas conocidas, como señala en su obra El malestar en la cultura, las que imponen a los individuos una renuncia a sus impulsos, a sus deseos profundos. Los soportes para el logro de los objetivos culturales han implicado –afirma- una serie de represiones y sublimaciones para nuestra especie, las que a su vez han generado en ésta pulsiones de agresión contra la propia cultura. Es la razón humana -continúa- una instancia tardía y relativamente endeble de la vida mental comparada con la estructura sólida del inconsciente, reconoce sin duda el poder de las pasiones instintivas sobre los intereses racionales.

En sus estudios, Freud no aísla al sujeto con respecto al medio ambiente histórico, sino que problematiza el nexo del individuo con la sociedad, en tanto el aparato anímico humano se ha venido desarrollando con relación al esfuerzo por conocer y adaptarse al mundo exterior. La cultura comprende todo lo que la humanidad ha requerido para transformar en alguna medida la naturaleza, así como todas las organizaciones e instituciones cuya misión ha sido regular los vínculos entre los miembros de la especie, en particular las modalidades de producción y distribución de los bienes materiales indispensables para la subsistencia. Pero –afirma- las fuerzas productivas y las relaciones sociales como contenidos de la cultura, no pueden considerarse por separado, ya que los bienes producidos satisfacen ciertas necesidades de los sujetos y ejercen a la vez una influencia significativa sobre tales lazos; y a la vez –nos recuerda- porque un ser humano puede representar un bien material para otro, como capacidad de trabajo u objeto sexual.

A partir de un análisis profundo sobre la organización de los pueblos primitivos, elabora la construcción teórica acerca de la génesis del totemismo y, por extensión, de las creencias mítico-religiosas. En tal disertación un elemento clave lo constituye la actitud generada en los primitivos por la práctica del incesto, origen de una organización social basada en la implantación de normas rígidas y de prohibiciones, cuya transgresión por cierto implicaba sanciones considerables. Señala que en todos los pueblos ancestrales se implantaron restricciones similares centradas en el tabú, ley que regía el sistema sociocultural y provocaba en los primigenios actitudes ambivalentes, por un lado sentimientos de hostilidad, por el otro de respeto y aprecio. Encuentra semejanza entre este comportamiento contradictorio y el propio de los neuróticos (con relación a los seres queridos) y los niños (con respecto al padre).

La analogía entre el totemismo y la experiencia clínica encuentra varios puntos de contacto, por ejemplo, menciona nuestro autor, el parecido existente entre el culto mágico con animales y la fobia del niño hacia ciertos animales. La proscripción totémica estableció dos normas rígidamente instituidas: el castigo al incesto y el matar o comerse al tótem, por su parte, la investigación en torno a la neurosis infantil realizada por el psicoanálisis puso de relieve el significado que para el infante tiene la bestia objeto de sus antipatías: representa al padre, a la vez odiado y temido. Si dicho animal representa al progenitor y también las prohibiciones –del incesto y de agredir al procreador- coincide con las creencias de los aborígenes. Más aún, los estudios de Atkinson y Darwin sobre la llamada horda primigenia aportaron a Freud elementos importantes a modo de sustentar su hipótesis sobre el origen de la sociedad y la cultura, sintetizada en el pasaje celebérrimo donde se da cuenta del asesinato cometido por los hijos contra el déspota progenitor de la horda original, lo mismo admirado que objeto de odio:

“La teoría Darwiniana supone (…) la existencia de un padre violento y celoso, que se reserva para sí todas las hembras y expulsa a sus hijos conforme van creciendo. Esta organización social primitiva no ha sido observada en parte alguna. La modalidad más primitiva que conocemos y que subsiste aún en ciertas tribus, consiste en asociaciones de hombres que gozan de iguales derechos y se hallan sometidos a las restricciones del sistema totémico, ajustándose a la herencia por línea materna (…) Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así un fin a la existencia de la horda paterna. Unidos emprendieron y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido imposible. Puede suponerse que lo que les inspiró un sentimiento de superioridad fue un progreso de la civilización, quizás el disponer de un arma nueva (…) Además, el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y al devorarlo se identificaban con él y se apropiaban de una parte de su fuerza. La comida totémica, quizás la primera fiesta de la humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable que constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones morales, y de la religión” (Freud, 1970, pp. 199-200).

