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MISTIFICACIÓN DEL LENGUAJE Y PROCESOS PSICOSOCIALES: LOS PROGRAMAS ESOTÉRICOS EN LA RADIO MEXICANA

Gilberto Fregoso Peralta



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2.1.4 Ludwig Feuerbach (1804-1872).

Heredero de la tradición crítica fincada en autores como los antes reseñados, el autor siguiente, Ludwig Feuerbach, publicó en 1841 el texto de mayor trascendencia en el conjunto de su obra, La esencia del cristianismo (1971). No obstante su concepción todavía estática de la especie humana, no se le ubica ya dentro del idealismo alemán; su crítica a la religión contenida en dicho documento fue aplaudida por las mentes más brillantes de la época, merced a su análisis del carácter proyectivo (adelantándose a Freud) de las representaciones religiosas, como tendencia de la humanidad a corporizar sus deseos y anhelos más profundos en un sujeto metafísico e ideal. Piensa que tal mecanismo de proyección permanece oculto para los creyentes en una deidad u otra, y el producto de su fantasía se les aparece como un ser dotado de poderes supremos, al que, además, deben permanecer sometidos. A ello se agrega la promesa de disfrutar en un paraíso supraterrenal todo aquello que en la vida no ha podido conseguirse: la satisfacción de los deseos humanos pospuesta de manera indefinida. Toma de David Hume la idea acerca del egoísmo humano, consistente en tratar de explicarlo y pensarlo todo a partir de la especie misma, a considerar lo arbitrario como querido, lo natural como creado y lo espontáneo como necesario, actitud cuyo corolario es concebir al universo a la medida de la vanidad de nuestra especie, y así como hay un monarca terrenal suponer la existencia de otro celestial gobernando el cosmos.

Este pensador teutón centra su teoría en demostrar que la contradicción existente entre lo divino y el ser de la humanidad es ilusoria, pues se trata en realidad de la oposición entre la condición humana y cada persona sin la intervención de dios alguno. De otro modo expresado, objeto y contenido de toda religión –el cristianismo en concreto- son absolutamente producto de la propia especie. En el cristianismo, el objeto es el comportamiento humano para consigo mismo, para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de otro. La llamada esencia divina no sería otra cosa que la esencia humana sin los límites individuales del hombre real y material. Así, el ser infinito es el deseo de infinitud personificada por los individuos.

La especie se objetiva expresándose así misma pero en algo que aparenta estar por fuera de ella: se objetiva en una divinidad inexistente, en una simple proyección de la psique. En esa lógica, para conocer a un dios basta conocer a los humanos, reza su versión antropológica religiosa. Acorde con este autor:

“La esencia divina es la esencia humana trasfigurada por la muerte de la abstracción, es el espíritu fenecido del hombre. En la religión el hombre se libra de los límites de la vida, aquí deja lo que le oprime, le impide, le afecta en forma repugnante” (Feuerbach, 1971-pp. 102).

Idea de relevancia cardinal como se demostrará en otro capítulo de la pesquisa: mediante esta creencia las carencias humanas pueden ser colmadas por un ser superior en quien es posible confiar y del que el ser humano se imagina creatura predilecta. Pero la esencia humana podrá desarrollarse –afirma- sólo cuando no se proyecte en un mundo sobrenatural, sino se considere inserta de lleno en la historia a manera de autoconciencia de los hombres de carne y hueso.

En la etapa infantil de nuestra progenie, la realidad externa a la conciencia denota un orden pleno de armonía cuyo punto de llegada es la creación del hombre, pero la detección del talante proyectivo de las representaciones religiosas no implica nada más la negación de los deseos y expectativas en él manifiestos, pues en rigor Feuerbach considera que esos productos de la imaginación significan o forman parte de un primer estadio de desarrollo dentro del proceso de objetivación de la “esencia humana”, al que seguirá la superación del estadio religioso cuando la voluntad ya no se ocupe en adornar cielos y paraísos inexistentes, sino en concretar la felicidad terrena de los hombres.

Pero –concluye- llegar a saber y admitir que no hay un Padre Celestial ocupado de cuidar a sus criaturas, no conlleva ni debe conducir a descreimientos angustiantes, sino simplemente asumir la plenitud adulta capaz de velar por el derrotero de cada quien, ya sin la necesidad de un tutor ultra mundano.


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