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CIUDADANÍA ARMADA

Arleison Arcos Rivas



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3.3 Un Estado que no siempre está y actores presentes más que el Estado

Entre otros textos de etnografía urbana de la investigadora Gloria Elena Naranjo, esta idea puede seguirse en su tesis de grado como Magíster en Ciencia Política ¿Cómo se forma un público ciudadano? Luchas sociales y memoria urbana en Medellín. Universidad de Antioquia, Instituto de Estudios Políticos, 1999

En este contexto se alcanza la actuación como ciudadanos en procura del reconocimiento social, mas no en espera:

La gente unida para progresar puso calles ahí donde solo había laderas y ustedes (el Estado) no pusieron nada119 .

El ciudadano, obrando desde el espíritu colectivo y no como individuo, se convierte en la gente que “despliega una acción por la ampliación de la dignidad humana y las condiciones de justicia social. Así, en vez de cumplir un rol de ciudadano a la espera de la ciudad justa o una ciudad feliz, para todos, hace parte de un sistema de acción social histórico por el reconocimiento social, económico, político, cultural120 .

Vistos desde el Estado y desde los centros de poder en la ciudad, los sectores populares son peligrosos, nidos de subversivos, a quienes hay que repeler y cuyo avance hay que contener, de manera que sus barrios no son reconocidos por muchos años; en el imaginario de las violencias se instalan sus territorios como la representación de todos los males y cierto maniqueísmo social se perpetua asociado a la gente y sus territorios al punto de que todo lo que huela a Comuna121 es perverso, criminal y malo por naturaleza, mientras lo que diga Poblado recibe consideración y aprecio.

Las marcas territoriales producen igualmente marcas en la auto percepción de los pobladores de sectores populares. Así, afirmar que “aquí estamos es llevaos del diablo, nadie se acuerda de que esto por acá existe” se convierte en la forma habitual de poner en el discurso cotidiano los conceptos de exclusión, marginalidad y carencia. Visto este argumento desde la pregunta por la convivencia y la seguridad en la cuadra, el barrio o los barrios de la comuna, las respuestas que surgen permiten entender que ante la carencia la gente encuentra salidas, no las espera desde afuera; y así aparezcan atajos ilegales, estos son vistos como el producto necesario y obligado del rebusque y la subsistencia, cuando "no había nada más que hacer sino coger los fierros”122 .

El mismo proceso de lucha por el reconocimiento social lleva a la gente a enfrentarse con los problemas tal cual aparecen y construir desde ahí la afirmación de su ser social, cultural e histórico. Las muchas violencias que padecen son sintetizadas de manera pragmática y, mientras se le reclama al Estado por el sustento material de la vida publica, se echan al hombro los asuntos y los resuelven con lo que tienen, en una lógica de rebusque que ni Locke ni Marshall ni Tocqueville podrían rebatir. Paradójicamente las iniciativas de la gente logran gestionar –no siempre precariamente-el riesgo por sí mismos, aminorando la invisibilidad del Estado123 .

Así, sucede que históricamente los habitantes de sectores populares se apropiaron de los predios cuando no tenían donde vivir, crearon el baratillo de contrabando cuando no había donde trabajar124, cualificaron el fiado cuando no se tenia como comprarlo de una125 y acudieron a las armas cuando era posible morir.

El realizador de cine Víctor Gaviria, para referirse al desorden a vista publica en el que el Estado sume a los sectores populares, afirmó alguna vez que “en estas zonas de ladera la única ley que funciona es la ley de gravedad”. Este desorden no es gratuito; se produce en el concierto de las muchas violencias vividas y padecidas por la gente:

“Si quiere hablar de violencia, le cuento mi vida, o la de cualquier vecino. Es que nosotros hemos vivido siempre de violencia en violencia, con muy pocos tiempos de paz. Cada uno de nosotros es una novela completa”126 .

En este escenario la gente aprendió a pelear desde su condición de civiles.

Con el paso del tiempo, la pasividad del Estado y el reiterado desconocimiento de los derechos ciudadanos, propició que los moradores de las laderas se hicieran a sí mismos capaces de batallar en procura de preservar el mínimo bienestar ganado con su propio esfuerzo127 .

El punto de partida en el que insisto ve en la respuesta de una ciudadanía armada, una entre otras expresiones ciudadanas no sujetas a la concepción liberal clásica y menos aun a las posturas neoconservaduristas128, cuya acción violenta remite a la pregunta por lo que ocurriría si el Estado asumiera sus responsabilidades 129 .