Los pueblos de la antigüedad observaban el tabú de los muertos, cuya interpretación por Freud enriquece el conocimiento de la infancia de la humanidad, una vez fallecido el progenitor original. Ante la incógnita de la muerte y a falta de una explicación racional de este hecho, los ancestros establecieron una larga serie de imposiciones y prohibiciones relacionadas con los difuntos. Creían que fallecer era consecuencia de una agresión proveniente de otro ser humano o de fuerzas sobrenaturales; el deceso por enfermedad era concebido como una venganza del finado por medio de su espíritu, temido como un demonio.

Desde la perspectiva clínica, la teoría psicoanalítica ha explicado de manera prolija, sobre todo con relación a ciertas patologías como la neurosis, los sentimientos vinculados con el fenómeno de la muerte. Por ejemplo, cuando alguien ha perdido a un ser querido y le embarga el dolor, no por ello deja de abrigar un sentimiento de culpa presunta en torno al papel o influencia que desempeñó en el fallecimiento de la persona apreciada. A tales dudas les llama el autor vienés “reproches obsesivos” y tienen que ver con una pseudo culpabilidad en términos de negligencia hacia el occiso Lo anterior es producto de la ambivalencia (amor-odio) de la afectividad humana ya estudiada antes por la etnología en el comportamiento de las culturas ancestrales.

Mientras que en el neurótico esta ambigüedad del afecto no pasa de los remordimientos, en los primigenios despierta una necesidad de defenderse contra la hostilidad del fallecido amigo o enemigo, e incluso de un familiar cercano, y, siguiendo el razonamiento, tanto el hecho físico de la muerte del progenitor o bien el simple deseo de su fin, produjo en los miembros de la horda original un comprensible sentimiento de culpa y el temor de una posible venganza por parte del furioso padre. Al comerlo, los caníbales retoños incorporaron las prohibiciones emanadas del dominio del recién sacrificado.

Dicho crimen, señala el autor reseñado, trajo como consecuencia un sentimiento de miedo, debido a que los hijos se impusieron la expiación, es decir, en el fondo de su conciencia asumieron la norma paterna e hicieron que su ley los influyera todavía más que cuando él estaba vivo. El respeto estricto al tótem, símbolo del padre inmolado, es la obediencia retrospectiva producto del horror y el remordimiento culpables de los hijos, y también las normas sobre las que se cimenta la cultura. De la conciencia culpable por el crimen cometido surgirá el totemismo, intento de reconciliación con el procreador y antecedente inmediato de la religión. Uno de los conceptos centrales de esta teoría, junto con el descubrimiento del inconsciente y la elaboración conceptual del determinismo psíquico, lo es la explicación del deseo del hijo por la madre y el deseo por parte del vástago de asesinar al progenitor o a su sustituto, sin duda útil para ensayar una reflexión en torno a la génesis de instituciones como la moral, el derecho y la religión, de raigambre tan claramente ideológica.

Sobre la base de la culpa filogenética por el parricidio descansa la sociedad; tanto la moral como la creencia en una deidad lo hacen en el sentimiento de culpa; el derecho y el poder, sobre las nuevas relaciones sociales establecidas ya sin la ominosa presencia física del odiado pero arquetípico antecesor. Por lo tanto, los supuestos teóricos acerca del origen de la cultura contemplan un sujeto reprimiendo sus pulsiones sexuales y agresivas que devienen en deseos inconscientes; un vínculo triangular con mamá y papá donde se propende a violar la ley establecida, y tras ello arrostrar la culpabilidad; la reproducción continua del proceso sin el cual la cultura no podría desarrollarse, provocando un conflicto permanente entre el hombre civilizado y su entorno cultural, teoriza Freud.

Es mediante las ideas freudianas acerca de la naturaleza de la sexualidad humana y del inconsciente, que se puede elaborar una teoría de la cultura de importancia cardinal para el escrito presente, habida cuenta de la explicación que sobre la renuncia a la satisfacción de las pulsiones, en favor de preservar la civilización establecida (en sus obras, Freud no hace distinción entre civilización y cultura), así como de la explicación dada al papel del inconsciente en la adaptación del sujeto a la sociedad y en la reproducción de ésta. Ambos niveles amplían el horizonte de la crítica a la civilización vigente, y al tipo de agente social producto de ella: alguien a quien se requiere explotar y hacer vivir de ilusiones.

El secreto de la evolución humana es develado en tanto se conoce la transformación no interrumpida de la represión externa en interna por vía del superyo, garante, desde dentro de la persona, del cumplimiento de los preceptos que mantienen el equilibrio en el entorno. Pero, ¿cuál es el tipo de agente social requerido por esta sociedad y producto de ella?, se pregunta Freud, para él mismo contestarse: un ente acrítico y pasivo, alienado de sí y de su ámbito, cultivador esmerado de una conciencia falsa, en síntesis, el hombre común obra de la cultura.

Mas al eliminar el cumplimiento del deseo, la insatisfacción se enseñorea de las personas, provocando un resentimiento profundo que las conduce a la infelicidad y a ciertas conductas agresivas, antisociales. Conviene aclarar que el deseo coartado no puede ser totalmente suprimido, pues actúa desde el inconsciente. Pero reprimir la satisfacción muestra variantes según la forma de organizar las relaciones sociales, para Freud hay determinadas modalidades en las que la opresión se manifiesta en una injusticia social severa, donde se constriñe a la mayoría a modo de atenuar la insatisfacción de unos cuantos, caso en el que los primeros expresarán una hostilidad intensa en contra de un sistema sin esperanza para ellos de satisfacer deseos; mientras para los segundos, la cultura establecida debe ser defendida a toda costa a efecto de proseguir garantizándose la disponibilidad de sus privilegios, en consecuencia, leyes, mandatos morales, instituciones, valores y discursos tendrán como objetivo primordial reproducir el orden imperante. Al respecto señala:

“Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y coerción. Luego no es aventurado suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia misma de la cultura, sino que dependen de las imperfecciones de las formas culturales desarrolladas hasta ahora” (Freud, 1973, pp. 2692).

Tal pareciera que con la distribución equitativa de los bienes materiales el problema de las tendencias hostiles, sobre todo por parte de los marginados, desaparecería, sin embargo, esto soslayaría el hecho, según Freud, de que todos los individuos integramos tendencias destructoras manifiestas en nuestro comportamiento colectivo cotidiano. Junto a los factores de índole socioeconómica los hay también de carácter psicológico.

El “pecado original filogenético” no distingue razas, clases, credos ni nacionalidades, empero, es indudable la existencia de grupos dentro del conglomerado poseedores de una serie de paliativos cualitativamente superiores y en cantidad mayor para enfrentar el malestar en la cultura, a diferencia de otros estamentos de gente desposeída y marginada, cuyos lenitivos para soportar la coerción pulsional y aún más, su propia exclusión, son mínimos o inexistentes desde el punto de vista objetivo. No es aventurado suponer, nos dice, que todo estrato privilegiado se afanará por mantener sus prerrogativas, consistentes en valerse de los más sofisticados y diversos atenuantes para hacer llevadera la vida en el colectivo.

Según el fundador de la teoría psicoanalítica hay privaciones generales para la especie y específicas para los miembros de una clase o grupo, las primeras serían ancestrales, constituirían el motor de la hostilidad filogenética contra la organización gregaria y se reproducirían con cada individuo que nace: el incesto, el canibalismo y el homicidio, impulsos reprimidos como requisito para convivir. Las prohibiciones ya añosas se habrían centrado en este tipo de deseos y su violación sin más supondría algún castigo por parte de la sociedad.