De hecho, el recurso a las armas como instrumento de salvaguarda de la vida pública, por lo menos en los estados republicanos, ha sido una salida posible para enfrentar fenómenos y dilemas sociopolíticos. Recurso extremo socorrido cuando los ciudadanos hacen uso de ella para corregir la debilidad del Estado y de las leyes130, en el entendido de que originalmente el poder político puesto en las instituciones corresponde a una cesión parcial de la fuerza y la obediencia de los ciudadanos; cesión que, cuando nada lo impide, puede revertirse.

En tal sentido la acción política estatal que accede a la violencia tiene como finalidad la preservación de un orden constitucional y por ello se obra legítimamente cuando, de ser necesario, se acude a la fuerza, pues "el poder político se identifica con el ejercicio de la fuerza, y es definido como el poder que para obtener los efectos deseados (retomando la definición hobbesiana) tiene derecho a servirse, si bien en última instancia, como extrema ratio, de la fuerza (...), el poder político utiliza la constricción física como es la que se ejerce mediante las armas"131 .

Sin embargo: ¿qué pasa cuando el poder político mismo y los instrumentos que se le han encomendado parecieran violentar su naturaleza misma y su fin, dejando de hacer o haciendo mal lo que hecho de otro modo garantizaría la estabilidad y el orden social? ¿Acaso para obtener los efectos deseados por la comunidad política sólo el Estado puede acceder legítimamente al ejercicio de la fuerza?

Dice Locke:

Todo el mundo está de acuerdo en que tanto los súbditos como los ciudadanos extranjeros que atentan contra las propiedades de un pueblo valiéndose de la fuerza pueden ser resistidos por la fuerza. Pero que a los magistrados que hacen eso mismo pueda también resistírseles por la fuerza, es algo que ha sido negado en estos últimos tiempos, como si quienes por ley tuvieran los mayores privilegios y ventajas, tuvieran por ello el poder de violar esas leyes que precisamente los colocaron en una situación mejor que la de sus hermanos. (…) quien quiera que haga sin derecho uso de la fuerza, y tal hace dentro de una sociedad quien la ejerce fuera de la ley, se pone a sí mismo en un estado de guerra con aquellos contra los que esa fuerza es empleada; y en un estado así, todos los acuerdos anteriores dejan de tener vigencia, todos los demás derechos desaparecen y cada individuo se queda con el de defenderse a sí mismo y el de resistir al agresor132 .

En un escenario desarticulado políticamente, en el que la guerra persiste y se perpetúa de manera endémica, gestando múltiples violencias y dispositivos de belicosidad como medida de la solución de los conflictos, cabe la pregunta por si puede considerarse política la acción de ciudadanos armados en nombre de la comunidad, ejerciendo actividades que en tiempos de paz y bajo condiciones de garantía real de derechos serían propias de organismos estatales judiciales y policivos.

Tal vez advertir que “por si mismo lo político no acota un campo propio de la realidad social sino solo un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de los hombres”133 permita, al menos provisionalmente, entender que un campo de relaciones en el que la violencia se extiende sobre todos los ámbitos de la vida cotidiana expresa igualmente la profunda disociación entre los ciudadanos.

Dado que lo político es una medida relacional, bien puede decirse para el caso de ciudadanos armados, que es precisamente la intensidad de la asociación o disociación con el Estado lo que convierte en acción política el recurso a las armas en defensa del orden social que el mismo Estado contempla garantizar. En igual sentido la relación bandas y milicias operó en la práctica en los términos descritos por Schmitt, como una confrontación que, si bien en principio no era política sino puramente delincuencial, al saltar al escenario de la reivindicación de derechos opera como una lucha política, sin importar su grado de pureza: La agrupación real en amigos y enemigos es en el plano del ser algo tan fuerte y decisivo que, en el momento en que una oposición no política produce una agrupación de esa índole, pasan a segundo plano los anteriores criterios “puramente” religiosos, “puramente” económicos o “puramente” culturales, y dicha agrupación queda sometida a las condiciones y consecuencias totalmente nuevas y peculiares de una situación convertida en política, con frecuencia harto inconsistentes e “irracionales” desde la óptica de aquel punto de partida “puramente” religioso, “puramente” económico o fundado en cualquier otra “pureza134 .