Nuestro autor reconoce la evolución anímica de la especie, y una muestra de tal aserto sería el cambio paulatino de la coerción externa hasta tornarse interna, por medio del superyo, para asumir en la conciencia de cada sujeto la ley establecida en términos de deber ser. El mecanismo aparece diáfano en un párrafo, algo extenso, de El porvenir de una ilusión:

“En todo niño podemos observar el proceso de esta transformación, la que hace de él un ser moral y social. Este robustecimiento del superyo es uno de los factores culturales-sociológicos más valiosos. Aquellos individuos en los que ha tenido efecto cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes sustratos. Cuanto mayor sea su número en un sector de la cultura, más segura se hallará ésta y antes tendrá que prescindir de los medios externos de coerción” (…) “…advertimos con sorpresa y alarma que una multitud de individuos no obedece las prohibiciones sociales correspondientes más que bajo la presión de la coerción externa; esto es, sólo mientras tal coerción constituye una amenaza real e ineludible. Así sucede muy especialmente en lo que se refiere a las llamadas exigencias morales de la civilización, prescritas también por igual a todo individuo. La mayor parte de las transgresiones de que los hombres se hacen culpables lesionan estos preceptos. Infinitos hombres civilizados, que retrocederían aterrorizados ante el homicidio o el incesto, no se privan de satisfacer su codicia, sus impulsos agresivos y sus caprichos sexuales, ni de perjudicar a sus semejantes con la mentira, el fraude y la calumnia, cuando pueden hacerlo sin castigo, y así viene sucediendo, desde siempre, en todas las civilizaciones” (Freud, 1973, pp. 2965).

La opresión del hombre por el hombre ha sido el denominador común en la sucesión histórica de las diferentes organizaciones sociales, desde el despotismo tributario hasta el capitalismo. Si las cosas revisten tal crudeza, se pregunta Freud, ¿por qué no cunde entonces la rebelión? y responde: Hay un mecanismo de identificación del esclavo con el amo, el que explica la pasividad relativa de las masas ante su triste situación, se trata del “ideal cultural”, ingrediente de gran valía para ganar el apoyo de quienes más sufren la existencia de relaciones sociales fincadas en la desigualdad:

“Cayo es un mísero plebeyo agobiado por los tributos y las prestaciones personales, pero es también un romano, y participa como tal en la magna empresa de dominar a otras naciones e imponerles leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los oprime y los explota no es, sin embargo, más que un fragmento de una amplia totalidad, pues, además, los oprimidos pueden afectivamente, ligados a los opresores, y, a pesar de su hostilidad, ver en sus amos su ideal. Si no existieran estas relaciones satisfactorias en el fondo, sería imposible que ciertas civilizaciones se hayan conservado tanto tiempo a pesar de la justificada hostilidad de grandes masas de hombres” (Freud, 1973, pp. 2966).

Así pues, ciertas satisfacciones sustitutivas son requeridas por personas particulares o por estratos para compensar las renuncias impuestas por el sistema. Nadie escapa a tal situación, lo que varía es la cantidad y modalidad de los “escapes”, de acuerdo con el lugar objetivo de sujetos y clases. A los sinsabores de la vida, aunados a las incógnitas y hostilidad de la naturaleza, la mayoría, si no es que la totalidad de las culturas conocidas, afirma Freud, han opuesto, a manera de defensa y consuelo, creencias fantásticas a través de las cuales lo aparentemente inexplicable (azar, muerte, destino, naturaleza ciega) es comprendido y conjurada la angustia producida en los humanos. Y no obstante el desarrollo del conocimiento objetivo, la indefensión de las personas ante las realidades natural y social continúa y se expresa en la proliferación de creencias irracionales en deidades y fuerzas de todo género que satisfacen la función capital de atenuar los sufrimientos:

“…espantar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y privaciones que la vida civilizada en común les impone” (Freud, 1979, pp. 18).

Junto a la existencia objetiva de sujetos que se proclaman brujos, hechiceros, parapsicólogos, mentalistas, pastores, videntes, adivinadores y toda una cauda de denominaciones semejantes, los discursos por ellos construidos incluyen una serie de personajes míticos con rasgos humanos o bien de entes sin analogía posible con lo antropomórfico pero actuantes en el acaecer de la humanidad a efecto de morigerar los avatares de los hombres ante la adversidad. Formas ideológicas más realistas pero con el mismo cometido son los sorteos, loterías y pronósticos, con la oferta glamorosa de obtener millones a cambio de adquirir un boleto por unos cuantos pesos.

Después de todo, la organización sociocultural no es tan ingrata, dioses, azares y energías pueden compensar la imperfección de la vida gregaria así como suscitar expectativas en una acontecer superior, sea en otro mundo o en este, el ardid consiste en inducir entre la gente la fantasía de lograr sus más caros anhelos, dado que las esperanzas son postergadas de manera indefinida. Con lo dicho hasta aquí podría prefigurarse un concepto todavía incompleto de ideología desde la perspectiva psicológica: es la ilusión del cumplimiento del deseo que se forjan individuos y clases.

Para el psicoanálisis, la dolorosa infancia filogenética y ontogenética impele a las personas a crearse representaciones gloriosas hasta lo grotesco, mera expresión de sus ilusiones: finalmente, tanto sufrimiento merece una recompensa. La síntesis de las deidades en un único dios omnipotente, inconmensurable y eterno (tránsito del politeísmo al monoteísmo) es considerado como un gran avance de la humillada cuanto grandilocuente humanidad, así mismo viene a resaltar el talante paternal oculto detrás de la creencia en una instancia divina, desde los tiempos sin memoria de la horda primigenia.: dios no es otro que nuestro padre.

El paralelismo es asombroso. La libido infantil se adhiere al objeto que viene a satisfacer sus placeres narcisistas tempranos, por ello la madre se convierte en su primer objeto amoroso, desea a su mamá y siente notoria hostilidad contra papá, esta etapa concluye cuando, bajo amenaza simbólica de sufrir castración, renuncia al incesto y se identifica con el progenitor, incorporando los símbolos de la prohibición paterna. Al hacer suya la ley del procreador, el niño supera el Edipo.

Analógicamente, la nostalgia por el padre, el deseo de protección, el temor que continúa inspirando se muestran en todo misticismo: el hombre sigue siendo un niño indefenso necesitado de protección ante la realidad objetiva, y dios, el padre temido, amado, protector y proveedor.

En pleno delirio ideológico (el delirio es concebido como la transformación del mundo llevada a cabo en la fantasía y determinada por el deseo), un ente invisible mitiga el sufrimiento y la debilidad humanas, se encarga de hacer justicia, nos premia toda conducta apegada a la moral imperante, nos ofrece la esperanza de una vida mejor llena de satisfacciones y bienaventuranzas; sea como sea, nuestros deseos algún día serán cumplidos.

Hoy se puede lo mismo acudir a la ayuda de seres fantásticos que confiar en la suerte para volverse millonario gracias a los sorteos en boga, cuya publicidad los presenta como si fuera sencillo acceder a las grandes bolsas y ganarlas solución de todo problema vital. Una y otra de las opciones pretenden mantener la ilusión de que es posible colmar los deseos aquí y ahora, nada menos. Pero conviene clarificar el concepto de ilusión empleado en el trabajo presente.

Salta a la vista lo erróneo de las creencias basadas en seres y fuerzas ultra terrenas así como las casi nulas probabilidades de lograr algún premio en loterías y pronósticos como medio para alcanzar la felicidad en otro o en este mundo. Pero al mismo tiempo no es menos notoria la participación del deseo por parte de quienes ansían atenuar su miseria económica, enfermedad, sufrimiento, desazón amorosa con procedimientos semejantes. Al decir de Freud, la característica principal de la ilusión tal como se manifiesta en la sociedad es la de tener su punto de partida en anhelos humanos, de los cuales deriva. En algunos casos es irrealizable (confiar en seres producto de la fantasía), en otros casi del todo improbable o pospuesta de manera indefinida (sorteos, rifas). La definición de este autor es precisa:

“Calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad” (Freud, 1973, pp. 2977).