Estos nuevos actores políticos, ciudadanos armados, que demandan para sí la prevalencia de las condiciones originales del contrato de asociación al Estado, asumen riesgos públicos similares a las dinámicas políticas de los actores oficiales, al emprender tareas de vigilancia, investigación, juzgamiento y "ajusticiamiento" de agresores135 que con su accionar anulan la garantía de derechos para vastos sectores y territorios usurpados y cooptados.

Asumen también el riesgo adicional de desobedecer al Estado; en el entendido de que la forma asumida de accionar procura restaurar las condiciones comunales o societales136 favorables a la convivencia, al espíritu de vecindad, al regocijo y disfrute de los espacios públicos, contemplados también en el sistema legal propio del Estado, y con el cual se pretende garantizar una cierta idea de orden social justo y regulado.

En palabras de O’Donell,

El sistema legal es una dimensión constitutiva del estado y del orden que este establece y garantiza en un cierto territorio. Este orden no es igualitario ni socialmente imparcial (...) sin embargo se trata de un orden, en el sentido de que entran en juego múltiples relaciones sociales sobre la base de las normas y expectativas estables (aunque no necesariamente aprobadas). En uno de estos momentos en que el lenguaje común expresa las relaciones de poder en las que se halla inserto, cuando las decisiones se toman en el centro político (las “ordenes impartidas”). Tales decisiones “imparten orden”, en el sentido de que esas ordenes generalmente son obedecidas. Esta conformidad reafirma y reproduce el orden social existente137 .

Lo paradójico en un sistema político no es que las órdenes impartidas se obedezcan, sino que estas pueden ser desobedecidas. Más allá de la conformidad con las taxonomías políticas, podemos decir entonces que lo que se juzga en los estrados como conducta criminal es la desobediencia al Estado, a la idea de orden que este imparte.

Resulta así que la salida criminal, dado que se constituye en desobediencia directa al Estado, prefigura una actitud política, que se convierte en tal por la capacidad real y sostenida de los sujetos delincuenciales para organizarse, imponiendo ordenes que se enfrentan al estatal y contra la ciudadanía.

No estoy afirmando que el carterista o el sicario sean sujetos que dirigen su actuación a la constitución de un orden alterno que reemplace al Estado. De hecho el criminal lo es precisamente en la vigencia de un orden Estatal capaz de juzgar como delito la acción del carterista o el sicario. Lo que afirmo aquí es que los juicios sobre la legalidad o ilegalidad de un actor no dicen nada con relación a las pretensiones políticas de sus acciones, pues lo propio de un orden establecido es negar y satanizar aquellos que le compiten.

Dicho así, parece inocua la pregunta por si puede considerarse igualmente político el que la comunidad, en un momento dado, decida representar una renovada idea de orden social en manos de actores armados que operan no desde la desobediencia criminal138, sino desde la reivindicación del derecho a estar incluidos entre los paréntesis del sistema político.

La aparición de grupos de ciudadanos armados organizados para la defensa comunal, actores estos que vistos desde la simplicidad de la relación amigos – enemigos, obran en nombre y con el favor de la comunidad vecina, puede explicarse desde su objetivo por construir un orden de seguridad similar al del sistema legal que habría de operar. Orden éste que, poco a poco, se extiende a la regulación de otros ejes de la convivencia social hasta significar nociones territorialmente cercanas a los derechos políticos, civiles, sociales, económicos y culturales, como consecuencia de reglamentar comportamientos, intervenir en situaciones de litigio, autorizar eventos y reuniones sociales y políticas, dirimir conflictos vecinales y familiares, e incluso ampliar –así fuera de manera fraudulenta-la cobertura en servicios por medio de la proliferación de los “colgados” al alumbrado público y al acueducto municipal.

Acciones públicas como éstas convierten a sujetos comunitarios en una forma institucional organizativa muy similar al Estado: un paraestado139; es decir, un ente político regulador de la vida en sociedad en la misma dirección que debería hacerlo el Estado.

En tal situación, lo que se pone en cuestión, en principio, no son los cimientos del Estado legal, pese a que su jurisdicción se desconoce provisionalmente, sino los referentes de ciudadanía habitualmente aceptados. Ello en la medida en que precisamente para defender y garantizar los códigos de civilidad correspondientes con la asociación social y política que hace nacer al Estado, éstos paradójicamente resultan de hecho vulnerados con el recurso a las armas.


 

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