Todo indica que, con relación a las ciencias naturales, sería una ilusión esperar un logro cognoscitivo a partir del éxtasis y la intuición pura, empero, la creencia absurda en lo inverosímil cumple una función social significativa. Y, señala Freud, si algo tan arraigado en la conciencia de las masas como son las creencias míticas, a las que se ha catalogado justamente de “ilusión” porque expresan sólo una proyección de los deseos de muchos seres humanos, no es menos válido atribuir el mismo carácter a toda una serie de creencias sobre las que descansan las instituciones sociales contemporáneas: moral, derecho, civilidad, matrimonio, organización productiva, educación, información, entre otras, cuyos apologistas resaltan en ellas el ideal de sociedad anhelado sin valorar su aplicación práctica y concreta. Lejos de reconocerse la cultura, sus instituciones, normas y preceptos, como obra humana, se recurre al expediente de atribuirles un origen nacido del deseo y bendición divinas. Nuestra especie estaría lejos de superar un estado infantil de desarrollo, valido del cual recurre a creencias infundadas y a proyectar las necesidades más acuciantes en entidades metafísicas, sobrenaturales, esotéricas.

Para el autor analizado, la fantasía es una actividad subordinada al principio del placer y escaparía al dominio del principio de realidad. La forma de expresión de la fantasía ocurriría en los sueños infantiles y más tarde se afirmaría bajo la forma de lo que suele denominarse “soñar despierto” o de “fantasear” el cumplimiento del anhelo reprimido, dado su encomienda de ligar los sueños con la realidad así como de guardar las imágenes de lo deseado contra la censura, lo no permitido.

En la lógica de la opresión, la fantasía, que habla el lenguaje del sueño, es considerada desde inútil hasta subversiva; o bien, propia de la infancia y en los adultos mera ensoñación e, incluso, síntoma de enfermedad. Concebida como meta pulsional hacia el objeto deseado, estaría ligada a la gratificación y al goce. Todo proceso de adaptación a la realidad requeriría de un apoyo en la fantasía, pues aspectos como la libertad, la no inhibición, el principio del placer y el cumplimiento de los afanes serían su materia prima principal, opina Freud.

La imaginación artística podría considerarse como la manifestación más elocuente de lo fantasioso, de lo corporal, de la sensualidad, de lo erótico, en suma, de lo proscrito; en ella se negaría el principio de realidad establecido, se desobedecería la norma, no regiría la ley. En tal orden de cosas, el núcleo de la fantasía sería la protesta en contra de la represión, el rechazo abierto a todo orden opresivo que pudiera dominar sobre los anhelos mayoritarios de la humanidad; vivir sin angustia sería su fin último, razón por la cual su evidente contenido subversivo la circunscribiría a los terrenos del arte, actividad fácilmente manipulable, asimilable por los grupos sociales predominantes, y, hoy por hoy, a los mensajes de la industria mediática en manos de los grupos sociales con más dispositivos de poder material y simbólico.

¿Quién no ha fantaseado el cumplimiento de su más recóndito deseo? y ¿quién no ha anhelado que sus sueños se tornen realidad?, se pregunta y nos cuestiona el fundador de la llamada psicología profunda, para luego externar una idea clave a los propósitos del trabajo presente: La fantasía conduce a cumplir en el sueño, en el arte, en la imaginación, en los mensajes de la industria mediática lo que la realidad impide. Dicho con otras palabras, la necesidad individual de fantasía hace que la gente no sólo acepte con facilidad la ideología, sino que la demande.

En El malestar en la cultura se analizan algunas posibilidades de acceso al equilibrio personal, mecanismos mediante los cuales es posible evadir la desazón provocada por la vida en sociedad y que van de la religión (como delirio colectivo) hasta las enfermedades (psicosis y neurosis), pasando por la gran variedad de estupefacientes, el arte, la autosuficiencia narcisista, la satisfacción ilimitada de necesidades como beber, comer, darse lujos, vestir; el aislamiento, la ciencia, el sexo en abundancia, el amor, el yoga, el dinero, el poder político, el éxito, los mensajes mediáticos.

Los aspectos mencionados cumplen la función de atenuantes de la angustia y procuran a la gente dosis diferenciales de satisfacción, aunque no es secreto el acceso imposible por parte de un sinnúmero de personas a varios de estos recursos. Un sujeto marginal podrá sublimar sus pulsiones, pero dentro de una sociedad como la mexicana, le estará vedado desarrollar creaciones científicas o artísticas trascendentes.

Sin embargo, más temprano a más tarde termina por imponerse, implacable, el principio de realidad, a decir del fundador de la teoría aquí revisada, la caducidad evidente de nuestro cuerpo asediado en todo momento por la enfermedad y la muerte, aunada a la fuerza omnipotente de la naturaleza y a la incapacidad de la especie por regular las relaciones sociales en la búsqueda del bien común, son las fuentes principales de la pesadumbre que ha debido de soportar la humanidad desde siempre. Es ante tales contrariedades, sostiene Freud, que la necesidad de paliativos se ha venido tornando imperiosa mediante escapes a tan amarga existencia:

…“distracciones poderosas, que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos hacen insensibles a ella” (Freud, 1979, pp. 18).

Con ellas se trata de evitar en lo posible el desasosiego y experimentar sensaciones agradables, siempre en oposición a una realidad exterior poco gratificante, sin dejar de reconocer –de paso- lo limitado de nuestra capacidad de sentir satisfacción merced a la peculiar constitución psíquica de la especie, con lo cual el goce humano es sin duda efímero.

Por el contrario, el dolor y el sufrimiento son constantes; las leyes de Clausius sobre el grado de desorden de un sistema corroboran esta situación: es más probable para la materia viva entrar en equilibrio con la entropía universal que permanecer negando el estado entrópico, es decir, subsistiendo como materia viva. Ante ello no cabe dudar de la necesidad ingente de lenitivos para hacer llevadera la existencia. Incluso pudiera pensarse que el amor viniera a lograr un estado anímico catártico, capaz de liberar al enamorado de su infelicidad, pero Freud se da cuenta de que en el estado de enamoramiento no se sabe bien a bien si el placer domina al dolor o viceversa, merced a los avatares propios del vínculo amoroso y que pocos desconocen.

Ciertamente para los espíritus piadosos la religión es un medio irrenunciable para logar la felicidad incluso eterna y al colmo, no obstante, tal esperanza es pospuesta de manera indefinida a otra presunta vida, por lo que conviene resignarse y no esperar demasiado en este mundo. Según el psicoanálisis, el sentimiento religioso impone en sus clientelas un infantilismo psíquico que las hace depender de expectativas de premiación futura por parte de un padre todopoderoso que castiga a los malvados y recompensa a los bondadosos, en tal sentido el logro máximo de la religión es evitar la caída de muchas personas en la neurosis individual.

Cabe notar el talante eminentemente ideológico de tal creencia mística, como una inversión del mundo real que además nulifica cualquier esfuerzo por transformar un tipo de cultura donde siempre se ha presentado a la religión como necesaria y natural, por cuanto la humanidad no ha sido capaz de crear una sociedad más libre y menos represiva.

Hoy, una gran parte de la humanidad se debate en condiciones misérrimas de existencia; los conflictos de la índole más diversa están a la orden del día; la ignorancia se enseñorea entre segmentos cuantiosos de la población mundial; elementos propios de un modelo globalizado amenazante y violento. Para el autor de la teoría aquí revisada, las instituciones de la cultura humana cuentan en su haber una dosis notoria de fracaso. El desarrollo de los conglomerados hasta ahora conocidos presenta como denominador común a la desigualdad, es decir, agregados donde el dominio de unos cuantos individuos se impone sobre la voluntad de la mayoría, con todas las restricciones derivadas de tal situación y el castigo a los inconformes opuestos al orden existente; de hecho, la coartación objetiva de los deseos es la base sobre la que descansa toda cultura represiva, de aquí la necesidad de evasiones subjetivas.


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